jueves, 30 de junio de 2016

BUSCANDO A DORY (2016), de Andrew Stanton y Angus MacLane

Por mucho tiempo que pase, por muy adultos que seamos, no somos más que niños perdidos que echan en falta a sus padres. Cuando ellos no están, seguro que salen muchos sentimientos pero hay uno en especial que no se comenta nunca porque, quizá, tememos desnudar nuestras emociones en público y es la sensación de abandono, de quedar solos en medio del océano, de no ser capaces de enfrentarnos a nada sin la seguridad y la protección de quien más nos ha querido. Nunca se nos pasa por la cabeza que, a poco que hagamos, ellos estarán siempre desmedidamente orgullosos de nosotros.
Y hay algo que no se puede olvidar. No importan las telarañas de la mente o el tiempo que se empeña en borrar todos nuestros recuerdos. Es algo que permanece en nuestro interior y son las sensaciones que se han ido almacenando en el alma cuando hemos estado al calor de nuestros padres. Quizá deberíamos ser más conscientes de que la memoria de sensaciones es mucho más efectiva que la memoria de los hechos y que ahí es donde se guarda lo que verdaderamente somos. Puede que seamos valientes y arrojados, o unos inconscientes de arena y coral, o tengamos una habilidad secreta que nos hace realmente interesantes, o, incluso, deseemos algo que sabemos que no podremos alcanzar nunca. En el fondo, nosotros también somos una pura sensación, un recuerdo que va y viene, una certeza que se desvanece, una pasión que regresa para irse. Somos inolvidables y no hacen más que olvidarnos todo el tiempo.
Tal vez las respuestas estén en el fondo del mar, en las aguas turbias, en las aguas claras, en las aguas estancadas o en las aguas tramposas. El ser humano también se obstina en controlarlo todo para que un medio ajeno se convierta en algo cercano y natural. Pero el ser humano es torpe por naturaleza. En eso, es posible que los animales nos ganen porque dominan su propio medio como nadie. Y nosotros, locos egregios, nos lanzamos a dominar los ajenos cuando ni siquiera tenemos un mínimo control sobre el nuestro. Es como volver algunos años atrás para participar en una búsqueda que fue puro entusiasmo y volverte a encontrar con esa sensación que tanto nos dominó y que tan pronto pasó al olvido porque, al fin y al cabo, era solo una historia de dibujos animados, de pececillos que quieren vivir en libertad, de espectadores que toman partido y se adaptan. Hay que volver a buscar aquellas sensaciones, aquellas trepidantes aventuras y comprobar, una vez más, que Píxar sabe y tiene la fórmula para la emoción, para la diversión, para la tensión y para la razón. El resto solo es dejarse llevar por la corriente y tomar la primera salida a la izquierda.
Y es que volver a las raíces siempre es como despertar el cariño dormido durante tantos años, es como volver a encontrarse con lo que te has convertido porque compruebas la evolución que has tenido y todo lo que te has perdido. Y no puedes evitar dibujar una sonrisa por el recuerdo y un gesto de dolor por la partida. Y, de vez en cuando, podrás hacer un pequeño ladeo de cabeza sintiéndote orgulloso y dándote cuenta de que hay deudas que jamás se podrán pagar. Son aquellas que nos dejaron la huella de los juegos, de la ternura incondicional, de la protección entrañable, de los consejos pronunciados con un acento de amor. Sí, hay que volver a buscar, hay que volver a recordar…solo hay que seguir el camino de conchas blancas que lleva al corazón.

miércoles, 29 de junio de 2016

LA LEYENDA DEL INDOMABLE (1967), de Stuart Rosenberg

Por entre los muros de las prisiones, como un rayo que recorre las alambradas que cercan las libertades, corre la leyenda de Luke, un tipo que jamás se doblegó ante las imposiciones de los guardianes, que fue incapaz de hincarse de rodillas por muchas humillaciones que le hicieran, que llegó hasta más allá de la extenuación con tal de no conceder que su espíritu fuera derrotado. Luke era orgulloso, desafiante, rebelde, inconformista, vital. Tal vez, en algunos casos, llevara las cosas demasiado lejos. No importaba. Él trataba de ser libre entre rejas y su piel parecía curtida por el sol de verano y bañada por la cerveza fría. No había trabajo que se le resistiese. Incluso una vez, con tal de ganar una apuesta, engulló cincuenta huevos duros. Eso da una idea de hasta dónde podía llegar su inhumana resistencia.
Sí, dicen que está allí donde se pone el sol en los maizales del medio Oeste. Su sonrisa socarrona ilumina con un rayo de esperanza a aquellos que visten de azul en paredes grises, condenados por sus delitos y agarrados a su mala suerte. Luke también la tuvo pero, como era el indomable, también luchó contra ella y no ganó. Eso no se cuenta en la leyenda porque, al fin y al cabo, si los héroes no son perfectos… ¿de qué sirven?
Dicen que detrás de las gafas de espejo de los malditos guardianes que no daban ni un ápice de libertad a los presos, había siempre un ojo puesto en Luke. Y era un ojo medio cerrado porque así se ahorraba tiempo a la hora de disparar. Era un tipo que merecía una bala por la espalda pero era condenadamente hábil para que no se le alcanzara. Aún no se le ha alcanzado porque su alma sigue siendo libre y el resto de presos no son más que una panda de brutos que carecen de su voluntad. Si todos ellos fueran Luke, no habría prisión capaz de albergarlos. Luke demostró que se podía vivir con el dolor en los huesos, con los músculos agarrotados, con los nervios rotos, con el ánimo arrasado. Bastaba con no dar a entender todo eso y levantarse siempre por mucho que fuera empujado. Luke sí que sabía entender lo que era la vida. Incluso la vida entre rejas. Incluso la vida sin vida.

Stuart Rosenberg dirigió su mejor película sabiendo que Paul Newman no iba a fallar en ningún momento. Supo dar la mejor luz a la encarnadura de Luke porque, cuando se encuentra a un indomable, lo mejor es ponerse a distancia prudente y dejar que cuenten su historia. George Kennedy estuvo por allí para comenzar a contar la leyenda de ese hombre indomable que parecía no sentir cuando sentía más que nadie, que parecía no vivir cuando vivía como el que más, que parecía no ir cuando siempre estaba yendo. Así es cómo se fabrican las inyecciones que levantan la moral cuando no hay fuerzas para alzarla. Es fácil. Basta con sentir la fría mano de Luke diciendo que te levantes, que no le des el gustazo a los guardias de que golpeen el catre para decir que ya es hora. Díselo tú a ellos. Seguro que, por unos momentos, volverás a sentirte libre.

martes, 28 de junio de 2016

HORIZONTES LEJANOS (1952), de Anthony Mann

Si queréis escuchar lo que debatimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Stalingrado", de Joseph Vilsmaier, podéis hacerlo aquí.

