martes, 26 de diciembre de 2017

WONDER WHEEL (2017), de Woody Allen

El destino suele ir montado en una noria que, demasiado a menudo, te deja en el mismo punto de partida. Habrá momentos en los que estés en la cúspide, creyendo que tus sueños tienen visos de convertirse en realidad. Habrá otros en los que pienses que estás ascendiendo, que estás en tu instante y que nada te puede parar. Por último, también habrá algunos en los que caerás irremediablemente y creerás que estás a punto de romperte como el cristal de una botella vacía. La noria no deja de girar y la vida siempre tiene un extraño encaje de consecuencias imprevisibles.
El juego de destinos cruzados puede provocar tormentas de aparato eléctrico con sus frustraciones, sus deseos y sus coincidencias. El ahogo se hace presente porque los callejones sin salida proliferan en el mapa de la existencia y rara vez se aprende de los errores. El amor se puede presentar de las más diversas formas, pero, en el fondo, es volátil, inseguro, engañoso. La noche se cierne sobre las estridentes luces de neón y la cosa está que arde. Incluso para aquellos que no hacen más que verter jarros de agua en el incendio de nuestros actos.
Basta con que alguien enseñe algunos parajes que resultan idilios de la respiración difícil. Los sueños nunca realizados comienzan a tomar otras formas y, de lejos, parecen posibles en medio de tanta mediocridad enfermiza. El alcohol es un viejo fantasma que se esconde en las alacenas y llega un momento en que no se presta atención a los pequeños detalles que pueden encerrar regalos de ínfima felicidad. Ya no hay evasiones, porque la rueda sigue girando, haciendo que, una y otra vez, lo verdadero se confunda entre la multitud y la belleza se marchita entre las irritantes arrugas de los ojos, entre la maldita inercia del destino caprichoso, entre la nada que hay justo al lado de la noria. Los sentimientos también pueden arder como la yesca, como el cartón abandonado, como maniquíes que ruegan un lugar entre las cenizas.
La sombra de Eugene O´Neill es alargada entre las afiladas manos melodramáticas de Woody Allen. Él nos lleva a través de los colores rojo, azul y gris del gran director de fotografía Vittorio Storaro hasta el corazón de una mujer que anula el entendimiento. El vaso está a punto de rebosar en el rostro maravilloso de Kate Winslet y creemos oler la camiseta rancia, ajada e impregnada de sal de Jim Belushi. Con esta historia, nosotros también nos subimos a esa noria implacable, que no deja de girar, poniendo fin a destinos forzados, dando a entender que no habrá nuevos días de pesca y sol en una playa que no deja de estar nublada. Y seguimos en la duda de Hamlet, en el error de Edipo, en la helada sentimental que siempre deja el gran O´Neill en sus letras de amargura. Cuando alguien se baja de la noria, no queda más que esperar.

No faltarán leves momentos de humor, ni cálidas luces a través de los grandes ventanales de un local que, un día, fue un bar. Allí habrá que hundir las penas en el pescado del día y en un buen trago de whisky furtivo. Los días pasan y, cuando la voluntad queda anulada por los vaivenes de lo inesperado, entonces ya sólo resta fingir como si se estuviese encima de un escenario sin más audiencia que el corazón abandonado, roto y atormentado.

viernes, 22 de diciembre de 2017

EL BAZAR DE LAS SORPRESAS (1940), de Ernst Lubitsch

Con esta película quiero desearos a todos los que os atrevéis a pasar por aquí y leer cinco minutos de cine, una Feliz Navidad. Os lo deseo de corazón. 
Como todo el mundo está dirigiendo sus miradas hacia loterías, escaparates y manjares, vamos a racionar la actividad del blog. Colgaremos los correspondientes estrenos de la semana el martes 26 de diciembre y el martes 2 de enero. El resto de los días, disfrutadlos mirando a quien realmente queréis. Retomaremos el ritmo habitual a partir del martes 9 de enero. Sed muy felices y sed conscientes de que, a vosotros, también se os quiere.

