miércoles, 31 de diciembre de 2008

LA CONDESA DESCALZA (1954), de Joseph L. Mankiewicz


Varias personas están empapándose bajo la lluvia en un cementerio. El cielo llora porque la belleza se ha ido. Y cada uno de ellos recuerda…recuerda y no quiere dejar de recordar lo que significó ella en sus vidas. Para unos fue el renacimiento y el reencuentro con el éxito. Para otros fue el vehículo para una falsa libertad. Para aún más fue el símbolo inalcanzable de lo perfecto, de lo hermoso, de todo aquello que un hombre puede desear en una mujer. Y mientras, la lluvia cae, castigándoles porque todos fueron erosionando, con pincel de lujo, la imagen misma de una mujer que quiso volar, quiso amar y ya sólo quiso morir.
Bajo esa extraordinaria forma de narrar bajo distintos puntos de vista que es marca de la casa del gran director Joseph L. Mankiewicz, vamos parando por los mojones del camino de la existencia de una mujer que fue nada, que fue orgullo, que fue estrella, que fue polvo enamorado, que fue todo y que volvió a ser nada porque se dio cuenta de que todo por lo que había luchado se podía esfumar delante mismo de sus ojos, simplemente porque su belleza era tal que todos deseaban poseerla y amarla pero nadie deseaba darse a ella. Quizá sólo ese director de cine que ya ha llegado al declive, espléndidamente encarnado por Humphrey Bogart, sabe que el pensamiento de esa mujer a la que siempre le gustó ir descalza pasa por el mármol de una diosa que también sufre y que también muere cada vez que alguien sólo mira por su propio egoísmo. Y ella es una mujer que camina entre lobos, que sólo quieren explotarla, pasearla, exhibirla, amarla y que ella se dé sin esperar nada a cambio. Y cuando ella decide darse…entonces es cuando no recibe nada a cambio por culpa de un egoísmo disfrazado de amor, de un amor trastocado en crueldad, de una crueldad expresada en caricias, de unas caricias que no son más que la salida de la frustración y de la misma impotencia.
El día cae y la lluvia no cesa de golpear. Edmond O´Brien, otro actor como la copa de un pino, recuerda que tuvo que lamer muchas suelas de zapato para salir adelante y convertirla en una estrella. En su memoria, enterradas bajo demasiadas losas de vergüenza, hay muchas ocasiones en las que no supo comportarse como un hombre y muy pocas en las que no supo comportarse como el pelele que realmente es. Él sirvió y tampoco recibió nada a cambio, salvo una vida de servilismo que le rebaja a la condición de gregario bien pagado mientras tenga la boca cerrada y el pañuelo en la mano para secarse el sudor. Él sabe, en ese rincón donde guarda la hombría, que ella fue una gran mujer.
El cielo sigue llorando y Rossano Brazzi pena por este desierto de sentimientos que se ha quedado entre los mortales porque la amó tanto que no supo amarla. Quiso hacerla tan feliz que sólo la hizo desgraciada. Y nosotros, simples mortales, asistimos al adiós que siempre quisimos recordar en una película que nos ha dejado para siempre el suave rastro de la belleza. De la única belleza. De la mayor belleza.

martes, 30 de diciembre de 2008

EL RAPTO DE BUNNY LAKE (1965), de Otto Preminger


Tu hija ha desaparecido. No hay rastro de que la niña exista. Eres extraña en un país de seguridades y certezas, pero no hay certeza de que hayas tenido una niña alguna vez. La desesperación te recorre igual que se registra a conciencia la guardería donde la dejaste. Nadie la ha visto. Nadie la conoce. El tiempo es tu enemigo. Eres madre soltera y sólo tienes la ayuda de tu hermano y de un inspector de policía que sabe ver que algo raro hay en toda la historia, si es que hay historia que contar. El escepticismo recubre su mirada metálica porque ni siquiera sabe si merece la pena profundizar en una desaparición que huele a neurosis. Pero muchas veces, el foco apunta hacia la dirección incorrecta y la neurosis está presente en la infancia, en una infancia cruel y absorbente, en una infancia despiadada que rompe el juguete que no sirve, en una infancia que ha quedado anclada en algún lugar del pensamiento, en algún lugar del rencor.
Otto Preminger tuvo un gran fracaso cuando esta película se estrenó. Muchos dijeron que, en su afán por abordar a golpe de crueldad una polémica que ponía en juego las tribulaciones de una madre soltera a mediados de los años sesenta, era demasiado para un público al que no le gustaba regocijarse en la enfermedad mental que, al fin y al cabo, es un trozo de intimidad. Sin embargo, es una historia que destaca por su precisión abrumadora, su agonía de la razón y por la complicada dirección de actores que plantea la desesperación de Carol Linley como la madre que queda atrapada en la mentira, la ajustada buena presencia de Keir Dullea, la calculada ambigüedad de Noel Coward como el patrón de la casa donde viven y, sobre todo, la deliberada neutralidad que destila Laurence Olivier en la piel del policía que nunca está desorientado pero que pisa con fuerza justo sobre la delgada línea que separa la locura y la cordura. Los títulos de crédito, como siempre fantásticos, de Saul Bass ya nos avisan del papel rasgado con descuido por los niños, como queriendo hacer desaparecer el garabato que sale de la imaginación, y la rúbrica de un monigote que nos delata la existencia de una vida tras cada roto. Terrible e intrigante, “El rapto de Bunny Lake” es un pedazo de blanco y negro muy inteligente tras una melodía de infancia porque, sencillamente, no hay mayor misterio que el pensamiento de un niño. Un misterio que los adultos, fáciles desmemoriados de aquellos días de juego y diversión, no somos capaces de desentrañar. Por eso, muchas veces, descendemos los peldaños que nos separan de nuestros hijos, para volver a ser, aunque sea por unos instantes, aquellos niños de gritos, de columpio desbocado y de personalidades confundidas continuamente por soñar que fuimos piratas, espadachines, pistoleros, policías, malos y buenos. Y rara vez podemos olvidar todas aquellas ocasiones en que, bajo la mirada atenta de nuestros padres o de nuestros hermanos, fuimos buenos y fuimos malos. Todas fueron vidas que ya hemos vivido. O tal vez no.

