viernes, 30 de enero de 2009

EL SALARIO DEL MIEDO (1953), de Henri-Georges Clouzot


En un rincón del mundo, hay un lugar donde va a parar el sumidero de lo que Occidente no quiere. El barro, pegajoso y recalcitrante, se adhiere a la piel porque no hay aceras por las que andas, ni carreteras por las que conducir. La escoria merece vivir en la escoria. Sólo hay lluvia, sol abrasador y aguardiente con el que quemar los restos del recuerdo. En las tabernas, una música mal sonada es la banda sonora del aire que no circula y de la conversación en voz baja de quien quiere salir de la misma orilla del infierno. La esperanza se ahoga poco a poco hasta emborracharse y se convierte en una quimera de paso tambaleante. Los ojos se van hundiendo de tantos días transcurridos bajo la ceguera del ayer sin mañana. Los pulmones se van llenando de polvo blanco hasta quedar encenagados y…de repente, una oportunidad llamada peligro…
Unos pozos de petróleo se han incendiado y la única solución es llevar unos camiones cargados de nitroglicerina para detener el desastre. Hay que llevarla por caminos por lo que no se atrevería a adentrarse ni un rebaño de cabras. Los pozos están más allá de la jungla y, a la menor sacudida, los que conduzcan los camiones serán convertidos en cenizas esparcidas en la selva. Sólo una parte del camino está asfaltado pero su ondulación es tal que los vehículos han de pasar a una velocidad determinada porque si no el traqueteo será insostenible y el destino habrá roto los frascos del explosivo.
Y todo el recorrido será el pergamino donde se escriban verdaderas cascadas de suspense en donde el misterio será la misma supervivencia. Casi, en algún momento, parece que se desea que pase algo para que lo que es inevitable sea realidad ocurrida. Son hombres europeos que, en sus países, se metieron en negocios demasiado sucios y no tuvieron más salida que escaparse por la puerta de atrás, hacia el destierro más profundo, donde nada ni nadie pueda acordarse de ellos. Pero esta vez, inician su particular camino hacia la redención más prolongada. Y entonces, ese dinero que les han prometido y que les dará la oportunidad de regresar a algún lugar algo más civilizado, se convertirá en el salario del miedo, en la paga que se les da a cambio de unas cuantas horas de su horror. Al final, nunca caerán en la cuenta de que la satisfacción y la alegría están prohibidas en el territorio de la misma desolación.
Henri-Georges Clouzot hizo películas tan excepcionales como “Las diabólicas” o “El cuervo”, amén de ese documental, cima del arte pictórico, llamado “El misterio Picasso” (en donde el gran maestro destruyó todo el material que pintó para la película para que la misma película fuera una obra de arte). Con “El salario del miedo” demostró todas las motivaciones y resortes del suspense bien tensado…Y también nos hizo ver lo inmensamente difícil que es salir de la monstruosa pobreza del olvido.

jueves, 29 de enero de 2009

REVOLUTIONARY ROAD (2008), de Sam Mendes


Huir hacia adelante puede acabar en un fracaso que te marque para el resto de tu existencia. Con mimbres de la destrucción de un estilo americano de vida que no es nada envidiable, una pareja inicia su camino hacia la nada apoyándose en el abismo abrumador de la incomprensión, de la terrible distancia que son incapaces de salvar por un movimiento vital desacompasado, del irremediable vacío que sitia su existencia de casita, familia y trabajo.
Y es que él es un estúpido, un tipo sin ninguna sensibilidad por una mujer que se bate a muerte por intentar salvar lo poco que tiene. Él es incapaz de respetar los silencios, los dolores, las frustraciones. Tal vez porque se ha acostumbrado a vivir entre silencios, dolores y frustraciones. No puede salir del grisáceo tono que invade sus expectativas, es uno más entre tantos, un mediocre que prefiere agarrase a lo seguro antes que al verdadero sentido de una vida que ella clama a gritos por vivir, y vivir junto a él. La falta de motivación de él constituye la absoluta carencia de una pareja que se deja acechar por lo socialmente establecido y regirse por unas convenciones que ella sabe ver en su auténtica dimensión de falsedad. Tanta mentira erosiona el modo de vivir la vida. Tan poca vida arrebata el diminuto amor que aún queda.
Quizás, de vez en cuando, hay una persona que entra en tu vida y, sin saber nada de ti, es capaz de radiografiar tus sentidos y decirte la auténtica verdad a la cara. Eso te sacará de tus casillas porque te habrá amputado tus verdaderos motivos para no arriesgar porque crees que no arriesgar es sinónimo de no fracasar y ahí es donde está el error. No arriesgar es lo mismo que fracasar porque te quedas inmóvil, atado a una vida que te rodeará y no te dejará escapar, no habrá salida, y lo peor de todo…ni siquiera te darás cuenta.
La amargura domina toda la historia sin apenas dejar un respiro bajo una dirección extremadamente sobria de Sam Mendes, un hombre que ya ha dejado entrever en anteriores trabajos que presta más importancia al impacto de la imagen que a una planificación enrevesada. Él no golpea con planos. Lo hace con lo que aparece en el plano. Su composición es casi perfecta y cuenta con una enorme actriz que hace que el talento parezca fácil cuando hay todo un mecanismo interior girando para dar rienda suelta a emociones y decepciones. El trabajo de Kate Winslet, varios peldaños por encima de Leonardo di Caprio, es lo mejor de la película. Ella arrebata, gime, llora, grita, se enfurece, se retira, se aborrece, se entrega, busca, pierde…sobre todo, pierde y nos deja con el retrato de una mujer que lo dio todo para llegar a la derrota, a ceder bajo el peso de una línea de vida que no deja salir del gris y te encierra para siempre en la mediocridad y en el fracaso disfrazado de éxito y felicidad.
Y, al final, nos daremos cuenta de que ellos son sólo una historia que es dejada de lado porque, en las perfectas vidas construidas a base de convencionalismos perfectos, hay demasiadas cosas tristes que recordar, demasiado cinismo que olvidar, demasiada hiel que asimilar porque ni siquiera quien pudo echar una mano ha tenido arrestos para poner en fuga a la horrible locura que es la cotidianeidad. Y lo mejor es dejar de oír, bajar el volumen de la cruel tontería del elogio gratuito y repetido hasta la saciedad.
Fantástico también es el trabajo de Michael Shannon, loca voz de la conciencia de la pareja que juega a destruirse mutuamente, en un trabajo tremendamente complicado pero que se antoja fascinante en su construcción y en su inesperada lucidez. Cuántas veces alguien a quien no hemos conocido antes ha conseguido leer nuestro interior con la claridad de una fórmula matemática cuyo resultado es siempre un número inferior a dos…
La película es de una tristeza magistral, que hace por adentrarse en el interior del espectador con el filo cortante de la amargura, hiriéndote en las entrañas sanguinariamente porque no es fácil asistir al daño que se hace una pareja que dejó el amor en algún recodo que nunca supieron recuperar. Es algo a lo que todos tenemos miedo sin darnos cuenta de que es lo que pasa cuando nos olvidamos de contar las estrellas.

