jueves, 28 de febrero de 2019

¿PODRÁS PERDONARME ALGÚN DÍA? (2018), de Marielle Heller

A veces, uno se sienta delante del teclado y por la mente no pasa absolutamente nada. El ensimismamiento empieza a asomar sus colmillos y el detonante es la inmensidad del blanco que se abre desafiante, esperando ser mancillado con el talento escupido por los dedos. Y no ocurre nada. Entonces los objetos de alrededor comienzan a ser importantes porque pasan a ser objetos de observación. Es como si se tratara de buscar ideas en el entorno, como si esos libros, esos cuadros, aquel diploma, o estos bolígrafos tuvieran muchas historias que contar.
Y, de repente, un recuerdo es suficiente como para que la imaginación se dispare. Es muy duro tratar de escribir cualquier cosa cuando nadie en el entorno reconoce el trabajo que se ha hecho así que más vale comenzar a cosechar elogios por imitar la escritura de los demás. Y, sobre todo, si se tiene una especial inclinación hacia la ironía más mordaz, o hacia el sarcasmo más hiriente. Ya se sabe, comer y escribir, todo es vivir.
Así que con algo tonto, tratando de escribir un libro en apenas unas líneas, el dinero empieza a caer. Las deudas se pagan, las copas se toman, y el éxito, aunque no sea en nombre propio, se siente. La amargura de la soledad se olvida en algún rincón e, incluso, un viejo conocido resulta ser una buena compañía. No, la vida no ha sido demasiado generosa y ahora parece que cae leche y miel sobre papeles envejecidos artificialmente. Y todo resulta ser un mero paréntesis para caer en la cuenta de que, tal vez, no se tiene tanto talento para escribir y sí para timar. Mientras tanto, usurpar la voz de Noel Coward o de Dorothy Parker resulta tan atractivo como fascinante porque todo, al fin y al cabo, es mentira aunque tenga una pequeña parte de verdad.
Melissa McCarthy resulta brillante en ese tono apagado que pasea su personaje, tratando de encontrar un lugar bajo el cielo. Richard E. Grant se mueve entre lo divertido, lo elegante y lo repugnante mientras la sobriedad, subrayada por una estupenda banda sonora compuesta de clásicos de los años cuarenta, domina todo el conjunto. La historia no es una comedia, todo lo contrario. Es dramático ver cómo esa escritora decide tomar el atajo más corto para poder sobrevivir, pero no deja de haber una cierta sensación de que la película te está contando algo que no deja de ser gracioso basándose en la locura del coleccionismo y de la presunción. El resultado es bueno, sosegado, sin estridencias y cálido. Incluso, en algunos momentos, parece que sobrevuela el espíritu de un Woody Allen algo triste a los pies de un puente lleno de belleza y melancolía.
Así que hay que prepararse para ser cómplices de una buena retahíla de sentimientos falsos en una ciudad fría y hermosa que es retratada con reproche y ternura. Al fin y al cabo, es el escenario ideal para las idas y venidas de una mujer que no se encuentra demasiado a gusto entre seres humanos y que trata de encontrar una paz que le es muy esquiva. Es lo que suele pasar cuando te das cuenta que, en un principio, tienes que enfrentarse al abismo de escribir y que, cuando lo consigues, el abismo se transforma en un vicio al que se vuelve con el placer de asumir otras personalidades y, al mismo tiempo, tomar el pelo a ese mundo que es tan hostil con lo desconocido. Y el precio, sea cual sea el objetivo, siempre es muy alto.

miércoles, 27 de febrero de 2019

ADIÓS, MÍSTER CHIPS (1939), de Sam Wood

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla sobre una película como "Novecento", de Bernardo Bertolucci, podéis hacerlo pinchando aquí.

Parece que fue ayer cuando, con una toga a cuestas y una ilusión intacta, el señor Chipping entró por primera vez a dar clase. Seguro que el corazón le latía con fuerza, sin control, deseando enseñar lo que sabía a un puñado de jovencitos que, él creyó, estaban esperándole con los sentidos dispuestos para aprenderlo todo. Sin embargo, la vida enseñó a Chipping una lección muy importante. Él tenía talento para dar clase…pero aún tenía más para ganarse a los muchachos. Tuvo que aprender, desde luego. Fue ese periplo árido por el conocimiento de la naturaleza humana que empezó con un chiste para que sus clases no resultaran tan rígidas, tan impostadas, tan falsas en el fondo. A partir de ahí, Chipping no dejó de enseñar…ni de ganarse a esas mentes vírgenes que se iban a formar con garantías de ser los hombres del futuro, hombres de verdad. Varias generaciones bajo la tutela de un profesor que destiló amor en todo lo que hacía. Incluso cuando llegó la hora de casarse con la mejor mujer del mundo, llegó al acuerdo con ella de que tendrían muchos, muchos hijos. Tantos como clases desfilaron por delante de su pizarra. La pasión de enseñar es el mejor legado que Chipping pudo dejar. Aún ve a esos niños entrando en su pequeño aposento de internado, para recibir alguna clase de apoyo, para tomar el té, para visitar a su querida Kathy cuando enfermó. No deja de escuchar a ese chaval que, abriendo la puerta, se volvió hacia él y se inventó el apelativo con el que se siempre se conoció a Chipping: Adiós, Míster Chips.

Por sus clases desfilaron muchos proyectos de hombres. Algunos triunfaron, fueron felices en sus vidas, amasaron fortunas y apoyaron al colegio. Otros fracasaron, se perdieron por el arduo camino de los adultos. Aún otros más murieron en la guerra. Y chicos que luego fueron padres y, más tarde, abuelos, que también enviaron a sus hijos y nietos a Chips para que les traspasara, al menos, una parte de lo que ellos aprendieron. A pesar de todo el tiempo transcurrido, Chips siempre les vio como lo que eran cuando los tuvo entre sus tizas: niños. Llenos de vida, de energía, de empuje vital imparable, de trabajo, de escaqueo, de alegría, de tristeza, de circunstancias, de sueños…algunos de esos sueños se realizaron porque en la infancia estuvo un hombre como Chips, con su toga, su birrete, su chiste de latín, su humanidad. Quizá, es cierto, no haya ningún homenaje al maestro tan cariñoso como esta película. Puede que sólo sea una retahíla de recuerdos para un viejo, pero el homenaje a todos los que sufren y tratan de enseñar valores, conocimientos, cultura, educación y objetividad está ahí, en ese hombre que se apaga entre su memoria, en ese hombre que vivió muchas vidas en una y que siempre tuvo algo de niño en su corazón. Hay personas a las que nunca deberíamos decirles adiós.