viernes, 26 de diciembre de 2008

EL INTERCAMBIO (2008), de Clint Eastwood


Volver a ver una película de Clint Eastwood es como asistir de nuevo a la conferencia de un viejo profesor que en los días jóvenes marcó un cierto sendero a seguir. Sólo que esta vez ese viejo profesor opta por arrasar el alma, expandir un rastro de áspera amargura, incitar al convencimiento de que la corrupción hiede y decir que luchar por lo que crees que es justo es tarea reservada sólo para aquellos que siempre tienen encendida la débil luz de la esperanza.
Y es que Eastwood compone una película llena de sobrecogimientos, de terribles sombras de manos tapándose la vista, de temerosos presentimientos ahogados en la cara amable de quien se supone que está a tu servicio, de horribles soledades que te dejan sin aliento y sin lágrimas que derramar por mucho que tus mejillas se llenen del agua de tus ojos. Luchar, casi siempre, es perder. Perder, casi siempre, es amar. Y es esa constante la que se presenta con mucha frecuencia en el cine de este gran maestro, la relación entre padres e hijos, entre padres que no están e hijos que no vuelven, entre madres que sí están e hijos que sólo se quedan en el recuerdo enterrado de lo que se convierte en fuerza, en la invencible coraza de una mujer que se propone ir más allá de lo que se ha ido nunca para que el mundo crea y comparta lo que dice.
Por el camino, Eastwood no deja de ofrecernos ese cine tan cercano al de John Ford (su estilo se parece mucho más al del tuerto genial que al de los recurrentes y simplistas recuerdos de Don Siegel y Sergio Leone) y hace alguna parada en Nido de víboras, de Anatole Litvak y para ello se sirve de una actriz que hace gala de una intensidad plena, espléndida, tensa y creíble como es Angelina Jolie. Y estamos moviéndonos más en los territorios de la decepción y de la destrucción que ya nos enseñó en la magistral Mystic River desplegando además una paleta de colores apenas contrastados, como si el tiempo hubiera dejado su huella por encima de estos fotogramas hechos de dolor, de rendición imposible, de terrenos de sangre y miedo.
Y no es una película redonda. En algún momento, se nota la endeblez de algún punto del argumento, como la nada desarrollada historia del niño sustituto aunque bien es verdad que Eastwood exige un esfuerzo al espectador al situar la historia en una época de depresión y pobreza (que casi nunca es mostrada) en la que cualquier ser humano valoraba más un plato de comida que la propia libertad o en la que ser madre soltera era sinónimo de ninguna confianza, de suspicacia ilícita, de mentira asegurada.
Más allá de eso, el gran director hace una película sencillamente magistral pero que se nos presenta con un pequeño problema emocional. Es una historia que te deja tan arrasado, tan desolado, tan estéril que no deja voluntad alguna de volver a verla. Es olvido para las sensaciones, es enterrar un recuerdo que se quiere dejar ahí, como algo que, sin duda, sirve de experiencia pero que no se desea repetir. Eastwood, esta vez, gana al público por la mano y con un par de dedos de corrupción bien destilada.
No hay nada que perder para quien ya lo ha perdido todo. La psicosis existe porque anda suelta en algún lugar y pasa muy cerca del portal de nuestras casas. Incluso los monstruos tienen miedo de ir al infierno porque hace tiempo que ellos mismos lo construyeron. Y todo, absolutamente todo en esta vida, tiene un revés, otra versión y una tergiversación que puede volverse contra nosotros si el interés está en preservar el robo y el poder por encima de las vidas de las mismas personas. Y quiero creer que siempre habrá un director de cine que será capaz de decirnos todas estas cosas a la cara para que no olvidemos y nos convirtamos en bestias que cierran los ojos ante las desgracias de otros que tienen tanto amor para dar y no esperan nada a cambio. La esperanza está ahí, al otro lado de una alambrada, al otro lado de una cámara.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

UN GÁNGSTER PARA UN MILAGRO (1961), de Frank Capra


Navidad es tiempo de milagros. Quizá un mafioso quiera dejarlo todo por una manzana bien limpia. Tal vez, una mendiga sea el reflejo de una gran dama. Puede que un caradura buscavidas dé el pego de honorable juez. E incluso es posible que un mayordomo sea simplemente un mayordomo aunque se apunte al juego con una entrañable risa repleta de travesura y viveza.
Claro que, ya puestos, podemos llegar a pensar que el alcalde y el gobernador de una enorme metrópolis no sean más que unos rateros de tres al cuarto…Pero el milagro…el verdadero milagro no es otro que ese algo que siempre pasa a nuestro lado todos los días y apenas nos damos cuenta de que existe. Es el amor. El amor a otra persona. El amor a una hija. El amor por la honestidad. El amor por el más humilde de los oficios. El amor por colaborar en la educación de una chica por parte de unos cuantos lisiados que viven de la limosna. El amor por hacer una película (Frank Capra hizo esta película con mucho amor y, aún más, con mucho sufrimiento pues sufrió durante todo el rodaje de unas neuralgias temibles. En sus memorias El nombre delante de los títulos, él llegó a decir “era como un ave que clavaba sus garras en mi cabeza”). El amor por un hombre que está inmerso en la vorágine de la mafia. El amor…es Navidad…tiempo de milagros, tiempo de amor…
Segunda versión de la historia que ya Frank Capra dirigió en los años treinta con el título de Dama por un día, esta película está hecha de un color especial, de una textura tan cercana, de una caracterización de personajes tan entrañable que uno no puede más que sentir alegría al verla aunque en su tiempo la calificaran de ñoña y de muestra de la decadencia evidente de un gran director de la época dorada del cine. Sinceramente, yo no lo creo así. Un gángster para un milagro es una película excepcional que cuenta con interpretaciones fuera de serie de Bette Davis, Thomas Mitchell y Edward Everett Horton. Y uno sabe que detrás de esa cámara hay un director que, más allá de los posibles reproches que se le pueden hacer al bordear la candidez de alguna de sus obras, llega a ser impresionante con un dominio del ritmo, una cadencia fílmica, un saber colocar la cámara que llega a dejar sin aliento a quien se fija en la técnica. Pero ¿a quién diablos le importa la técnica? Este tipo era tan bueno que llega a dejar sin resuello también a quien sólo busca una historia en la que sumergirse con una media sonrisa, algo de tensión por el deseo de que las cosas salgan bien, un voraz afán por seguir en la línea de la narración simplemente para saber qué es lo siguiente que ocurre…Capra era así. Siempre te hacía desear ver el siguiente fotograma que había impreso en un celuloide que él supo hacer como si fuera…como si fuera…un milagro…Feliz Navidad…Felices Milagros…


martes, 23 de diciembre de 2008

LA NOCHE DE LOS GIGANTES (1968), de Robert Mulligan

A continuación, reproduzco el artículo de homenaje al director Robert Mulligan tal y como aparecerá en el periódico el próximo viernes en el suplemento cultural del mismo. El hombre que se preocupaba de la mirada de un niño se nos ha ido y hoy ese niño ya no mira, tan sólo llora.

Alcanzar la edad en la que uno se retira, mirar a las montañas, trabajar lo indispensable para mantenerse y oler el fresco aroma de la hierba recién mojada es algo que todos desearíamos en medio de los tardíos guarismos de la paz avejentada. Sólo falta la pintura en las paredes de tu vida, alguien que te cuide y que sepa ver con nitidez al hombre que hay detrás del aventurero.Huir de lo que se odia porque el dolor es tan grande que ya se te dibuja en los ojos es lo que desea una mujer que no deja de mirarte a pesar de que lleve a cuestas a un niño que es el mero vínculo de una unión forzada. Y los tres caminos, hombre, mujer y niño, se cruzarán en un imposible cambio de vía cuya estación de destino es una salvaje noche de gigantes enfrentados.La soledad es siempre un enemigo difícil de abatir y ni el padre del niño, ni el explorador jubilado, están dispuestos a hundirse en ella y esperar a que la muerte sea el acompañante ansiado. Pero hay una diferencia fundamental entre ellos y no es más que la voluntad de una mujer. Y ambos tendrán que luchar. Uno, contra ella. El otro, por ella. En medio de todo eso, miradas. Miradas de súplica. Miradas de negación. Miradas de compasión. Miradas de comprensión. Miradas de terror. Miradas huidizas. Miradas expectantes. Miradas de asombro, Miradas de matanza. Miradas de angustia. Miradas de valentía. Miradas de lucha. Miradas de amor. Miradas largas y silenciosas. Miradas de cruce de caminos. Miradas de hogar. Miradas de seguridad. Miradas de la noche. Miradas al cielo. Miradas de derrumbe. Miradas de muerte. Miradas de hombre. Miradas de mujer. Miradas de niño...Miradas, sólo miradas...Mientras, el padre del niño, no tiene miradas. No tiene ni rostro. Sólo es una amenaza permanente. Mata o muerte. Recupera o termina. Es un fantasma que recorre medio país porque le han arrebatado algo que, en justicia, también es suyo aunque lo intenta recuperar a costa de vidas que no le pertenecen. Y seguirá corriendo, tras su hijo, dejando tras de sí un reguero de sangre hasta que, delante de él, encuentre a su propia sombra obligándole a parar y a morir. Noche de gigantes, oscura y roja, sobre el fondo de la mirada de una mujer que te clava sus ojos como puntas de flecha...y de un niño que intuye pero no entiende la diferencia entre hablar y callar...o entre el bien y el mal...