miércoles, 28 de enero de 2009

LA REGLA DEL JUEGO (1939), de Jean Renoir


Arriba, hervidero de miserias, de deshonestidad, de reglas socialmente establecidas que esconden suciedades bien alimentadas, de ingratitudes basadas en caprichos pasajeros, de apoyos morales en la única buena persona que también visita palacios y mansiones y que, casualmente, es el amigo pobre que no le importa codearse con los de abajo y no es más que el mero chimpancé que a todos divierte y a nadie molesta, de aristocracias corrompidas más atentas al escándalo y a la etiqueta que a la necesidad de la verdadera amistad, de elogios calmosos a sabiendas de jugarretas dirimidas a espaldas del interesado.
Abajo, cosecha de personalidades abyectas que intentan sujetar lo poco que poseen a base de enfados y fuerzas, almacén de deberes consagrados bajo la dictadura de la falsa nobleza, de favores abusados salpimentados con correrías fuera de lugar y de testigos mudos de idas y venidas por pasillos y dormitorios, de picarescas divertidas para poner la triste realidad de la servidumbre silenciosa en una fuga que acabará en caza, de colaboración en objetivos de riqueza y de imagen, de espejos sin elegancia de todo lo que ocurre en el piso de arriba de una mansión campestre en un fin de semana en el que es muy difícil diferenciar lo que es pose de lo que es simple locura.
Arriba, duelos por corazones helados a los que sólo divierte la algarada de alrededor, descortesías tomadas por insulto que son fácilmente perdonables en aras del refinamiento, mares de falacia desecados en medias verdades rebatibles, locuras de amor que no son más que islas repletas de parásitos deseosos de alcanzar todo lo que aún no se ha podido tomar, pasadas por encima del pavimento de las sensaciones despreciando lo que es realmente importante tan sólo porque el dinero y la buena posición son los valores que priman sobre cualquier otro atisbo de humanidad.
Abajo, celos de ambición mezclados en una ensalada de celos por quien también se encapricha de unas bonitas piernas con un lazo blanco a la espalda, batidas de caza interrumpidas por el trampero furtivo que sólo tiene el campo salvaje como sustento, lágrimas caídas y empujadas por una soledad condenatoria y por un despido que es reflejo de un castigo que, en el piso de arriba, se perdona con ínfulas de buena educación, universo limpio de unas vestiduras que, en el fondo, esconden tanta porquería como el universo sucio de unas vestiduras limpias. Arriba, las reglas del juego tienen que ser respetadas. Abajo, las reglas del juego indican que no hay juego y, por tanto, no valen las reglas.
Jean Renoir pintó un cuadro con esta película en la que puso de manifiesto dos niveles de una hipocresía que nadie se atreve a romper. Los de arriba, la alta sociedad. Los de abajo, la servidumbre. Y sólo el que traspasa la barrera será merecedor del destierro del territorio hermético de lo socialmente aceptado. Y es que las obras maestras…no entienden de clases sociales.

martes, 27 de enero de 2009

LA CHICA DEL ADIÓS (1977), de Herbert Ross


Cuando te han dicho demasiadas veces adiós no te atreves a cruzar de nuevo el puente de tus sentimientos. El descreimiento ha alquilado un rincón en tu interior y ya no puedes soportar una decepción más porque te derrumbarías como un edificio en ruinas, agotado de tanto tiempo pasando por encima, desconchado de tanta herida provocada por el viento y la lluvia que pasan, dejan su rastro de ladrillo desnudo y se van. Y un día más, estás sola. Llega un extraño que siempre finge ser un extraño porque es otro actor, uno más de los que han utilizado tu amor, tu cariño y tu comprensión mientras no tenían otro apoyo. Los actores son volubles, ten cuidado…y nunca sabes cuándo dejan de fingir.
Cuando te has encontrado demasiadas veces con el silencio del fracaso es difícil decir que no a una oportunidad para demostrar el talento con tu interpretación. Vivir muchas vidas en una sola sólo está al alcance de unos pocos y, a veces, las bambalinas se llevan en la sangre, esa misma sangre que derramas cada vez que sube el telón. No importa que un inútil, de los muchos que hay por el mundo, te diga que Ricardo III era un mariposón con pintas cuando una de sus motivaciones es llevarse a la cama a Lady Anne. Tú sólo quieres que el telón se alce y sacar jugo de actuación a un carácter equivocado. Y vuelves a toparte con el fracaso, con el crítico demoledor, con el público indiferente, con la oportunidad perdida. Tal vez si te encuentras frente a las candilejas sientes como si encontraras un nuevo amor…y puede que te utilice sólo esa noche y luego te eche a la calle.
Cuando un actor y una bailarina se encuentran por casualidad, por un equívoco de alquileres y deciden seguir adelante, saben con seguridad que el beso será el aplauso para uno y la seguridad para la otra. La inestabilidad de sus profesiones sólo puede ser una continua representación de puertas adentro para demostrar al otro que se ama, que se puede amar, y lo que es peor, que se puede seguir amando.
Neil Simon escribió la obra en la que se basa esta maravillosa película dirigida por Herbert Ross y que contó con la mujer de Simon, Marsha Mason, en el papel de esa chica que, en trance de ruina, se olvidó de cómo decir sí a la vida; y a un insuperable Richard Dreyfuss (galardonado con el Oscar por este papel) que se ve obligado a tocar un buen puñado de registros interpretativos para dar vida a ese actor que se convierte en el contrapeso del desequilibrio y que, en una noche de despedida, deposita un rayo de esperanza en alguien que ya no merece ningún adiós.