 No es fácil deshacerse de la pesada mochila del pasado y mirar hacia el futuro con una sonrisa. La fama da una idea de lo que debió de ser Glyn McLintock en Missouri. Tal vez se dejó llevar demasiadas veces por el carácter desatado de quien mata a sangre fría o puede que su revólver recibiera mucho sueldo y gastara pocas balas aunque bien apuntadas. El mañana está ahí mismo y quizá ya ha habido demasiada muerte en su memoria. Es hora de sentar la cabeza y hacer de un horizonte, el hogar. El cielo azul, la gran extensión de tierra, el agua cristalina, la sonrisa de un amor, las desafiantes montañas…todo eso es medicina para el alma inquieta. Solo se trata de remontar un río y ponerse a trabajar. Eso no hace daño a nadie.
Pero McLintock se equivoca. Esa mochila de la que se quiere deshacer es una pesada carga que vuelve con toda su fuerza para que su ira salga de nuevo y vuelva a ser el asesino implacable que ha sido siempre. Las manzanas podridas contagian a las demás y hay que tirar todo el barril. Aunque en esta ocasión es al revés. Las manzanas sanas contagian a las demás y hay que conservar el barril. McLintock tiene conciencia porque ha decidido no olvidarla en todas sus acciones. Debe luchar por lo que es justo y, si en algún momento, sale la bestia salvaje que un día fue, siempre habrá una voz de aviso que le recuerde quién es realmente. Y es que la paz anida en los hombres que tienen afán de futuro. Las cumbres nevadas hieren con su frío y la traición se desliza lentamente por las laderas de la ambición. Cuando la fiebre del oro llega es muy difícil limpiar el veneno de la codicia y eso, inevitablemente, despierta a la fiera que se lleva dentro. Los fantasmas se hacen presentes aunque no se vean. La persecución comienza. Y todo acabará ahogado en un torrente de venganzas que, de manera sorprendente, cerrará de un disparo los días de furia y abrirá un mañana que se resiste en el amanecer. Es tiempo de agarrar a los horizontes lejanos y no soltarlos nunca más.

Anthony Mann dirigió con impecable maestría uno de los cinco westerns que realizó con James Stewart de protagonista para profundizar un poco más en la psicología de unos personajes que tenían que luchar con la violencia como único argumento. Y detrás de John Ford, quizá sea Mann el que mejor supo entender ese permanente estado de beligerancia que los héroes tenían que mantener porque el rencor se hacía presente en todos los intentos por empezar una nueva vida. Los horizontes lejanos de una tierra virgen se antojaban un poco más cercanos y los pasados turbulentos cogían distancia haciendo caer las crispaciones propias de una época marcada a sangre y fuego.

viernes, 24 de junio de 2016

¡QUÉ RUINA DE FUNCIÓN! (1992), de Peter Bogdanovich

“Todos mis conocimientos de arte dramático están a tu entera disposición”

Y acompañando a una reverencia el director se pone en manos de sus actores para orientarles, para consolarles, para acogerles y para no herir sus susceptibilidades. Y es que un director, cuando monta una obra de teatro, tiene que ser como Dios. Tiene que ser capaz de responder a las más enrevesadas preguntas. Tiene que satisfacer al actor de carácter, al británico que le da al soplen y marchen cada dos por tres, al americano amante del Método, a la actriz menopáusica, a la rubia explosiva de tipo monumental e, incluso, a la regidora eficiente que no tiene ni idea de por dónde va a salir nadie. Claro que Dios habla y lo que espera es que haya un tramoyista que hable su mismo idioma, que no es el caso, que los actores sean personas normales, que tampoco, que la obra marche como un reloj y más bien parece una sardina aplastada. ¿Quién ha dicho sardinas? El desastre está asegurado. Demasiadas pasiones por detrás para que por delante haya un mínimo de eficiencia. Caramba, si por delante hay lentillas por el suelo, teléfonos rotos, gente que entra a destiempo, diálogos que tienen que ser analizados hasta en la última coma…teatro, teatro, ¿dónde está tu magia?
“Tengo a un actor haciendo de Hamlet que, aunque parezca mentira, tiene dudas…”
Es que ése es el estado permanente del actor: la duda. Por eso hay esas inseguridades patológicas que pueden llevar al fallo continuo y al enfrentamiento discontinuo. Cuando en una obra nadie se lleva bien entonces es cuando el teatro se vuelve vida y la vida es caos y el caos es fracaso y el fracaso es el olvido y el olvido es… ¡qué bonito! Eso puede valer para una obra de teatro ¿o no? Bueno, dependerá de los actores que la interpreten. Sangre por la nariz mientras una botella de whisky pasa de mano en mano. Silencio, por favor. Especialmente entre bastidores. De aquí a Broadway solo quedan unas cuantas ciudades y todas ellas son más difíciles que la anterior. Cuando se estrene en la Gran Manzana todo va a quedar reducido a cenizas. Ni una risa, ni un aplauso, ni una crítica favorable. El teatro como la vida. Hasta que encuentras tu pareja pasan demasiadas cosas que no encajan.

Michael Caine demuestra lo grande que es incluso en la comedia; Carol Burnett sigue siendo la gansa que siempre ha sido y lo gran dama que puede llegar a ser;  Christopher Reeve es un compendio de inseguridades que también enseña que en la comedia podía ser notable; John Ritter no se cansa de urdir complots y tramas para dar notoriedad a lo que él significa en la obra; Denholm Elliott es divertido hasta cuando calla y los espectadores, atónitos, asistimos a un ensayo y dos funciones de una obra que, más allá de sardinas y bolsas y puertas abriéndose y cerrándose, resulta tentadoramente burlona e irremediablemente carcajeante. Peter Bogdanovich sabe muy bien lo que hay entre bambalinas. Tanto es así que, cuando se estrenó, esta película fue un fracaso. Y ahora quien no la adora es porque no ha abierto la puerta.

jueves, 23 de junio de 2016

EL EXPEDIENTE WARREN: EL CASO ENFIELD (2016), de James Wan


La noche extiende sus garras de misterio sobre los dulces sueños de la infancia. Ella es misterio y oscuridad pero también resulta acogedora en su silencio. Solamente cuando algo se mueve en sus rincones es cuando comienzan a temblar los asentados cimientos del descanso. Y es entonces cuando los objetos se mueven intentando la comunicación imposible, cuando el desconocimiento entra en juego con la fuerza de la maldad, cuando el demonio, marqués de las tinieblas, se introduce entre las paredes desconchadas de la desesperación.
Y así, con ruidos incesantes en mitad de la noche, con golpes desaforados en las puertas, con el inocente juego de un primitivo mando de televisión, el infierno tiene una puerta hacia la luz para recoger su cosecha de víctimas, almas débiles de familia desestructurada, que están señaladas con la muerte en vida y con el chillido como rezo. La noche comienza a tartamudear y el coche de bomberos se enciende en el juego, los crucifijos se invierten para anunciar al anticristo y los mensajes se suceden con las bocas torcidas de un hombre torcido que caminó por un sendero torcido y acabó en un infierno torcido. El cine ya nos ha presentado, sin grandes ceremonias, al pánico. Y nada mejor que una niña para mostrar su malévola sonrisa y su pacto con el diablo.
Los Warren siguen en su camino para despejar las nieblas del espíritu aunque saben que, de alguna manera, están atrayendo las consecuencias. Las visiones se suceden y la inquietud se adueña de sus nobles corazones porque han desafiado en demasiadas ocasiones al invisible puente que une este mundo con el más allá. El cansancio se nota en sus rostros y las dificultades se agolpan en sus razonamientos. Nada más lejos de la realidad. Son las mismas trampas de siempre, las que pone ladinamente el ángel caído para poder realizar su infernal trabajo. Los años setenta tocan a su fin y los ojos transparentes del odio se multiplican en los días de patilla larga y creencia corta. Esta vez el arma para derrotar al mal absoluto no es el amor…será la fe, la capacidad de creer en alguien, la perseverancia y la certeza de que algunas visiones son premonitorias.