LA SÉPTIMA CRUZ (1944), de Fred Zinnemann


Hay veces que en unos ojos se adivinan la quemazón de las privaciones, del sueño de la libertad encerrada, de unos ideales enterrados bajo la bota de la opresión brutal. Ernst Wallau, el narrador, no deja de formular un deseo bajo la niebla de la huida: “No importa a quiénes cojan, incluso a mí, pero no a Georg Hassler. Él tenía que salvarse”. El primero en caer es el propio Wallau y, desde ese momento, sabe todo lo que hace Georg porque Wallau está muerto. Y es que la muerte, en ocasiones, transfiere el poder de verlo todo, de saberlo todo, aunque la vida permanezca clavada en la cruz de la injusticia y del dolor.
Los ojos de Georg Hassler están quemados por tanto sufrimiento, no hay sombra de alegría o de esperanza en ellos. Va de un lugar a otro intentando huir hacia adelante pero lo hace sin entusiasmo, tal vez porque, de alguna manera, ya murió mil veces en el campo de concentración de Westhofen. Poco a poco, allí, se irán levantando las cruces de los que se fugaron con él como símbolos de muerte, como castigo a la ensoñación de ser libres, como ejemplo para quien se le ha arrebatado todo y ya no hay ejemplos para quien lo único que tiene que perder es la vida y eso, en 1936, en plena dictadura nazi, vale muy poco.
Georg se da cuenta de que todo lo que tenía y que le esperaba ha volado y él ha caído en el cómodo olvido. Sólo le queda la amistad como asidero para subir una valla plagada de cristales de ignominia. Y sus ojos, esos ojos tan hundidos, tan oscuros, tan faltos de brillo, delatan que no tiene fe en la escapada, que vivir es una carga demasiado pesada de llevar incluso si logra alcanzar la libertad. El suyo es un camino hacia una victoria plagada de derrotas. No hay salida después de romper la alambrada. Sólo hay soledad. Sólo hay el barro y la sangre. Sólo hay un hueco para arrastrarse. Y sólo hay la impávida reacción ante un mundo que te rodea de muerte. De muerte. De muerte.
Basada en el genial libro de Anna Seghers, Fred Zinnemann dirigió la adaptación cinematográfica escarbando en una de sus más preclaras obsesiones: la del hombre que se enfrenta hasta la extenuación contra elementos más poderosos que él y dirigidos por el silencio, por el poder, por la rabia, por la destrucción y por la cobardía, ayudado por la imagen expresionista y llena de textura de Karl Freund, director de fotografía que fue una auténtica leyenda de lo visual. Para ello, contó con un actor de inmensa categoría como Spencer Tracy que otorga una dimensión enorme al personaje de Georg Hassler, buscador de razones para seguir viviendo aunque encuentre una de ellas en el mero hecho de huir porque sabe que así habrá una cruz que quedará vacía y que, al revés que las demás, será un símbolo de vida para quien ya no puede ir mucho más allá de su propio límite.

viernes, 19 de diciembre de 2008

DOS CABALGAN JUNTOS (1961), de John Ford


Allí, donde el sol besa al horizonte, la figura de dos jinetes recortados en la cartulina del cielo se antoja un desafío a la amargura de dos pueblos que están destinados a odiarse. Allí, donde resuenan los cascos del patear de unos caballos que no son más que la prolongación de quien los lleva, hay dos hombres cuya amistad les lleva a tomar el camino de la desesperanza y a separarse por la crueldad de un cinismo más que inoportuno. Allí, donde las leyendas ya dejan de tener su música, sólo hay territorio para traer de vuelta lo que ya ni siquiera nos pertenece. Y dos hombres que cabalgan juntos están dispuestos a hacerlo. Uno, por llevar una gota de ilusión a quien perdió todo hace muchos años. El otro, por llenar una gota de oro en su propio taleguillo justo en el momento en que se da cuenta de que hay razones mucho más importantes por las que espolear el lento y cansino cabalgar de una vida que puede ser el último recodo antes de recibir el peor de los balazos: el desprecio, el racismo, la injusticia, el odio sin atenuantes…y todo parte del hombre blanco, del inmaculado, exquisito, heroico y orgulloso hombre blanco.
En esta historia de John Ford ya no hay sitio para las bromas, para las peleas a puñetazos multitudinarias, para la leyenda que se tiene que imprimir por encima de la verdad. Ford, en esta ocasión, agarró un guión que no le gustaba (la película se hizo por hacer un favor a Harry Cohn, jefe de la Columbia, que había comprado la historia y ya tenía a James Stewart y a Richard Widmark contratados para hacerla) y lo transformó en una savia de amargura lenta, que va quemando según se va viendo. Es una especie de revisión de Centauros del desierto pero bañada en un cinismo que no tiene nada de heroico. Dos cabalgan juntos no es una odisea en busca de algo que se ha perdido. Es una pérdida que se quiere transformar en una odisea. En los latidos de los corazones que se han quedado vacíos, se desea rellenar con lo extraviado lo que nunca debió perderse. Pero la frontera puede arrebatarlo todo. Incluso el recuerdo. Incluso la vida.
Por supuesto, a partir de un material ajeno, ésta es la demostración de que Ford podía rodar una obra maestra, adaptarla a su propia personalidad, imprimir su propio sello y hacer de ella uno de los mejores westerns que se hayan hecho nunca. Bien es cierto que si él leyera estas líneas me llamaría entre dientes y mordisqueando su pañuelo algo parecido a “maldito hijo de perra” pues él odiaba esta película. No soportaba tener que rodar un material que le había sido dado como un encargo. El problema más grande residía en que era capaz de hacer que nosotros no sólo lo soportáramos, sino que también lo adoráramos.
Así que, en el momento de sentarse a ver esta película, sus miradas tienen que ser atravesadas por las nubes del cinismo e intentar ver todo con una cierta distancia. El tiempo de canallas se ha adueñado de la mítica del western y comenzamos a tener la impresión, el agrio presentimiento, que quien fue valiente, también fue alguien a quien no miraríamos ni aunque nos lo pidieran. Y miren a su alrededor y sepan cuánta suerte, cuánta normalidad feliz les rodea si tienen a toda su familia al calor de las viejas historias, de las buenas historias, de las únicas historias. Y, tal vez, comiencen una conversación entre dos viejos amigos a la orilla de un río…pedazo de cine ininterrumpido hecho por un cineasta de eternidad.