martes, 26 de febrero de 2019

STANLEY DONEN: LA MANO ELEGANTE


En la ceremonia de entrega de los Oscars de 1998, se concedió un premio especial a Stanley Donen en honor a toda su carrera. Recibió el galardón de manos de Martin Scorsese y lo primero que dijo Donen fue: “Quien debería recibir eso, en realidad, eres tú”. Luego, se volvió hacia el público y, con 76 años como tenía entonces, Stanley Donen comenzó a entonar “Heaven…I´m in heaven and my heart beats so that I can hardly speak…” y se puso a bailar claqué, con un Oscar en la mano y ante los atónitos ojos de millones de espectadores de todo el mundo.
Después de su paso por Broadway como coreógrafo y bailarín, Donen se atrevió a romper moldes asociándose con otro gran amigo, Gene Kelly, en su primera película como director: la inolvidable Un día en Nueva York. Fue el primer musical que sacó la cámara a la calle como un viandante más y que destacó por una modernidad deslumbrante. Lleno de humor, de imaginación y de una elegancia que se elevaba por encima de muchos otros directores más expertos, Donen lo hizo tan extraordinariamente bien…que tardó mucho tiempo en hacer algo que no fuera dentro de los terrenos del musical.
En cualquier caso, no importaba demasiado. Cada musical de Donen poseía alguna innovación, como en su siguiente película: Bodas reales, la primera que dirigió en solitario, con su admirado Fred Astaire de protagonista en una imágenes que rompieron moldes, sobre todo, por dos números legendarios de baile: Uno, el inigualable paso a dos que Astaire se marca con un perchero, convirtiéndole, a través de la coreografía, en una grácil y atractiva pareja de baile. La otra, y aún más destacable, fue ese formidable y espectacular número que, por arte de magia, llevó a Astaire a bailar por las paredes y el techo de una habitación de hotel. Una escena que causó sensación y que reveló a Donen como un director de técnica más que interesante. Durante muchos años, algunos no dejaron de preguntarse cómo fue posible el rodaje de esa secuencia.
Al año siguiente, vuelve a asociarse con Gene Kelly para instalarse, ya para siempre, en la leyenda. Cantando bajo la lluvia, prodigio argumental dentro de un género que, hasta entonces, no daba mucha importancia a las historias que contaba con ligereza, maravilla coreográfica de precisión y buen humor, espectáculo toal y, posiblemente, el mejor musical de la historia del cine. Si alguna vez la vuelven a ver, fíjense cómo rueda Donen los bailes, con qué mirada tan certera y milimétrica está realizado el montaje, cómo deja al espectador al respiro de la imagen perfecta, cómo se diseña una secuencia con el atrezzo de un plató de cine para rendir un homenaje al slapstick con el mejor baile que Donald O´Connor ha hecho jamás…y, siempre, siempre, descubra algo diferente.
Con Siete novias para siete hermanos, Donen demuestra que sabe rodar rápido (en menos de un mes) con bailarines profesionales y que el color ya es algo que domina a la perfección. Pocos bailes demuestran tanta energía como los que hay en esta película que rezuma vigor por los cuatro costados.
Y, después, vuelve a asociarse con Gene Kelly para dar una nueva vuelta de tuerca al género. Siempre hace buen tiempo podría ser considerado como el otro lado que mostraba Un día en Nueva York y pasa por ser un musical de una amargura poco corriente, pero, a pesar de ser una obra menos conocida, está a la altura de sus otras dos colaboraciones con Kelly y marca un punto de inflexión en el género a partir del cual los argumentos se tamizan a través del agrio filtro de la decepción.
Mientras rumiaba su primera película fuera del musical, aún rueda otra que quedará para siempre clavada en nuestra retina por su innegable belleza visual: Una cara con ángel, la historia que nos descubrió que Audrey Hepburn también sabía bailar (y muy bien, por cierto) y en la que se ridiculiza la pretendida trascendencia del existencialismo tan en boga a finales de los años cincuenta, así como el mundo de la moda, puesto en solfa por su teatro de apariencias sin mucho sentido.
Por fin, da el salto a una comedia sin números musicales: Bésalas por mí, un buen comienzo aunque no suficiente como para llamar la atención. Su siguiente película sí que asombra por su sensible dirección de actores y su interminable buen gusto: Indiscreta, con Ingrid Bergman y Cary Grant bajo el umbral de la elegancia de Donen y que parecen más atractivos, más relajados y más divertidos que nunca.
Reúne a su amigo Grant con Robert Mitchum, Deborah Kerr y una muy simpática Jean Simmons en Página en blanco, donde una vez más, los gestos y las actitudes reemplazan a las palabras que todo el mundo sabe y nadie dice y la cámara asiste, sonriente, a una trama gozosamente bien construida. La película en sí es de una agudeza tal que basta con el plano de una mirada para entablar un diálogo entre los personajes. Una maravillosa comedia al mejor estilo de Noel Coward.
En 1963 realiza una de sus obras maestras: Charada, un film en el que Donen realiza un ejercicio de estilo cercano a Hitchcock y sale más que airoso del envite. Aquí, Donen confesó: “Sudé tinta para convencer a Cary Grant de que se duchase vestido, pero la escena valió la pena”. Rebosando clase y con un París magníficamente fotografiado como telón de fondo, la película contiene unas deslumbrantes interpretaciones por parte de Audrey Hepburn y, sobre todo, de un colosal Cary Grant. Y, además, después de verla, nadie puede negar la alegría que se siente al saber que eso es cine.
Tres años después intenta repetir la fórmula de Charada, esta vez con Gregory Peck y Sophia Loren en Arabesco, pero Donen se deja influenciar por cierta estética que ha redundado en perjuicio de la película y baja varios puntos en elegancia. Y, sin duda, la pareja Peck-Loren no funciona igual que Grant-Hepburn.
A continuación, Donen realiza dos espléndidas películas. La primera es la extraordinaria Dos en la carretera o la crónica del derrumbe de un matrimonio a través de varios viajes por Francia con una estructura narrativa muy fragmentada. Elige a Audrey Hepburn de nuevo para emparejarla con un divertido, sorprendente, dramático, cómico y melancólico Albert Finney en una película innovadora y que, a pesar de sus cincuenta años largo, permanece fresca como el primer día. Una auténtica joya.
La segunda película delata una valentía enorme por parte de Donen al abordar abiertamente (y estamos hablando de finales de la década de los sesenta) el tema de la homosexualidad mostrando la vida en pareja de dos hombres interpretados por dos monstruos de la escena como Rex Harrison y Richard Burton en La escalera. Aquí, Donen arranca en la comicidad para, poco a poco, pudrir la estructura hasta pasar al patetismo y, por último, al amor. Otra maravilla que se anticipa en muchos años a otras películas pretendidamente modernas.
A partir de aquí, Donen, debido en parte la crítica que recibe muy negativamente La escalera, se refugia en Broadway durante varios años. Regresa con el fallido intento de adaptar El pequeño príncipe, basada en el cuento de Antoine de Saint-Exupery, en clave de musical y aunque contiene una secuencia que recuerda al mejor Donen (la del baile Snake in the grass con un Bob Fosse coreografiándose a sí mismo), es un notable fracaso.
Lo tiene todo para triunfar con Los aventureros del Lucky Lady. Una producción lujosa, una historia ambientada en los años de la Prohibición y el contrabando y un reparto de campanillas encabezado por los actores más de moda de los setenta: Burt Reynolds, Liza Minnelli y Gene Hackman, pero, incomprensiblemente, la película está muy lejos de ser un éxito y Donen, debido al enorme fracaso artístico y económico, queda hundido y sin confianza por parte de los productores.
Aún es capaz de rodar tres películas más. Una es ese giro extraño que hace a la moda del cine de ciencia-ficción con Saturno 3, fallido intento de lanzar la carrera del ángel de Charlie Farrah Fawcett, pero las otras dos son excelentes películas, muy poco reconocidas, que nos devuelven si no al mejor Donen, sí a una versión que se acerca mucho a la del gran director.
La primera de ellas es Movie, Movie, todo un homenaje al cine que él tanto amó en forma de programa doble con dos historias típicamente cinematográficas y sin ningún nexo de unión: una comedia musical y un drama sobre el mundo del boxeo. Un experimento muy interesante, realizado con su habitual elegancia y con una sensibilidad nostálgica de enorme espíritu y, desgraciadamente, de muy poco calado.
La otra es Lío en Río, una deliciosa comedia con Michael Caine que se convirtió en un fracaso absoluto y que motivó la triste retirada del cine de un monstruo sagrado de la dirección. Llena de frescura y descaro y con un humor derivado al viejo estilo encuadrado dentro de situaciones propias del cine moderno, Donen construye un divertimento completo con magníficas interpretaciones. Hoy en día, posiblemente, sería presa de un escándalo tan estúpido como los tiempos que vivimos al plantear la posibilidad de que un hombre casado tuviera una aventura con una menor.