Digna segunda parte de El expediente Warren porque sigue la estela de la eficacia que se demostró en la primera, con algo más de contención al final (aunque no deja de haber un cierto desbocamiento) y secuencias igualmente inquietantes, este caso Enfield que se convirtió en el más documentado de los fenómenos paranormales de la historia, profundiza en las entrañas del miedo por una dirección sobria que en ningún momento renuncia a las reglas clásicas del género. Tal vez porque James Wan, el director, sabe que el atractivo no reside en la exhibición visceral ni en la estupidez adolescente, ni siquiera en el movimiento exacerbado de la cámara para trasladar la sensación de nerviosismo, sino en la originalidad aparente de las situaciones que plantea, que se construyen con paciencia sin dejar nada gratuito alrededor. Sí puede haber algún momento menos convincente, especialmente cuando se da paso a la animación por ordenador, pero no sufre el resultado final que deja un charco de sudor a la espalda y una leve sensación de alivio.  Ahora, arriésguense a salir de esta página…lo que venga después ya es todo incertidumbre. Puede que, realmente, ustedes estén leyendo las letras de un espíritu que quiere hurtarles la razón. Puede que, simplemente, estas líneas sean una visión de lo que se van a encontrar… o solamente sean una trampa más del diablo.  

miércoles, 22 de junio de 2016

LA CASA DE TÉ DE LA LUNA DE AGOSTO (1956), de Daniel Mann

Aquí, en Okinawa, tenemos honor de ser invadidos continuamente. Chinos vinieron, nos dijeron qué hacer y se fueron. Ahora americanos vinieron y también nos dicen qué hacer. Ellos quieren construir escuela en un pueblo sin niños. Y como dice viejo proverbio de Okinawa: “¿Para qué hacer algo que no es nada?”. Así que aquí, en Okinawa, en la aldea de Tobiki queremos casa de té. Tenemos geisha. Tenemos madera. Tenemos oficial americano. Tenemos mujeres de la Liga Democrática. Así que solo hace falta tener inventiva para convencer al oficial americano que pueblo de Tobiki no quiere escuela, quiere casa de té. Las mujeres de Tobiki quieren saber arte de geishas. Los hombres de Tobiki quieren geishas. Todo mundo quiere geishas. Así que ¿para qué ir en contra de mayoría? No es normal que americanos demócratas quieren decir a pueblo de Tobiki qué es lo que tenemos que hacer porque es lo que ellos quieren que hagamos. Mejor no hacer nada. Y si hacer, hacer casa de té que es lo que quiere el pueblo de Tobiki. Eso es democracia.
Necesitamos vender nuestro whisky de batata. Economato ejército útil para eso. Coronel Purdy Tercero, hijo de hijo de hijo de Purdy Primero, solo quiere que todo sea como manual. Un líder para agricultura. Un líder para artesanía. Un líder para seguridad. Con tanto líder, no democracia. Pueblo de Tobiki saber bien. Casa de té es lo que necesita pueblo de Tobiki aquí en Okinawa porque así todo el mundo relajado, todo el mundo tranquilo, todo el mundo tomar té mirando puesta de sol al lado de geisha. Es simple. Americanos no comprenden. Afortunadamente ellos presumen de ser pueblo que entiende todo aunque entienden poco y, a veces, no entender nada. Pueblo libre porque quien no entiende nada, hace lo que quiere.

Sakini es mi nombre y de mí hace un actor llamado Marlon Brando. Parece japonés, como yo. Asume gestos y maneras como japonés. Habla inglés como japonés. Hasta hace humor japonés. Pero no japonés. Él americano. Oficial americano es Glenn Ford y lo pasa mal. Pasar mal es intentar hacer cosas bien y que todo salga como no esperas. Al menos eso dicen americanos. Coronel Purdy Tercero es actor de carácter y bueno secundario Paul Ford. Él intentar meternos en cabeza qué es democracia aunque tenga que matarnos para ello. Capitán MacLean es Eddie Albert, loco por agricultura y flora pero psicólogo de profesión. En Tobiki no entendemos cómo alguien elige profesión y realmente estar loco por hacer otra cosa. Si querer hacer jaula de grillos sin grillo… ¿cuál es el problema? Diálogos buenos en película. Ser agudos. Ser ácidos. Ácido es ser gracioso con cinismo. Cinismo gracioso si oportuno. Sakini dejarles. Ir a camelar crítico de cine para hacer artículo como si fuera habitante de Tobiki. Un poco raro. Calcetines arriba y vamos allá. Caerá tejado sobre su cabeza. Pero antes invitaré a taza de té. Seguro que quiere compañía geisha.

martes, 21 de junio de 2016

STALINGRADO (1993), de Joseph Vilsmaier

Si queréis escuchar el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "Mi querida señorita", de Jaime de Armiñán, podéis hacerlo aquí.

 El mar es cálido y la nieve es fría. De las costas de Italia al frente ruso con un par de condecoraciones y alguna que otra felicitación para que los soldados vayan con la moral alta y el ánimo dispuesto. Sin embargo, allí, en Stalingrado, es donde los sueños de grandeza de la gran Alemania se estrellan contra las duras balas del enemigo. El asediador se convierte en asediado y la vida humana es un valor absolutamente a la baja. Cuando no hay apoyo de los superiores más que para mandar a la muerte, cuando la comida escasea, cuando nadie se acuerda de los que disparan y mueren y el general Invierno hace su implacable aparición, la guerra se convierte en una simple cuestión de supervivencia.
No importa si la situación deriva hacia una batalla en la estepa más blanca horadada por los hoyos más negros, o hacia una deserción anunciada, o hacia un avión que despega y deja a la esperanza en tierra. Solo el siguiente latido es importante, la siguiente respiración, el siguiente refugio…o, tal vez, superar la siguiente maldad de unos mandos inútiles y ciegos que anteponen cosas tan trasnochadas como el honor, el deber o la injusticia antes que la propia vida. Quizá, de vez en cuando, haya que volver los cañones hacia las insignias brillantes enmarcadas por la cruz de hierro y disparar sin un pestañeo. Stalingrado fue la tumba de 250.000 soldados alemanes y fueron abandonados a su suerte sin ninguna piedad por sus propios dirigentes. Y aún Hitler bramaba en la radio que no pedía mucho. Debería haber sorbido todas y cada una de las lágrimas que derramaron unos cuantos hombres para saber hasta qué punto sus palabras sonaban a la oquedad del cemento destruido, del corazón deshecho y de la desesperación en alaridos.