jueves, 18 de diciembre de 2008

ULTIMÁTUM A LA TIERRA (2008), de Scott Derrickson


Ya comienza a ser cansino el que por estas páginas se asomen las letras del típico crítico sabihondo diciendo siempre que lo que se hizo antes ha sido mejor, pero es que a las mentes privilegiadas del cine, con esto de las crisis, lo único que se les ocurre es hacer nuevas versiones de películas que ya en su momento rozaron la obra maestra y lo que rozan peligrosamente es el ridículo.
Y el caso es que el cambio de motivo central para la visita de un extraterrestre (seamos sinceros, Ultimátum a la Tierra, versión del 51, nunca fue una película de ciencia-ficción sino un aviso muy serio sobre las tensiones casi insoportables que soportaba el mundo como consecuencia de la traidora y siniestra Guerra Fría) poniendo a Klaatu, el susodicho, como guardián ecológico del universo y arribando con el fin de acabar con el ser humano, la especie menos razonable del cosmos, porque si éste muere, la Tierra sobrevive, no deja de ser una buena idea. Lo que pasa es que, como siempre, lo que se quiere hacer no es una película que se convierta en una seria advertencia y un drama de tintes psicológico-científicos sino una bobada de muchos efectos especiales metidos con calzador, eso sí, muy espectaculares, para que la gente se quede boquiabierta y el guión se desfleque de manera vergonzante igual que la alfombra del recibidor de nuestra suegra.
Para empezar, lo de Jennifer Connelly como Doctora en Astrobiología (por cierto, que levanten el dedo los Astrobiólogos que tenemos en España) y Catedrática de Universidad y una de las mayores eminencias científicas del mundo con apenas 38 años que tiene la chica…no se lo cree ni el potito cuando ha bebido una copa de más. Sí, lo sé hay que meter a la piba de turno para que ponga el contrapunto de la belleza para una historia de amor que, simplemente, no existe. Siguiendo con defectos, un tipo del espacio, que también es menos razonable que un yoyo, llega con un poder extraordinario y una amenaza que dejaría con los pelos de punta al más pintado y no le dejan hablar en una conferencia de líderes mundiales que se celebra allí al lado. Eso sí, como premio de consolación allá que va la Secretaria de Defensa para hablar en nombre del Presidente de los Estados Unidos (una antipática y poco rigurosa Kathy Bates) que, por cierto, cuando las cosas pintan oscuras, se coge al Vicepresidente y se esconde (esto no es una crítica, es absolutamente cierto y muy realista). Luego, el extraterrestre lleva a la chica y a su ahijado a un sitio en medio del campo, en la misma orilla de un pantano. Un lugar más desolado que mi calva de medio pelo y resulta que, como por casualidad, aparece por allí un policía. Más tarde, van a ver a todo un Premio Nobel, interpretado por John Cleese que me gusta más cuando se pone gracioso, y, de repente por allí asoman los hocicos de los helicópteros del ejército…y nadie cae ni por casualidad que la casa del Premio Nobel está allí y que por algo el trío protagonista se ha dejado caer por aquella casa. Por último, resulta que el inmenso robot (de acuerdo, de acuerdo, en la versión antigua da risa pero sospecho que, ya por entonces, eso al director Robert Wise le traía sin ningún cuidado) al estilo de una película de serie Z de los años cincuenta, se deshace en bichitos que arrasan todo a su paso. Sí, sí, han leído bien. El robot. Y, por último, en medio de la nube de bichitos, el extraterrestre conmina a la chica a refugiarse debajo de un puente porque no les va a dar tiempo a llegar al platillo volante (que más bien parece un globo) y cuando a él le da la gana, sale y llega. Como ven, todo muy lógico, bien trenzado, currado hasta el máximo y tan creíble que hasta dan ganas de llorar.
¿Virtudes? Un momento que piense…Ah, sí, los efectos especiales. Cómo molan. Los bichitos esos es que lo deshacen todo. Y esa obsesión de Scott Derrickson, el director (que hizo una obra tan sólo aceptable aunque admirada por los grandes cerebros como fue El exorcismo de Emily Rose) por coger los andares de Keanu Reeves a cámara lenta no acabo yo de pillarlo muy bien. John Ford decía: “¿Saben ustedes lo que es el cine? El cine son los andares de Henry Fonda”. Siguiendo la frase podríamos decir que los andares de Keanu Reeves son tan impersonales que hasta el que se suscribe anda mejor aunque sea un poco más bajito. Sí, a mucha honra ¿y qué?
La pobre Connelly, la verdad, hace lo que puede con ese papel que le ha tocado. Llora muy bien e intenta por todos los medios dar un poco de dramatismo a ese personaje que uno no se cree ni en sus peores tardes de credulidad, pero eso no compensa un disparate que sólo se ha hecho con el fin de que veamos un montón desordenado de cosas (cogieron el guión de la versión del 51, han metido todos los elementos en la coctelera y luego lo vertieron todo descolocando el orden pero haciendo lo mismo) aderezado con efectos digitales a todo plan que, sinceramente, no necesitaban. Un producto más de aborregamiento fácil y consumo rápido. Esperemos que los extraterrestres de verdad sean mejores y un poco más expresivos porque aquí el único que se expresa es el robot con su ojo rojo.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

EL ÚLTIMO HOMBRE VIVO (1971), de Boris Sagal


Espero que cuando hayan leído este artículo hayan cogido su ametralladora de prejuicios y hayan vaciado el cargador ante la diana de las comparaciones. Seguro que una gran mayoría de ustedes saben que ésta es la misma historia que ha fascinado a medio mundo con el título de Soy leyenda. Ante la espectacularidad de un cine eminentemente visual como el que se rueda en nuestros días, El último hombre vivo fue un auténtico impacto en nuestros ojos incrédulos cuando se estrenó allá a principios de los setenta. Un escalofrío nos recorría el espinazo cuando nos daba por imaginar que podría llegar a darse la situación de que fuéramos el hombre-omega, es decir, el último de los hombres vivos en un planeta que se ha destruido a sí mismo. Cercado por una serie de mutantes que, además, plantean la regresión como única solución a no volver a caer en los mismos errores. La película nos mantenía en absoluta tensión cuando Neville, el protagonista, recorría la ciudad desierta, mantenía diálogos consigo mismo tan sólo por pura necesidad de comunicación, caminaba entre establecimientos en los que se respiraba la muerte y nos introducía de lleno en una dualidad espantosa que nos fustigaba con la luz y nos amedrentaba con la oscuridad.
Vista hoy en día, no cabe duda, hay algunos aspectos de la película que han envejecido mal pero, si prescindimos de esa espectacularidad a menudo superflua que invade la imaginación de nuestros días, sigo intentando imaginar cómo sería una vida que sólo encuentra la redención en la misma sangre de un Cristo renacido. No se pueden olvidar las tremendas connotaciones religiosas que inundan esta versión de la novela de Richard Matheson (genio y creador de otras historias de corte fantástico como El increíble hombre menguante o esa ópera prima de Steven Spielberg titulada El diablo sobre ruedas). La sangre, en esta ocasión, es la vida. Es el elemento necesario para limpiar una contaminación que sobrevuela el espíritu del hombre y que lo condena a la crueldad consigo mismo. La película está llena de metáforas, de nostalgia de una civilización que aún vivimos, de moralidad que aún no ha sido presa de lo trasnochado. Quizá aún conserva ese olor a pólvora de saber introducirnos en la posibilidad de estar solos, absolutamente solos, desoladoramente solos…
Boris Sagal, su director, un hombre especializado en la televisión, murió apenas diez años después destrozado por el aspa de un helicóptero y su experiencia en el cine no tuvo muchos más que media docena de títulos, pero aquí contó con una estrella que, entonces, estaba en alza como Charlton Heston que aún aprovechaba el rebufo dejado por El planeta de los simios, rodada unos años antes, y que es creíble en el papel de ese científico militar que, en el último momento, prueba una vacuna experimental contra la contaminación bacteriológica generada por la guerra y se convierte en un nuevo Mesías de una humanidad que ya no le puede escuchar, simplemente, porque ya no existe.
Siempre que he vuelto a ver esta película, tengo a mis dedos inquietos, o a mi pie dando pisaditas incansables en el suelo, o hago algún comentario en voz alta…Inconscientemente busco pruebas que me dejen bien claro que no, que no me voy a quedar solo, que no soy el último hombre, que allá fuera hay muchos más con los que me pelearé, a los que llegaré a odiar, a los que llegaré a querer, con los que llegaré a compartir…¿Hay alguien aún leyendo esto?...


