viernes, 27 de abril de 2012

SALOMÓN Y LA REINA DE SABA (1959), de King Vidor

Debido a la festividad madrileña de los días 1 y 2 de mayo, retomaremos el blog con el consabido estreno de la semana para el jueves día 3. Mientras tanto, id al cine. Es barato, entretiene y no posee efectos secundarios. Un abrazo a todos.

No cabe duda de que allá por finales de los cincuenta y gracias a producciones como Orgullo y pasión, de Stanley Kramer; o las intenciones nada escondidas de Samuel Bronston de instalar unos gigantescos estudios en Las Rozas de Madrid cuyo campo de pruebas fue la muy olvidada El capitán Jones, de John Farrow, no cabe duda, decía, de que en Hollywood se debió de pasar rápidamente la voz de que los rodajes en España eran mucho más baratos. Los técnicos de los que disponía nuestro cine eran tan buenos como allí y cobraban bastante menos así que los americanos no vacilaron en intentar competir con la traidora televisión a través de películas de formato espectacular, épicas, lujosas, brillantes y de producción más que generosa. El resultado no siempre fue bueno aunque hay siempre excepciones que llegaron a la categoría de excelentes muestras de cine de género realizado con todo el despliegue que necesitan ciertas historias que, en cualquier otro país, no hubieran sido posibles.
Salomón y la Reina de Saba, de King Vidor, fue una de esas películas. También fue una de las que peor suerte tuvieron pues su éxito en taquilla se debió a las trágicas circunstancias del fallecimiento de Tyrone Power de un fulminante ataque al corazón después de rodar un convincente duelo a espada al pie de unas escalinatas. Se buscó sustituto con rapidez y se llamó a Yul Brynner. La producción acució a Vidor pues Power ya había rodado más de un tercio de película y no había más remedio que rehacerlo todo de nuevo. El director, viejo resabiado con más oficio que autoría (aunque los entendidos en cine me tiren alguna que otra piedra por esta afirmación) realizó una película estimable reduciendo plazos, acortando tomas, planificando al máximo los movimientos de cámara…Cuando la película se estrenó, el propio Vidor llegó a declarar: “Con Power la película hubiera sido una obra maestra. Sin él, se ha quedado en una simple buena película”.
Más allá de todo eso, hay que prestar atención a esta historia de amor que arrasa con las épocas y devora los escrúpulos a través de esa visión, muy cercana a lo perfecto, de la cintura de Gina Lollobrigida (posiblemente, una de las más hermosas cinturas que ha dado el cine) y del siempre áspero y difícil trabajo que realiza ese maravilloso actor que era George Sanders (fallecido también en España).
En cualquier caso, en aras de la síntesis, también resulta obvio que desde el punto de vista histórico se han resumido hechos, se han juntado otros (la Reina de Saba nunca presenció el famoso juicio de Salomón) y la fachada de la película quedó salvada por culpa de un director que sabía hacer muy bien su trabajo.
Mientras ven esta película, dejen relajar sus ojos en la belleza del trabajo de fotografía de Freddie Young (uno de los más grandes) o de la espléndida dirección artística que destila la hermosura de la composición técnica de veteranos como Richard Day y Alfred Sweeney acompañados del español Luis Pérez Espinosa. Y recuerden que esas mujeres que se quedan incrustadas en el pensamiento como garras de la obsesión suelen ser el camino asfaltado de carne por el que iniciamos nuestra propia perdición…nosotros no somos héroes bíblicos.