Joseph Vilsmaier dirigió Stalingrado con más entusiasmo que acierto. Con un despliegue de medios realmente impresionante para una producción europea, la película no deja de ser algo plano, con muy poco interés por contarnos la carne de los protagonistas y mucho por ser lo más desgarrador posible. Quizá la sangre necesite algo menos de exhibición y algo más de dramatismo aunque, sin duda, hay secuencias de cierto mérito. A muchos kilómetros de El submarino, de Wolfgang Petersen, Vilsmaier quiere dejar bien claro que en la guerra no hay héroes, sino víctimas y que todos los alemanes, para descargo de su propia conciencia, no eran nazis. Salvo todos aquellos que votaron por Hitler en su ascenso al poder, claro. En cualquier caso, no deja de ser un retrato humano de hombres que mueren inútilmente, sin tener claro cuál es el objetivo de la batalla porque, en realidad, no es otro que seguir viviendo. Más allá de eso solo hay lugar para la crueldad gratuita, para el expolio más vil, para la certeza de que en la guerra lo único que está en primer lugar es la congelación de los sentimientos para poder matar sin hacerse preguntas después. Es así de fácil. Es así de simple.

viernes, 17 de junio de 2016

HISTORIA DE UN SOLDADO (1984), de Norman Jewison

Un oficial negro. ¿Dónde se habrá visto? Si seguimos así no tardarán en creer que ellos pueden llegar a mandar. Esos engreídos de Washington nos envían a un capitán tiznado para que investigue en Louisiana un crimen. Una bagatela. Un simple sargento tiroteado en plena borrachera. Un tipo que creía que comportándose como un blanco podría llegar a ser aceptado por los blancos. ¿Cómo dijo a la hora de morir?: “Y a pesar de todo, chico, ellos nos siguen odiando”. Pues claro ¿qué esperabas? Los negros que vayan a dejar su sangre a Europa y a luchar contra el fascismo, pero aquí somos demócratas. Los negros no pueden ascender. Los negros no saben hacer otra cosa que cantar sus tonadillas folclóricas, creer en las supersticiones y sonreír como imbéciles porque todo el mundo sabe que la risa continua es un signo de imbecilidad. Los pantanos de Louisiana son sabios y no necesitan instrucción. Los negros que se integren en el Ejército…pero hasta cierto punto. Un capitán negro ¿qué se habrán creído?
Y el crimen debe resolverse. Caiga quien caiga. El capitán también tiene sus prejuicios y opina que el asesinato fue cometido por blancos. Es fácil caer en esa tentación en una tierra llena de odios. Pintiparado resulta el fulano. Con su uniforme inmaculado, su arrogancia vestida de marrón y sus gafas oscuras. Él dice que le encantan porque son las que lleva el General MacArthur. Todo esto podría solucionarse de un carpetazo y viene este negro con ínfulas y se cree que es el mejor detective del Ejército. Nunca debimos sacarlos de los algodonales. Y mucho menos otorgarles galones.
Tal vez la verdad sea más dolorosa porque los negros y los blancos son tan iguales, tan parecidos que es posible que el odio negro sea tan terrible como el blanco. Se atreven a juzgar como los rostros pálidos. Hay algunos que dicen lo que está bien y lo que está mal y, con arreglo a eso, deciden. Igual que hizo la víctima. Ese sargento pendenciero que perdió el norte porque no quiso pertenecer al sur. Creyó que siendo un negro podía meter en vereda a un puñado de negros y ganarse el respeto de los blancos a base de disciplina, desprecio y un par de puñetazos. Y ya basta. Todos tienen que ser iguales. Todos tienen que recibir igual trato. La justicia no es ni blanca ni negra y tiene que caer con el mismo peso de la ley. El calor no ayuda. El ambiente aún menos. Pero las personas, por mucho que esto sea el Ejército, deben tener derecho a un respeto, a una dignidad, a una igualdad de oportunidades. A ser hombres en guerra, tan valientes o tan cobardes como cualquiera. Aunque siempre haya algunos, de uno o de otro bando, que sigan odiando.

Norman Jewison dirigió con buen pulso una historia rápida sobre un soldado que fue muerto porque equivocó su rumbo y puso desprecio allí donde tenía que haber orden. Y quizá las balas fueron merecidas pero nunca fueron justas. Por los que se quedaron intentando salvaguardar el honor de una raza ni por los que se fueron intentando vivir con la libertad como insignia.

jueves, 16 de junio de 2016

DOS BUENOS TIPOS (2016), de Shane Black

Ah, los setenta. Aquellos años en los que en las colinas de Hollywood corría la droga como si fuese agua, la horterada era el signo más inequívoco de estar en la onda, los asesinatos en las laderas de Mulholland Drive eran el titular de todos los informativos y el rojo era un estallido de furia que obligaba a apartar la mirada. También fueron los tiempos del postureo antisistema y del auge y expansión del porno como cine de arte y ensayo. Ah, los setenta…
En medio de tanta psicodelia y tanta traición aparecen dos tipos que se dedican a lo mismo solo que uno de forma legal y otro, no tanto. Tienen que andar entre insinuaciones, ligues fáciles, corrupciones políticas y judiciales y encima intentan mantener su integridad en un mundo en el que eso es sinónimo de idiotez. Uno de ellos es despreocupadamente brutal, algo corto uniendo pistas y con vocación de barriga de foca. El otro es un detective privado de cierta inteligencia pero no se aprecia demasiado a sí mismo y cree que el fracaso es su licencia así que tiene que recuperar la autoestima si desea volver a ser un hombre. Ardua tarea para alguien que no tiene fe en lo que hace aunque lo hace muy bien. Y aún más si cuando el tipo bebe un par de copas y pierde el norte, el sur, el este y la pistola.
Así pues ya tenemos la buddy movie montada con estética de rojo setenta, previsible y también acertada banda sonora de éxitos de la época, algún que otro momento confuso y personajes que no se sabe si van o vienen entre tanto cuelgue y tanta mamarrachada. Eso hace que la investigación que llevan a cabo sea más complicada porque nadie es quien dice ser y, no solo eso, sino que nadie es quien dice ser debajo de su disfraz a la moda. Hay algún que otro instante de buena acción, aislados diálogos de cierta química entre Russell Crowe y Ryan Gosling y pare usted de contar, buen hombre, que el whisky no es de marca.
Resulta difícil sobrevivir en un mundo tan agobiante de pelos afroamericanos, camisas de cuello kilométrico, pantalones de campana y coches de colores espeluznantes pero un revólver sigue siendo un arma aquí y entonces y eso no deja de ser una garantía para que la gente cante. Incluso cuando, en ocasiones, más vale poner pies en polvorosa. El caso es que el intento queda abierto para posibles segundas partes y se queda en un aprobado por los pelos y porque tiene un par de tipos de ciertas garantías en la cabecera de cartel. Lo demás es que no deja de ser ruido, cosas ilógicas, comportamientos desquiciados y desnortados, adoración por la extravagancia hasta tal punto que llega a ser más importante la estética que la ética del asunto y la risa aparece en contadas ocasiones por mucho que se quiera vestir la historia con los colores chillones de una comedia de acción pasada de tiempo. Ningún policía molesta a los protagonistas, muchas ideas abiertas y pocas bien desarrolladas, Kim Basinger sale un poco, muy poco, y empieza a ser una sombra estirada de una de las mujeres más bellas del cine aportando lo mínimo, la hija de Ryan Gosling es un personaje que parece metido con calzador y Shane Black, aquel director que nos divirtió con la tercera parte de Iron Man precisamente se cree que es muy divertido. Insuficiente para que apreciemos la buena idea de juntar a dos buenos tipos en el Hollywood fétido y colgado de los años setenta