Stanley Donen ha sido un hombre de estilizada mano enguantada en movimiento coreográfico que siempre nos ha invitado a entrar, vestidos de etiqueta, a un sofisticado y sonriente baile irrepetible. Muy parecido al que hizo un anciano de 76 años lleno de energía con un Oscar entre sus manos.

viernes, 22 de febrero de 2019

LOS FAVORITOS DEL OSCAR


Bien es sabido que, cuando se baja el nivel de algo, el abanico de posibilidades se dispara en todas las direcciones y, en el caso de los Oscar, no podía ser menos. No ha sido un año de grandes películas. Es más, ni siquiera ha sido un año de películas memorables. Dentro de una o dos temporadas, no hablaremos de los premiados de este año, salvo, quizá, de la candidata de Alfonso Cuarón, más por sensibilidad que por mérito y el resto, casi con toda seguridad, pasarán a ser pasto del olvido salvo que el mismo desarrollo de la ceremonia señale algún título por aquellas casualidades de la vida. ¿Quién se acordaría hoy de una película como Moonlight si no fuera por la legendaria metedura de pata de Warren Beatty y Faye Dunaway?

Dicho lo cual, podríamos aventurar que, para el premio a la mejor película, la Academia optará por repartir la suerte. No querrá dar todo a Roma para que sea aclamada como el mejor título del año porque preferirá que a la película de Cuarón se le premie, con toda justicia, en otras categorías que detallaré a continuación así que es muy posible que La favorita sea quien se lleve el gato al agua. No, no es ni parecida al Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, por mucho que haya voces que proclamen su semejanza. Ni siquiera me parece que sea una película extraordinaria, pero reúne todos los requisitos para lo que viene siendo últimamente la entrega del Oscar. Y con el sistema de votación consistente en que cada miembro de la Academia vote a sus cinco películas favoritas otorgando mucha puntuación a las dos primeras, tiene todas las papeletas. Al fin y al cabo, tiene su punto transgresor y también se está creando una legión de opositores furibundos a la película de Alfonso Cuarón.

En la categoría de mejor actor, parece que todo está muy claro. Rami Malek se llevará el calvo de oro por su encarnación de Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody. Su intenso trabajo vocal, su capacidad camaleónica y la inmensa popularidad de una película que no es extraordinaria, pero funciona como espectáculo ayudarán en su elección. Quizá, a alguna distancia, se coloque Christian Bale por su concienzudo trabajo en El vicio del poder, pero sería toda una sorpresa.

Para la mejor actriz sería una gran injusticia que la vencedora no fuera Glenn Close por su trabajo en La buena esposa. Es su séptima nominación, es muy posible que también sea la última y Hollywood le debe un reconocimiento a esta gran actriz. Su gran competidora es Olivia Colman por meterse en la piel de la reina Ana Estuardo en La favorita, pero la Academia también funciona, en muchas ocasiones, por la ley de la compensación.

Para el mejor actor secundario el asunto se pone un poco más feo. No hay ninguno que sobresalga demasiado, no hay interpretaciones eternamente memorables en tan difícil categoría. Tal vez Mahershala Ali tenga sus opciones por Green Book, como ese músico de jazz sinfónico que se atreve a internarse por el sur de los Estados Unidos a principios de los sesenta en compañía de un guardaespaldas. En su contra está el reciente Oscar al mejor secundario también por Moonlight y eso da opciones a un veterano como Sam Elliott por Ha nacido una estrella. Una categoría que se presenta interesante.

En el caso de la actriz secundaria, parece que la mejor colocada es Rachel Weisz, estupenda, sin duda, en La favorita y es posible que sea el premio de apoyo al de mejor película, pero, cuidado. También está nominada Emma Stone por la misma película y ya se sabe que eso puede derivar en una división del voto en beneficio de una tercera actriz y ahí parece que Regina King pueda tener opciones por El blues de Beale Street, la aburridísima película de Barry Jenkins.

Como mejor director, la mirada no puede volverse más que hacia Alfonso Cuarón por el espléndido y sencillo trabajo que hace en Roma. Premiar a cualquier otro sería injusto, por mucho que el director mejicano ya tenga un calvo en su repisa de chimenea por Gravity. Y también es una forma de decir que, en realidad, la mejor película del año es la suya.

Por otro lado, en el premio a la mejor película extranjera, no parece que Roma tenga ningún rival de entidad salvo, quizá, Un asunto de familia, la cinta japonesa de Hirokazu Koreeda, pero no es probable. Es por ello que, unido a la posibilidad de que Cuarón también se lleve el premio al mejor guión original, Roma pierda parte de sus opciones como mejor película del año.

Y estos son los favoritos del Oscar. Veremos si el domingo día 24 de febrero hemos acertado algo de un año tan flojo y, por tanto, tan abierto. Mientras tanto, vayan con cuidado y procuren no pisar al conejito de la reina. Les puede salir muy caro.

jueves, 21 de febrero de 2019

EL CANDIDATO (2018), de Jason Reitman

Basar la competencia de un personaje público en lo que hace o deja de hacer en su vida privada es una muestra más de la dictadura de lo políticamente correcto. El daño del amarillo periodístico puede ser enorme por poner el foco en lo que no corresponde, distrayendo a la opinión pública de los verdaderamente importante. Y, quizá, aquí en España, eso nos pueda dar más o menos igual, demostrando que nuestra democracia, en algunos aspectos, es más madura que la de otros países con mayor tradición, pero en Estados Unidos eso es poco menos que pecado mortal. Más que nada porque asocian que un hombre que engaña a su mujer también será capaz de engañar al pueblo.
Y así carece de importancia toda la trayectoria política de un candidato a la presidencia que albergaba buenas intenciones, que mantenía una imagen impecable, que se atrevía con algunos desafíos que podían ponerle en ridículo y, sin embargo, salía más que airoso de los envites. La prensa lo divulgará todo sin pararse demasiado en comprobar los hechos, sin dar muchas oportunidades para que el perjudicado pueda defenderse. Y no bastará su brillante oratoria, o el estrujamiento de los cerebros que le acompañan para lavar su imagen. Quedará como el adúltero impenitente que se aprovecha de todo para echar su cana al aire y trepar por encima de cualquier consideración moral.
No se puede evitar el recuerdo hacia aquella película que protagonizaron Henry Fonda y Cliff Robertson bajo la dirección de Franklin J. Schaffner y que llevaba por título El mejor hombre cuando se ve El candidato. Ambas insisten en que, quizá, el mejor, el más indicado para ocupar el puesto más alto de la nación es aquel que no se presenta, que tiene tan poco apego al poder que está dispuesto a la renuncia con tal de que el escándalo no salpique a la democracia. Competente es el trabajo de Hugh Jackman, intenso en su creación del político que, a base de trabajo, trata de conseguir la victoria para llevar a cabo las reformas que más se necesitan. La dirección de Jason Reitman es rutinaria, sin alardes y pasa por correcta. Sin embargo, cuando todo termina, se tiene la sensación de que al conjunto le falta algo de fuerza, de capacidad de enganche, por mucho que en la memoria aún se recuerde el desastre de la campaña del senador Gary Hart para la presidencia que, finalmente, ganó George Bush padre. Por lo demás, se deja pasar el rato, se reconocen personajes de la historia reciente americana como Bob Woodward, Bob Dole o Ben Bradlee, interpretado por Alfred Molina, se refunfuña al final, tratando de encontrar el sentido a destapar los líos extramatrimoniales del que, posiblemente, hubiera sido un buen presidente y, sobre todo, al comprobar que la prensa, buscando el amarillismo, se degrada y se arrastra por el peor de los fangos. Aunque, de eso, en España, sí sabemos un rato.