“Hay muy pocas personas que se preocupan de conocer la verdad interior de los demás”
Y demasiadas, añadiría yo, que solo se preocupen de conocer las tiendas por dentro. Pero sin miradas demasiado intensas, no vaya a ser que no compren nada. Y ahí tenemos la tienda del señor Matuschek, una tienda de artículos de regalo muy coqueta, con un puñado de empleados que tienen una característica en común. Son buenas personas. Bueno, todas no. Está el típico pelota sabihondo, engolado, ridículo y listo de vocación como el señor Vadas. Aunque también hay que reconocer que esa labia que se gasta también hace mella en el público. El caso es que los demás sí que tienen un corazón más grande que todos los precios juntos. Y en concreto, el señor Kralik y la señorita Novak tienen algo de sintonía. Solo que no lo saben. Se cartean y no saben que el otro es el remitente. Las cosas que guarda el correo ¿verdad? Por cierto… ¿no les interesaría una tabaquera preciosa por 5,50?
El caso es que por esa tienda desfilan un montón de inquietudes, de inseguridades, de deseos no cumplidos, de sencilleces felices, de buenas intenciones, de trabajo continuo y de sentimientos. Sí, es una tienda que tiene de todo. Incluso citas que no deberían producirse porque las citas a ciegas rara vez llegan a buen término. Ya se sabe. Uno se hace a la idea de que una chica con la que se ha conectado a través de cartas es de una manera y resulta que se encuentra que está en el polo opuesto. O viceversa. Muchas veces, esas cosas desembocan en la decepción, en el llanto amargo de no haber cubierto las muchas expectativas que se depositan en la ilusión, en la soledad de una época gris, de cierta necesidad, que avisa de la guerra a la vuelta de la esquina y de los desengaños en esta misma acera. Las cosas que guarda la vida ¿verdad? Por cierto… ¿no les interesaría una tabaquera muy bonita que toca Ojos negros cada vez que se abre por 4,20?
De paso, si se entra en la tienda, asistiremos a un muestrario de la naturaleza humana y a un maravilloso espectáculo del corazón que guardan algunos dependientes, como el entrañable y casi genial señor Perovitch, un señor muy educado que destaca por su discreción, que ayuda cuando debe y calla cuando actúa. O la eficiente Flora, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido y lleva la caja, y coge mensajes, y vende, y sonríe…Dentro de la tienda a la vuelta de la esquina puede estar toda la Humanidad. A veces es así. Se hace una comedia y te sale humanidad. Un alemán de sempiterno puro en la boca como Ernst Lubitsch lo sabía muy bien ¿verdad?... Por cierto… ¿no les interesaría una tabaquera ideal como regalo al increíble precio de 2,50?

jueves, 21 de diciembre de 2017

STAR WARS VIII: LOS ÚLTIMOS JEDI (2017), de Rian Johnson

Cuando una raza de guerreros de la paz está a punto de morir, es lógico que sus últimos representantes sean los más fuertes. No es fácil tomar esa conciencia porque el rechazo estará presente con más desprecio que épica y el nuevo orden que impera en la galaxia tratará de acabar con cualquier atisbo de libertad. Sin embargo, en toda contienda hay héroes anónimos, de los que nadie se acordará pasado un tiempo. Ni tampoco faltarán aquellos a los que les sobra empuje, ganas, intención y bravura. La rebelión sólo se construye con valientes y es hora de construir un nuevo futuro.
El arrojo estará lleno de generosidad cuando el objetivo está desprovisto de ambiciones personales. Al otro lado, la rabia crecerá para hacerse con un control que se antoja efímero y la convicción acabará por tornarse permanente. El orgullo habitará en las miradas, la sorpresa estará presente en algunos pasajes del combate, la acción estará rodada con cierto sentido e, incluso, habrá algún momento escaso en el que parece que se pierden las riendas de la contención. Los últimos Jedi se preparan para la batalla final y las apuestas se esparcen por la mesa de juego, marcando batallas que se convierten en nuevas hazañas, haciendo que todo lo que se espera de la aventura, se haga mucho más allá de un duelo de mentes, de un intento continuo por volver a la primera línea y de una despedida que, cada vez, está más cercana.
En la terrible sed de poder, parece increíble la reacción controlada e intensa, tratando de acabar con los postreros resquicios de esperanza en una galaxia que, lentamente, pasa por ser diferente a aquella que conocimos hace cuarenta años. Los últimos baluartes de la auténtica nostalgia, se derrumban dando paso a nuevos personajes, rostros familiares, duelos aéreos de nuevo diseño, resistencias múltiples que se encallan en la razón y días marcados de una gloria tan pequeña que se necesita una victoria definitiva. Hasta los mediocres encuentran su instante de eternidad y la ensoñación se muestra de nuevo como el arma más mortífera contra el aburrimiento. Estamos, recuerden, en una galaxia muy lejana hace mucho, mucho tiempo…