jueves, 26 de abril de 2012

LOS JUEGOS DEL HAMBRE (2012), de Gary Ross

Grotesco futuro, funestas costumbres. Una guerra imposible que debe pagar su tributo en sangre joven para dejar en evidencia el mando y disfrazarlo todo de heroísmo prefabricado. La gente ríe con muecas propias de los vacíos de espíritu y de pensamiento. La sociedad de la comunicación domina bajo la bota dictatorial. Nada nuevo bajo el sol, salvo el carisma, la seguridad en sí mismo y la absoluta convicción de que el asesinato, tenga la forma que tenga, solo es una forma de defensa.
Es curioso que en una época en la que los dirigentes de medio mundo ostentan un perfil muy bajo en cuanto a atractivo, imagen y formación, la idea que se venda a la juventud sea la de belleza, carácter, valentía, decisión y habilidad. Es aún más curioso comprobar que, dentro de la más salvaje de las cazas, no hay ni un solo elemento ingenioso y todo se basa en fuerza y destreza. La inteligencia no cuenta demasiado. Más que nada porque uno de los objetivos es destruir sin compasión a quien demuestre un coeficiente un poco más alto de lo normal.
Jennifer Lawrence fue aquella chica que estremeció a todo el medio rural americano con la muy atípica Winter´s bones y aquí demuestra que dotes interpretativas no le faltan. Ella es lo mejor de la película y deja el pabellón joven muy alto al comprobar que en un solo gesto de Donald Sutherland, frío e imperturbable en su ejercicio de poder, hay más actuación que en toda la carrera de ese chiste andante que es Wes Bentley y que todo el resto del reparto. Por otro lado, hubiera sido maestro que, con un argumento tremendamente fascinante, se hubiera visto algo más que el exagerado movimiento de cámara al hombro al que nos tiene acostumbrados el realizador de turno. Es más, aquí se mueve hasta para mostrar una mano abriendo una puerta. Sin duda, un recurso narrativo de altura para quien quiere desplegar una versión futurista de La presa desnuda, de Cornel Wilde, mezclada de forma muy descarada con algunos elementos del Espartaco, de Stanley Kubrick. El resultado es que, en las secuencias de acción no se ve nada. Y en las que no son de acción tampoco porque no solo mueve la cámara como si el operador estuviera afectado de Parkinson, sino que se empeña una y otra vez en encuadres monstruosamente cercanos que quitan grandeza a lo que merece ser apreciado.
Por otro lado, no cabe duda de que el argumento es del agrado del público púber por los grititos y risitas y tics espasmódicos que cruzan a lo largo y ancho de la sala. Pero ahí radica, principalmente, el principal defecto de una historia que tenía todo lo necesario para asombrar. No se atreve a elevarse por encima de la edad y crear toda una imaginería con los suficientes recursos como para seducir al público adulto. Así que la cosa se queda en qué bien que puedo ser diferente a los demás, ser mejor porque tengo una habilidad que quién sabe si me puede servir algún día para demostrar lo que valgo y una droga demasiado fácil de masticar para una individualidad muy necesaria entre los 12 y los 18 años de la vida de cualquier adolescente.
Mientras tanto, me pregunto por qué, a pesar de utilizar un arco en múltiples y variadas ocasiones, Jennifer Lawrence tiene siempre el mismo número de flechas en el carcaj o si era absolutamente necesaria esa estridencia en los figurines para dar a entender lo grotesca que es la sociedad sedienta de crueldad, entregada cuales fashion-victim a la futilidad y al aborregamiento. Mientras, en los suburbios de ese país sometido, la gente pide comida a cambio de ofrecerse una vez al año como presas de un juego que ya está teniendo visos de ser realidad en algunos lugares ignotos. Al fin y al cabo, con un puñado de jovencitos corriendo podremos ver un programa de 24 horas que consiste únicamente en un humillante e innecesario tiro al pavo.

miércoles, 25 de abril de 2012

JUÁREZ (1939), de William Dieterle

Dentro de la impresionante galería de papeles que el extraordinario y hoy muy olvidado actor que fue Paul Muni interpretó en los años 30, destaca el del liberal Benito Juárez, pilar de la democracia mejicana, famoso por la impasibilidad de su rostro de marcados rasgos indios y adalid de la revolución que acabó con la marioneta imperial que representaba la dinastía de los Habsburgo a través del Archiduque Maximiliano I, títere manejado con mano de hierro por Napoleón III. Pero los soñadores existen, sobre todo en la imaginación de las masas y el propio Maximiliano rivalizó con Juárez por ganarse el corazón de los ciudadanos mejicanos y cuando dos personas luchan por el mismo amor el resultado suele ser la guerra y el rechazo, el patetismo de la derrota es aún mayor y la historia se abre para dar paso a soluciones aún peores.
“Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz” . Y en esta frase, tan sólo palabras de político, se resumía toda la lucha juarista. Lo cierto es que el cine americano nunca trató demasiado bien a la historia de Méjico. Ahí están películas tan fallidas como El capitán de Castilla, de Henry King; o el despropósito de Villa cabalga, de Buzz Kulik; el fracaso absoluto en una de las películas más personales de John Ford con El fugitivo; la despedida discreta en el cine del gran Gregory Peck como protagonista en Gringo viejo…pero también, no podemos olvidar, los enormes aciertos que supusieron ¡Viva Villa!, de Jack Conway; El tesoro de Sierra Madre, de John Huston (una obra maestra indiscutible) y, por supuesto, la maravillosa ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan. En esta ocasión, aunque hay trechos abreviados por obra y gracia del cine, el gran acierto siempre es Paul Muni, un hombre al que podríamos definir como el Robert de Niro de los años treinta, pero que se especializó en personajes históricos como Louis Pasteur, Emile Zola o Benito Juárez por su capacidad camaleónica, por su innata transformación en el personaje que interpretaba y que, con una filmografía asombrosamente corta, consiguió impresionar con películas del corte y de la talla de Scarface, de Howard Hawks; la extraordinaria La buena tierra, de Sidney Franklin;  o la magnífica y muy olvidada Soy un fugitivo de Mervyn LeRoy.
En cualquier caso, Juárez es un film de notable alto, con un reparto ajustado al milímetro que sabe secundar la infinita sabiduría de Muni y dirigidos con la mano, a veces un poco teatral, de William Dieterle, discípulo de Max Rheinhardt y procedente de la escena alemana. Todos los actores juntos son un perfecto engranaje, un elenco sobresaliente que construye una plataforma de lanzamiento ideal para una intensidad que sólo sabe darnos la historia y presenciar un enfrentamiento legendario entre Muni y su oponente, Brian Aherne.
Cuando cojan el mando a distancia y se sienten delante del televisor, no olviden que están ante un actor que era capaz de quitar el aliento con su osadía impasible, con su severa quietud, con su inquieta tranquilidad…porque lo que se describe aquí no es a un personaje, sino la idea que él representa y cómo una idea es capaz de aplastar a todo un emperador. La revolución siempre comienza con la convicción y, como dijo Richard Brooks en Los profesionales: “Quizá sólo ha habido una Revolución…la de los buenos contra los malos…la pregunta es: ¿quiénes son los buenos?”. Tal vez esta película nos ayude a buscar alguna respuesta. Tal vez nos abra nuevos interrogantes. Tal vez sea sólo la épica historia de alguien que quiso cambiar las cosas a través de la verdad, la libertad y la grandeza de su patria. Palabras algo vacías en los días de hoy…