No basta con las buenas intenciones. No es suficiente tratar de vencer al enemigo con lógica, con propuestas razonables y razonadas, con trabajo duro y experiencia política. También hay que ser un hombre intachable en las relaciones privadas, amante de su mujer, siempre de buen humor, con la palabra justa en la boca y el gesto relajado y suave. Todo un reto para cualquier ser humano. Mientras tanto, se buscará hasta en las más recónditas cloacas cualquier desliz para poner en duda su competencia. Y así, poco a poco, se van bajando los escalones hacia el más vergonzante de los perfiles bajos. ¿Les suena? 

miércoles, 20 de febrero de 2019

LA HORA DEL LOBO (1968), de Ingmar Bergman

“La hora del lobo es el momento que transcurre entre la medianoche y el amanecer, momento en el que muere la mayoría de la gente, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales. Es la hora donde el insomnio es perseguido por la ansiedad, cuando los fantasmas y los demonios mantienen su influencia. La hora del lobo es la hora cuando la mayoría de los niños vienen a la vida”
No hay demasiada simpatía por ese pintor que busca un lugar aislado donde dar rienda suelta a su inspiración y sólo encuentra un compendio de sus propios miedos y deseos reprimidos. Es un enfermo que encuentra placer en la reclusión de sus sueños y su mujer trata por todos los medios de traerlo de vuelta, hacer que vuelva a ser un hombre imperfecto, pero un hombre al fin y al cabo. La hora del lobo se presenta con más fuerza en medio de ninguna parte y, de alguna manera, todos caemos en su enigmático hechizo de maldad y esperanza. Aquí, en esta historia, se puede palpar el distorsionado estado anímico que a todos nos atenaza y nos paraliza y, lo que es aún peor, nos pierde. La fotografía envuelve a todos y se convierte en un instrumento más para describir la represión de deseos ocultos y la búsqueda de la libertad creativa. Y, poco a poco, vamos descubriendo que el terror, el auténtico pánico, habita en todos y cada uno de nosotros.
La locura merodea en la isla de sol y viento y la oscuridad y la amenaza del caos se presienten como sus ayudantes. Y todo ello parece que es un inquietante reflejo de una realidad que se ha intentado ahogar con violencia, tratando de mirar hacia adelante como única salida de la vida. ¿Cuándo se hará presente la luz del día a nuestros ojos?  Quizá el umbral de la muerte sea el único lugar donde eso pueda ser posible, donde la creatividad genial se haga firme e imperecedera. Tal vez eso sea irrealizable en el terreno de lo consciente, en nuestro sombrío hogar de ilusiones y absurdos. Soledad, frío, miedo, problemas, asaltos, asesinatos, pretenciosidad, angustia, malos sueños, pantanos mentales, virilidad, deseo, carne, adoración, distancia, decepción, huida. Todo eso ocurre siempre en la hora del lobo, esa hora mágica en la que el cuerpo está indefenso y débil, en la que hay que decidir si la realidad empuja hacia el sueño o queremos volver a la mediocridad en la que sabemos que estamos inmersos.

Ingmar Bergman estuvo ahí, vagando y subiéndose por las paredes, llorando de horror, preguntándose el sentido de estar despierto cuando todo lo que se desea está encerrado en el territorio de la inconsciencia.

martes, 19 de febrero de 2019

NOVECENTO (1976), de Bernardo Bertolucci

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla sobre "La ciudad desnuda", de Jules Dassin, podéis hacerlo pinchando aquí.

El tiempo pasa y todo debe asentarse en un equilibrio de fuerzas que siempre serán contrarias. Por un lado, los patronos, cómodos, dueños de inmensas tierras expuestas a los caprichos del clima, despreocupados porque saben que mañana tendrán un plato a la mesa y, tal vez, un coche para conducir o, incluso, podrán hacer un largo viaje de varios meses para disfrutar de su ociosidad casi siempre insultante. Por otro lado, los campesinos, aquellos que se pelean con la tierra para que dé sus frutos, que trabajan de sol a sol con las manos encallecidas, el gesto contraído y las lágrimas dispuestas. La eterna lucha entre ricos y pobres que, en el momento en que se abandona en su perspectiva social y se entra de lleno en la política, se corrompe, se pervierte y comienzan los abusos. Ya no son ricos y pobres, son fascistas y comunistas. La dictadura de los patronos o la del proletariado. Mientras, los dramas humanos se suceden, la locura se desata, la decepción se instala. Ni unos son felices, ni otros sueñan con serlo. Es el ingrato siglo XX, que derramará tanta sangre que ni siquiera la tierra podrá absorberla.
Por un lado, Alfredo. El niño mimado y rico, que no alberga aversión hacia los trabajadores, pero que, sin embargo, es insoportablemente superficial y sin demasiada personalidad. Un niño que crece entre juegos y un hombre que no sabe comportarse como debe. Ya se sabe. Los ricos pueden darse el lujo de no pensar en nada. Todo está hecho.
Por otro lado, Olmo. El niño de rodillas sucias y mirada teñida de rencor, que sufre no sólo por lo que le pasa a él sino también porque sus compañeros también pasan hambre. La injusticia le subleva y la virtud de su contención le hace diferente a todos los demás. Quiere acabar con los patronos, pero no con las personas. Más que nada porque sabe que la lucha por tener un poco de pan al día siguiente tendrá que seguir de una forma u otra.

Italia convulsa desde la muerte de Verdi, el músico del risorgimento, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Los malvados ajusticiados. Los hombres de mirada torcida, con el corazón depravado deben ser pasados por la justicia del pueblo. Y Bernardo Bertolucci diciéndonos que, tal vez, la solución está en esa pelea continua y equilibrada entre el capitalismo y el socialismo, algo desquiciada, pero necesaria. Con las imágenes de Vittorio Storaro y agarrando la belleza como bien común, Bertolucci tampoco deja de mostrar terribles crueldades, escenas que hacen que la mirada se aparte, buscando aire en algún lugar donde la corrupción moral y física no llegue hasta esos límites. Entre el campo y las residencias, Gerard Depardieu y Robert de Niro pasean su amistad demostrando que así, también, se rebajan los rencores porque, al fin y al cabo, todos somos personas. A su alrededor, Sterling Hayden, Burt Lancaster, Stefania Sandrelli, Dominique Sanda y, sobre todo, un inmenso y rechazable Donald Sutherland dando cuerpo y forma a la misma maldad que anida en lo más profundo y podrido del ser humano. Quizá, en la turbulencia de un siglo tan desalmado, queda la certeza de que todo cambio debería empezar por nosotros mismos y Bernardo Bertolucci también deja escapar algo de ese ligero desencanto hacia la utopía de un mundo un poco más justo.