Muy superior al séptimo episodio de la saga, con más sentido del espectáculo, un estupendo diseño de personajes que, a buen seguro, también darán juego en la siguiente entrega, con escenas de acción apasionantes y de nueva factura, momentos de humor muy puntuales y acertados y dando más empaque a algunos caracteres que habían quedado decepcionantes anteriormente, el director Rian Johnson demuestra que, con imaginación, esta saga aún tiene cosas que decir sin renunciar al espectáculo. Olviden lo que escriben  piensan algunos sesudos informadores cinematográficos que tratan de llamar la atención cuando no tienen nada que decir y disfruten de lo que se nos ofrece en esta ocasión. Con sentido, con fuerza, con lógica y con ganas. Al fin y al cabo, eso también será construir una rebelión contra esta época absurda en la que basta que unos cuantos digan que lo que no han visto es más de lo mismo para que haya una legión entera de seguidores sin criterio que se apunten a la sinrazón de la estupidez. Llegó la hora de volver a coger la espada láser, de hacer que la Fuerza vuelva a circular por nuestra fantasía y de aniquilar al mal que nunca deja de acechar a los mitos que tanto nos hicieron soñar. 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

POLTERGEIST (Fenómenos extraños) (1982), de Tobe Hooper

Los muertos se remueven, inquietos, y tratan de alcanzar de nuevo la luz de una vida que, de ninguna manera, puede volver. Las puertas que conectan la existencia con el otro lado se multiplican como bocas que quieren escupir maldad y absorber vida. Para eso, nada mejor que una niña pequeña que se instala en el centro mismo de la oscuridad, con su familia, con una bonita casa de clase media americana, con la ignorancia de que, lo que les va a ocurrir, va a marcar su propia felicidad.
Las sillas cambian de sitio y luego forman una imposible construcción entre ellas. Hay presencias que solo se intuyen, como payasos que vigilan el sueño de los niños. Lo que es imposible pasa a ser probable. Los monstruos existen. Son los que guardan las puertas y los muertos extienden sus brazos intentando alcanzar el mundo que conocen. Tal vez porque no tienen conciencia de que ya han dejado de vivir. Fenómenos extraños que cada vez son más fuertes en una casa que se antoja el epicentro de toda la muerte. Expertos parapsicólogos se cuelan en el interior para tratar de encontrar una explicación a lo que está ocurriendo. Una niña está conviviendo con los muertos. Hay que traerla de regreso porque llegará un momento en que ni ella misma sabrá distinguir entre la oscuridad y la luz. Alucinaciones en el espejo. Guardianes de algodón que impiden el paso a la puerta de un dormitorio. Urge comunicarse con el otro lado y no todo el mundo es capaz de establecer contacto. El mundo oscuro que trata de ser desentrañado por unos simples mortales se convierte en un inexplicable laberinto de vaporosas puertas que se abren con provocaciones, trampas, pelotas marcadas para marcar una ruta en la tierra de los espíritus. Ni siquiera ellos saben que están muertos. Solo quieren seducir para sentirse aún vivos.

Película mítica en los años ochenta que perdura en el recuerdo de muchos adolescentes de la época y que resulta, aún, tremendamente efectiva en todos sus sustos y narraciones. Los colores, las ropas, las actitudes, los primitivos efectos visuales que, en su época, resultaron todo un avance…todo ello nos retrotrae en la mirada a la seguridad de que estábamos viviendo unos años únicos a pesar de que  no nos dábamos ni cuenta. Lo cierto es que un agujero en el oscuro cielo de la noche es capaz de tragarse una casa entera mientras los vecinos, aterrorizados, asisten a lo que nunca pensaron que existiera. Por si acaso, dejen apagada la televisión. Dentro de ella solo caben monstruos. Y si no, pregúntenlo a Steven Spielberg, productor de la película, que intervino en más de una fase de su rodaje y que quiso poner en evidencia todos los miedos de una familia normal.