martes, 24 de abril de 2012

ROCKY (1976), de John G. Avildsen

La vida, entre el frío y la soledad, es un continuo gancho de izquierdas. La humillación es pura rutina, la inteligencia brilla por su ausencia, la honestidad es el único asidero aún cuando hay charcos de corrupción que salpican la candidez. Un cruce de miradas y todo cambia. Incluso la suerte. No hay sitios donde apoyarse y, de repente, aparece uno en forma de una chica llena de timidez, de miedo. El fracasado no tiene miedo porque ha vivido siempre con él. La chica lo tiene porque no soporta el roce de la derrota.
En un cuadrilátero, dos hombres se golpean con el orgullo en los guantes. El castigo es demasiado duro, demasiado inhumano. Es un mero trámite que se convierte en insalvable para uno. Son los merecidos diez minutos de fama para el otro. El esfuerzo no siempre lleva al éxito pero sí a la resistencia, a hacer del fracaso una posible victoria en el corazón. El dolor sigue ahí pero el pundonor ha conseguido domarlo y recluirlo en un rincón de la felicidad.
Qué diferente es todo cuando el dinero se apodera de la existencia y se pasa de unas miserables luces de un tugurio a los cegadores focos del gran espectáculo. Hay que hablar en público y, entonces, es más fácil cometer errores porque la sinceridad no es más que una demostración de la guardia baja. El ridículo se traga porque eso es lo que se ha estado haciendo desde hace muchos años. Lo importante es demostrar que no se es un títere cualquiera, un muñeco roto con el que se ha jugado un rato en la lona. Si no hay talento se debe acudir al sudor, a la extenuación, a mantenerse de pie, a producir el asombro de lo que nadie espera. Ganar es para otros. Estar ahí y soportar los golpes que caen como mazas es para los que saben sufrir. Y de eso Rocky sabe más que nadie.
Degenerada después por múltiples secuelas que acudieron a lo fácil, a lo descaradamente comercial y al comentario despreciativo, Rocky constituyó una sorpresa porque ponía una serie de elementos comunes al servicio de una historia que hablaba sobre la modestia del perdedor, la fascinación de los callejones, la resistencia del que no tiene ningún futuro. Hablaba de una historia de amor sincera, sin grandes sorpresas, sin elegancias sublimes. Solo el amor. Hablaba de una orgía de golpes que parecía rozar lo típico y que se quedaba en algo mítico. Allí, en los ladrillos rojos del suburbio, había suficientes fracasados como para hacer de todos ellos un apasionante rompecabezas cercano al triunfo. Y eso encandiló al público que se quedó con esta primera. Original y única y, por ósmosis con sus secuelas, despreciada hasta la saciedad. Rocky fue una buena película, dirigida con temple por un veterano que sabía lo que se hacía y que exhibe un repertorio técnico más que envidiable. Escrita por un tipo que creía en la historia más que en su honestidad y que vagó de productora en productora para llevar adelante su sueño. Realizada para decir a todo aquel que la viese que la derrota nunca está escrita sino que, también, hay que ganársela.

viernes, 20 de abril de 2012

TAKE SHELTER (2011), de Jeff Nichols

Una tormenta en la cabeza. Unos pájaros enloquecidos. Unas alucinaciones torturantes. La locura hace su aparición. Destructiva. Corruptora. El equilibrio familiar se resiente. La mirada se vuelve furtiva. Los ojos buscan respuestas en la genética, en un pasado que no fue feliz. En el razonamiento, lo absurdo está lleno de lógica y la lógica es una prolongación del absurdo. Las amistades se rompen. La enfermedad no se ve, no es evidente pero está ahí. El amor es el único asidero y se está resquebrajando ante el pánico. El miedo no es más que un delirio fabricado. Como un refugio para tornados.
Los supuestos problemas son enfrentados con la huida. Si hay algo que no va bien, mejor que se quite de en medio. El perro. El amigo. La mujer. El tornado. No, el tornado no se va a quitar solo por desearlo. El tornado vendrá. Con una fuerza llena de ira. La naturaleza se manifiesta, amigo. Igual que la locura.
Con mimbres inquietantes, bordeados por la normalidad agrietada, Jeff Nichols dirige una película que nos adentra en los más oscuros sótanos del raciocinio. Es difícil discernir qué es pasado, qué es presente y cuánto de ellos hay en el futuro. Una alucinación puede ser una evidencia de la enfermedad mental pero también puede ser una premonición. La bolsa o la vida es un dilema al que hay que enfrentarse con sangre fría. Algo de normal tiene que haber en toda esta anormalidad. El empleo se pierde. El callejón sin salida es un largo y tortuoso sendero hacia la cerrazón, hacia la nada. Quizá la nada sea tener todo. La vida es dura pero amable y solo se necesita tocar uno de sus bordes para que se vuelva con toda su furia y desprecio.
Una vez más, hay que alabar el trabajo de Michael Shannon en ese personaje que lucha sin descanso contra los fantasmas que le acechan, que camina por una delgada línea apenas perceptible que le hace inclinarse a uno y otro lado de la razón. En su mirada hay signos del abismo abriéndose paso con pico y pala y en él parece que se dibujan los preparativos para aquel memorable esquizofrénico de opiniones certeras que exhibió en Revolutionary Road, de Sam Mendes. A su lado, la fragilidad de Jessica Chastain es el contrapunto más indicado para un hombre de fuerza y brío que está demasiado confundido como para encontrar la llave de la felicidad. La tierra se abre por propia voluntad. El refugio es la obsesión porque la vida es el objetivo. No importan los cheques que se acumulan, las decepciones que se agolpan, las miradas escépticas de todos los que rodean a una familia que, poco a poco, se va quedando sorda ante las sensaciones del mundo exterior. Todo ello da como resultado una obra de susurros, de silencios enormes, de futuros inciertos, de grandes virtudes y de algunos defectos incluidos en el terreno de la paranoia. No todo sueño es verdadero. No toda verdad es ineludible. No todo el destino está escrito.
Así pues, el drama psicológico y doméstico está servido. Las luces calientes parece que reconfortan al que asiste al proceso de enterramiento en vida de un hombre que ama pero que no siente y que lo único que siente es un terror apenas disimulado. Y eso es algo que hay que controlar en todos y cada uno de nosotros. El enemigo está aquí dentro, en las entrañas, en el duelo diario con la cordura. Hagámonos a la idea de que la persecución de la felicidad no está en el más y en el mejor sino en la consecución de la armonía más equilibrada. Si no, estaremos dando un paso inevitable hacia el desquiciamiento, hacia las desgracias más miserables. Una de ellas es ser incapaces de ver todo lo que nos quieren los demás, las muestras de afecto, los detalles de complicidad, la paz del orden dentro de casa, la seguridad de que, sin necesidad de construir refugios, estamos a salvo mientras estemos rodeados de las personas más importantes de nuestra vida.