viernes, 23 de enero de 2009

A 23 PASOS DE BAKER STREET (1956), de Henry Hathaway


A 23 pasos de Baker Street un hombre escucha en una grabación su propia voz. Es escritor pero no puede escribir y tiene un dictáfono para hacer constar la huella de su propia creación. La ceguera le privó de muchas cosas. Del placer de asomarse a una terraza en un día de tibio sol. De ver sobre el papel las palabras que iban surgiendo de su imaginación. Del corazón secuestrado por el amor de su vida. Del inmenso gozo de tener un contacto con la realidad trazada más allá de sus dominios. La creación de su obra no cubre las expectativas de su vida. Es una vida en negro, limitada por la oscuridad, apuñalada por una penumbra de la que no es capaz de salir.
De repente, una conversación indiscretamente escuchada y su mente de escritor comienza a trabajar bajo el compás del bastón que le sirve de guía. Una conspiración, un secreto, un asesinato y, a 23 pasos de Baker Street, sigue el camino de la lógica. La policía…No, no, apoyarse en una conversación oída a medias es una prueba tan débil que sólo arroja como resultado la evidencia de sus propias carencias. Y algo dentro de él se remueve y le grita desde las entrañas que tiene que demostrar que aún es un hombre, que no está loco, que la soledad y el aislamiento no han podido con él, que sigue sintiendo, que sigue viviendo.
Puede que en un mundo de luz, él se sienta extraño pero la oscuridad es su dominio e intenta llevar todas sus averiguaciones al territorio de las tinieblas y ella, la mujer de su vida, aparece de nuevo para hacerle ver…sí, hacerle ver que sigue enamorada de él aunque ya no pueda mirarla a los ojos y que la compasión, ese sentimiento que todos rechazamos en aras del orgullo, es algo que forma parte del amor.
En el argumento desarrollado del misterio sólo presentido poco importa quién es el culpable, lo que importa es cómo este hombre va consumiendo los 23 pasos que le separan de Baker Street mientras resuelve una conspiración para un secuestro, pone en orden una vida mutilada, recoge la dulce fruta que dejó tirada en un recodo del fracaso que significaba para él la ceguera y se gana la estima de quienes acuden tan sólo para herir su orgullo con balas de compasión.
Dirigida con mucho oficio por Henry Hathaway, “A 23 pasos de Baker Street” hace que descubramos a un Van Johnson brillante (un actor en ocasiones muy descolocado) apoyándose en un espléndido trabajo de Vera Miles (una actriz muy poco valorada a pesar de unos cuantos papeles que merecen unas buenas miradas de atención) y nos conducen con pasos decididos de ciego orientado hacia el corazón de una intriga bien sostenida y que bebe directamente de los peligrosos vasos de Conan Doyle y de un Hitchcock que tal vez hubiera derivado más hacia un estudio psicológico de un personaje perdido en sus infiernos privados con una intriga de paisaje de fondo. Qué grande es el cine. Dos directores poseedores de una mirada con el privilegio de crear y que enfocan de distinto modo la capacidad de sentir. Y todo vale.

jueves, 22 de enero de 2009

SIETE ALMAS (2008), de Gabriele Muccino


Cuando la tristeza se instala en una existencia por culpa de un error cometido en siete segundos, tal vez la redención se encuentre en intentar crear vida, prolongar vida, ayudar en vida. Y un hombre juega a ser Dios porque al arrebatar una vida se propone salvaguardar las de otros aunque eso cueste el enorme precio de su propio corazón.
Y el rostro de ese hombre es el de Will Smith, que le otorga una profunda dimensión llena de tristeza a su personaje que muestra su tormento incluso cuando dibuja una sonrisa que ya no le pertenece. En su largo caminar hacia un consuelo, el amor se presentará de nuevo, sin avisar y entonces, ante la perspectiva de volver a perder, decide llevar adelante los sueños de otros que aún tienen la ilusión de vivir.
La película nos arrastra por los mentideros de la emoción con suma facilidad porque asistimos a la búsqueda de siete almas a las que poder ayudar y que tienen que pasar la prueba de demostrar que son buenas personas y que son merecedoras de la ayuda que van a tener. Quizá, en el fondo del lago de esta película hecha lágrimas, nos estén instando a ser buenas personas, o al menos, mejores personas porque puede que un día, un extraño, se presente bajo la identidad de un Inspector de Hacienda y venga con la intención de hacer que nuestro problema, nuestro gran problema, el problema que nos domina, quede en un suave rastro del pasado.
Gabriele Muccino, el director, ya emocionó algo más de la cuenta con En busca de la felicidad y tal vez se muestre un poco más afinado en el tono en esta ocasión. Lo que pasa es que su uso de la cámara, a veces, resulta no sólo irritante, sino también torpe. El uso y abuso de primerísimos planos se torna algo ingenuo al aplicar la superada teoría del cine de Charles Chaplin que afirmaba que un primer plano era para expresar emociones y Muccino, no cabe duda, parte en busca de la emoción al igual que el protagonista explora los motivos de un alma para decantarse por la bondad.
Por lo demás, hay que destacar una estupenda banda sonora de Angelo Melli y una excelente selección de temas cercanos al soul. Y por supuesto el trabajo de Will Smith es muy grande y se mueve por los terrenos de lo difícil con una excepcional brillantez. Su personaje, embargado por una tristeza que no deja de acompañarle en toda su travesía y que se manifiesta incluso en los rápidos instantes de buen humor, es todo un Ulises que ansía llegar a su Ítaca y que navega por los procelosos mares de lo que considera que es su deber moral por muy difícil que sea arribar a puerto.
En la inspiración, muchos dirían que se halla un regusto argumental muy cercano al maestro Frank Capra pero, tal vez, se encuentre todo un repaso a los cuentos infantiles y morales que Gianni Rodari escribió tan extraordinariamente bien, profundizando en la certeza de que el hombre, por naturaleza, es bueno y que los errores que comete son consecuencia de un entorno que le zarandea con excesiva frecuencia. Llamativo es, de hecho, el episodio en que el protagonista se niega a ayudar a uno de sus elegidos por simples y llanas razones humanitarias.
Dios creó el mundo en siete días y el protagonista perdió todo su mundo en siete segundos. Después del dolor más terrible y de la desolación impuesta en su alma, busca siete personas que le hagan sentir que su paso por la vida ha merecido la pena. Puede que, en un momento dado, esa búsqueda existencial derive hacia una historia de amor en un desequilibrio narrativo ciertamente importante pero, al fin y al cabo, no creo que haya nada más bonito que entregar a la mujer que amas tu propio corazón y tener la seguridad de que tus ojos volverán a verla. Y entonces es cuando, en medio del cine, la oscuridad será el refugio del llanto y pensaremos muy seriamente si hemos sido buenas personas o simples almas errantes que sólo buscan satisfacer las eternas debilidades que nos encogen y nos hacen ser más pequeños. Lo verdaderamente importante puede que esté ahí mismo, en la vuelta de su esquina.