martes, 19 de diciembre de 2017

MATAR EL TIEMPO (2015), de Antonio Hernández

Un viaje para lo de siempre. Censar unas cuentas sospechosas porque ha habido filtraciones de que alguien estaba metiendo mano. Pura rutina. Lo malo es que la vida es de todo menos rutina. En casa dejas a una madre inválida, incapaz de hablar y es difícil encontrar a alguien que quiera cuidarla. Ni siquiera tu hija que solo piensa en que es mucho más importante acudir a fiestas donde la vulgaridad y la tontería son reinas del festival. Tu mujer falleció y no has sabido rellenar ese hueco. La vida es un libro de contabilidad. Y en este momento, hay muchas más partidas en el debe que en el haber.
Madrid ofrece muchas distracciones. Quizá el maldito ordenador sea una vía de escape y allí está Sara, una prostituta que parece sacada de un cuento. Es atractiva, inteligente, vivaz. Conciertas la cita y listo. Nadie te ve. Nadie te juzga. Una noche de amor para que el viaje tenga algo que merezca la pena. Ella es especial. Es una profesional que hace que sientas que eres el único hombre de la Tierra. Ella se va, pero se queda encerrada en tu pensamiento. Todavía hay muchos días por delante. Quizá la vuelvas a llamar. Hay que matar el tiempo de alguna manera.
Y de repente, ese ordenador que tienes en el hotel se convierte en una ventana indiscreta que comienza a mostrarte una terrible realidad que es totalmente ajena a tu vida. Tráfico de órganos, violencia, mutilación…Sara está en apuros y solo es una prostituta con la que has pasado un buen rato de una noche. ¿Seríamos capaces de ayudarla? No, no todos seríamos capaces. Los héroes ya no llevan capa ni espada, solo ordenadores y gafas. La turbiedad se adentra y sientes que no eres tan mala persona. Los acontecimientos se suceden. Tienes que pringarte, yanqui. Aquí, en cualquier barrio de la periferia de Madrid, las cosas no son como las imaginas. Tendrás que jugarte el pellejo por una persona a la que apenas conoces. Y deberás tirar de todo lo que sabes, de lo que te ha dado tu aburrido trabajo, para salir del atolladero que se va cerrando poco a poco con gotas de sangre y crueldad infinita. El escenario es pequeño, algo sórdido, algo incompleto y hay que tomar decisiones basándose en las reacciones de los demás. No es fácil cuando no tienes el más mínimo conocimiento de cómo son los demás. La noche se cierne sobre Madrid y habrá que mentir lo justo, jugar bien las cartas marcándose varios faroles seguidos. Cualquier buen jugador sabe que eso es muy arriesgado. La vida es riesgo. La contabilidad también. La mirada de ella bien vale tu cuello. La honestidad se queda. Los rivales cortan. Y estás a punto de saber lo que es el verdadero dolor.

Antonio Hernández dirigió con un pulso magnífico esta claustrofóbica historia sobre héroes cotidianos, encrucijadas del destino y suspenses dosificados. El trabajo de Esther Méndez y de Ben Temple es magnífico porque hacen que lo cotidiano se convierta en peligro y nos muestran lo temerario que es intentar matar el tiempo en una ciudad que odia al ser humano y engulle todo lo que no se quiere ver, como un monstruo insaciable y depredador. De alguna manera, todos llevamos a un héroe en nuestro interior, pero no todos somos capaces de sacarlo a pasear. Después de esto, la anormalidad en la vida nos parecerá un lago en calma alrededor de un corazón inquieto. Matemos el tiempo.

viernes, 15 de diciembre de 2017

PODEROSA AFRODITA (1995), de Woody Allen

You do something to me
Something that simply mystifies me
Tell me, why should it be
You have the power to hypnotize me?
¡Oh, sí! Ésta es una canción que Lenny Wrainwright conoce muy bien. Y todo ocurrió por causa de la genética. A veces, el destino tiene razones tan peregrinas que todo se torna una patética tragedia griega de consecuencias imprevisibles. Lenny está fascinado con su hijo adoptivo y cree que todo es cuestión de genética. Así de cuadriculado es su pensamiento. Pobre hombre, no sabe que la genética es tan caprichosa como la dirección del viento. Cree que los verdaderos padres de su hijo adoptivo tienen que ser unos genios inigualables. El chico es un superdotado y todo eso no puede venir por ciencia infusa. Así que Lenny, el hombre ridículo del siglo veinte, se pone a buscar denodadamente a sus padres biológicos. Claro que la imaginación es una traidora profesional y, en muchas ocasiones, las expectativas no son más que ganas que uno tiene de que las cosas sean como quiere. Y eso, querido Lenny, casi nunca es así. Lo más normal es que no haya una explicación lógica. No, al menos, dentro de los parámetros de la biología genética. Habrá que resignarse.
Let me live ´neath your spell
You do that voodoo that you do so well
For you do something to me
That nobody else could do.

Sí, es cuestión de vudú, Lenny. Incluso lo es el hecho de que te hayas encontrado con una de las criaturas más ingenuas y estúpidas de la Tierra y creas que algo hace en tu interior de redactor deportivo. Ahí, en tu pretendida superioridad intelectual, comienzas a jugar a ser Dios y tratas de redirigir una vida que no te corresponde. Y, como a Dios, las cosas no te salen demasiado bien. No siempre un estúpido tiene que cuadrar perfectamente con otro y, en este caso, la genética tampoco cumple lo que en principio tendría que ser lógico. Así que solo queda, en este caso, un poco de bondad, de piedad, de simpatía y muchas toneladas de complicidad. Tantas que, al final, el destino se vuelve loco y trastoca lo natural con parsimonia insultante. Cualquiera se hace un esquema para vivir en esta vida sin sentido. Tal vez haya que perder para darse cuenta de que el destino nunca lo canta un coro griego, por mucho que quiera intervenir en la acción. Entre canción y canción, puede que haya alguna profecía que nunca se cree. Vudú, Lenny, brujería, superstición, aleatoriedad a mansalva.
Así que Woody Allen, como un profundo conocedor de la naturaleza humana, se rodea de actores auténticos y cuenta esta pintoresca historia sobre Dios, la genética, los caprichos del amor, la ausencia de determinismo en nuestras pobres existencias y citas imposibles que se convierten en divanes de experiencia. Mientras tanto, los griegos siguen allí, en el teatro, tratando de aligerar un poco la trama con canciones de visionarios, como si la vida fuera una obra de teatro que no depende de ningún autor, ni de ninguna narración, ni de ninguna ley, ni de ninguna manera…