jueves, 19 de abril de 2012

BATTLESHIP (2012), de Peter Berg

Si usted no puede...¿quién podrá...Capitán?” Y la palabra “capitán” resuena en los pechos huecos de bravura, las insignias parecen brillar con más fuerza bajo la árida luz del sol, la responsabilidad aparece como por arte de magia en el rostro del protagonista, el ejército se convierte en un hogar al que hay que mirar de forma diferente y los ojos se transforman en cazadores del detalle, en reflejos de listeza, en duelo de miradas contra el enemigo imbatible.
Y así asistimos, sin pudor ni vergüenza, a un absurdo tras otro en una mera excusa para mostrar a los extraterrestres más bestiales y más incoherentes de la historia del cine. Un acorazado de no se sabe cuántas miles de toneladas se frena en seco con un ancla, los proyectiles que antes no dañaban ni la superficie de las temibles naves alienígenas de repente se convierten en armas mortíferas que los hacen saltar por los aires, el Secretario de Defensa de los Estados Unidos aparece por ahí en una reunión en el Pentágono que parece un chiste lleno de uniformes, Rihanna de heroína militar es como si yo me pongo una sotana de sacerdote jesuita, el hundimiento de uno de los barcos es como el del Titanic pero cortado a lo largo en lugar de a lo ancho, no duden en alistarse en la Marina porque en un periquete pasarán a ser Teniente, y de armamento táctico nada menos. Para pasmo de quien les escribe, me da la risa floja y mis vecinos de butaca me miran como si estuviera cometiendo un crimen horrible y lo que veo en pantalla es un montón de chatarra volando por los aires, una tensión que aguanta hasta un esquizofrénico y unos diálogos que parecen escritos por un niño de tres años en plena rabieta.
Por supuesto, todo tiene que ser monstruosamente grande, enorme, gigantesco, como para dar miedo aunque esas naves de metal desconocido se muevan con la rapidez de un galgo hambriento. La procedencia del videojuego de costumbre no se puede disfrazar porque, atención, hasta los personajes se ponen a jugar a un videojuego. Liam Neeson aparece por allí con unos galones de almirante que hacen pensar que tiene que estar al borde de la más absoluta pobreza para aceptar intervenir en algo así. El protagonista, Taylor Kitsch, aparte de su apellido que da lugar a unos cuantos chistes, tiene una cara que parece que sufre cuando tiene que pasar a otra expresión. La cámara se mueve con mucho nervio para simular que se está viviendo una aventura de esas que te dejan sin aliento cuando, en realidad, lo que estás deseando es que termine el embrollo. Ah, eso sí, si deciden gastarse tontamente el dinero en esto, no se levanten hasta que terminen los créditos que hay una sorpresa que les va a sonar a muy conocida.
Es inevitable pensar que en qué diablos estaría pensando el millonario de turno para gastarse un buen mordisco en hacer algo tan prescindible, tan manido, tan cansino (aunque les juro que no tanto como ese “do” que suena repetida y machaconamente a lo largo de toda, toda, toda la película) y tan estúpido como esto. Con la cantidad de cosas que hay para entretener sin ponernos demasiado exigentes. Es para desear que los extraterrestres, atraídos por esa llamada que tiene tan poco sentido como sus intenciones, nos eliminen de una vez por todas y nos regalen unas cuantas de sus bolitas destructoras que destrozan todo cual máquina tuneladora sin freno. Asistir a esto es comparable a una mortificación en toda regla. Para que luego digan que el trabajo de crítico es fácil. Y luego pónganse a escribir sobre ello. Hasta el artículo que sale es tan innecesario que dan ganas de acabarlo con una sola palabra que, naturalmente, mi instinto de caballero me impide transcribir. Por favor, que vengan los alienígenas y nos exterminen con saña. Así, tal vez, nadie repetirá una película como ésta, tan llena de agujeros como una raqueta y que hace enrojecer de vergüenza ajena.