miércoles, 15 de junio de 2016

EL EXPEDIENTE WARREN (2013), de James Wan

Jugar con lo desconocido. Creer que las paredes tienen vida por detrás de los misteriosos y quebradizos tabiques. Las cosas se mueven porque alguien las empuja. El sentimiento de la atrocidad parece que planea en toda la casa. El sótano escondido es como la boca de la bestia porque es el lugar que enlaza con el infierno. El diablo siempre se mete con el más débil. Sabe quién es el más vulnerable. Y, por lo general, suele ser quien más ama.
Tal vez por eso los investigadores de lo paranormal no sean, precisamente, héroes perfectos. También tienen un flanco más expugnable. Pero eso mismo que el diablo cree que hace a los hombres y mujeres más débiles es el arma más poderosa contra él. El amor es lo que hace débil al diablo, es lo que le espanta realmente. Los signos religiosos por sí mismos no son más que figuras talladas de madera, bronce, plata o cualquier otra cosa. Son signos que nos hablan de una historia de amor. Por eso, el diablo los rechaza. Igual que el amor entre una pareja, o el amor de padres a hijos. Eso es lo que derrota a Satanás y a sus fuerzas del mal. Y el ser humano suele tardar mucho en darse cuenta de ello.
La furia se desata y las paredes agrietadas parecen los perfectos contenedores de la diabólica insidia del mal. Hay que hacer daño, hay que asustar con lo que pende del final de una cuerda, hay que provocar un sentimiento de tensión continuo y aplastar cualquier espejismo de felicidad. Los pájaros parece que se rebelan recordando a un antiguo maestro del suspense. La víctima levita trayéndonos a la memoria otro exorcismo a una niña. Una pelota botando nos lleva hacia el final de una escalera. El sol cura. La oscuridad intoxica. El diablo desea el miedo. Los sustos se suceden y las experiencias se van acumulando dejando a los investigadores al borde de la locura. Aún así son listos porque conocen los vericuetos por donde se mueve Lucifer y tratan por todos los medios de espantarle, amedrentarle, hacerle frente. Todos elegimos en qué creer. Todos tenemos objetos guardados en algún lugar recordando que podemos ser derrotados en cualquier momento. Al fin y al cabo, la derrota siempre vuelve. Falta por dirimir si será en esta ocasión.

El expediente Warren es la demostración de que una película de terror puede funcionar acudiendo a esquemas ya conocidos pero desplegados con una cierta imaginación. La casa enorme (aunque no llega a ser una mansión), la posesión demoníaca, los fenómenos paranormales, los ruidos misteriosos (tremendamente inquietante el juego de las palmadas)…Para pasar miedo en un cine no hacen falta vísceras, ni sangre a borbotones, ni siquiera sangrientos asesinatos. Basta con crear situaciones de inquietud, aunque sin duda aquí hay un clímax final de pánico, y colocar determinados objetos, a primera vista inocentes, en medio de un suceso inexplicable. El resto ya lo coloca la misma mente. Habrá que investigar un poco más.

martes, 14 de junio de 2016

MI QUERIDA SEÑORITA (1972), de Jaime de Armiñán

Si os apetece pasar un rato cinéfilo con el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Ascensor para el cadalso", de Louis Malle, podéis hacerlo aquí

Adela es Adela. El olor a naftalina se cuela entre las rendijas de los armarios. La casa se ahoga en un ambiente de vejez y antigüedad. Un ratito al piano todas las tardes para no olvidar aquellos dos años de estudios. Un poco de costura para terminar de una vez las cortinas de la galería. Las madalenas de Isabelita. La mantilla que no falte para ir a misa. Todos los días son iguales. Y hay algo dentro de Adela que hace que se sienta oprimida aunque ni ella misma sabe muy bien qué es. Tal vez sea la soledad que ha ido haciéndose un sitio entre tanta ropa de otro siglo, tanto encaje pasado de moda y tantas tardes viendo llover a través de la cristalera. Las mujeres a sus obligaciones. Ganar una pequeña renta, vivir con tranquilidad…claro que, luego, está Santiago. Él quiere rehacer su vida y Adela quizá sea demasiado mayor para todo eso. El arroz se ha pasado, el tren ya se ha ido y él es el remedio para la soledad pero es más de lo mismo. Sus hijas modernas e independientes, que desprecian todo lo que tiende hacia el negro, el trabajo en el banco, cuidando de los ahorros de un buen montón de viudas y solteronas en una ciudad de provincias muy cerca del mar. No, no, no puede ser. Adela es Adela.
Adela no es Adela. Siente una atracción antinatural por Isabelita. Se afeita todos los días porque le crecía barba y, claro, eso le hace sentirse muy poca mujer. A confesarse con el señor cura, a decirle cuáles son sus miedos porque ella, Adela, nunca ha conocido varón…ni tampoco hembra. Y es que la soledad es una partidaria acérrima de la igualdad. Un poquito de piano desafinado, una costura para terminar las cortinas… Incluso en un saque de honor de un partido de fútbol, Adela tiene un estilo que ya quisiera para sí Paco Gento. Las madalenas de Isabelita…Isabelita…esos ojos, ese cuerpo y ella parece como si jugara con Adela, como si quisiera ponerle la miel en los labios y rebozarse en ella, dulce y lejana. Adela es una mujer fuerte y valiente. Es fuerte y valiente…pero no es una mujer. Adela no es Adela.

Adela es Juan. La Naturaleza gasta, a veces, bromas muy crueles. Toda la vida pensando en ser una mujer y resulta que Adela es un hombre. Cuando sabe de la noticia, ella o él siente una liberación vivificadora pero también un pánico paralizante. Quizá porque Juan no tiene futuro. No sabe hacer nada. Un poquito de piano bastante desafinado y una costura para coserse el dobladillo de los pantalones. Juan no se atreve a cortar con el pasado definitivamente, no quiere dejar de ser del todo Adela pero tiene que hacerlo porque necesita una identidad, una vida, un nuevo principio. Isabelita está ahí en una cafetería de Madrid. Tal vez sea el momento de besarla con libertad, sin estúpidos cargos de conciencia, sin el sexo que iguala y con el sexo que se disfruta. Es un nuevo principio y hay que asumirlo. Y eso no es fácil para una mujer de provincias que nunca ha viajado, que siempre fue a misa con mantilla y que confesaba sus pensamientos pecaminosos con el cura. Tampoco lo es para un hombre sin estudios, que es pura confusión, que tiene que vivir con sus medios según mandan los cánones de la sociedad de la época y que debe ligar con señoritas del sexo opuesto como corresponde a su propio sexo. No es fácil, mi querida señorita, hacer esta historia en una época con falta de libertades y Jaime de Armiñán, José Luis Borau, Julieta Serrano y José Luis López Vázquez fabricaron pura magia entre la tristeza y la esperanza del descubrimiento de la propia naturaleza del individuo.

viernes, 10 de junio de 2016

EL ZOO DE CRISTAL (1987), de Paul Newman

Las figuras de cristal al trasluz se llenan de colores irisados como si fueran corazones latiendo dentro de la quietud. Allí están no solo para aportar belleza sino para recordar que la libertad está ahí fuera y que ellos son réplicas de los animales de un zoo. Expuestos en estanterías igual que los originales se hallan en sus jaulas pero siempre esperando a que el día siguiente sea distinto, que la luz les ilumine a ellos y entonces su trote o su vuelo o su andar se tornen alegres y afortunados. Por fuera siempre habrá alguien que quiera disfrutar de sus momentos de plenitud, tal vez en una escalera de incendios en una noche calurosa, escuchando la música de algún bar cercano, recordándose a sí mismo que la primera obligación de todo ser viviente es vivir. El miedo siempre ha levantado barreras y las coloca de tal manera que no deja ver qué es lo que hay detrás. Incluso cuando algún aventurado se ofrece a echar una soga desde el otro lado del muro se tratará de espantarlo con la crueldad más lógica. Animales de cristal, seres humanos de luz.
Y la rebeldía está ahí mismo, a punto de brotar con la naturalidad propia de una edad sin futuro. Romper la jaula y respirar, vivir con lo que se pone por delante aunque sea con una pierna herida y un corazón incompleto. Dejar atrás la creencia ancestral de que el mundo es malo sin matices. Más vale ser libre en un mundo malo que estar preso en el mundo perfecto y seguro. Es una cuestión de miradas que se buscan pero no se encuentran y que tienen a la verdad en fuga, como si eso fuera garantía de que las cosas no ocurren.