viernes, 15 de febrero de 2019

EL MUNDO DE GEORGE APLEY (1947), de Joseph L. Mankiewicz

El heteropatriarcado tiene sus días contados. George Apley lo ignora porque, casi sin ser consciente de ello, lo ejerce con autoridad. Él controla cada uno de los minutos que forman parte de su vida y de la vida de su familia. Todo debe de estar en su sitio, siempre con la frase justa y la actitud apropiada. No hay ni una nota aguda en la aburrida sinfonía de su existencia. Nada debe salirse de lo que se espera. Y, sin embargo, los tiempos están cambiando. Y alguien debe abrirle los ojos. Tal vez quien lo haga es precisamente aquél que ya hace años se dio cuenta de que aquello no era la felicidad. Podrá ser la comodidad, la seguridad de saber a la perfección lo que va a ocurrir al minuto siguiente, la ociosidad de una posición asegurada…pero no es la felicidad. Y George Apley está a punto de hundir la incipiente felicidad de sus hijos. Va a tener que ponerse al día, no le queda más remedio.
Al fin y al cabo, alguien que lee a Ralph Waldo Emerson tiene siempre la razón de su lado, ignorando la implicación radical de su más profundo significado. La plata siempre limpia. Los compromisos cumplidos porque, seamos sinceros, uno no se debe comprometer si no tiene la seguridad de que va a cumplir todos los términos. George Apley es el último representante del cuello engolado y de las palabras indicadas. Los jóvenes se abren paso con fuerza y es inadmisible permitir que su hija tenga relaciones con un profesor universitario de Harvard que estudió en Yale. Eso es de una incoherencia irritante. Boston debe permanecer así. Anclada en sus costumbres, celebrando el día de Acción de Gracias de la misma forma un año tras otro. Y que su hijo se vea con la hija de un chatarrero de Auster…no, no. Las relaciones con extranjeros están absolutamente vedadas para un joven de Harvard. Aunque quizá, haya que ser un poco más flexible, siempre guardando las formas, claro.
George Apley no sabe que los deseos cuadriculados presididos por la tradición no siempre son del agrado de terceros. Y, por eso, tendrá que encajar alguna que otra derrota que le haga volver a su original forma de pensar, a ese mundo tan confortable del que nunca debió salir. Sólo habrá una persona que le saque de ese inmovilismo bañado en superioridad y tendrá que ser, precisamente, el ser más débil de su entorno. El más despreciado, el más ínfimo, el que no cuenta, el que le dice una verdad al oído y le regala un beso en la mejilla. Es aquel que le dice que tiene que ser él mismo, más allá del rancio abolengo bostoniano. Los tiempos cambian, George. Y el mundo se cae a pedazos, más vale que recojas alguno.

La delicadeza de Joe Mankiewicz al dirigir esta película resulta magistral con un Ronald Colman en auténtico estado de gracia. Las reacciones y motivaciones de George Apley son perfectamente entendibles a pesar de que parezcan ridículas, trasnochadas o demasiado impostadas. El arribismo social sitia al presuntuoso George y le hace mirar, por una vez en su vida, a su alrededor, mucho más allá de sus inútiles reuniones en pro de los huérfanos de la ciudad o para la preservación y observación ornitológica de la fauna alada de Boston. Y, nuevamente, tenemos que ceder paso a una película que roza la maestría, narrada como una comedia, pero nunca como una parodia. Algo tan difícil como creer que se puede ver un pájaro carpintero con el pecho amarillo en pleno mes de noviembre.

jueves, 14 de febrero de 2019

MARÍA, REINA DE ESCOCIA (2018), de Josie Rourke

No deja de ser fascinante que dos reinas como María Estuardo e Isabel I de Inglaterra coincidieran como máximas mandatarias en un tiempo en el que la consideración de la mujer estaba bajo la mirada inquisitiva y casi siempre censurable del hombre. Fueron mujeres fuertes, decididas, dispuestas a hacer frente a todo un océano de conspiraciones masculinas que trataban de menoscabar su poder con el objetivo de que no pudieran demostrar de lo que eran capaces. Para vencer, no dudaron en prescindir de sentimientos y debilidades, de sensibilidades y de comportamientos auténticos y, simplemente, no se dejaron pisotear. Una lo pagó con el destierro y el verdugo. La otra, con la soledad.
Sin embargo, cuando las coronas están en juego, se portaron como verdaderas monarcas dispuestas a llevar las riendas de cualquier enfrentamiento, incluso entre ellas. Aunque las lágrimas estuvieran a punto de derramarse formando surcos sobre su maquillaje, aunque sus corazones debieran ser ahogados para no gritar que, en realidad, lo que más deseaban era amor. Fueron reinas que superaron a todos los hombres de su tiempo porque pusieron en marcha genio, decisión, determinación y astucia. Y demostraron que la espada también era diestra en su puño. La grandeza se abría paso ante ellas. La insidia se cernía tras sus pasos.
No cabe duda de que esta película tiene momentos de calidad. Su ambientación, su vestuario, oscuro y austero; su enfrentamiento en la única escena que comparten Saoirse Ronan y Margot Robbie. También tiene algún error que no llega a ser de bulto como el hecho de que haya una proliferación excesiva de gente de color en puestos de responsabilidad política o que nadie se llegue a creer del todo la historia del trovador acusado de acostarse con una reina. Falta algo de ritmo en alguna escena y hay algún diálogo que no acaba de estar bien trabajado, pero el trabajo de las dos protagonistas es bueno y toda la historia tiende a valorar a las mujeres, nobles y cercadas, por encima de los infaustos hombres que no poseen ni un solo personaje positivo. El resultado es que se deja ver, alternando pequeños errores y, reconozcámoslo, pequeños aciertos y, en algún momento se tiene la sensación de que tanta intriga se está haciendo un tanto larga. Lo normal si hay que tener en cuenta la energía que despliegan dos reinas dispuestas a defender con uñas y dientes lo que creen. Y ya se sabe que cuando dos mujeres se enfrentan a su destino, no puede haber hombre que las detenga.
Así, nos colocamos frente al nacimiento de una nueva época que acabará por reunir dos reinos dispares por primera vez y nos introduciremos con delicadeza en el alma atormentada de dos grandes damas que se ven sitiadas por el enorme precio de llevar una corona en la cabeza. Por otro lado, la religión también tratará de derrocar la paz para servir a sus propios intereses a través de sermones de odio, la nobleza se corromperá en la búsqueda de pecados que puedan servir de coartada, la guerra penderá de un hilo al comprobar que el derecho de nacimiento puede ser una amenaza permanente. Y todo, al final, se reducirá a una simple cuestión de orgullo que se escupirán dos reinas dispuestas a pacificar sus territorios sacrificando su propia felicidad personal. Sin pestañear, sin excusas. Sólo ellas. Destinos de mujer.