martes, 16 de diciembre de 2008

COMO UN TORRENTE (1958), de Vincente Minnelli


Llegar al principio puede ser tan penoso como alcanzar el final. Vuelve un soldado que fue escritor. Regresa al lugar que le vio nacer, que le vio crecer y que, luego, le rechazó porque él mismo ya tenía muy poco que ofrecer allí donde se espera que hagas exactamente lo que tienes que hacer. Ya no sabe sobre qué escribir porque en algún lugar del camino se quedó todo lo que tenía que decir. Y su pueblo, su maldito pueblo no es más que un callejón sin salida donde nada está en orden. Su hermano le aborrece porque no quiere entrar ni en negocios, ni en componendas, ni en corteses reverencias a una sociedad perfectamente pulcra, aunque las cloacas siempre corran por debajo. La mujer que ama no le quiere porque cree que la tinta no está hecha de amor y él tiene un talento enterrado bajo algunas hojas de papel. Sólo cuenta con la amistad de un resabido jugador y con el amor incondicional de una mujer sin clase, sin atractivo, sin encanto…sólo tiene amor para dar. Sólo quiere tener la oportunidad de amarle. Y ella, sin embargo, conserva una luz, no muy brillante y de un tenue color rojo, pero muy resistente en esa multitud que sólo le ofrece la confortable seguridad de una penumbra que él no desea. Y él no quiere renunciar a ser. Sólo a ser. Sólo a tener el derecho de elegir. De elegir las palabras que puede poner en un papel. De elegir vivir el amor que late en su corazón deteriorado. Y cuando elige, todos los caminos confluirán en un cruce imposible, en un loco estúpido que sólo quiere cortar de raíz la felicidad que se le niega sencillamente porque ése no es el orden establecido. No es la satisfacción de su orgullo. Ese soldado asqueroso que se cree alguien le ha robado el sentir a una mujer que, por clase y torpeza, le pertenece a él aunque sólo sea para pasar un fugaz rato de placer olvidable. El drama estallará. La felicidad se pondrá en fuga para no volver y la violencia se instalará con la fuerza de un torrente descontrolado porque el destino no quiere jugar esta partida.
Basada en la excepcional novela de James Jones, “Como un torrente” fue dirigida con mano maestra por Vincente Minnelli y, con ella, construyó un mosaico hecho con luces de neón, con fracaso y derrota, porque todos pierden, con la vida descolocada de unos personajes sobre los que planea siempre el interrogante de lo provisional y eso, lo provisional, no es más que una burla, un engaño, un esquivar temporal a una bala que al final llegará a su diana. Para ello, Minnelli no dudó en dibujar un mundo de miserias y frustración poblado por Frank Sinatra en uno de sus mejores papeles dramáticos; Dean Martin, deliciosamente burlón y lleno de amistad; una exquisitamente vulgar Shirley McLaine; un aborrecible y siempre estupendo Arthur Kennedy…y un público cómplice que, mientras ve la película, se convierte en enemigo del torrente que pasa con la fuerza de lo que ya está escrito para conducirnos a la decepción que tanto daño nos hace cada día de nuestras vidas.

viernes, 12 de diciembre de 2008

AMORES CON UN EXTRAÑO (1963), de Robert Mulligan


La mirada infantil es una de las constantes que pueden aparecer en el cine de un director como Robert Mulligan. Ahí lo tuvimos de manera preclara en esa auténtica joya titulada Matar a un ruiseñor y lo tenemos confirmado en otras obras como Verano del 42 o El otro. En este caso, lo que tenemos es la mirada en potencia de un niño que aún no ha nacido y cuyo destino será el comprobar que sus padres son unos auténticos desconocidos entre sí y que él es fruto de un encuentro fortuito. Tal vez ese niño, ni siquiera llegue a nacer teniendo delante de sí la posibilidad de un aborto. Para ello, Mulligan contó con un Steve McQueen fuera de su registro habitual que realiza un trabajo dramáticamente perfecto y en el que demuestra su maravilloso potencial como actor alejado de las habituales producciones de cine de acción. En el lado opuesto, Natalie Wood, que, tal vez al ver el estupendo trabajo de su compañero, eleva varios grados su nivel habitual para componer un personaje de esos que se quedan impresos en algún lugar de nuestro corazón. Como soportes más que apreciables está Herschel Bernardi, como el hermano de la chica, un actor de comedia que se muestra posesivo e intratable o Tom Bosley, un interludio cómico realmente divertido.
Pero uno de los grandes aciertos de esta película es su tratamiento. Sin llegar a ser una comedia y sin perder la cara dramática en ningún momento, hay un sano sentido del humor que salpica toda la historia que hace que rara vez se nos caiga una sonrisa, a medio camino entre la hilaridad y la satisfacción, al ver esta historia de amor que derrocha ternura y valentía entre sus personajes tan entrañables como pintorescos. En cualquier caso, en una película que desprende una rara química entre sus intérpretes principales y en el que, en muchos momentos, las miradas llenas de expresión, capaces de sustituir a todas las palabras del mundo, son auténticas protagonistas de un drama que toca un asunto extremadamente serio, lo que la convertía, en el año 1963, año en que se realizó, en una historia valiente y osada que fue bien recibida en su momento.
El encanto de unas bobinas de película reside, en gran medida, en los ojos de quien las ve. Por eso, si la ven, yo les diría que se quedaran relajados, que piensen en las actitudes de estos personajes tan enamorados como perdidos y en lo que harían en su lugar. Tal vez así podamos entrar cómodamente en el juego que nos propone Robert Mulligan. Al fin y al cabo, la crudeza de un aborto puede hacer que la vida se escape a nuestro control, aunque suene a frase trasnochada y a pensamiento anquilosado.