miércoles, 18 de abril de 2012

HOTEL INTERNACIONAL (1963), de Anthony Asquith

La opinión de Orson Welles define, por sí misma, a esta película: “Anthony Asquith, el director, era uno de los hombres más amables e inteligentes que nunca hubo en el cine pero no se le puede juzgar por su trabajo en Hotel Internacional, que fue hecha exclusivamente para el lucimiento de Richard Burton y Elizabeth Taylor y escrita para ellos por Terence Rattigan con el fin de reeditar el éxito de los años 30 de Gran Hotel. Rod Taylor y Maggie Smith estuvieron maravillosos en sus papeles. Y, naturalmente, también, Margaret Rutherford. Pero el auténtico placer fue trabajar con Anthony Asquith, un hombre capaz de tropezar con un cable y luego volverse y pedirle perdón al cable”.
Y es cierto, en medio del extenso reparto de estrellas que iluminan la marquesina de Hotel Internacional destacan por sí solos los trabajos de Rod Taylor, Maggie Smith, Margaret Rutherford y el propio Orson Welles, que interpreta el personaje de un director de cine en horas bajas que intenta ser un remedo, según sus propias palabras, de Gabriel Pascal, director, entre otras, de César y Cleopatra, con Vivien Leigh. Y son, precisamente, las historias secundarias, que se mueven alrededor del gran melodrama que protagoniza el matrimonio Burton-Taylor, las auténticas virtudes de esta película, capaz de definir con escasos trazos a toda una galería de personajes que se mueven entre la opulencia y la miseria humana que a todos nos agarra por el cuello sin dejar que podamos respirar entre los dedos del destino. Asquith, un director de cuidada elegancia que realizó una esplendorosa versión de Pigmalión con una excepcional Wendy Hiller y un fantástico Leslie Howard, intenta aportar oficio a un relato que se resiente en sus cimientos pero que tiene un acabado exterior impecable debido a su elegante y nada relamida periferia. Tanto es así que algunos de sus diálogos llegan a ser brillantes, agudos, hilarantes y certeros mientras que el devastador drama relativo a la pareja protagonista no acaba de convencer a unos ojos que parece que buscan con denuedo que vuelvan a aparecer otros personajes que, a medias entre el desenfado y la seriedad que la angustia vital requiere, resultan mucho más atractivos para los pobres mortales que queremos ver a todos intercambiando frases de altura y gestos de cumbre.
Irregular pero a ratos fascinante; en ocasiones, grácil; a veces, cine. No deja de ser una muestra del mayor de los entretenimientos basada en el más puro lujo de una puesta en escena que engaña puesto que todos, los de arriba y los de abajo, sufrimos por llevar adelante nuestros sueños, por salir de los hoyos interminables a los que nos condena la falta de dinero, por agarrar aquello que amamos y no soltarlo porque, aunque las cosas vayan mal, sabemos…tenemos la certeza de que esa persona es la que hace que nuestro corazón tenga su sístole de pasión y su diástole de amor. Y es así como hay que ver Hotel Internacional. Tenemos que vestirnos con joyas que no tenemos, comportarnos con ademanes fingidos, introducirnos en ambientes que no dominamos y creer que poseemos un dinero que es pura fachada. El resto es sólo una situación que nosotros mismos nos encargaremos de complicar con nuestra debilidad de seres humanos.

martes, 17 de abril de 2012

ÁNGELES REBELDES (1966), de Ida Lupino

En toda la historia del cine americano (quizá ya con la honrosa excepción de la oscarizada Kathryn Bigelow) sólo ha habido una directora que ha sobresalido por encima de las demás con un nombre propio y esa es Ida Lupino, la mujer que también se puso detrás de las cámaras en Ángeles rebeldes. Con apenas ocho películas dirigidas (aunque tuvo una extensa carrera como realizadora televisiva y una más que destacable fama como actriz), se puede decir que llegó a alcanzar un nivel de calidad artístico más que apreciable porque ninguna de ellas fracasó a nivel crítico e, incluso, llegó a dirigir bastantes secuencias de un film negro de culto como La casa en sombras cuando Nicholas Ray cayó enfermo en medio del rodaje.
En esta ocasión, Ida Lupino se decantó por una película que es pura diversión para toda la familia. A la cabeza del reparto, una Rosalind Russell que siempre sabía dónde dejar su atractivo y ponerse la armadura severa…o vice-versa. Ella maneja la película de principio a fin y se convierte en la auténtica dominadora de toda la historia junto con Hayley Mills y June Harding. Tanto es así que la película no tardó en tener una secuela, de inferior calidad, titulada Donde van los ángeles.
Lupino consigue una pequeña gema con esta inocente diversión de hábito y oración, clarísimo precedente de Una monja de cuidado aunque no tenga esa selección musical de gusto exquisito, que consigue que podamos verla con la cabeza apoyada en el hombro del de al lado y en el que, de modo anecdótico aunque conociendo el humor de Ida Lupino es muy posible que sea a propósito, se incluyó en el reparto a la más famosa stripper de los años cincuenta, Gypsy Rose Lee, en un recatado papel como profesora de danza. Siguiendo con las casualidades, Rosalind Russell interpretó el papel de la madre de Gypsy Rose Lee pocos años antes en Gypsy, al lado de Natalie Wood y bajo la dirección de Mervyn LeRoy.
Eso sí, en esta ocasión nos encontraremos con un puñado de monjas que rebosan personalidad y carácter y que tienen una historia que contarnos de modo amable pero firme, sin caer nunca en la caricatura y que poco a poco, entre carcajada y sonrisa, entre lo amable y lo severo, se va haciendo un sitio en nuestro corazón, así como quien no quiere la cosa.
Es el instante del encanto, no se dejen engañar porque no es una película de niños, es una película de mujeres de la iglesia. Y estoy seguro de que muchos hombres duros, allí, justo donde el corazón tiene un rincón oscuro, adoran esta historia que hace que, de alguna manera, no dejemos de ser niños pero que tampoco nos olvidemos de lo adultos que nos hemos hecho y del precio que hemos tenido que pagar por ello. Por eso, los niños también merecen verla. Es una de esas que, con el tiempo y cuando se hacen mayores, ellos recuerdan haber visto al lado de sus padres. Y eso, en un arte como en el cine, no tiene mejor crítica. Y un último consejo: cuando acabe, así como para adentro, piensen en una pequeña oración para que sus hijos no tengan las mismas ideas que las niñas que ponen en apuros su propia condición de ángeles.