miércoles, 21 de enero de 2009

MEDIANOCHE EN EL JARDÍN DEL BIEN Y DEL MAL (1997), de Clint Eastwood


Un hombre pasea una correa sin perro simplemente porque alguien dejó dicho en una herencia que cobraría algún dinero mientras paseara al podenco. El problema es que el perro murió pero el hombre sigue paseándolo porque, al fin y al cabo, le pagan por ello. Otro hombre lleva dos moscas atadas a la cabeza porque piensa que los insectos son los primeros en detectar si el agua corriente está envenenada. Mientras tanto, en una vieja mansión llena de obras de arte y de descargas de buen gusto, se comete un asesinato. Un periodista de Nueva York decide investigar lo que pasó realmente y se ofrece como testigo a favor del presunto culpable. Así es Savannah, Georgia. Un hervidero de excentricidades que pasean libremente por el parque mientras la reputación de alguien realmente turbio está siendo pisoteada por las maledicencias de un crimen pasional de corte homosexual. No importa que un hombre pasee a una correa sin perro o que otro lleve dos moscas atadas a la cabeza. Importa que nadie piense que alguien es de una opción sexual diferente. De ahí la divertida provocación escandalosa que ejerce un transexual que se hace llamar Lady Chablis intentando sacar el lado femenino de todos los hombres. La locura es normal pero no la homosexualidad exhibida. Dos caras de una moneda tan falsa que, cuando cae, comienza a marcar el compás de cualquiera de las melodías que compuso ese maravilloso músico que era Johnny Mercer, autor de canciones tan extraordinarias como “That old black magic”, “Ac-cent-chuate the positive”, “Skylark”, “Blues in the night” y tantas otras.
El caso es que, en la medianoche de un cementerio, las viejas brujerías criollas son conjuradas para que el autor del crimen sea castigado y lo que es incapaz de ser ejecutado por los hombres, sea hecho por los espíritus y, de alguna manera, algo se apodera del ambiente porque el asesino mirará a los ojos de su víctima una vez más mientras ésta esboza una sonrisa que se antoja una imposible mezcla de venganza y de justicia.
Las contradicciones del alma convertidas en estilo de vida son el santo y seña de esta película deliciosamente dirigida por Clint Eastwood, que se empeñó en hacerla por contener un retrato lleno de acidez del profundo Sur de Estados Unidos en base a una sociedad de hipocresía salvaje, de raídas costumbres de convivencia y de viejas creencias sobre muertos y vivos y que, sumida en la penumbra de la medianoche, tiene dificultades para discernir con claridad la raíz del bien y el cinismo del mal. Y es que, en muchas ocasiones, el encanto personificado esconde la pura turbiedad del alma corrompida, y el silencio de la estatua que simboliza el equilibrio de lo que es bueno y es malo será el único cómplice de la verdad. Matar está permitido. Ser de una opción sexual diferente está prohibido. Ser incorrecto es intolerable.

martes, 20 de enero de 2009

CON LOS OJOS CERRADOS (1969), de Richard Brooks


Quizá los finales felices no son más que principios felices. Un beso con el hombre de tu vida en la iglesia y entonces comienzas a tener los ojos cerrados para intentar prolongar ese momento hasta que la vida hace que los abras y, de repente, ya no hay flores, no hay magia, no hay instantes de complicidad. Sólo queda la costumbre, la rutina de un amor que ya no está, que, en algún momento del camino, se ha marchado y ni siquiera te has dado cuenta. No hay campanas, no hay risas, tampoco lamentos, sólo saludos y despedidas, frases y preguntas repetidas, deseos y sueños que, simplemente quedan olvidados en un rincón de tu memoria. Lo que hay alrededor es un enorme abismo de vacío y de frustración. Tú ya no le amas. Él ya no te ama. Y llevas tanto tiempo así que la indiferencia de la normalidad absoluta es el compañero más fiel de ambos.
Una mujer abre los ojos y decide correr en busca de algo nuevo aunque no sabe muy bien el qué. No es otro hombre que la haga llegar a otro final feliz, a otro principio feliz. No. Es tal vez un anhelo de libertad dentro de una soledad que se antoja irremediable. Es encontrar, a lo mejor, el encanto de una vela encendida en medio de la noche. Es creer que hay más días y que el siguiente no va a ser exactamente igual que el anterior. Es mirar hacia adentro y ver que no es una personalidad completamente anulada y dependiente. Es vivir con tan sólo unas ínfimas gotas de cariño verdadero y sentido y de ilusión. Tampoco hace falta mucho. Ella es una mujer madura y ya no tiene años para agarrarse a los sueños que fueron aquellos días de esperar en el zaguán a que él apareciera con su coche para pasar una tarde de cine y miradas o una noche de mesa y cama. Quiere volver a ponerse ese perfume, ese hálito de esperanza que hacía de ella toda una sonrisa, toda una luz en su mirar, en su leve mirar, en su único mirar.
Buscar un callejón con salida en el laberinto de la comodidad es tan difícil que hará que en ella caigan lágrimas, se derramen tristezas, se acumulen desaires. Pero ella, valiente sin saberlo, prefiere el desaire antes que la nada de un buen coche, de una buena casa, de una rutina herida fingiendo haberse habituado a amar al hombre que un día quiso. Es cuando ella cae en la pendiente de volver a empezar y subir de nuevo partiendo de cero. Sus mejores años se han malgastado y tiene poco tiempo para recuperarlos y disfrutar de todo aquello que se le pasó por la cabeza el día que dijo “sí, quiero” y se dejó besar por un hombre que nunca deseó perder nada porque jamás ganó algo.
“Con los ojos cerrados” fue escrita por Richard Brooks como un testimonio de amor hacia su mujer, Jean Simmons y la rodó como prueba irrebatible de lo que sentía por ella, como un fresco en el que imprimió sus pecados y también su propósito de no dejarse arrastrar por la corriente que la vida misma nos impone. Supuso la última gran interpretación de la actriz, que fue nominada al Oscar, y una declaración acentuada del director diciendo que, quizá mientras ella se hundía en los infiernos del alcohol, él estaba mirando hacia otro lado. Tal vez no haya forma más bonita de decir a alguien cuánto se puede llegar a amar.

viernes, 16 de enero de 2009

TIERRAS DE PENUMBRA (1993), de Richard Attenborough


Un hombre llora junto a un niño mientras están sentados en el último peldaño de una escalera. Son lágrimas de infancia que caen por la pérdida de quien les abrió un paisaje de luz desde las tierras de penumbra. Y son iguales, porque sin ella, sin la madre de uno y la esposa del otro, hubieran permanecido en la cómoda quietud del conformismo de la vida fácil y despegada. Son lágrimas que merecen la pena por toda la vida que ella les regaló en gotas de ánimo y experiencia. El marido, C.S. Lewis, podría haber permanecido en la rutinaria tranquilidad de su cátedra de Literatura, con todo a su alrededor pulcramente ordenado, con olor a madera vieja y a té de las cinco pero apareció ella con su hijo, una escritora norteamericana y entonces, desde las entrañas más escondidas, surgió el impulso de la creación literaria y, de repente, todo cobró sentido mientras se desordenaba esa vida escrupulosamente colocada que él había amado hasta ese instante. El verde de los prados que tanto le gustaba mirar se convirtió en el blanco de un papel que él quiso poblar de fábulas, de cuentos, de fantasía y de la ilusión de niño que llevaba dentro de sí. La felicidad inimaginable había llamado a su puerta y él ni siquiera había mandado a buscarla.
Luego vino el enemigo imbatible y la pena fue la rutina en la que él tuvo que sumergirse por amor. Tuvo que asistir al lento apagar de la llama de lo que más llegó a querer y decidió hacer un último viaje al paraíso de la campiña inglesa para apurar sus últimas horas junto a ella, que ya apenas podía andar, pero que sacó fuerzas de flaqueza para acompañarle. Y allí, en una tarde anegada en lluvia, fueron a refugiarse a un granero y él supo cuánto la quería, hasta qué punto la quería y cómo le hubiera gustado cambiar su destino con el de ella porque tuvo la certeza de que quien se marchaba era quien realmente merecía quedarse. Allí, en la tierra de penumbra que conjugaba el agua y el verde, él llegó a conocer toda la tristeza pero también toda la alegría. Toda la pena pero también todo el gozo. Toda la despedida pero también la seguridad de que, un día, habría una ansiada bienvenida.
Salir de las tierras de penumbra y entrar en el cielo azul y claro de la inspiración fue el camino de baldosas hechas con piedra de tinta que él se atrevió a recorrer porque el dolor hace más sabio y el amor, más fuerte. Y él, a pesar de sus lágrimas, recogió la fuerza de ella para que, de algún modo, nunca se adentrara sola en la oscuridad de la vida cesada.
Richard Attenborough dirigió con una tremenda delicadeza en fuga de lo fácil esta excepcional película que, siempre que la recuerdo, me lleva a abandonarme en el mirar de Debra Winger pero, sobre todo, en el trabajo construido de ternura de Anthony Hopkins. Y ya dejo libre este papel de luz y vuelvo al pequeño solar de la tierra de sombra que también poseo en algún lugar de mi alma.