jueves, 11 de diciembre de 2008

APPALOOSA (2008), de Ed Harris

 Antes que nada, tengo que pedir disculpas por no dedicar este artículo al estreno de Crepúsculo pero ¿saben qué? Yo soy de aquella generación de adolescentes que se quedó boquiabierta con Jóvenes ocultos, de Joel Schumacher y, sobre todo, con esa antigualla que es Noche de miedo, de Tom Holland y, la verdad, uno ya está mayorcito para hacer peroratas sobre un vampiro y una chica y su improbable historia de amor…anda, pero si es como Drácula…
El caso es que Appaloosa no es una buena película del Oeste pero tampoco es mala. Ed Harris, detrás de la cámara, ya demostró un par de buenas ideas con Pollock, su alucinada biografía del pintor abstracto más importante del arte americano y aquí retoma unos cuantos clichés para dar un aire de ambigüedad a todo el conjunto. Así tenemos que la chica decente, puede que no sea tan decente. O que la prostituta puede que sea una sabia. O que el malo esté tan bien conectado que siempre se salga con la suya. O que los poderes fácticos del pueblo, tan bienintencionados ellos, resulta que se junten con el primero que pasa en cuanto asoma la cabeza el dinero. O que un pistolero ya no lo sea por el hecho de llevar una estrella de latón en el pecho. El caso es que Ed Harris dirige con cierta originalidad algunos pasajes de esta historia y con un excelente trazado de los personajes principales haciendo que, sin ningún género de dudas, el punto fuerte resida en el trabajo de todos los intérpretes masculinos empezando por el propio Harris y siguiendo por Viggo Mortensen y Jeremy Irons. Tanto es así, que no cuesta nada imaginar esta misma trama siendo dirigida hace unos cuarenta años por John Sturges e interpretada por Burt Lancaster y Kirk Douglas en los principales papeles.
Por el contrario, el error reside en el horrible y exasperante casting femenino. Lo de Reneé Zellwegger es de juzgado de guardia. Con el físico ya cambiado e intentando dar un gesto de irresistible a su personaje de pianista que llega a un pueblo perdido en medio del polvo y hace perder la cabeza a todo el mundo mientras ella busca de rincón en rincón al macho dominante al que regalar sus encantos. Desierto de sentimientos que no es más que un reflejo del miedo de una mujer a la que le aterroriza la soledad, uno se pregunta lo que hubiera sido de este personaje si lo llega a interpretar una actriz de mayor entidad y de más calado dramático como, por ejemplo, Laura Linney. Y lo de emparejar a Ariadna Gil con Mortensen es un despropósito de aquí te espero. Eso podía funcionar en Alatriste pero no en Appaloosa, falta química entre estos dos personajes, falta un rayo de poesía y quizá un tanto así de trazado en esa relación.
Ahora bien, no nos equivoquemos que las apariencias pueden engañar. Appaloosa no es un western y no creo que esas sean las intenciones de Harris tras la cámara. Es una película en la que, aunque hay tiros y malos malísimos y cabalgadas e indios y demás tópicos, de lo que habla realmente es de una amistad, de un hombre que, por su amigo, es capaz de hacer cualquier cosa, de cabalgar hacia el horizonte en una irremediable soledad, de quitar de en medio los obstáculos para que su amigo, aquél con el que se entiende con apenas una mirada, tenga una oportunidad para ser feliz. Sobrar es siempre una situación incómoda y, a veces, aunque otro hombre sea la prolongación de uno mismo, hay que recurrir a la amputación.
Por otro lado, muy original la música compuesta por Jeff Beal para la ocasión, sin renunciar a los ritmos propios del far west pero con toques de modernidad muy certeros. El caso es que la película de Harris, con un buen montón de defectos a cuestas, me parece muy superior al despropósito proverbial que fue El tren de las 3,10, de James Mangold hace apenas un par de meses. Y digo esto sin olvidar que Appaloosa recorre todo el arco que va de Río Bravo a Río Conchos sin detenerse para tomar agua.
Hoy en día, quizá la sombra de Clint Eastwood sea demasiado alargada a la hora de abordar cualquier historia del Oeste. El mérito de este intento (que no está ni bien, ni mal, sino todo lo contrario) es que trata de alejarse del estilo de Sin perdón y acercarse un poco a la humanidad de unos hombres que no eran ni buenos, ni malos, sino todo lo contrario. Y eso, a finales del siglo XIX en el medio Oeste americano, era muy peligroso porque tan sólo bastaba con pisar la madera equivocada para decantarse hacia lo bueno, o lo malo…o quedarse en el medio y ser todo lo contrario.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

ODESSA (1974), de Ronald Neame


Sucios nazis pueblan la superficie de nuestra vida contemporánea. El peligro está ahí mismo, en símbolos de rayos que relampaguean en cuellos que gritaron odio. Y un hombre estará dispuesto a todo con tal de llegar al final y destapar los entresijos de una organización que da cobijo a todo aquel que sirvió bajo las terribles insignias de las SS.
Frederick Forsyth escribió una novela espléndida con esta premisa, hizo toda una descripción de una Alemania que ya se presentaba como inocente de toda culpa, como si el cambio generacional fuera el detergente que lavase todos los crímenes en nombre de una raza. Sin embargo, ponía el dedo en la misma llaga del silencio. Y esa misma nueva generación, la que calla y se avergüenza y que, tal vez, calla porque se avergüenza, es la esperanza que se ve ahogada por el encubrimiento, por el cerrar los ojos como sinónimo de un problema que nunca existió, por la cobardía de no enfrentarse con realidades infrahumanas.
Así pues, un periodista con vocación de investigador, con una cierta deuda con el pasado, decide comenzar a desenredar el ovillo que le lleve al mismo meollo de una trama bien organizada y de una organización secreta que hace que el sueño del renacimiento del nacionalsocialismo sea algo más que un simple deseo.
Sin duda, el hecho de llevar a la pantalla Odessa vino de la mano del tremendo éxito que supuso un año antes la extraordinaria adaptación que Fred Zinnemann hizo de otro de sus libros, Chacal. Tampoco cabe la menor duda de que Ronald Neame, realizador de ésta, no es Zinnemann pero sabe cumplir con oficio un guión brillantemente trasladado a imágenes conservando momentos de tensión realmente destacables y con un final que, además de sorprendente, es una muestra de dirección encarrilada en los mismos raíles del miedo.
Jon Voight, el actor que hace de periodista, realiza una convincente interpretación ayudado por un físico ario que realza aún más el desarrollo intangible de la trama oculta que acarrea la película. A su lado, Maximillian Schell hace uno de tantos impecables papeles de ambigüedad calculada en medio del arco que va desde El baile de los malditos, de Edward Dmytrik en los años cincuenta, hasta la impresionante interpretación de El hombre de la cabina de cristal, de Arthur Hiller, ya a finales de los setenta. En cualquier caso, la película arrastra pendiente abajo con los hilos de una trama fortificada tras cruces de hierro y saludos del propio miedo. Odessa, de hecho, ha sido una película de referencia a posteriores producciones que avisaban de que el nazismo no había acabado con la guerra y que siempre será una amenaza difícil de atisbar y complicada de exterminar.
Si deciden verla, no aparten la vista de la televisión. No comenten. Dejen que la historia les absorba por completo. Quizá puedan llegar a sorprenderse si se dan cuenta de que están rodeados de oficiales vestidos de gris y coreando consignas de racismo y odio que forman parte de la vergonzante historia de la Humanidad. La respuesta está ahí delante.



martes, 9 de diciembre de 2008

EL CONFIDENTE (1962), de Jean Pierre Melville


Un larguísimo travelling hacia atrás nos abre el camino de la delación. Un asesinato nos adentrará en el miedo. Un golpe que se convierte en tiroteo se convierte en la evidencia. Un hombre no dudará en utilizar la violencia para desentrañar la trampa que hace que, según sigamos los acontecimientos, estemos más y más seguros de que quien habló de más fue él. La muerte le persigue tan de cerca que parece una lengua pegada al paladar pecando con un silencio que es más cómplice de lo que nos imaginamos. Todo cuanto hace tiene un objetivo. Las apariencias, malditas apariencias, harán que creamos que quien está en el centro de toda la telaraña sea el culpable de atraer la traición. Y es que el camino de la sospecha está empedrado con adoquines de un código ético no escrito. Abrigos largos y sombreros grises son el atrezzo que esconde las intenciones. Por medio, la ambición por el dinero, la palabra que nunca debió ser pronunciada, la atracción rechazada, la sangre desperdiciada. Es el instante en el que debemos mirar a nuestro lado para saber si esa persona que nos tiende la mano es quien dice ser o es sólo el saludo del diablo.
Al final, los esfuerzos se quedarán ahogados en unos cuantos agujeros de rabia. Nadie se acordará de quien fue leal y nadie, salvo la muerte, sabrá quién fue el confidente. Es el precio que suelen pagar los que burlan a la verdad, aunque sea una verdad manchada de rojo e ira.
El éxito y culto que despertó “El silencio de un hombre” quizás ha ensombrecido un tanto el resto de la carrera de Jean Pierre Melville y, sin embargo, “El confidente” (al igual que otras obras suyas de altísimo interés como fueron “Crónica negra” o la impresionante “El ejército de las tinieblas”) es una película que supera en muchos aspectos a la radiografía del samurai que lleva su profesionalidad hasta sus últimas consecuencias. Aquí, Melville contó con un excepcional Jean Paul Belmondo que confiere una inusitada dureza, al mejor estilo Bogart, a un personaje fascinante, que sabe guardar sus cartas hasta el final guiándonos por el sendero de una traición que puede asomar en cualquier momento (también sorprende ver en los títulos de crédito como ayudante de dirección a un tal Volker Schlöndorff que apenas cuatro años después alcanzará notoriedad con la excelente adaptación de la novela de Robert Musil “El joven Törless”). Y es que adentrarse hasta las mismísimas entrañas del cine negro nos puede deparar un largo camino tomado en un travelling hacia atrás. Un retorno hacia la verdad que parte de una mentira mal contada. Quizá como este artículo.