Joanne Woodward estaba impresionante en altura y en presencia. John Malkovich hace uno de los mejores papeles de su carrera porque la naturalidad es algo que sabe encauzar. Karen Allen estremece y enternece, enaltece y crece y sigue en sus trece para demostrar que es una mujer adulta que merece una vida propia. Detrás de las cámaras está Paul Newman y así no es de extrañar que los actores estén tan extraordinariamente brillantes, tan increíblemente certeros, tan genialmente precisos. El zoo de cristal parece que se mueve desde su estantería quebradiza y todo en esa casa gris y sin vida parece revolverse ante la ley de una existencia que clama por su sitio bajo el sol. Un sol que no aparece salvo en las luces irisadas de esos animales de cristal inanimados, símbolos de una condena, adivinadores de un destino que se escapa por la ventana. Esa misma por la cual se asoma la juventud y el ímpetu, la curiosidad y la pregunta. Esa misma que deja entrar el miedo en la aparente seguridad del hogar austero. Para vivir siempre hay que probar el daño y el dolor porque sin esos elementos, no hay vida. Tan solo se respira, se huye, se esconde, se muere. Y un zoo de cristal está ahí, recordando siempre que, más allá de la jaula, existe la ilusión y también la esperanza.

jueves, 9 de junio de 2016

UNA MADRE IMPERFECTA (2015), de Lorene Scafaria

Cuando una madre pierde a su compañero de toda la vida, busca desesperadamente dónde derramar el amor que aún le queda. La primera salida suelen ser los hijos y, a menudo, ese amor no es tan bien recibido. El agobio, la crisis que da la misma edad, el trabajo, el último desengaño…solo faltaba tener pegada a una madre. Así que ellas son las abandonadas porque no quieren tener la sensación de que engañan al que se ha ido, tienen mucho, mucho amor para dar y no hay ningún recipiente que pueda recoger tantas ganas de verter lo que todavía guardan en su interior.
Así que se buscan sustitutivos para esas llamadas interminables, o para esas llamadas continuas, o para esas visitas sorprendentes con bollitos, o para contar naderías. Puede que algunas se queden en casa haciendo punto de cruz, otras quieren sentirse útiles y colaboran con alguna labor humanitaria, otras aún quieren encontrar a un tipo bueno y cariñoso que les convenza sin pensar en las ausencias y las de más allá se fijan en alguna amiga para hacer esos favores de madre que nunca llegaron a su auténtico destinatario. Quizá ese amor que aún conservan sea el signo inequívoco de que un día fueron jóvenes, tuvieron crisis por la edad, sufrieron agobios y también desengaños. Basta con mirar en el fondo de sus ojos y se encontrará la verdad. Y esa es que no importa que las hayamos ofendido con nuestras actitudes, nuestros desprecios y nuestras estúpidas angustias…ellas siempre volverán en el mismo momento en que presientan que las necesitamos. Y lo que es aún mejor…lo harán con una sonrisa.
Y esa sonrisa, en esta ocasión, está en el maravilloso rostro de Susan Sarandon. Con ella sufrimos, amamos, sentimos, reímos y lo pasamos bien en una película que no tiene más ambición que hacer pasar un rato agradable. Y lentamente también nos enamoramos de ella, de sus gestos de colegiala con ilusión, de su elegancia, de su certeza de ser una mujer con todas las letras. Ella es el centro de la historia y sin ella, la historia se desmoronaría como una hija en plena crisis sentimental y existencial. No, no es fácil ser como una madre. Hacen falta muchos empujones para tener la carne tan fuerte. Hacen falta muchos desplantes para que la mirada se tiña de tristeza. Y ésa es la meta. Tal vez no ser la misma, pero sí ser igual. No es poco.

Hacer el bien cuesta poco y se puede hacer feliz a mucha gente. Puede que solo cueste lo que más nos falta y es tiempo. Pero todo lo que hacemos por los demás son las huellas en la arena, lo que perdura de nosotros. Eso es lo que hay que intentar con todo aquel que se deje ayudar. Sea tu hijo, tu amigo, tu vecino o tu compañero. Esas son las auténticas razones que nos hacen ir hacia adelante con la certeza de que todavía estamos en este mundo para algo, para alguien. No hay nada como una sonrisa radiante y sincera para empezar. Y un esfuerzo por intentar comprender a los demás. Tal vez nos iría un poco mejor e iríamos más rectos después de un intento desafortunado. ¿Quién sabe? Incluso algún día dejaremos de ser hijos y comenzaremos a ser padres y esas son decisiones de una vida que puede haber merecido la pena o no. Lo que no debemos perder nunca es la ilusión por intentar hacer las cosas que creemos que son justas. Eso es lo que nos define, nos conforma, nos modela y nos da algo tan escaso como la plenitud. Si deciden intentarlo, buena suerte. La merecen.

miércoles, 8 de junio de 2016

SEMILLA DE MALDAD (1955), de Richard Brooks

El sonido de la tiza deslizándose por la pizarra es una de las acciones más adictivas del mundo. Puede que, en principio, no haya demasiada vocación por la enseñanza y que se crea que la docencia es solo un ejercicio de paciencia que acaba perdiéndose por naturaleza y por la misma inercia de las cosas. Hay muchos profesores que, presos de la desilusión, han arrojado la toalla y ya no esperan nada, dan aún menos y se quedan quietos, esperando la hora en la que la clase termina para empezar a soltar por la boca una serie de improperios contra esa turba que le atormenta y contra la que ha intentado acorazarse con la indiferencia. Sin embargo, hay otros que encuentran en todo ello un desafío. Entrar en la mente del niño que será hombre para proporcionarle unos cuantos resortes sólidos sobre los que apoyar su maduración. Hacer que la mente, ese animal que, por lo general, está dormido, despierte con el timbre de la curiosidad, de la sorpresa, del deseo de saber que, inevitablemente, traerá la virtud de estar. Comprobar que en cada uno de esos cuerpos que se retuercen en la rebeldía hay el germen de un hombre o de una mujer y que ellos van a ser tan importantes y tan protagonistas de sus propias vidas que tienen que proyectar admiración por el héroe de esa historia. Enseñar es un camino lleno de clavos de punta, que hay que sortear con la habilidad del mejor diplomático, del más listo de los eruditos y del más oportuno de los razonables.
Tal vez todo empiece con un simple guiño de complicidad, apenas perceptible salvo para el profesor que está ahí, dando la cara, intentando transmitir alguna aburrida teoría, algún hecho histórico de especial relevancia o alguna particularidad apasionante del lenguaje. Puede que, en un momento dado, se encienda la espita que atraiga la atención, que sea el principio de la bomba del conocimiento que todos llevamos dentro. Por supuesto, hay profesores malos que jamás se preocuparán por buscar esa chispa que dé comienzo a todo. También hay alumnos malos que se afanarán con denuedo en apagarla por cualquier medio, generalmente una contestación decepcionante que conlleva la negación del compartir. Porque la enseñanza es algo grande cuando el profesor percibe que se está compartiendo el objeto de estudio. Si solo es una parte la que lanza al aire el conocimiento y se pierde en el limbo, no sirve de nada, como una audiencia que será tan útil como un pupitre vacío. Por eso, hay algunos profesores que se dejan la piel, porque quieren volver a sentir esa inigualable sensación de que está llegando el mensaje, de que los alumnos responden, aunque solo sea por unos minutos, de que la voz afónica, la mano blanca manchada de polvo de tiza, las horas invertidas en preparación y corrección, la mirada de ilusión que se puso en algo que se creyó que les podía atraer merecen la pena. Es arrancar la semilla de maldad para que algo nuevo crezca. Algo nuevo y maravilloso.