jueves, 15 de enero de 2009

MI NOMBRE ES HARVEY MILK (2008), de Gus Van Sant


En una época en la que salir del armario era la entrada con billete directo a una habitación con barrotes, un hombre decidió luchar e iniciar un movimiento en rosa para que se reconocieran los derechos civiles de quien tenía una opción sexual diferente. Se batió con valentía sin ser valiente. Se entregó con dedicación y, lo que es más importante, dignificó esa opción luchando por otras cosas que consideraba igualmente preferentes como la educación, la tercera edad y la salud mental.
Hoy, Gus Van Sant, con la inestimable ayuda del centro y sentido de esta película, Sean Penn, nos cuenta la historia de ese hombre. Alguien que sabía que no se podía vivir sólo con esperanza pero que era necesario vivir con esperanza. De ahí que iniciara una lucha política con sentido y muy pensada para hacer que todos fueran considerados personas. ¿No lo hizo Martin Luther King con la gente de color? ¿Por qué no podía hacerlo alguien con los homosexuales? El resultado es una película de una inusitada brillantez, con un delicioso repertorio técnico en manos de Van Sant (que demuestra lo excelente director que es cuando se deja de extravagancias tipo repetir Psicosis plano a plano) y con un actor que rellena y da cuerpo a todos los matices de ese hombre que se atrevió a renunciar a todo con tal de declarar su condición y animó a que otros lo hicieran porque sólo así la gente podría ver en ellos a personas y no a enfermos.
Es lógico pensar que la represión sexual sí da lugar a conductas muy poco normales. En los años setenta, en los Estados Unidos, ser homosexual era un sinónimo de perversión moral, de degeneración mental y de depravación física simplemente porque era algo diferente a la estructura de la bien pensante sociedad americana. Harvey Milk renunció a su profesión, comenzó a vivir de acuerdo a los preceptos que le hacían más feliz y más sincero consigo mismo e intentó llevar a cabo una defensa razonada hacia los ataques de los sectores ultraconservadores que afirmaban, sin rubor alguno, que un profesor homosexual debería ser echado de su puesto porque educaba a los niños en la homosexualidad. Sean Penn, en esta película, otorga a su personaje todo un registro de sensaciones y de actitudes que van desde el temor a confesar al mundo sus preferencias sexuales hasta la seguridad de que el sacrificio mitifica las ideas justo en el momento en que la muerte realiza su triste visita. Por el camino, nos encontramos a un hombre que va aprendiendo por sí solo cómo llegar a la mayoría, cómo preocuparse por las inquietudes de los trabajadores, cómo apoyar otras causas que también quieren tener derechos, cómo vender una imagen popular sin llegar al populismo más rústico al que aquí estamos tan acostumbrados. Y se enfrenta a los demócratas porque considera que eso sólo es una máquina de hacer política (al fin y al cabo, la homosexualidad no es un patrimonio exclusivo de los liberales) y desea ser contemplado con normalidad desde cualquier punto a su alrededor.
Quizá yo no sea nadie para opinar sobre esto, pero ésta es una película que hace más por los homosexuales que la evidente flojera que mostraba Brokeback mountain (una película carente de emoción dentro de una historia de amor que pedía a gritos alguna intensidad bien sentida y en la que nadie cayó en que treinta años antes Richard Burton y Rex Harrison habían hecho lo mismo y mejor en la más que aceptable La escalera, de Stanley Donen) y reivindica ese magnífico logro que es contemplar a las personas de esa opción sexual con la absoluta integración de sus ideas y sus comportamientos. Y aquí sí hay emoción. Tal vez porque las escenas homosexuales que aparecen a lo largo del metraje son mostradas con normalidad, con alegría, con la ilusión y la fantasía propias de quien comparte un sentimiento con alguien. E, incluso, la película va un poco más allá y nos llega a mostrar el respeto que llega a generar un simple comerciante que lucha honradamente por los derechos de una minoría que merecía la normalidad y la aceptación como premios.
Para acompañar la espléndida y genial interpretación de Penn, hay que destacar la soberbia banda sonora, llena de sobriedad y clima, de Danny Elfman, poniendo música a los escalones que llevan a los sueños construidos con el cariño de un buen puñado de hombres y mujeres que decidieron levantarse y decir “no” a los que les señalaban con el dedo y que desahogaban sus frustraciones sobre ellos en forma de una violencia que sí es pornografía, que sí es lacra, que sí es degeneración y perversión moral.
Hay ocasiones en las que uno se sorprende a sí mismo pensando sobre lo que acaba de ver hundido en la butaca del cine y cavilando alrededor de los seres anónimos que nunca habíamos llegado a conocer y que hicieron que vivir como ser humano fuera algo parecido a una ópera inmortal que sigue sonando en el palco de unos corazones que, de alguna manera, también dejan de ser rojos para tener algo de rosas.