viernes, 5 de diciembre de 2008

ÁNGELES SIN PARAÍSO (1963), de John Cassavettes


Adentrarse en los pasillos del laberinto de una mente que prefirió mantenerse en la ingenuidad puede ser una labor demasiado ardua para las personas que sienten y piensan como nosotros y, en medio de esos jeroglíficos de pensamiento e inocencia, puede que una mujer encuentre el rumbo y el destino de un cariño que tenía guardado para casos de extrema necesidad. Al principio, su comportamiento zozobrará mientras se escora entre la tiza de lo correcto y la pizarra del deber pero, poco a poco, como quien modela una serie de obras de arte, encontrará el sentido a todo ello, dará vida a quienes la necesitan, a quienes en su sonrisa sin día encuentran en ella el brillo de las estrellas. Todo ello ocurrirá bajo la mirada del sabio y veterano director del colegio que tiene la certeza de que aquel lugar de confusión, de ingenuidad, de inocencia retenida, de clamor de cariño, de dificultades agrandadas, es el campo por donde vuelan todos los ángeles que, en algún lugar de su nacimiento, se quedaron sin paraíso.
John Cassavettes, excelente actor al que recordamos por sus papeles en, por ejemplo, Código del hampa, de Don Siegel; o Doce del patíbulo, de Robert Aldrich y que luego se pasó a la dirección con una serie de títulos que destacaron por una simpleza sobresaliente y digna del mejor de los estudios (he admirado mucho sus obras "Opening night" y "Una mujer bajo la influencia"), siempre aborreció esta película que dirigió bajo órdenes muy estrictas del productor Stanley Kramer. Él quería hacer un drama sobre el problema psíquico de unos niños que necesitaban una guía para acceder a un mundo de adultos que levantaba un muro de incomprensión. Kramer, por su lado, pretendió concienciar al público del problema de la minusvalía psíquica infantil y de las maneras de abordarla para intentar hacer llegar un puñado de felicidad a unos niños que ni siquiera sabían qué significaba esa palabra. En cualquier caso, la película es estremecedora, inolvidable, valiente, un drama real (los niños no son actores, se interpretan a ellos mismos) y tiene un enorme valor en cuanto a su mensaje de paciencia que, casi nunca, es sinónimo de comprensión. En esta ocasión, ambos conceptos caminan unidos de la mano…de la mano de un niño que sólo desea dártela.
El tesoro que nos regalaron con esta historia nunca ha sido suficientemente reconocido y rara vez ha sido abordado de nuevo, entre otras cosas porque la película es de una honestidad sobrecogedora, no nos ahorra todo aquello que no queremos ver, no nos salva de mirar, hace que veamos que siempre hay un niño esperando, que todos nosotros también estamos esperando y que las emociones son las mismas porque la mente las procesa igual, no importa si somos ángeles o humanos. Quizá, para algunos, sea incluso una película muy dura de ver pero, al terminar, nos daremos cuenta de ciertos valores que teníamos un poco olvidados, recuperaremos rincones de humanidad que permanecían hibernados solamente porque nos hacía demasiado daño tenerlos presente. Es una película imprescindible, una joya del sentimiento. ¿Vamos a negarnos eso a nosotros mismos? No lo hagan, se negarán el paraíso.

jueves, 4 de diciembre de 2008

LA OLA (2008), de Dennis Gansel


Basada en el libro del americano Morton Rhue (que posteriormente adaptó el pseudónimo de Todd Strasser) que, a su vez, partía del hecho real acontecido en un Instituto de Palo Alto, California, en 1967 y que fue adaptada como mediometraje para la televisión en 1981, con Bruce Davison en el papel protagonista; Dennis Gansel articula una obra dirigida al público juvenil en la que avisa de los peligros de un fascismo que siempre ha estado dormido pero que nunca ha sido una idea en peligro de extinción.
Y es que la película nos avisa muy seriamente de que, dentro de cada ser humano, hay un fascista escondido. Un extremista que desea ser parte de un grupo. Un grupo del que emanan una serie de conciencias que nos inculcan una disciplina que deriva hacia la seguridad de que somos piezas imprescindibles de un engranaje que, sin nosotros, es incapaz de funcionar. Juventudes desorientadas, fácilmente influenciables aunque no exentas de sentido crítico, son capaces de afirmar sin rubor de que sí, que el nazismo era un rollo y que eso no se puede volver a dar, simplemente, porque la mentalidad del desarrollo y la conciencia de la historia hace que estén por encima de esa forma de autocracia. El profesor, convencido de que un régimen totalitario puede reimplantarse en cualquier país del mundo, comienza a establecer unas reglas que marginan a quien no las acate, que empiezan a ser parte importante de la actitud vital de unos alumnos que se entregan ante una época en la que tienen que tomar una serie de decisiones y no les apetece tomar ninguna. Y cuando hay un grupo al que le importas, una colectividad que es capaz de acogerte y de darte una seguridad de la que careces a esas edades, entonces es mucho más fácil tomar decisiones…porque las decisiones son propias de la misma colectividad. Desgraciadamente, el ser humano aún no ha evolucionado lo suficiente como para saber que los derechos del individuo siempre estarán por encima que los derechos de una colectividad. Aunque, tal vez, el confundido sea yo.
La inteligente parábola que plantea la historia de Rhue (con la diferencia de que en la novela plantea la trama en Estados Unidos en una especie de ajuste de cuentas con la historia y la película lo hace en Alemania intentando superar los traumas escondidos del pasado…e historia y pasado no son lo mismo) nos lleva a pensar que en todos y cada uno de nosotros hay un racista que, alguna vez, ha dicho una afirmación denigrante de alguien de otra raza; o que hay un integrista que desprecia a todo aquel que no sigue la reglas comúnmente aceptadas; o que hay un individuo marginal que lo que más desea en el mundo es ser aceptado y que, cuando eso ocurre, no hay nada que pueda importar más que esa aceptación. Y entonces es cuando nos adentramos en el camino del miedo, en el fantasma de la cruz gamada (idea de movimiento, al igual que una ola que sostiene a todos los que la siguen y se sitúan en la cresta), en el arrastre hacia una locura de la que no somos conscientes y el terror se va convirtiendo en la protección que hace que el grupo siga adelante, en el escudo que destroza y arrolla lo que salga al paso. La violencia es la respuesta y no tiene por qué ser una violencia física, sino que puede ser la más cruel de todas las violencias morales.
En cuanto a la película en sí, no cabe duda de que Dennis Gansel comete algunos errores (la introducción del personaje del turco que queda sin explorar, el partido de waterpolo presentado como caldo de cultivo en donde crecen las violencias latentes, o la elección del protagonista, Jürgen Vogel y su dibujo de profesor que, por ende, es ex okupa, rebelde, socialista convencido y que exhibe en la puerta de su buzón de correos una llamativa pegatina en contra de George Bush, que lleva el experimento de la realidad hasta más allá de lo permisible) algunos de ellos, de una ingenuidad increíble para un director que ya está bastante trillado en el oficio pero, sin embargo, la película no deja de tener varios puntos de interés para todos aquellos que se preguntan cómo un país se dejó arrastrar por unos cuántos fanáticos y convirtió en fanáticos a todos, porque o estaban con ellos o estaban contra ellos. A pesar de ello, Gansel intenta impactar con el final y lo que consigue es quedarse más corto que las letras que Rhue imprimió en la novela, tal vez para no herir ciertas sensibilidades.
El ejercicio de la crítica muchas veces también es un ejercicio de fascismo disfrazado. Muchos críticos quieren imponer corrientes de opinión para ser secundados por una orden disfrazada de razón. Y, si quitamos la estridente música a este experimento en el terror, algunos nos damos cuenta de que el precio de la libertad tal vez sea la diversidad de opiniones y el desorden rodeado de desidia. Y es que todos queremos ser libres…pero también nos llega a fastidiar muchísimo la libertad del de al lado. Es como para tener miedo. Es como para integrarse en el terror.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