Richard Brooks dirigió su primera película poniendo atención en esa juventud que apenas sueña pero que no deja de actuar, aunque sea mal. Para ello contó con Glenn Ford como ese profesor inasequible al desaliento aunque tenga momentos de desesperación, con Sidney Poitier como ese alumno que se resiste aunque tenga conciencia de que, en su interior, hay un punto de inteligencia, con Vic Morrow como ese otro alumno que nunca entrará porque es incapaz de poner orden en sus sentimientos interiores y cree que solo la rebeldía es la respuesta. Y la rebeldía es buena pero solo cuando se usa con inteligencia a través del conocimiento. No hay nada peor que un rebelde analfabeto.

martes, 7 de junio de 2016

EL COLECCIONISTA (1965), de William Wyler

Si tenéis ganas de escuchar lo que dijimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "De aquí a la eternidad", de Fred Zinnemann, podéis hacerlo aquí

Una mariposa en un bichario es la misma expresión de la soledad. Se le clava un alfiler aún estando viva y se deja ahí, al otro lado de un cristal que es la misma cárcel. Pero se puede seguir estando vivo y estar solo, abrumadoramente solo, arrebatadoramente solo. Por eso, es fácil deducir que, para conquistar a una mujer atractiva, basta con agarrarla, encerrarla detrás de un cristal que puede ser una cárcel y clavarle un alfiler hasta que deje de batir sus alas. La soledad, al fin y al cabo, es una enfermedad que puede ser terriblemente poderosa porque deja que el pensamiento campe a sus anchas por los vericuetos inasibles de la imaginación. Se puede imaginar lo que se quiere y asumirlo como algo perfectamente normal. ¿Por qué no se puede ir con una furgoneta, raptar a una chica y que ella se enamore poco a poco de ti? Es posible. Todo es posible si no hay elementos que perturben el proyecto. Al principio se rebelará (¿qué mujer no lo hace?) pero acabará aceptando la situación porque la misma sensación de soledad y aislamiento la empujará a hacerlo. Habrá que lavarla, cuidarla, darle lo mejor en comida, alguna que otra lectura como El guardián entre el centeno, ese manual sobre la inmadurez para ver si entra en razón y dejará de batir sus alas y estará ahí, hermosa e inalcanzable, petrificada y sin futuro, pero será de su propietario porque así son las cosas y así es como deben ser.
No hay nada como disponer de una buena cantidad de dinero como para llevar adelante tus sueños. Porque, en realidad, la chica no curará la enfermedad de la soledad. Solo habrá una sensación interior que parecerá que lo hace, como una voz que repetirá una y otra vez que se está acompañado, que la mariposa está ahí y que, con su belleza, seguirá adornando una existencia vacía de contenido, sin ningún mañana diferente al hoy, sin nada que lleve a pensar que un minuto será distinto a otro. Solo ahí, presa, incólume, ligeramente insatisfecha. Falta un verbo por conjugar y es el de compartir porque ése es el verdadero antónimo de la soledad. No es suficiente con estar acompañado, es necesario compartir experiencias, conversaciones, inquietudes, banalidades, trascendencias, decisiones, complicidades…vida, en suma y no secuestro en resta. No se trata de coleccionar sencillamente pero eso es algo tan complicado de asimilar que los choques emocionales se evitan, se continúa con el engaño y se diseca el ejemplar. Lo siguiente será una vuelta a empezar porque una de las ventajas de la soledad más completa es que nadie repara en ti, ni siquiera la verdad.

William Wyler dirigió a Terence Stamp y Samantha Eggar en una película de profunda turbiedad moral que llega a inquietar el espíritu y a agitar el ánimo porque no se sabe nunca dónde puede estar el coleccionista que empaquete nuestros sentimientos y nos deje morir ahí, al otro lado del cristal. Y Wyler nos lo contó con sabiduría. Y Wyler nos lo contó con intensidad.

viernes, 3 de junio de 2016

EL PUENTE (1959), de Bernhard Wicki

Cuando un niño es niño, está deseando perder la inocencia. Y no se da cuenta de que se está perdiendo lo mejor de la vida, de que el mundo de los adultos es una tierra fea y gris donde la esperanza se asesina todos los días. Y si la guerra llama a las puertas, la pérdida de la inocencia se convierte en una masacre de la responsabilidad. El pueblo teme aunque intenta seguir con su vida cotidiana. El colegio funciona aunque, tal vez, mañana las aulas estén vacías porque los chicos habrán sido reclutados. Hay que demostrar la valentía aunque los pantalones estén demasiado grandes y las botas sean demasiado pesadas. Una bomba cae, y los niños van a ver el lugar. Un puente queda en pie y los niños lucharán hasta la muerte solo para tener un poco de orgullo intacto.
Entre ellos, los hay de todo tipo. El débil, que siempre es objeto de las bromas crueles. El responsable, que tiene una mirada de adulto siempre desde la discreción. El que quiere crecer muy deprisa porque es necesario para el país. El que actúa de forma tan recta que no es más que un estúpido con ínfulas. El que llora amargamente porque no encuentra sentido a tanta muerte. El hijo del alcalde que pierde cualquier rumbo que emprende. El que sexualmente está más avanzado. El que comienza a descubrir la ingenuidad del primer amor. Y todos tienen miedo aunque no lo demuestren. Tienen tanto miedo como puedan tener unos niños al lado de unas bombas a punto de estallar. Maldita guerra. Asquerosa. Repugnante. Indecente. Guerra de adultos que condena a los niños a combatir. Guerra de niños que se dan cuenta de que el juego ha quedado atrás y las balas son de verdad y la sangre que brota no tiene cura y no se puede volver a empezar el juego…
No importa que lleguen a batirse como hombres. No importa que su primer acto como adultos sea también el último. Se llora junto a ellos por mucho que algunos lleven la carga de la culpa moral. Se llora junto a ellos porque todos somos consciente de que la piel suave no debe ser inmolada de forma inútil. Por un maldito puente. Un paso que acabará siendo derribado por la compañía de explosivos. Sangre para nada. Inocencia descuartizada. Lágrimas de desolación en un mundo que se ha desmoronado definitivamente. Gritos de angustia que aceleran la edad. Heroísmos que nunca pasarán a los libros de Historia. Los niños mueren. Y nadie está allí para rendirles homenaje.