viernes, 13 de abril de 2012

LÓRAX, EN BUSCA DE LA TRÚFULA PERDIDA (2012), de Chris Renaud y Kyle Balda

Un árbol suele llorar cuando es talado. Y los hombres, malditos exterminadores de todo cuanto tocan, se quedan impasibles ante las lágrimas de la madera, el lamento de la hierba y el exilio de los animales que vivían y se protegían bajo sus ramas y su sombra. El negocio, palabra del diablo, lo justifica todo. Y la solución solo puede venir de aquellos que han cortado sin piedad todas las esperanzas de un mundo tan hermoso como acogedor. El mundo muere y nadie se atreve a salvarlo.
A no ser que haya alguien a quien le importen las cosas. Alguien que, por amor, decida plantar algo verde en la civilización de plástico y humo. Para ello se necesita valor, decisión y un punto de locura, el necesario para creer que todos formamos parte de este planeta. No es un simple mensaje ecologista. Es la necesidad de volver a respirar, de volver a tener lluvia sobre la cara, de no toser cuando nos levantamos, de movernos en un entorno que nos quiera y al que queramos. Cuento de hadas. Cuento de nadas.
Si Avatar fue el manido mensaje de salvar al planeta que se hizo para que jóvenes se concienciaran de los múltiples problemas que tenemos en el medio ambiente, Lorax pretende serlo para los ojos ensoñadores de los niños que son educados para ensuciar el mismo cine en el que ven ésta película. No dejó de ser llamativo que un encargado de la sala entrara a voz en grito mientras la gente se ponía el abrigo para decir que había papeleras en la salida y aún así el cine quedó hecho un asco, tal como se muestra el verde campo de árboles de trúfula que se había visto en pantalla. Seguimos mirando para otro lado y, por pura desidia, nos negamos a educar y a educarnos en cuidar todo lo que nos hace vivir.
En cuanto a la película en sí, no nos engañemos. No es la maravilla de las maravillas. Es una historia bienintencionada, con cierto ritmo hacia el final, con unas canciones que tocan todos los ritmos de la mano de John Powell (educar el oído también es una de esas cosas que los adultos nos negamos a conceder a nuestros hijos) y que, por supuesto, no falta quien las critique porque es como volver a la clásica época Disney. El caso es que su mensaje es de una radicalidad pocas veces mostrada, tremendamente crítica con la industria que no deja de destruir para engordar las carteras. Es el cine, ese arte que, mejor o peor, siempre retrata las inquietudes de su tiempo.
A no ser que alguien o unos cuantos se encarguen de equivocar al mismo cine, de decirle a la cara que no, que somos capaces de cambiar nuestras actitudes y nuestras costumbres, que el dinero no lo es todo, que el éxito solo es un filtro que cambia de color según el cristal con el que se mire. En este mundo de emprendedores, de gente ansiosa de éxito en una sola parcela de su vida, es muy difícil encontrar a uno solo que sea valiente y diga que no, que está dispuesto a ganar menos con tal de vivir más y dejar una herencia. Y dejémonos ya de maniqueísmos estúpidos sobre derechas e izquierdas. Querer un prado verde y mullido, con árboles, con animales silvestres, con sentido común no es una ideología, es el deseo de lo justo.
Así que, por una vez, aunque no sea una maravilla de Píxar o la obra definitiva sobre la ecología infantil, dejemos que nos lancen la enésima advertencia sobre hacia dónde vamos y lo poco que nos queda. Después de los árboles será otra cosa, y luego otra, y luego otra. Por último, vendrá el hombre. Eso sí, será el hombre con los bolsillos llenos de dinero y con las disculpas preparadas de mentiras. No nos damos cuenta de que hay daños que son irreversibles y que nos estamos cargando descaradamente nuestro propio hogar. Somos fieras sin remedio. Somos incapaces de volver a encontrar la trúfula perdida y de sentir la caricia de una hoja cayendo en el frío otoño.