martes, 12 de febrero de 2019

ALÍ (2001), de Michael Mann

Una sombra corre entre las calles de una ciudad cualquiera. Es un hombre grande, corpulento, que preserva su anonimato con la capucha de la sudadera bien calada. La noche es fría y solitaria y sólo un coche de policía rompe la monotonía de la madrugada. Los policías se dan cuenta de que el tipo es negro. Seguro que no es de fiar. Un negro corriendo de madrugada tiene intenciones escondidas debajo de la capucha. En ese momento, el coche de policía recibe una llamada de emergencia. Adiós, muchacho, ya te pillaremos en otra ocasión.
Muhammad Alí les despide con una mirada de desprecio. Esa misma mirada que ha tenido que lanzar una y otra vez para defender los derechos de la gente de color. Quisieron encerrarle en la cárcel por no ir a Vietnam, le desposeyeron del título de campeón del mundo de los pesos pesados. Era el más grande, el boxeador más legendario que haya pisado nunca un cuadrilátero, el más polémico y, por eso mismo, aprovechaba la más mínima oportunidad para salir en defensa de los suyos. Su baile inquieto alrededor del ring le hacía una presa difícil de cazar, a pesar de que era partidario de que el contrincante llevara la iniciativa. Siempre decía que era más fácil contraatacar que atacar. Y tenía la derecha más rápida de la Historia. Cassius Clay alias Muhammad Alí se equivocó muchas veces, lucho hasta la extenuación, ganó muchos combates y perdió pocos, recuperó el título mundial tres veces y fue el protagonista de aquella mítica lucha que se dio en llamar The rumble in the jungle frente a George Foreman, el hombre que tenía martillos en lugar de puños. Alí fue el campeón, siempre lo fue, nadie le quitó el título. Nunca hubo nadie como él.
Supo ganarse el cariño de cierta parte del público, se le echó en cara muchas de sus actitudes, sus cualidades físicas eran únicas y la prensa lo odió tanto como lo amó. El boxeador que picaba como una avispa y bailaba como una mariposa tenía la cualidad de resurgir siempre de sus cenizas y tuvo que demostrar al mundo entero que no sólo sabía lanzar golpes, sino que los encajaba como nadie. Se levantó de su suspensión por tres años, volvió a pelear, ganó a Quarry, perdió con Frazier y se enfrentó a Foreman con la mirada perdida, tratando de abstraerse de todo lo que le decían. Tenía que cansar a la bestia para poder acabar con ella. Sólo así, levantándose todo el tiempo, moviendo la cabeza para quitarse el atontamiento del último puñetazo, Muhammad Alí pudo tocar el cielo y volver a ser el más grande, el mejor, el único.

Michael Mann demuestra oficio aunque, en algunos tramos, se queda algo corto al retratar a esta mítica figura del boxeo que, aquí, cuenta con el rostro de Will Smith en un trabajo enorme, físico e interpretativo, que nos retrotrae a la época en la que Muhammad Alí fue el ídolo de millones de personas en todo el mundo, con sus defectos y sus innegables virtudes, con su directo al mentón y su baile inconfundible. Y quizá no nos quede más que asistir, maravillados, a la capacidad de recuperación de un hombre que se negó a entregarse al hoyo al que le condenaban. Eso es algo que sólo pueden hacer los que realmente son leyendas.

lunes, 11 de febrero de 2019

ALBERT FINNEY: UNA MIRADA AVIESA



Albert Finney ha sido un actor de recursos, prácticamente, ilimitados. Su capacidad de transformación era impresionante y afrontaba, sin ningún problema, cualquier género que se le pusiera por delante, demostrando siempre una singular versatilidad apoyado también en una voz prodigiosa, capaz de imitar tonalidades y acentos con extraordinaria verosimilitud. Quizá no fuera una estrella, pero tampoco quiso serlo. Era, sobre todo y ante todo, un actor. Un actor de verdad.
Aunque sus primeros pasos fueron en el medio teatral y televisivo, Albert Finney comenzó a ponerse delante de las cámaras al amparo del free cinema británico con películas como El animador, de Tony Richardson; y, sobre todo, Sábado noche, domingo mañana, su primer papel protagonista, en esta ocasión a las órdenes de Karel Reisz. Sin embargo, la consagración le vino con esa rara incursión del propio Richardson en el cine más picaresco bajo la óptica del movimiento de esos cineastas airados que se llamó Tom Jones y que, contra todo pronóstico, se convirtió en la gran vencedora de los Oscars de 1963, con un Finney divertido, saltando entre miriñaques y huidas en pleno siglo XVIII y dejando un aire entre cómico y melancólico entre medias. Una interpretación que le valió su primera nominación al Oscar y que catapultó a la cabecera de cartel al hombre que, tan sólo un año antes, había estado en todas las quinielas para encarnar al Comandante T. E. Lawrence en Lawrence de Arabia, papel por el que llegó a cobrar el salario íntegro a pesar de que, en el último minuto, fue sustituido por Peter O´Toole por deseo del director David Lean.
Sin embargo, el papel por el que todo el mundo siente un recuerdo entrañable de Albert Finney es el del arquitecto Mark Wallace de Dos en la carretera, de Stanley Donen. Aquí, disfrutamos del actor en toda su dimensión. Lo encontramos divertido, superfluo, preocupado, gris, desencantado, inteligente…en resumen, maravilloso. Una interpretación que desprende una química extraordinaria con su compañera, Audrey Hepburn, con la que llegó a tener una relación sentimental. Una comedia que habla de la vida, de la verdad, siempre con una sonrisa y que nos lleva por distintos viajes por Francia mientras una pareja pasa por todos los estadios anímicos, por todas las miradas y por todas las ilusiones, algunas realizadas y otras…no.
Fue un Ebenezer Scrooge memorable en Buenas noches, Mr. Scrooge, adaptación musical del Cuento de Navidad, de Charles Dickens; y, también, construyó al mejor Hércules Poirot de la historia del cine en Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet, asimilando todas y cada una de las indicaciones descriptivas que Agatha Christie hizo de su personaje, con sus formas y movimientos, bordeando el ridículo sibaritismo que exhibía el gran detective, pero dando una auténtica lección de cómo se debe interpretar a un personaje que no resulta nada fácil.
Pasa por Los duelistas, de Ridley Scott, por un estupendo y muy desconocido melodrama de Alan Parker titulado Después del amor, al lado de una inspirada Diane Keaton; y toca el cielo interpretativo en un duelo legendario con Tom Courtenay en esa fantástica película que es La sombra del actor o la relación de admiración y servidumbre que se desarrolla entre un intérprete de teatro shakesperiano y su ayuda de cámara. Toda una lección para cualquier actor, con gestos y expresiones inspirados, desarrollando toda una gama de sentimientos difíciles de expresar, dando toda su dimensión a una profesión que alcanza su máximo sentido no sólo en esta película, sino también en la adaptación de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán, en la que Finney se pone a las órdenes de John Huston para dar los últimos coletazos de vida al cónsul británico de un país imaginario de Sudamérica que se halla en la recta final de su vida, ahogándose en alcohol y despidiéndose de un mundo que jamás llegó a gustarle.
Se lo pasa en grande rodando con los Hermanos Coen Muerte entre las flores, interpretando al jefe de un clan de gángsters que no entiende la jugada que, por amistad, realiza su mejor hombre. Realiza un excelente trabajo en La versión Browning, interpretando a ese profesor de latín y griego forzado al retiro y aún es capaz de encandilar como el jefe de la protagonista en Erin Brockovich, de Steven Soderbergh y, sobre todo, como ese padre fantasioso que se encuentra a las puertas de la eternidad en la entrañable Big Fish, de Tim Burton.