miércoles, 14 de enero de 2009

SI NO AMANECIERA (1941), de Mitchell Leisen


Si no amaneciera no me importaría morirme aquí, en este agujero teñido del blanco y negro de la desesperación viendo pasar el tiempo con su fotografía de grano grueso y con el reloj recordándome el tic de mi deseo y el tac de la decepción. Al fin y al cabo, me fui de mi país para no morir y aquí ya no hay un mañana que mantenga la ilusión en el no vivir. Veo pasar a otro buen puñado de personas que no pueden salir de aquí, como cucarachas a las que se le pone la mano delante para que no traspasen los límites de una libertad ausente.
Si no amaneciera no me importaría haber pasado la noche en los brazos de una mujer que no amo y que me recuerda a cada instante el fracaso en el que se ha convertido toda mi esperanza. Tengo que timar en una tierra de timadores para seguir poseyendo unos cuantos pesos para comer y para seguir esperando. Y ser buscavidas es algo que detesto porque se aleja de la persona que he sido. Me miro al espejo y no me reconozco, tal vez porque la frontera de mí acaba ahí mismo, en mi propio reflejo devuelto como a todos los que echan porque no tienen los papeles en regla, porque son considerados parásitos dispuestos a robar, porque la falta de un salvoconducto es la diferencia fundamental entre la honestidad y el rechazo de todos los que creen que soy un ladrón.
Si no amaneciera no me importaría haber conocido a esa mujer que ha venido por aquí, a este lado de la desesperanza, y haber despertado en mí ese sentimiento que tenía tan olvidado como es el amor, pero la supervivencia es más fuerte y no puedo evitar engañarla. Servirla y fingir que estoy enamorado y que casándome con ella todo irá sobre ruedas cuando lo primero que quiero es tener la consideración de ciudadano estadounidense y luego ya veremos. Tal vez la abandone porque no creo que pueda ser digno de ella. Se merece algo mejor. Y mejor es el antónimo de yo.
Si no amaneciera no me importaría haberme convertido en lo mala persona que soy, malviviendo como un ratero de tres al cuarto, sacando unos pesos a unos cuantos turistas, robando un poco del alma de los ingenuos, cortando grandes pedazos de fe en las personas…Es demasiado tiempo esperando al día siguiente, es una losa de horas aguardando la llamada de un funcionario cualquiera para decirme que tengo permiso para traspasar la línea de una frontera que para mí ya se ha transformado en un muro tan alto que no puedo saltar yo solo. Soledad. Ese es mi pasaporte.
Si no amaneciera no me importaría escribir un guión tan excepcional como el que idearon Charles Brackett y Billy Wilder y dirigir una película con el pulso con que lo hizo Mitchell Leisen o interpretar con la intensidad con la que Charles Boyer pone rostro a la desolación, Olivia de Havilland a la ilusión y Paulette Goddard a la maldad que habita en toda carne fustigada en el oportunismo y en el rencor.

Si no amaneciera…

martes, 13 de enero de 2009

JULIA (1977), de Fred Zinnemann


“Las pinturas al óleo, sobre el lienzo, al ir envejeciendo a veces se hacen transparentes y así es posible ver en determinados cuadros los trazos originales. Aparecerá un árbol a través de un vestido de mujer, un niño dejará paso a un perro , un barco dejará de estar en alta mar. A esto se le llama Pentimento porque el pintor se arrepintió…cambió de idea…”
Así comienza “Pentimento”, la maravillosa novela de Lillian Hellman en la que se basa ésta extraordinaria película de Fred Zinnemann protagonizada por Jane Fonda, Vanessa Redgrave, Jason Robards y Maximillian Schell. Los recuerdos de una mujer que vivió, por pura testarudez, mucho más que aquellos a quien más amaba se van desgranando mientras pesca, con la única compañía de la soledad en una barca al lado de un muelle y en un lago que es como un prado en el que va depositando, con la delicadeza de su fina sensibilidad, todos sus sentimientos. La escritora Lillian Hellman fue una mujer audaz, muy adelantada a su tiempo, que dejó todo un reguero de obras valientes y tenaces que sobrepasaban los prejuicios de una época que quedó superada por todas y cada una de sus líneas. Amó a Dashiell Hammett porque era un hombre bueno, al que nunca asustó decir la verdad y criticar su estilo si era necesario con tal de hacer de ella la gran escritora que fue. Ahí están obras de teatro excepcionales como “La calumnia” (titulada en realidad “La hora de los niños”) o “La loba”; novelas como la misma “Pentimento”; guiones para el cine como el de la impresionante “La jauría humana”; o el más estremecedor alegato en contra de la denominada “caza de brujas” en el tremendo ensayo “Tiempo de canallas”. Pero, en ese camino de tinta sudada y empedrado de letras sentidas, Lillian Hellman vivió el verdadero significado de la amistad, realizó torpemente un pequeño encargo como correo para combatir las injusticias del nazismo y probó el amargo sabor del dolor al perder a una amiga que fue su hermana y al no encontrar a la hija de ésta, perdida en algún lugar de Europa.
Y es que los peldaños que llevan al éxito demasiado a menudo se forjan a través del sufrimiento pues sólo cuando éste hace su aparición Lillian consigue alcanzar la fama. Y esa misma escalera la lleva inevitablemente hacia la formación de unas ideas que nunca se encallan en el conformismo. Lillian, por puro amor hacia una persona que es su reverso decidido, se convierte en Julia. Asume sus posturas, batalla por sus ideas y lucha con denuedo ante las injusticias. Por el resto de su existencia, apoyada en la testarudez emanada del mismo río de la vida, Lillian Hellman sobrevivió a Hammett y a Julia y acompañó sus horas de quietud al borde de la tranquilidad con el recuerdo de ambos. Con el recuerdo del hombre que la hizo sentir mujer. Con el recuerdo de la mujer que la hizo sentir mejor. Con el recuerdo unido de dos seres humanos que la construyeron, la moldearon y la proporcionaron los instrumentos para convertirse en una escritora de leyenda.
Sin embargo, a través de esas primeras letras de su novela, letras que abren de forma hermosa una película cuidada y poética, Lillian entona un “mea culpa”, un “pentimento” de lo que hizo con aquellos días de amor, amistad, agitación y sacrificio. Tal vez, no debió actuar de aquella manera, no debió de sacrificar todo lo que el destino la dejó. Tal vez debió de aprovechar más el tiempo de amistad que la vida le brindaba al lado de Julia. Tal vez, su deber tendría que haber sido un mayor celo por cuidar lo que más amaba…y no quedarse tan sola en el inmenso paisaje de una pintura de poesía y cariño derrochado.
Fred Zinnemann dirigió su penúltima película con “Julia” (años después haría la nunca valorada “Cinco días, un verano”, fantástica historia con Sean Connery de protagonista) y volvió a hurgar en la obsesión de la soledad del ser humano frente a poderes que le sobrepasan. Y lo que consiguió fue una profunda y sentida historia de poesía y amor, de la misma vida gastada, de un destino que parecía escrito por las manos de quien es tu mejor amiga. De tu amiga del alma. Aquella que sueña que los soldados ya no pueden disparar porque no hay más fusiles…