EL YANG-TSÉ EN LLAMAS (1966), de Robert Wise


Todo cambió para el maquinista Jake Holman el día en que tuvo que disparar a su propio encargado de máquinas para evitar que fuera torturado. Su mundo de tuercas, pernos, válvulas, cojinetes y bielas saltó por los aires al respirar la imposibilidad de la disciplina militar. Y allí, en medio de un enorme río, propiedad de la rebeldía, se pregunta qué hace allí si los valores a defender se encuentran en otra parte. Sólo allí encontrará algo parecido al amor y eso sólo después de ser espectador de un romance de principio en el laberinto de la prostitución subastada y de final en la sordidez de ninguna parte. Sabe que, a pesar de los enormes espacios abiertos, de la belleza de un país a punto de iniciar una revolución, aquello no es más que un callejón sin salida donde sólo espera la humillación y la derrota.
Curiosamente solamente cuando la lucha y la necesidad le lleva a combatir por lo que realmente cree es cuando sentirá que estuvo demasiado cerca de abrir la puerta de una libertad descerrajada a golpe de fusil. No es fácil encontrar el río de la vida pero no porque las aguas sean anchas ése debe ser el cauce del destino. A menudo, salir de él es tarea de hombres grandes. Y Holman no lo es. Sólo es un hombre. Rodeado de grasa y de motor. De un mundo convulsionado que le rechaza por el mero hecho de ser extranjero. Del agua hostil que oxida el casco de un barco y roe los cimientos de una presencia que nunca debió de estar. Hundido por el peso de una autoridad que, no por disciplinaria, es mejor. Su mirada se arruga, se va haciendo más tensa y sabe que cuando no te quieren, lo mejor es irse y que cada uno se haga su propia guerra porque el precio a pagar será demasiado alto y que nadie comprenderá ninguna razón.
A veces, hay que matar a alguien que se sabe bueno simplemente porque no se puede saltar una barrera. Pero la proa de un barco debería ser la única respuesta a una guerra ajena. Ni siquiera vale la pena mirar. El dolor es íntimo y si ellos quieren matarse es el derecho que tienen de país y de pueblo el que los empuja a ello.
Es Vietnam. No. Es China. No. Es Irak. No. Es cine. Es Steve McQueen. Es Richard Attenborough. Es Candice Bergen. Es Richard Crenna. Cuidado. Es una bala con tu nombre. Es esta película. A tu izquierda, el Yang-Tsé está en llamas…


martes, 2 de diciembre de 2008

LA NOCHE AMERICANA (1973), de François Truffaut


En muchas ocasiones, el cine recrea, bajo parámetros de realidad, historias de ficción. François Truffaut primero hizo su particular testimonio de amor a la Literatura en “Fahrenheit 451”, verdadera pasión hacia lo inmortal, tránsito del hermoso rastro que el hombre puede dejar a sus semejantes. Años después, con “La noche americana” realizaría toda una declaración de vida hacia el cine, detallando todos los pormenores de un rodaje y creando el universo que se mueve alrededor de un amplio proceso para intentar contar una historia (aunque la historia en cuestión sea tan simple y comercial como la de la película ficticia “Os presento a Pamela”). A finales de los setenta, completaría el triunvirato de todo lo que amaba con la maravillosa “El último metro” mientras se adentraba en las bambalinas del teatro. Pero con “La noche americana”, Truffaut nos desnuda la complejidad de un hacer, las estúpidas obsesiones de quien se cree artista, las peleas inconcebibles, los problemas, miles, que surgen en el día a día antes de gritar “¡Acción!”. Parapetado él mismo tras un sonotone (en un preclaro homenaje a nuestro Luis Buñuel), Truffaut nos coloca delante y detrás de las cámaras, nos desvela hasta qué punto todo lo que aparece en pantalla es premeditado, los intereses punzantes que se mueven en los entresijos de lo que para algunos no es más que un producto que vender, la falsedad inherente a un mundo que se encarga de mostrar todo lo que es pura falacia, no mucho más que un cuento visual por el que hay que pagar.
En el camino, la paciencia para llegar a terminar algo en lo que se cree mientras uno de los actores pretende pasar buenos ratos en la cama, una actriz tiene el norte perdido y cree que puede encontrarlo en un proyecto “de calidad” que, al final, no se parece en nada a lo que el director tenía pensado, otro actor se desliza corriendo por una cuesta abajo que acabará en un abismo, otra actriz vivirá obsesionada por todos los instantes que la cámara le ha robado y han quedado ahí en algún fotograma, como si su propia belleza quedara enmarcada en una minúscula fotografía que ya nadie recuerda. Los demás miembros del equipo tendrán sus particularidades: la mujer que cose esperando que su marido termine una jornada que nunca se sabe cuándo va a acabar, la banda sonora interpretada por teléfono para que el director dé el visto bueno, el productor, escondido tras la roca de lo afable, que sólo piensa en hacer beneficios con lo que es un desastre anunciado. Y en el medio de todo, contestando a un mar de preguntas, luchando contra una tempestad de dudas, técnico de la media distancia, hacedor de sueños, escuchador de gotas de lluvia que al caer ensordecen todo lo demás, está el director. Creador derrotado que se ve arrastrado por las corrientes del capricho y de lo comercial. Su obra no será la que él habrá pensado porque, como a todos los creadores, llegará un momento en que le importe más terminar que dar la forma imaginada a lo pensado. Luego, no quedará nada, salvo un suave rastro de destrucción, las declaraciones mil veces oídas de que todos se han llevado maravillosamente bien y tal vez, sólo tal vez, las palabras amables de un supuesto experto en cine que mirará con indulgencia lo que ni siquiera se parece a la intención. Y es que el cine es como la vida. Nunca es lo que en un principio quisimos que fuera. Siempre, dentro de nosotros está la obra maestra que no nos han dejado realizar. Hoy por hoy, “La noche americana” es el acercamiento más certero y brillante que se ha hecho al mundo del cine porque la vida, esa vida que se recrea una y otra vez, también es ese plano en el que fingimos que el día es noche y el sueño, realidad.