Con su rostro de cemento y ese deje fugaz de mirada aviesa, Albert Finney llevó, ante todo, calidad a todas y cada una de sus interpretaciones. Cinco nominaciones al Oscar sin ganar nunca, un olvido imperdonable para la Academia que jamás supo reconocer el inmenso talento de un inglés que sabía que actuar era algo más que fingir.

viernes, 8 de febrero de 2019

EL CAIRO CONFIDENCIAL (2017), de Tarik Saleh

El laberinto de las intrincadas calles de El Cairo es tan complejo como el mapa de la corrupción en todos sus estratos. Cualquier cosa, por pequeña que sea, se mueve por dinero. Y sobre los ceros de un billete también se halla el Comandante Noreddin. Sabe que si ese dinero no lo coge él, lo hará cualquier otro. Y su vida ya está demasiado raída. Sólo tiene un retrato de un tiempo fugaz de felicidad y una televisión estropeada. Y aún así, trata de estar vigilante a través del caos de gente y tráfico. Es una tarea imposible. Y al Comandante Noreddin le gustaría ganar alguna vez.
Todo va a medias con su tío, jefe de la comisaría. Con él, participa del botín y obtiene protección. No está mal. Sin embargo, a Noreddin le gustaría llegar al fondo de este nuevo caso en el que parece que hay alguien poderoso por en medio. Demostrar, aunque sólo fuera una vez, que la policía funciona, que, a pesar de todo, se resuelven asesinatos comprometidos, que Egipto es un país en el que, en algún aspecto, merece la pena vivir. Sin embargo, sólo se encuentra con un mar de corrupción insalvable. Una testigo que no aparece, un buen puñado de intereses creados en medio de la dictadura de Hosni Mubarak, una mirada aún más desencantada. Mientras tanto, los sospechosos desaparecen, la prostitución de lujo le tienta en la orilla del deseo, la seguridad estatal se le echa encima porque también quiere una parte del pastel. Incluso el principal sospechoso se aviene a dejar un maletín lleno de dinero con tal de que el asunto no trascienda demasiado. Es como luchar contra gigantes que nunca aparecen. Es como arrojarse por puentes en un precipicio sin final.
Noreddin cae hechizado por un entramado de vicio del que no está seguro de salir, pero, de alguna manera, también quiere probarse a sí mismo y ver hasta dónde puede llegar. Su heroísmo no tendrá pago y su verdad se ahogará entre los gritos de una revolución que jamás venció. Las luces de El Cairo caen sobre él de forma implacable, recordándole que todo el mundo tiene un precio y que lo único que está haciendo él es renunciar al cobro.

Excelente película egipcia, con dirección de Tarik Saleh, contada con la conveniente dosis de confusión ambiental para que la investigación policial sea lo suficientemente clara. Fares Fares, en la piel del Comandante Noreddin, se debate en su mar de dudas, de indecisiones aunque siempre parece saber lo que hace y consigue una interpretación valiosa, cansada y llena de experiencia. A su alrededor, el mundo parece ya irremediablemente desconchado de delincuencia y marginalidad y el crimen siempre tiene el respaldo de una identificación policial. Es imposible acabar con la maldad de una ciudad que se ahoga a sí misma aunque se pueda contar con el testimonio inapreciable de una camarera sudanesa que sobrevive con inteligencia. Al fin y al cabo, ése es un tesoro que, en El Cairo, pasa muy desapercibido. Por mucho que, en algún rincón de sus retorcidas calles haya un policía que ha decidido hacer lo correcto caiga quien caiga y la recompensa sólo sea un buen puñado de patadas de la multitud. Esa misma que pide justicia para, luego, pisotearla en la calle. Es El Cairo Confidencial. Es la realidad que, con toda seguridad, nadie quiere ver.

jueves, 7 de febrero de 2019

GREEN BOOK (2018), de Peter Farrelly

No hay nada como un viaje en estrecha convivencia para visitar rincones del interior de uno mismo de los que ni siquiera se conocía su existencia. Tal vez, al mismo tiempo que el paisaje exterior va pasando por delante de los ojos, caigan algunos prejuicios, se construyan otros, haya una cierta capacidad para la sorpresa, se deje un buen sitio al aprendizaje y, de paso, dé comienzo una hermosa amistad. La carretera es larga, la manta es caliente y queda mucho camino por recorrer.
Y así, desde una ventana quizá haya una cierta capacidad de asombro; desde un puesto ambulante, una lección para la honestidad; desde una taberna, una demostración de sangre fría; desde un coche, una conversación casual. No basta con ser un genio, también hay que asumir algún que otro riesgo para que todo el mundo se dé cuenta de que, tal vez, no todos somos iguales y no es precisamente una cuestión de raza, sino de talento. Los estados del sur se suceden y todos son iguales. Quieren lo mejor, pero son incapaces de dar nada. Y todo tiene un precio. Aunque sea el de la dignidad. Algo que, muchos de esos ricos y aparentemente cultos del profundo interior, no acaban de entender. Puede que un tipo acostumbrado a trastear por los patios del Bronx y un negro que toca el piano como los mismos ángeles puedan enseñarles algo.
Es cierto que esta película visita muchos lugares comunes y peca de una cierta previsibilidad. También hay algún punto del guión no acaba de estar bien atado, pero no cabe duda de que funciona. Sobre todo porque el tono elegido y que sobrevuela toda la historia es el de comedia y porque hay dos actores que dan lo mejor de sí mismos y la engrandecen con unas interpretaciones básicas, pero intensas. Viggo Mortensen y Mahershala Ali consiguen una química muy especial entre ellos y sus continuas escenas dialogadas siempre deparan alguna sorpresa agradable. Y, al final, puede que el entusiasmo lleve al aplauso amable, por un rato bien aprovechado a bordo de un viaje que nos va encantando poco a poco sin llegar al hechizo mágico.
Y es que no es fácil trasvasar la facilidad de palabra de un fulano de puño rápido e inteligencia viva, capaz de comerse veintiséis perritos calientes por una apuesta, y convertirlo en un duelo dialéctico con un fino y estirado solista de piano de pensamiento claro y mirada descreída. Ambos, con sus requerimientos y contestaciones, consiguen que las líneas discontinuas de la calzada pasen más rápido y que las largas horas de carretera sean acogedores momentos proporcionados por la manta de sentirse seguro y, sobre todo, acompañado. El país es muy grande y los kilómetros se cuentan por miles y es hora de decir a todos que es hora de cambiar, por mucho que los años hayan pasado y todavía haya miedo a comer en un sitio por el mero hecho de ser negro. Nunca está de más recordarlo de nuevo, aunque sea con una sonrisa en los labios y unos dedos bien ágiles dispuestos a acariciar unas teclas. Al final, siempre habrá una noche en el que las cosas son como deben ser y en la que el cariño se hace real después de un largo sueño de muchas millas. Nadie es más que nadie…a no ser por su valía. Y aquí, en esta película, podemos observar a dos hombres que se elevan por encima de la mediocridad tan sólo porque consiguen experimentar muy de cerca lo que significa el respeto.

miércoles, 6 de febrero de 2019

ASALTO A LA COMISARÍA DEL DISTRITO 13 (1976), de John Carpenter

Un policía novato, dos delincuentes y una secretaria. No parece mucho para enfrentarse a las sombras tenebrosas que parecen moverse ahí fuera, dispuestas a vengar las sucesivas muertes de varios miembros de su banda. La comisaría está a punto de cerrar por traslado y el abandono ya asoma su cabeza por los rincones. Quizá no puede haber un mejor sitio para que las hordas salvajes de la oscuridad ejecuten su venganza y arrasen con todo lo que encuentren. Para rematar la faena, uno de los delincuentes que están ahí dentro es un asesino que nunca enseña sus cartas. Una ratonera para morir. Con estos ingredientes, John Carpenter consiguió convertir un luminoso western en una aterradora historia de miedo, con la angustia esperando detrás de la puerta.
Con una técnica imperfecta, Carpenter no hace más que aumentar esa sensación de agonía continua, con un ritmo revestido de urgencia, con las manos apretadas en un estremecedor frenesí de inquietud continua. Y, con todo ello, no sobra ni una sola escena, como si la precisión de John Carpenter se reservara para la mesa de montaje y para el inteligente uso de la localización interior y exterior de la película que, más allá del presupuesto, dan una forma excepcional y encierra a los personajes en un decorado en el que parece faltar el oxígeno. Todo parece indicar que esa ínfima estación de policía tiende a desaparecer en el paisaje urbano de Los Ángeles y la brutalidad se adueña, poco a poco, de cualquier signo de estabilidad que se exhiba en una ciudad que muere desangrándose.  Y esa banda sonora, primitiva, básica y repetitiva, que hunde el ánimo en una imposible mezcla de heroísmo y violencia, de oscuridad y esperanza, no hace más que aumentar la sensación de que allí, en la comisaría del distrito 13 no hay escapatoria.