viernes, 9 de enero de 2009

CINCO TUMBAS AL CAIRO (1943), de Billy Wilder


La segunda película de Billy Wilder comienza a apuntar ya hacia las mismas entrañas de la maestría. Ya es extraordinariamente turbador ese primer plano con el que abre la película con un tanque vagando por las áridas dunas del desierto…con todos sus ocupantes muertos. La muerte en movimiento. La muerte en la desolación. La muerte en guerra. Más allá de eso, Wilder nos dibuja el espionaje al que se ve obligado un valiente soldado que busca refugio en un maldito hotel…donde en pocos minutos se va a hospedar el temible Mariscal Erwin Rommel, interpretado en esta ocasión por Erich Von Stroheim. Lo curioso del caso es que Von Stroheim no interpretó a Rommel, sino que interpretó a SU Rommel, es decir, un aristócrata, algo arrogante, despreciativo hasta el insulto con las mujeres, rígido en sus planes, ladino en sus planteamientos. El resultado es un militar creíble, muy alejado de la historia que nos ha llegado del mítico Mariscal, pero que otorga a todo el enredo que salpica a cada una de las habitaciones del hotel con el muy saludable desayuno del misterio.
Basada en una obra de teatro de Lajos Biro, Wilder cuenta con un excelente reparto girando alrededor de Von Stroheim, como un maravilloso Franchot Tone cojeando pesadamente por los pasillos intentando averiguar donde se hallan las cinco tumbas que están camino del dominio nazi de África; o como un siempre atinado Akim Tamiroff, tembloroso propietario del hotel que, sin embargo, no deja de tener ciertos ataques de valentía; o como la fantástica Anne Baxter, mujer que dejó la esperanza en Francia y que es capaz de venderse con tal de salvar a los que más quiere…aunque también es capaz de querer de tal manera que sólo quiere comprar los flecos silenciosos del heroísmo. En cualquier caso, con un argumento de hierro al que sólo le falta una pizca de su característica acidez (aunque no de su agrio romanticismo y de su triste admiración por las mujeres), Wilder consigue una película que atrapa y te deja recluido entre las paredes de un hotel asolado por las moscas, devastado por el calor, derruido por la tristeza, acabado por la guerra.
Y es que, tal vez, la verdadera hazaña se encuentre bajo una cruz clavada en mitad del polvo y de la arena. O quizás la respuesta de un enigma bélico se halle a primera vista siempre que se sepa mirar. Es tiempo de que ustedes, hoy, si deciden ver esta película, sepan mirar. Mirar a un cine de esos que ya no se hace. Mirar a una historia de esas que nadie querría ir a ver. Mirar a la crónica de unos cuantos seres humanos que luchan porque la educada maldad sea desterrada mientras desplegamos una sombrilla que puede significar la libertad. Y todos esos valores están por encima de la época en la que esta película se realizó. Cuando eso ocurre, entonces el cine nos regala algo inolvidable y nuestros ojos comienzan a saber mirar hasta encontrar la verdad que esconde el valor de una mujer.

jueves, 8 de enero de 2009

CUESTIÓN DE HONOR (2008), de Gavin O´Connor


Tomando como referencias el cine de los años setenta en los que se describía con pelos y señales la corrupción policial y, en particular, con la estética que Sidney Lumet imprimía a sus películas como Serpico o Tarde de perros, Gavin O´Connor articula un buen entramado compuesto de traiciones dolorosas, debates entre el orgullo y la gloria y la seguridad de que la corrupción es algo no tan generalizado y más una opción personal que institucional.
Para ello, O´Connor cuenta con un guión muy sólido que se preocupa bien poco de establecer preguntas alrededor de un misterio y mucho más de dilemas morales y éticos que abaten a policías, a buenos policías, cuando se ven en el brete de tener que tragar con toda la suciedad que ven o salvar a alguien de su propia familia. Y una enorme ayuda para todo eso es la profundidad y la intensidad dramática que Edward Norton, ese enorme actor, imprime a su personaje. Eso, por otro lado, hace que el reparto quede algo descompensado (poner juntos en el mismo plano a Norton con el chico de la chupa de Farrell es de una crueldad casi intolerable) y que, sin duda, la película baje muchos enteros cuando él no está en escena. Pero, en su conjunto, con un estilo marcadamente documentalista, O´Connor nos propone la marea que sale del corazón de una familia de policías de segunda generación en la que uno cree que servir al cuerpo es lo más a lo que puede aspirar cualquiera de sus hijos; otro, con puesto de responsabilidad, cierra los ojos y peca con el silencio que le convierte en cobarde; otro, se corrompe por dinero y porque cree que alguien debe pagar el precio de una patrulla de cloaca; y, el último, es el honrado, el perseguido por su propia conciencia por una falta que cometió dos años atrás y que, siendo el más listo, elige siempre el camino del ostracismo, del olvido y de la nada porque cree que, al perder la honestidad, lo perdió todo.
Bien es cierto que O´Connor comienza con paso vacilante con una secuencia de cámara al hombro (el descubrimiento del crimen de los cuatro policías) que es pura confusión y movimiento alocado de la imagen pero termina por cogerle el pulso a la película y tiene secuencias de verdadero mérito como el entierro, cualquier instante en el que Norton aparece en escena robando plano a todo el mundo o la comida de Navidad familiar. Y lo hace sirviendo las gotas de información justas que hacen que el espectador sea el que tiene que recopilar todos los datos para ir formando las piezas de intereses creados y relaciones cruzadas que se van forjando con cada sangre derramada y con cada arrepentimiento descarnado. No faltan tampoco las consabidas escenas de brutalidad que otorgan profundidad a algún personaje, o explicaciones un tanto apresuradas sobre la situación de alguno de ellos pero no cabe duda de que el esfuerzo llega a ser meritorio en una película que nos habla desde la calle, desde el horror de la miseria en la que se convierten las grandes ciudades cuando hay ríos demasiado sucios recorriendo sus arterias.
En todo ello, hay la seguridad de que el trabajo policial no es nada fácil, que un policía no es sólo una placa y una pistola sino alguien que tiene que trabajarse el respeto de los demás y que guarda un buen montón de problemas y sentimientos. La película, de algún modo, deriva desde una espiral dispersa donde hay que investigar una matanza hacia un núcleo familiar que se desintegra en aras de la honradez. Es hurgar un tanto en los daños colaterales de una acción terrible que dinamita los cimientos de una felicidad que, para personas que sienten la necesidad del servicio a los demás, simplemente, no existe.
Así pues, nos encontramos ante una historia (con claros puntos de contacto con la reciente La noche es nuestra pero de mayor calidad) que hace que sintamos el aliento del frío de la noche y el calor de los billetes dados a escondidas en algún urinario público. Recorremos la bestialidad de los que ambicionan salir del agujero en el que se ha convertido su vida como única salida para poder seguir teniendo algún tipo de sentimiento y alcanzamos la seguridad que tiene un personaje trágico, a las puertas de la muerte, que confiesa que necesita a su lado a un hombre bueno para hacerse cargo de todo lo necesario y de proteger lo que más quieren. Es una cuestión de honor y no de dinero. Es un interrogante sobre la conducta que se necesita cuando los billetes caen como una tormenta desde las nubes de la lluvia más ácida. Es sacar la cabeza y respirar para ver las cosas claras cuando todo lo que te rodea es un nido de pura putrefacción.