Impresionante película de Bernhard Wicki sobre la guerra más absurda que se puede entablar, sobre el empecinamiento de pagar con sangre inocente los errores de la defensa y más cuando todo está perdido. No hay nada de heroico en la guerra. Ni siquiera por parte de unos niños que creen que ahí está su futuro, su orgullo, su patria y su motivo. La niñez no está para eso. Y seguimos sin darnos cuenta de ello. Solo muerte. Solo infancia arrancada. Solo arrasamiento. Solo muerte. Solo muerte…

jueves, 2 de junio de 2016

ALICIA A TRAVÉS DEL ESPEJO (2016), de James Bobin

El tiempo es ese enemigo invencible al que, alguna vez, hemos soñado derrotar. Él es el guardián de lo siguiente y el experimentado científico de lo anterior. No hace más que prepararnos para los insignificantes segundos de la muerte y también, de vez en cuando, es más amigable de lo que a primera vista parece. No puede cambiar nada, solo ser el espectador incansable de nuestros acontecimientos. Pero también es mucho más que todo eso. Es el jardín de la memoria y el palacio de nuestros sueños.
Así que Alicia vuelve a pisar terreno maravilloso porque la realidad es cruel y la imaginación distorsiona las desgracias. Es la hora de poner la amistad en la meta máxima y tratar de viajar a través de un tiempo que se convertirá en perseguidor. Es fácil creer que las cosas no serían igual si se hubiesen cambiado en un día determinado pero no es así. La vida, aún más implacable que el tiempo, se afana en conseguir lo que quiere y así hincha cabezas, adelgaza mentiras, esparce las migas y las trata de esconder, el sol brilla, la risa aparece, el tiempo avanza y muere a cada minuto en interminable juego de existencia y destrucción. Todo se confabula para que se desee el triunfo que llega porque sí aunque también podría ser porque no. ¿Cuándo es  temprano? Cuando llega la eternidad.
Siempre he pensado que A través del espejo era un relato mucho más oscuro y menos optimista que Alicia en el país de las maravillas porque nos hacía reflexionar sobre el tiempo inexorable, sobre los acontecimientos que han marcado nuestras vidas, sobre el cinismo de los días que nos ha tocado vivir, sobre el heroísmo que se requiere al pasar de la niñez a la vida adulta. Tim Burton no ha querido dirigir esta segunda parte aunque se ha reservado un lugar en la producción y aunque todo siente, respira y sufre como si él estuviera detrás de las cámaras falta como algo de alma propia, de sentido gótico y tenebroso más propio de un ser marginal. Mia Wasikowska ya no es aquel caballero de brillante armadura y juvenil impulso y Sacha Baron Cohen sigue igual de irritante. Los muñecos vuelven a deambular de aquí para allá, el croma hace su trabajo con algunas secuencias realmente espectaculares pero hay como un distanciamiento de los personajes que lo convierten en una película ajena, como si Tim Burton hubiese cruzado el espejo y otro se encargara de poner orden en una historia tan triste que se queda en simpática. Más allá de eso, hay una cierta falta de imaginación en algunos trucos, algún homenaje al Metrópolis, de Fritz Lang; una secuencia de apertura impresionante que incluso hace desear que el mar sea protagonista de la furia que mece a los barcos de la aventura con alguna ola de humor agradable. Y aún así, parece como si siempre faltara un minuto para tomar el té.

Vuelvo a este lado de la pantalla, donde las teclas me esperan ansiosas, como queriendo juntar palabras del jardín de mi memoria para decir que el cine, mucho más que un entretenimiento, es donde yo he construido el palacio de mis sueños. Cuando entro en una sala, atravieso ese espejo que separa la realidad de la fantasía y, muy a menudo, consigo colocar la ingrata realidad en su sitio gracias a la fuga que me ha proporcionado la fantasía. Todos hemos sido Alicia. Todos hemos dejado que el tiempo hiciera su trabajo. Todos nos hemos hecho mayores. 

miércoles, 1 de junio de 2016

EL RELOJ ASESINO (1948), de John Farrow

Los segundos se suceden mientras van desgranando su melodía incesante: “Culpable, culpable, culpable”. Y quizá el único delito haya sido estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. El sensacionalismo periodístico es un barómetro de la ambición y todos quieren atrapar al asesino que él no es. El cerco se estrecha, la realidad agobia, la falta de tiempo angustia, la solución encierra. No cabe duda de que es muy difícil hallar al auténtico asesino mientras todo un equipo busca denonadamente al culpable al que apuntan las pruebas. Sin embargo, alguien ha dejado que todo el mundo crea eso y la razón es muy difusa. Tal vez se quiera proteger al auténtico asesino. Tal vez solo se busque un reportaje con suficiente gancho como para vender más ejemplares de una basura de revista. No hay tiempo para la privacidad. Solo para demostrar la inocencia cuando no hay nada que lo indique. Culpable, culpable, culpable.
Todo porque hubo un par de copas más, un olvido imperdonable y dejarse arrastrar por un momento de relajación mientras se saboreaba un despido que estaba mojado a medias entre la decepción y el alivio. Un objeto pesado y una cinta verde y el reloj sigue con su movimiento implacable. A cada segundo que pasa, el cerco se cierra más y más y hay que tener la cabeza muy fría como para despistar a todos. Porque nadie sabe que existes. Nadie sabe que eres. Nadie supone que tienes. Nadie cree que te libres. Y lo peor, quizá, no es llegar a saber quién es el asesino sino darse cuenta de que el individuo realmente peligroso es el que ha urdido la trama para que todo apunte en una sola dirección. Y el culpable y el investigador coinciden en la misma persona. Malditos Martinis. Malditas vacaciones. Maldita revista. Maldita casualidad.

Dirigida con un ritmo trepidante por John Farrow, padre de Mia Farrow, e interpretada con angustia y premura por Ray Milland, George MacReady y Charles Laughton, El reloj asesino se antoja como una caza imposible que nunca puede llegar a buen término porque las manecillas siempre apuntan al minuto y hay muy poco tiempo para sacar la última edición. Se trata de la primera versión de aquella No hay salida que interpretaron Kevin Costner, Will Patton y Gene Hackman y se aparece tan terrible el mundo empresarial como el militar. Lo cierto es que el culpable tiene que correr si quiere conservar el pellejo y el culpable tiene que esperar tranquilamente sentado en una mesa rumiando su sentimiento de superioridad igual que un león espera devorar su primer plato. Sí, lo he escrito bien. Es la erótica del poder que impide traspasar determinadas barreras para hacer justicia en un mundo que siempre intenta acabar con el eslabón más débil. Y John Farrow consigue que nos creamos a ese personaje megalomaníaco que interpreta Laughton o a ese tipo que es carne de imprenta y de horas gastadas a la luz de los fluorescentes al que da vida Milland. Culpable, culpable, culpable. Y el reloj asesino sigue dando las horas de forma implacable, total y con el minutero siempre pasando al lado de la aguja más pequeña sin saber que precisamente ella es la responsable de su continuo movimiento.