No cabe duda de que, al fondo, se halla Río Bravo, de Howard Hawks, cambiando la luz por la oscuridad. Incluso hay un homenaje implícito y algo bromista cuando Carpenter bautiza a la secretaria con el nombre de Leigh que, por aquellas casualidades de la vida, también era el nombre de Leigh Brackett, una de las guionistas más competentes del Hollywood clásico que también fue la responsable de la escritura de la película de Hawks. Hay que destacar que también hay grandes detractores y no pocos amantes de esta historia, tal vez porque pasear al borde del abismo tiene amantes irredentos y enemigos acérrimos. Lo cierto es que no podemos evitar un escalofrío por el espinazo, una cierta fascinación por ese personaje de Napoleon Wilson, interpretado por Dwayne Joston, una permanente nube de tensión pensando que esas sombras que acechan conseguirán su objetivo porque nadie va a venir en ayuda de los sitiados, un miedo cerval a introducirnos en cualquier rincón solitario de esa comisaría desvencijada y un auténtico deseo de respirar a pulmón abierto en esa noche interminable que tan sólo dura noventa minutos.

martes, 5 de febrero de 2019

EL CUCHILLO EN EL AGUA (1962), de Roman Polanski

Si os apetece escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "A la caza", de William Friedkin, podéis hacerlo pinchando aquí.

A veces, un matrimonio tiene muy poco que decirse. Puede pasar un domingo en un lago, a bordo de un velero casi de ensueño y, sin embargo, pasar el día en silencio. Un joven hace auto-stop y el hombre casi lo arrolla. A partir de ahí, comienza una lucha que sólo se puede entender desde la más estúpida óptica masculina. El hombre, el marido, trata de humillar al joven con su experiencia, con su mirada más serena sobre las cosas, con su continuo intento por parecer osado y con el impulso que sólo proporciona la juventud. El joven desprecia al marido porque se ha adocenado, se ha acomodado en una posición de superioridad, de estabilidad económica y de realización personal, pero tiene energía, algo de encanto, un cierto descaro y un claro convencimiento de que es capaz de hacer lo que hace el marido.
Como espectadora muda y, a medida que pasa el tiempo, más y más atractiva, la mujer. Asiste pasivamente al enfrentamiento infantil de los dos hombres y se esconde en la idea de que ambos son ingenuos. El marido no se va a acercar a ella para que demuestre todo lo que sabe hacer y su experiencia en moverse por el mundo, aunque estén en un velero. El joven mantiene el atractivo de la frescura, de la ausencia de vergüenza, del empuje juvenil que le impulsa a buscar cosas nuevas que vivir. El antagonismo está servido y el velero debe navegar en un largo domingo que amanece nublado, se torna soleado, se enfurece con la lluvia, se anochece con la rabia. Poco a poco, el velero se vuelve un cascarón del que parece imposible salir y ese matrimonio, que había salido en silencio dispuesto a pasar un domingo en el lago, se quedará parado, sin decidir hacia dónde dirigirse, hablando y tratando de decirse verdades que el otro no cree. Tal vez, el marido no tenía tanta experiencia y tampoco demasiado orgullo. Tal vez, la mujer se había olvidado de lo que significaba vivir.

Roman Polanski dirigió su primera película con trazas evidentes de nouvelle vague y dibujando ya su característico ambiente angustioso en el que la interacción de los personaje, o la ausencia de ella, se convierte en una espoleta retardada que acabará aniquilando las inquietudes superficiales de unos hombres que no vienen de ninguna parte y no saben dónde acabarán. Son como veleros que navegan sin rumbo sobre un lago que se torna misterioso cuando un cuchillo se hiende en su superficie, cortando el agua, pero sin tocar carne. Así, podemos enfrentarnos, sin ninguna ayuda, a nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestros deseos y nuestras vanidades. Todos ellos compartimentos de un barco con su correspondiente vía de agua. Ya no habrá limpiaparabrisas para abrir paso a la visión entre el agua. Solo quedarán los personajes. Desnudos, desamparados, desabridos, descubiertos. Y la elección entre dos caminos se volverá tan difícil que, quizá, ya no habrá más domingos en el lago.

viernes, 1 de febrero de 2019

THE OLD MAN AND THE GUN (2018), de David Lowery


                                                                               Para Bob, con profundo agradecimiento
No es de extrañar que Robert Redford haya escogido esta historia para despedirse del cine después de casi sesenta años de carrera. En el fondo, no deja de ser un testimonio de amor hacia todo lo que ha hecho. Aquello que le ha ocupado gran parte de su vida y a lo que se ha dedicado con auténtica devoción, sabiendo que el fracaso siempre estaba rondando a la vuelta de la esquina, esperando con sus dientes afilados sobre un hombre en cuyo rostro hemos dibujado sueños, esperanzas, días mejores y luces sin sombra. La historia de Forrest Tucker, ese tipo que robaba bancos basándose única y exclusivamente en su corrección, no deja de ser un reflejo del propio Robert Redford.
Así que, llenos de una nostalgia que se nos va a quitar en apenas una hora y teinta y cinco minutos, nos disponemos a asistir a los últimos gestos de un actor que se retira interpretando a un ladrón que no piensa hacerlo. El ritmo de la película es pausado e, incluso, lánguido en algún pasaje. Redford domina la escena con sus miradas de hombre mayor, al borde exterior del abismo de la vejez, y nos confirma que le encanta actuar y dar vida a lo imposible. Ensaya maneras de complicidad con el público porque, en todo momento, se está dirigiendo a él y, de algún modo casi mágico, establece un diálogo de sensaciones ya vividas, de lindos escalofríos a flor de piel, de certezas inexplicables que sólo el cine es capaz de encajar en el razonamiento. Y sentimos, poco a poco, cómo adoramos sus arrugas retocadas, sus medias sonrisas, casi escépticas; sus greñas estudiadas, sus andares temblorosos y no podemos evitar la tristeza de su pérdida, de que ya no habrá más Bob Redford, de que los últimos grandes prefieren el retiro antes que volver a vernos en la oscuridad de una sala de cine.
Al lado de Redford, hay que destacar la serena naturalidad de Sissy Spacek, sabedora de su papel de conciencia sin gritos, de una banda sonora ajustada y atractiva debida a Daniel Hart, que casi nos lleva en volandas al lado de ese hombre que desprende comodidad y sonrisas. Toda una despedida para un rubio americano que siempre fue el más genuino.
Por lo demás, la película no se complica. Transcurre por lugares comunes con algún pico de enorme calidad como la descripción de todas y cada una de las fugas del protagonista y no deja de arrancarnos una sonrisa cuando comprobamos la pasión que siente un hombre cuando adora lo que hace. Como Redford. Como Tucker. Al fin y al cabo, lo más que puede pasar es que la edad te susurre al oído que debes parar. El resto es puro encanto. Sin problemas. Sin vueltas a las escenas del crimen. Sólo mirando hacia adelante y buscando vivir porque, tal vez, eso sea lo único que realmente importa. El resto ya lo pondremos nosotros con golpes, hombres con destino, memorias en África, cambiando leones por corderos, cazando diamantes al rojo vivo, observando a la gente corriente, corriendo por delante de jaurías humanas, contando cuántos días le quedan al cóndor, teniendo conciencia de ser tal como éramos o permaneciendo peligrosamente unidos junto a este actor que tanto nos ha hecho disfrutar.