jueves, 14 de diciembre de 2017

SUBURBICON (2017), de George Clooney

Solamente cuando la maldad ha sido total y absolutamente exterminada, se puede dar paso a la inocencia. Entre los verdes jardines de lo apacible y la sempiterna y falsa sonrisa de vecindad, se cuece un auténtico hervidero de perversiones conspiradoras, un velo de ferocidad bajo la luz mortecina de la próxima ambición. Es posible, incluso, que, bajo la fachada de la típica familia feliz, se halle la frialdad estúpida de quien cree que puede engañar a todos. Incluso a sí mismo.
La carga de profundidad contra el estilo americano de vida está lanzada. Y para conseguir el siguiente paso, no hay ninguna duda. Si hay que sacrificar cuanto sea necesario, habrá que hacerlo. Al fin y al cabo, si el resto del mundo se mueve en la ingenuidad, lo más lógico será que la farsa sea tomada como verdad y el ritmo de la hierba en crecimiento no se vea interrumpido. Lástima que todo lo que parece perfecto, solo lo parece y siempre hay algún resquicio para que se cuelen algunos elementos indeseables en la trama. Ya se sabe. Cuando hay dinero de por medio, la sorpresa puede estar en cualquier lado y puede que tengas que hacer el camino de vuelta en una bicicleta ridícula.
Así que ahí tenemos al americano medio. Nunca ha dejado de llevar un sueldo a casa, aunque se han pasado algunas estrecheces por culpa de una mala inversión. En su mirada se advierte que no hay lugar para sentimientos demasiado profundos. No va más allá de tener una cuenta corriente saneada y dar rienda suelta a algún vicio poco confesable. Vive en una comunidad próspera que acepta a la gente de color, pero sin querer vivir con ellos. La libertad también consiste en elegir con quién quieres vivir y nadie va a imponer a unos vecinos negros en un vecindario blanco. La justicia poética andará por ahí, intentando encontrar un porche en el que degustar una limonada y todo tiene un regusto amargo, como si la vida comenzara como una comedia y terminase como una matanza. Nada de eso puede pasar en la villa encantadoramente residencial de Suburbicon. En ese lugar, todos se integran, vengan de donde vengan. Incluso pueden morir allí mientras intentan avanzar en espiral hacia la nada.

Interesante película dirigida por el actor George Clooney con guión de los hermanos Coen que no será apta para todos los paladares, a pesar de las excelentes maneras que demuestra y de ese argumento que parece herir en todos sus rincones. Con ocasionales visitas a Perdición, de Billy Wilder; a Vértigo, de Hitchcock, y a la alargada sombra de la misma Fargo, de los Coen; Clooney mete el cuchillo a conciencia y hiela la sonrisa con avidez, con los colmillos fuera y con la misma mirada ingenua que se necesita para no ver la fealdad del lugar más ideal. Buen trabajo de todo el elenco y eficaz la banda sonora de Alexandre Desplat, que juega precisamente con lo inquietante de las apariencias. Y es que no es fácil sustraerse a ese mundo que, en nuestro natural pesimismo, nunca existió aunque intentó venderse como el edén de la clase media. Quizá, por una vez, habría que imitar el comportamiento de los que no tienen ninguna culpa de nada y aceptar las cosas tal y como vienen. Puede que todo marche mucho mejor, tengamos la conciencia mucho más tranquila y la felicidad, escondida, llegue a asomar la nariz en algún lugar del pastel de manzana.