jueves, 12 de abril de 2012

GRUPO 7 (2012), de Alberto Rodríguez

Escarbar en la basura para encontrar las lombrices y luego comérselas. El trabajo de la policía de narcóticos es así de fácil. En el infierno todo es blanco y correr para coger a un maldito traficante es ser parte del problema. Poco a poco, se traspasa una línea divisoria, más tarde una orilla, luego una frontera. La tentación está ahí y la pistola cada vez pesa más en la sobaquera. Sevilla agoniza mientras el efímero desarrollismo se desata sin límite. De aquellas lluvias también llegaron estos lodos.
La ciudad llena de polvo y rabia es testigo de unas miradas agotadas de tanto luchar, de batirse contra gigantes con apenas una lanza y unas buenas dosis de mala leche. La violencia aparece para igualar un poco el combate y aún así no es suficiente. Siempre hay otro escalón que subir y las ganas de romperle los dientes a más de uno son grandes. Cervezas y tapas para cubrir las carencias que tienen en sus vidas los buenos policías. O tal vez no sean tan buenos. Tal vez las carencias sean tan grandes que ni siquiera puedan esconderse detrás de la placa.
Las ilusiones del novato están ahí, creyendo que hace algo justo, que la limpieza de lombrices sirve para algo más que para presentar una basura decente. La pasión está en el día a día y, sin embargo, todo se apaga porque todo comienza a aparecer sucio y deprimente. Los amigos son tan sucios como la basura que tocan y la vida comienza a tener el precio de una papelina.
La mirada del tipo con experiencia es más de dolor que de sabiduría. Todo lo que ama, muere. Cuando tiene algo que amar, se ablandan los métodos. La barba esconde demasiadas cicatrices y la violencia puede ser una buena respuesta en un momento dado, pero no siempre. No siempre.
El humor ayuda a sobrellevar la repugnancia. Vivir el momento. No pensar demasiado en la noche al calor del hogar. Ahora una cerveza. Después un whisky. Y luego unas almendritas. No habrá recompensas. Solo el oropel de una ciudad que estaba demasiado hundida y que se vende como el paraíso.
La juventud es puro impulso y la impaciencia ahoga a la razón. El miedo acosa cuando las tornas se vuelven y un mordisco es lo que cuenta. Más allá de eso, no hay más que la ley del más fuerte. Fin del asunto. Al infierno con la misión.
Alberto Fernández dirige con buen pulso una historia que recuerda en intenciones a aquella pequeña maravilla que era Los nuevos centuriones, de Richard Fleischer, e intenta controlar la historia con mano firme aunque se escapa la regularidad del entramado en algún momento. En el papel estelar, Mario Casas aporta mucho físico, intensidad juvenil y aún poca interpretación. Detrás de él, eso sí, está el buen hacer de Antonio de la Torre, complejo dominador de miradas, sin apenas diálogos pero con el punto cogido y la respuesta aplazada. El resto del reparto se muestra competente sin alardes y el resultado es una película que quiere recrear las películas de mediados de los setenta de Sidney Lumet con un escenario propio, con ideas valientes y vigorosas y que se deja ver entre el olor de la cal blanca de la capital hispalense, de sus aceras y puentes, de las pintadas de sus paredes y con un cierto deje de producción televisiva que no hace más que perjudicar. La película es sobre unos hombres que fueron más allá de sus deberes para poder cumplir con sus obligaciones quedando atrás en el devenir del progreso pero también sobre una ciudad que parece que palpita y muere en cada salto y en cada carrera. A cada disparo hay una herida que no se puede curar y este grupo de policías tiene demasiada sangre seca en la piel y un agotamiento que nunca será pagado. Y, eso sí, lo que son está perpetuado en las paredes de cal de una ciudad tan insustituible como angustiante. 