miércoles, 7 de enero de 2009

EL MENSAJERO DEL MIEDO (1962), de John Frankenheimer


Esta película de azarosa existencia (se realizó en 1962 y se estrenó coincidiendo con el asesinato de John Kennedy, lo que provocó que Frank Sinatra, a la sazón actor y productor, retirara todas las copias ante el cariz inquietantemente premonitorio que adquiría la cinta, no volviéndose a estrenar hasta 1981), es una de de esas historias que impresionantemente bien dirigía John Frankenheimer por aquella época. Junto con Siete días de mayo, El tren, El hombre de Alcatraz y Plan diabólico puede formar parte de su pentalogía de títulos más destacables de toda su carrera. En ese caso, las tremendas escenas que levantan un desasosegante estado de ánimo en nuestro interior llevan el sello de lo hipnótico, de la realidad paralela inventada por alguien que sólo quiere utilizar el desequilibrio mental de los que se hallan en guerra y trasladar el conflicto físico y exterior a una despiadada lucha mental sin cuartel en el campo de batalla de nuestra propia profundidad humana.
Para ello, la película se sirve de un excelente trabajo de Frank Sinatra, de Laurence Harvey, rostro de granito que supura frialdad ante la dama de picas, magistral Angela Lansbury y, cómo no, la belleza tranquila que aporta un sugerente equilibrio a la trama a través de Janet Leigh. Hay que destacar la absolutamente magistral secuencia de la conferencia de botánica, no sólo en su aspecto temático que hace que nos deslicemos por la pendiente psicológica hacia bordes de abismal turbiedad, sino también en la vertiente técnica en la que Frankenheimer, con sólo 32 años en aquella época, pone en juego una planificación asombrosa, virtud máxima de la generación de directores proveniente de la televisión de la que el director formaba parte junto a Martin Ritt, Sidney Lumet, Robert Mulligan y Delbert Mann.
En cualquier caso, ante la visión de una película así, no se pueden evitar preguntas como la del límite del alma humana, la de la manipulación política, la de los callejones que pueblan la ciudad de nuestro pensamiento, la de las obsesiones que se enquistan en algún lugar de nuestra insondable personalidad y la del eterno enigma de si el hombre está hecho para encontrar la paz en su interior o su estado permanente debe ser el de guerra contra sus propias contradicciones que nos dividen, de manera perpetua, entre el bien y el mal.
Película no solamente para ver, sino también para pensar. El mensaje del miedo siempre está escrito con sangre.


viernes, 2 de enero de 2009

AUSTRALIA (2008), de Baz Luhrmann


El maestro Miguel Marías decía de Baz Luhrmann “este director se proclama (y puede que se lo crea) capaz de revolucionar algo muerto y que sus juveniles “fans” puedan pensar que renueva o rejuvenece un cadáver a fuerza de descarados anacronismos (supuestamente mordaces, provocativos o iconoclastas) y de la aplicación de las técnicas más convencionales del video-clip y otras formas de maquillaje, cine de batidora en estado puro, certificando y ratificando el seguidismo cultural tan de moda en los tiempos que corren”
Y yo no soy nadie para contradecir a un maestro. Bien es verdad que estas palabras las decía a propósito del despropósito que era Moulin Rouge pero es que Luhrmann no duda en meter en un mismo saco El mago de Oz y Lo que el viento se llevó, ambas de Victor Fleming; Por un puñado de dólares, de Sergio Leone; Jezabel, de William Wyler, con vestido rojo incluido; La reina de África, de John Huston; La última ola, de Peter Weir; Pearl Harbor, de Michael Bay e, incluso, Cowboy, de Delmer Daves para narrar algo que es un western…no. Ah, es una película bélica…no. Ah, es una historia de amor…no. Ah, es una madre coraje…no. Ah, es una de esas romanticonas…no. Ah, es una odisea…no. Es un video-clip de dos horas y tres cuartos de duración que bajo la apariencia de espectacularidad y de un esteticismo manierista cercano a la imitación, no hace más que esconder las carencias de un guión más plano que la delantera de mi primera novia. Eso sí, vamos a coger a Hugh Jackman (que intenta por todos los medios parecerse al Clint Eastwood de su mejor época) y a Lady Bótox…digo, Nicole Kidman y así nos aseguramos la taquilla bien llena. Al fin y al cabo, si la película estuviera protagonizada por Fernández y García… ¿quién iría a ver esto?...
Lo peor de todo es que Luhrmann quiere disfrazar toda la épica del rato largo que dura el temita como una denuncia de lo que el hombre blanco hizo con los niños mestizos arrebatándolos de los brazos de sus madres para educarlos bajo los sempiternos preceptos de Dios, Patria y Rey y lo que le sale es de todo, menos eso salvo una puntita de respeto hacia las costumbres aborígenes de un país que está allí, donde da la vuelta el aire y donde, precisamente por eso, hay que mostrar algo más de distancia hacia la identidad de los pueblos.
La película, sin embargo, tiene sus virtudes. Últimamente, las bandas sonoras de David Hirschfelder están siendo de una calidad extraordinaria y la fotografía de Mandy Walker llega hasta fronteras de pura nitidez paisajística con elementos de grandeza siempre que salvemos la notable digitalización que se imprime con la gratuidad propia de Luhrmann, un recurso que le encanta, y que convierte todo el cartón-piedra en una neblina que no se cree ni el más cegato de los murciélagos.
Jackman, por otro lado, se come con su presencia, que no con su interpretación (y no olvidemos que Eastwood como actor es más una presencia que una actuación) a Lady Bótox…digo, Nicole Kidman porque sencillamente esta chica ya ha cometido tantas locuras estéticas que reír parece que le duele y llorar se asemeja mucho a una sonrisa si no fuera por las gotas de glicerina que ponen en sus ojos azules. Ella consigue, no sin esfuerzo, que lo que veamos en pantalla sean los movimientos compactos y algo guiñolescos de una muñequita de porcelana que ni siquiera ha sabido componer su personaje con experiencia (qué lejos queda la Kidman de Las horas) pues al principio se nos aparece como una dama aristocrática de altivez algo ñoña y, de repente, cuando toma la rápida decisión de convertirse en la Madre Empuje, se le pasa en un pis pas. A mí también me gustaría cambiar de carácter con tanta rapidez, teniendo en cuenta que aún le quedan dos horas de película.
En resumen, Australia no es nada. Es algo que entretendrá a los poco exigentes sin caer en que lo que nos está contando, se nos ha contado ya mil veces. Deberían haber estado presentes cuando estalla la murmuración en el cine en el instante en que Jackman aparece afeitadito y con smoking, símbolo perfecto de lo que es esta película. Mucha presencia y nada en su interior. Atenderé sus reclamaciones aquí en este rincón, cuando ustedes quieran.