martes, 12 de diciembre de 2017

COLLATERAL (2004), de Michael Mann

La noche en Los Ángeles es como una extraña mezcla de luces y suciedad, de amplitud y agobio, de frivolidad atada con nudos de estrellas. Y una noche en particular va a ser más larga de lo habitual. En especial para un taxista que conserva un sueño que nunca va a poder realizar. Por eso, tal vez, no ha dudado en reservarse el largo, larguísimo turno de noche, para no pensar en su fracaso, en esa mentira que todos tenemos y que nos ayuda a afrontar lo que nos espera con las nuevas veinticuatro horas de desesperación. Sin embargo, en ese taxista desgraciado hay algo diferente. Puede que sea una honestidad a prueba de bombas, o, tal vez, que su conversación es algo más elevada de lo habitual en un tipo que solo se dedica a traer de aquí para allá a unas cuantas almas perdidas. Lo peor de todo es que va a recoger al alma más perdida de todas. Un asesino profesional que tiene la noche algo apretada para cumplir todos los encargos que se le han hecho. Y quiere que el taxista le lleve a cada uno de los lugares donde dejará su rastro de muerte y su huella de profesionalidad.
No es fácil de imaginar la angustia que puede pasar un simple taxista llevando en el asiento de atrás a un asesino profesional. Más que nada porque las horas no son llevaderas en la noche de Los Ángeles y los dos comienzan a indagar en el alma del otro. El asesino sabrá que la vida del taxista en una pura mentira, que se engaña todos los días pensando que un día saldrá del taxi y que va a montar su propio servicio de limusinas. En realidad, pobre diablo, lo que realmente esconde es su enorme y aplastante soledad, tan solo rota por una madre enferma y algún que otro cliente que deja una generosa propina al término de su viaje. El taxista tendrá conciencia de que el asesino tiene miedo a morir sin que nadie se dé cuenta, de que, en el fondo, es un ser patético que acabará siendo un cadáver camuflado en la vorágine de una gran ciudad que ni siquiera presta atención a sus propios muertos. En realidad, pobre diablo, lo que realmente esconde es su enorme y aplastante soledad, tan solo rota por el dinero que cobra y la eterna conversación que genera cualquiera de sus encargos dentro de la noche, larga noche, maldita noche.

Michael Mann nos monta en su taxi para llevarnos a un enfrentamiento de conciencias y personalidades mientras el enorme escenario de una ciudad sumergida en la noche y en la luz de sus calles nos envuelve y nos aprieta. Quizá, al igual que sus protagonistas, solo seamos víctimas colaterales de un estilo de vida que pide a gritos un cambio que se niega a desangrarse por encargo.

LAS REGLAS DE COMPROMISO (2000), de William Friedkin

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla abriendo paso hacia "La senda tenebrosa", de Delmer Daves, podéis hacerlo aquí.

En una situación límite, no hay demasiado tiempo para pensar. Solo se actúa. Entre otras cosas porque en la diferencia entre hacerlo y no hacerlo radica la muerte. Y la seguridad es lo primero. Las balas silban alrededor y las miradas tienen que ser rápidas y precisas. Disparan desde enfrente pero la multitud también. Como dijo Teddy Roosevelt: “El mundo nos respetará…pero jamás nos amará” y, una vez más, en un rincón perdido de Asia, esa frase se hace más verdad que nunca. Porque el odio se impone en cualquier lugar y allí solo quieren al demonio americano fuera. A cierto soldado se le ha encargado la seguridad de la embajada y hará cualquier cosa para garantizarla. Incluso pasar por encima de las mentiras de los diplomáticos o el sensacionalismo de la prensa. Su país le exige sufrir el escarnio y no se lo piensa dos veces.
Una vez en casa, las cosas se van torciendo poco a poco. El soldado tiene un historial impresionante. Vietnam, Beirut, el Golfo…lugares calientes donde él fue a aportar su sangre fría y su razón objetiva. Cualquiera que ha sido militar lo puede llegar a entender. Ha tenido que hacer muchas cosas que no le gustaban. Incluso disparar a la multitud. Siempre mueren inocentes pero, en esas situaciones de tensión sin paliativos, nadie puede esperar cruzado de brazos mientras la sangre corre y la gente muere. Y nada hay más fácil que estar en la retaguardia y emitir juicios. Todos ellos parciales porque ninguno de los que se acercan ha estado nunca en situaciones de combate. No saben cómo la mente va a mil por hora. No tienen ni idea de cómo hay que tomar decisiones en décimas de segundo porque todo se derrumba mientras tanto. No son capaces de tener la suficiente empatía como para imaginar la tremenda emboscada que la guerra siempre tiene guardada. Y hay que juzgar. Hay que aplastar a alguien que tenga el suficiente prestigio como para que la apariencia de los Estados Unidos quede a salvo. Ellos hacen justicia con los que se portan mal. Así, a lo mejor, les aman un poquito más. Solo hay que seguir las reglas del compromiso de los marines. Es así de fácil.