miércoles, 11 de abril de 2012

TRES VECES VEINTE AÑOS (2011), de Julie Gavras

La vejez no consiste en asumir en días lo que tarda tantos años en aparecer. Tampoco es un intento de renovación perpetuo a través de la variopinta compra de aparatos propios de la tercera edad. Ni siquiera es vestirse de joven para hacer que el ridículo del disfraz disimule los incipientes síntomas de ancianidad. La vejez es la sabiduría de poseer algo en común con muchos otros que padecen el rechazo y el pensamiento de que lo caduco ya no sirve. Claro que sirve. Sirve para seguir.
Entre el humor que dan los años y la tragedia de asumirlos podría haber múltiples lecturas interesantes y en esta película, de comienzo prometedor y de intenciones sonrientes, lo que hay es una tendencia hacia la levedad que la hace sosa, aburrida, carente de fuerza, asustada y bastante insoportable en algunos trechos.
Parece mentira que, aún así, haya que destacar el trabajo de Isabella Rosellini, bastante más entonada que su compañero William Hurt, con plenitud de expresiones que recorren la seriedad, lo traumático, la incomprensión, la desorientación, el buen humor y la complicidad. Lo malo de todo ello es que la directora Julie Gavras no se inclina decididamente por la comedia teniendo mimbres para ello y pone en juego toda una serie de situaciones supuestamente graciosas que lo serán para ella en su casa a la hora de tomar el té. Más que nada porque pretende hacer una comedia de cierto clasicismo con una realización marcadamente europea y el refrito huele a rancio. Es un chiste fácil pero al salir de ver esta película es lo que pide el cuerpo. Incluso, en determinado momento, parece que las excusas y los motivos que rodean a los dos personajes protagonistas se antojan insuficientes para la señorita Gavras y entonces decide poner en juego a tres lindos retoños que apenas habían sido presentados con anterioridad, que sobresalen por una frialdad que deja helado, y que se proponen ser las bisagras que vuelvan a unir un marco y una puerta que nunca debieron separarse.
El caso es que la vejez tampoco consiste en mantenerse ocupado obsesivamente sino en estar contento con lo que se hace, sin atender demasiado a razones deprimentes que puedan opinar los demás. Y mucho menos es tener una aventura para demostrarse que aún se puede hacer el amor con plenitud de experiencias y sensaciones. La vejez es una historia que merece ser contada y a la memoria me viene la reciente El exótico Hotel Marigold, de John Madden, de parecidas intenciones pero distantes resultados que deja a ésta en un mero ejercicio de aprendizaje no demasiado aplicado.
Así pues no se preocupen por la llegada de esos vacíos de memoria incomprensibles, ni tampoco por esas esporádicas incontinencias delatoras. Menos aún deben darle vueltas al hecho de que sus pasteles ya no salen tan ricos y de que los hijos solo les quieren para cuidar de los nietos. Deben mirar en ese interior que está lleno de juventud, de ideas y logros comunes con quien ha compartido sus vidas. Siéntanse libres de decir lo que piensan y la complicidad irá en aumento. A menudo, la palabra es una buena amiga que ayuda a quitarse un par de arrugas en la piel y en la mente. Hagan proyectos porque siempre hay nuevos caminos por explorar aunque la salud dé algún aviso. Nada regala vida tanto como mirar al frente y seguir. Seguir siempre. Siempre con sentido. Con sentido y seguridad. Si, sí, ya sé. Seguro que alguno de ustedes estará pensando que yo no soy tan viejo y que yo no sé lo que se siente. Pero la vejez es algo más que el reflejo de un espejo o que la pesadez de las piernas. Es el júbilo que se siente al saberlo casi todo. Es lo más cercano al conocimiento absoluto. Es el instante en que se saben las mejores respuestas. Es la aproximación matemática a la perfección de ánimo. En ustedes está la capacidad de mantenerlo en lo más alto o dejar que, poco a poco, se apague. Ustedes no son velas con la pebeta chamuscada. Son vida y también futuro.

lunes, 9 de abril de 2012

LA GUERRA DE LAS GALAXIAS (1977), de George Lucas

Un chico que busca su rumbo, perdido hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana. Un contrabandista, jugador de ventaja, pendenciero y valiente que decide tomar partido para librarse de una caza que ha empezado sobre él. Un viejo con aire de místico que está envuelto en el aire de la nostalgia que siempre tiene la extraviada juventud. Un felpudo con patas que ruge por igual si está contento o si está enfadado. Un robot cobardón, de falso oro y muchas palabras, obligado a ser héroe en una época de rebelión. Un enano cabezudo de metal que solo silba y es tan pequeño como temerario. Una princesa de armas tomar, tan bella que parece la Dama de Elche y tan entusiasta que es capaz de contagiar causas con una mirada. Un caballero negro, de voz profunda y respiración enfermiza, capaz de aplastar con un dedo, puro miedo bajo la máscara de oscuridad. La nave más rápida del universo. La guerra ha comenzado. La rebeldía toma cuerpo. Y un niño soñó con empuñar una espada mágica al más puro estilo medieval.
A partir de aquí, todo fue leyenda. Incluso las innecesarias precuelas. La fuerza se convirtió en algo muy parecido al alma intuitiva e incluso generó creencias en el otro lado del firmamento. Todo parecía reinventado para contar el mismo cuento de siempre. El guerrero que, con un grupo de amigos y una especie de brujo, iba a rescatar a una princesa encerrada en una fortaleza inexpugnable. Nada nuevo y todo nuevo.  La iconografía, la aventura trepidante, las imágenes espectaculares, la invención de armas muy parecidas a antiaéreos para acabar con el asedio de naves imperiales, las antiguas creencias, el aire irrepetible, la música sinfónica compuesta por un genio de las corcheas. El cosmos necesitaba ser reinventado después de profundas filosofías e intensas introspecciones sobre la naturaleza humana. Aquí no todos eran humanos. Aquí no todos eran androides. La mezcla perfecta de un imperio compuesto por las más inimaginables criaturas. El encaje perfecto. El éxito multitudinario. La saga que abrió un nuevo capítulo en el cine y objeto de innumerables imitaciones de inferior calidad. El mundo pedía soñar, y un tipo que creía en lo que hacía fabricó una película con el material con el que se forjan las ilusiones.
Años más tarde, todos hemos vuelto a ver la misma película una y otra vez porque nos gusta vivir en ese mundo de aventura y de imposibles explosiones espaciales. Algunos querían ser ese caballero andante de los cielos que, armado con la impulsiva juventud, partía en busca de su princesa. Otros, en cambio, preferían ser el fanfarrón y arrogante contrabandista, siempre al filo de la ética, que sabía combatir porque había estado ya en muchas batallas y había huido en casi todas. Los menos, soñaban con convertirse en ese anciano lleno de sabiduría, poseedor de verdades y maestro tocado con la experiencia de la derrota. El caso es que todos, sin excepción, quisimos ser parte del universo galáctico, de la fuerza de una idea, del combate sin posibilidades porque quizá, al final, el equilibrio es la única solución a todos los males. ¿Les suena de algo?