Solo queda acudir a los amigos. Son aquellos que se alegran de tus éxitos y sufren con tus fracasos. Son aquellos capaces de jugarse su carrera por ti. Los demás no lo son. Quizá todo sea el pago de una deuda. Quizá todo sea una regla de compromiso no escrita que se fraguó hace muchos años, en medio de la selva. Pero nadie puede negar que es lo correcto. Tommy Lee Jones y Samuel L. Jackson lo dicen bien a las claras en esta película dirigida por William Friedkin. Atentos… ¡saludo! Un oficial se dirige hacia su obligación…

jueves, 7 de diciembre de 2017

PERFECTOS DESCONOCIDOS (2017), de Álex de la Iglesia

Nadie puede negar que la existencia del móvil ha trastocado de tal manera nuestras vidas que hemos puesto los secretos en el mismo umbral de nuestras casas. Las redes sociales han permitido que conozcamos a gente que jamás se hubiera cruzado con nosotros y, de alguna manera, han generado un ansia concreta de ser conocidos, de ser falsamente queridos, de ser engañosamente adulados y, por último, de creer que, más allá de nuestra rutina, hay todo un mundo esperándonos porque, sencillamente, somos importantes para alguien.
Y todo es un inmenso truco para que no miremos hacia lo que es verdaderamente importante. Mientras estamos hipnotizados por nuestras pantallas, no seremos conscientes de los problemas que tiene nuestro amigo de carne y hueso que está a nuestro lado, ni tendremos las palabras justas para ayudarle, sea cual sea la naturaleza de su problema. Esas mismas palabras que nos brotan de los dedos con una ejemplar objetividad cuando hablamos con un ente que, en gran parte, hemos creado con nuestra imaginación. E, incluso, hemos traspasado la frontera tecnológica para iniciar un encuentro, una complicidad y una relación.
Sorprendentemente comedido se muestra Álex de la Iglesia con esta película en la que delata toda la miseria moral que nos acucia y que solemos guardar en los teléfonos celulares que tanto nos alienan. Un grupo de amigos que descubre, gracias a un inoportuno juego, que, en realidad, no son tan amigos y que quieren tapar unas vergüenzas que no son capaces de poner en común con quienes, de verdad, les dan ese cariño, tan necesario y tan real, que da el trato frente a frente. Hay que reconocer que el director cuenta con la colaboración inestimable de un elenco que se muestra natural, espontáneo, contenido, coqueteando peligrosamente con la explosión que nunca se llega a producir salvo en sus propios códigos éticos. La noche de Madrid se tiñe de rojo porque la Luna, al fin y al cabo, es la única que puede ser testigo de lo que nunca nos atreveríamos a confesar.

Y, desde luego, tenemos un buen muestrario de personajes que se debaten entre los tópicos que ya intuimos y que nunca reconocemos en nuestro propio entorno real. El sexo telefónico, la fotografía comprometedora, la opción vital, el desliz inoportuno y, también, la moderación de la madurez están ahí, compartiendo mesa y mantel en lo que no es más que un viejo embrujo que permite que echemos un paso atrás para poder avanzar con una mirada más certera. Es cierto que de la Iglesia se inspira en otra película italiana de idéntico título dirigida por Paolo Genovese, pero aún así demuestra, una vez más, lo bien que sabe manejarse en los interiores, con movimientos de cámara excepcionales y dejando el protagonismo a las personalidades escondidas de los comensales, ocultos en la jungla casi esotérica de unas comunicaciones que tienen que morir para ser reinventadas. El ejercicio es bueno, interesante, complejo y con gracia y la serenidad que sobrevuela la cinta es todo un gusto para unos tiempos en los que sólo vale destruir lo que se tiene por culpa de algo que es puramente virtual. Guárdense este artículo, por favor…y que no lo vea nadie.

martes, 5 de diciembre de 2017

LA SENDA TENEBROSA (1947), de Delmer Daves

Debido a las festividades de esta semana, sólo publicaremos el jueves el artículo relativo al esperado estreno del viernes anterior. Retomaremos el ritmo habitual a partir del martes 12 de diciembre.

Todo depende del punto de vista con el que se observen las cosas. Cuando la mirada es propia, es más fácil darse cuenta de las estrecheces del cerco policial que acosa a un evadido de la cárcel. También hay un peso moral, de cierta envergadura, que se mezcla con la rabia porque nos damos cuenta de que ese hombre, que somos nosotros, fue condenado injustamente. Mientras tanto, la historia de uno mismo, se dibuja a través de los personajes con los que se encuentra. El tipo despreciable que te recoge en la carretera y empieza a hacer preguntas incómodas, el taxista solitario que no se sabe muy bien qué intenciones guarda, el doctor en cirugía plástica al que le han quitado la licencia y que resulta ser un individuo bastante repugnante y ella…sólo ella…nada más que ella. Con ella, la luz del día resulta diferente y la idea de libertad se vuelve irremediablemente atractiva. Con ella, la música suena a pesar de tener a toda la policía pisándote los talones. Con ella, sencillamente, la esperanza es posible y eso es algo que Vincent Parry perdió cuando cerraron los barrotes tras él.
Claro, que hay algo más. Primero está George. Un buen amigo. De él se puede fiar cualquiera. Algo inocente, tal vez, pero está dispuesto a ayudar. En el fondo, volver a verle, aunque sólo sea un momento, resulta reconfortante. Y también está Madge…esa víbora que resulta, a partes iguales, atractiva y rechazable. Su lengua bífida se dispara en todas las direcciones después de que sus ideas pasen por el corrupto horno de su mente. Siempre piensa en lo peor y es condenadamente lista. Retuerce las cosas hasta lo impensable y, a partir de ahí, se monta su propia versión de los hechos. Habrá que cambiarse la cara. No están los tiempos como para ir enseñando tus facciones por ahí. Madge te puede reconocer. La policía te puede reconocer. Incluso tú te puedes reconocer.
Así que una vez que está resuelto el problema del espejo, nos volvemos a poner en la piel del espectador para asistir a los intentos desesperados de un hombre por demostrar que es inocente. No resulta fácil porque da la casualidad de que, allí por donde pasa, va dejando un reguero de fiambres. Y se le están acabando las oportunidades. Sólo la presión podrá serle de ayuda y, tal vez, su nueva cara. Esa misma que hace que un hombre tan feo sea irremediablemente guapo. Esa misma que parece surcada por cicatrices de vida y no de operación. Esa misma que hace que, de alguna manera, nos adentremos por un pasaje de oscuridad esperando encontrarnos con el odio de aquellos que nunca supieron lo que había en nuestro interior.

Humphrey Bogart no está en esta película. Lauren Bacall es la misma luz. Delmer Daves es el autor de una maravilla visual. Y el público, en su día, no supo entender que esta película es un estupendo intento de evolución que sobrepasa el buen gusto y las intenciones de La dama del lago, de Robert Montgomery, realizada dos años antes. Así que es mejor sentarse en la oscuridad, que nadie nos vea la cara, y, extasiados, dejarse llevar por la personalidad de otro…

viernes, 1 de diciembre de 2017

REGRESO AL FUTURO (1985), de Robert Zemeckis

Marty McFly llegaba tarde a todas partes. Su habitación era una leonera. Su día a día consistía en correr y no buscar demasiadas peleas. Es un artista del monopatín y es joven, muy joven. Tan joven que hace creer que todos los demás son jóvenes. Está fascinado por la ciencia y los nuevos inventos y ayuda, en sus ratos libres, a un viejo loco desquiciado a poner en marcha sus locas teorías. Sí, Marty McFly llegaba tarde a todas partes. Y el mismo tiempo se le va a requerir para que esté puntual en algún lugar del pasado.

Sí, porque lo imposible pasa y Marty tiene que correr para que las cosas sean como siempre han sido y tiene que hacer que todo encaje y que el tiempo se vuelva de espaldas sobre sí mismo y toda la juventud se traslade a sus padres, que en su día fueron buenos chicos a los que les faltó un pequeño empujón para realizar todos sus sueños. Marty va a ser el elemento clave para que esos sueños se hagan un poco más realidad. Basta con viajar al pasado en un coche al que el mismo tiempo se ha encargado en encumbrar como mítico y estar en el momento justo en el lugar adecuado. Claro que el tiempo no deja de ser un niño travieso al que le gusta jugar a la doble realidad. Si Marty interfiere demasiado, lo mismo sus padres no se conocen y él se borrará como si nunca hubiera existido. Es lo que tiene viajar en el tiempo. Se crea una disgregación espacio-temporal si se interviene demasiado y entonces la realidad se transforma creando otra realidad paralela y… bueno, todo esto no son más que minucias científicas que el propio Marty intentará demostrar en su periplo por la juventud de sus padres. Lo importante es dejar al inútil de Biff bien sentado en el suelo con la cara rota y el entendimiento aturdido y hacer que todo marche como la seda en ese maldito baile del fondo del mar que se organizaba en el instituto. Para ello, por supuesto, habrá que asombrar a los espectadores con la sabiduría encima del monopatín, tocar un poco la guitarra con un éxito que aún no se ha compuesto, tratar de hacer que papá sea más hombre y refrenar a mamá en sus instintos más reprimidos. Coser y cantar. En este caso, conducir y tocar. Y así, viajando al pasado y regresando al futuro, toda una generación de jóvenes quisimos correr como Marty, quisimos vestir esos vaqueros y calzar esas zapatillas, quisimos dar rienda suelta a esas desquiciadas carreras y quisimos, cada vez que nos acercamos de nuevo a esta película, volver a sentir que no llegamos a tiempo a ninguna parte. Maldito regreso al futuro…