viernes, 20 de julio de 2018

DOS EN LA CARRETERA (1967), de Stanley Donen

Ya estamos todos deseando tomar el sol o hacer una buena excursión por el campo. Las visitas bajan hasta el mínimo y es hora de tomarse un descanso así que, con esta película que narra muchas vacaciones, vamos a clausurar el blog hasta el martes 4 de septiembre. Mientras tanto, disfrutad, intentad ser felices y, sobre todo y ante todo, no dejéis de ir al cine, de ver películas, de soñar. Un beso para ellas y un abrazo para ellos. Feliz verano.

Todo empieza con una búsqueda que encuentra. Y la estación de llegada suelen ser dos ojos. Miran de una forma especial y tienes la sensación de que aquella mirada nació para ti. Claro, también hay casualidades que ayudan como, por ejemplo, la promesa de pasárselo bien al lado de unas cuantas chicas o que la que más fácil lo pone cae presa de un picor de pollo, pero eso es absolutamente secundario. Está esa complicidad que hace que todo salga con naturalidad, que haga que, de repente, los días sean más bonitos, más fáciles de llevar, más encantados de llegar. Una ropa indicada, un sitio para comer, un gesto que te parece un hechizo. La conversación fluye, como si fuera algo predestinado, y entonces hay gustos o puntos de vista que parecen partidos por la mitad y, de repente, se unen, allí, en cualquier sitio perdido. La cercanía no es solo física, también es de afinidades, de reacciones, de miradas…esas miradas que, si fuéramos un tercero, tal vez nos harían llorar de emoción, de ternura, de cariño, de ensoñación. Y el viaje, en esta ocasión, es, de verdad, un sueño.
Parece que el amor irrumpe y entonces quieres agradar, quieres que cada día, ella esté más enamorada de ti, que le guste tu sentido del humor, tu esfuerzo por construirte un futuro en el que, muy posiblemente, esté ella también, tus genialidades que ayudan a pasar una larga noche de ayuno, o una larga noche de hastío, o una larga noche de sexo, o una larga noche de aburrimiento. No importa, quieres sentirte necesario para ella y ella, allí, en ese momento, lo es todo, no existe nadie más, nada más y eso, para ti, es suficiente.
El amor se hizo juramento y el matrimonio trajo a los hijos y los hijos son tiempo y dedicación y exclusividad y prisas. El trabajo debería pasar a segundo plano, pero no has estado estudiando tan duramente para que luego los resultados pasen a tener una importancia relativa. Hay que trabajar, hay que presentar proyectos, hay que progresar y, en esa vorágine de nervios, te olvidas de que deberías trabajar por ella, que tendrías que presentar proyectos de vida en común, que todo progreso es inútil si ella no está. Los viajes se suceden, igual que los días, y entonces comienza la distancia, esa misma que acortas en cada viaje y alargas en tu convivencia.

De repente, esa mirada que te fascinó es más amarga. Tú has tenido alguna aventura y sabes que eso, más allá de la satisfacción del momento, fue un fracaso para ti. Sin embargo, ella se pasea por delante de ti con otro del brazo, intentando causarte dolor. Y es entonces, y solo entonces, cuando aparecen los hombres de verdad, porque ahí es cuando deben rebuscar en sus entrañas y remover todo lo que hizo que aquella mirada fuera tan especial, aquellos instantes fueran los más felices de tu vida y aquellos días en los que ella sonreía y se sentía feliz eran los días en los que tú sonreías y te sentías feliz. Tienes que volver a la carretera. Tienes que volver a la carretera con ella. Tienes que conseguir que esa mirada se mantenga y debes emplearte a fondo. Si no, todo lo que viviste con anterioridad será un coste irrecuperable, un fondo perdido, una nada disfrazada de todo. Tú y ella. La chica que te hizo ser un hombre diferente y especial. Eso no lo consigue cualquiera, Mark.

jueves, 19 de julio de 2018

MARY SHELLEY (2017), de Haifaa Al-Mansour

Los escritores suelen poner el alma en aquello que escriben. Su proceso de creación se compone de una suma de experiencias, sensaciones, impresiones y mentiras que, poco a poco, van tomando cuerpo en una narración que suele ser insólita y única. Es un proceso agónico, en el que nunca se sabe si se está llegando a la madurez o, simplemente, se está haciendo el juego hacia esa burlona hoja de papel en blanco que mira con su virginidad ciclópea lanzando un desafío. Es una forma, como otra cualquiera, de traspasar a frases una parte importante de sí mismos.
Muchas veces, las dificultades son necesarias para que ese compendio sensorial fructifique en una obra maestra que recorre los espinazos con un escalofrío de gramática y entra de lleno en la eternidad. Y, en determinadas épocas, uno de esos escollos casi insalvables era el mero hecho de ser mujer. Sin embargo, muy incautos eran los que creían que, con una simple prohibición repleta de prejuicio, eso iba a parar a esos seres que, en muchas ocasiones, están hechos de coraje y de osadía, de rebelión y de reto, de rabia y de empuje. Y eso es algo que tuvo que sufrir una escritora de la inmensa categoría de Mary Woolstonecraft Shelley.
No cabe duda de que la película gira en torno a su protagonista, Elle Fanning, que consigue llevar adelante un papel difícil, que oscila entre la coquetería y la seducción, entre la genialidad y lo razonable. Y la cinta tiene momentos de gran altura combinados con otros que no lo son tanto, con, además, la inclusión de una secuencia que llega a ser bastante ridícula. Tal vez porque el afán de su directora, Haifaa Al-Mansour, sea llevar las cosas al extremo de la androginia, perdiendo por el camino parte del valor que tiene el intento. Los actores masculinos son bastante lamentables, empezando por Douglas Booth en el papel de Percy Shelley y terminando por el extravagante Tom Sturridge como Lord Byron que realiza una creación más cercana al cantante Freddie Mercury que al inmortal poeta romántico. Sólo el veterano Stephen Dillane como William Godwin se salva de la quema y algunas de las mejores escenas le pertenecen.
Y es que es muy distinto creer que los escritores románticos eran unos radicales que pintarlos como si fueran unos seres bastante grotescos, que se escondían detrás de su radicalismo para practicar la promiscuidad sin ninguna vergüenza. Incluso un momento fundamental de la biografía de la propia Mary Shelley como puede ser esa velada a las orillas del Lago Le Mans en Suiza en la que Percy y Mary Shelley, Lord Byron y John Polidori, probablemente con algunas copas de más, comenzaron a desplegar su talento contándose unas cuantas historias de miedo en una noche de tormenta, se obvia completamente y, sencillamente, no existe. Mala elección teniendo en cuenta las posibilidades enormes que una secuencia así podría tener en una historia que lo pide a gritos.

Así que entre aciertos y errores se mueve la hazaña de esta mujer que rompió moldes y fronteras para recordarnos que la soledad es algo que nos acompaña a todos y que el abandono lo practicamos sin ningún remordimiento, como criaturas monstruosas dejadas a su suerte en la imaginación de una obra maestra que, por fuerza y por justicia, tuvo que escribir una mujer. 

miércoles, 18 de julio de 2018

LA CASA ENCANTADA (The haunting) (1963), de Robert Wise

De entre los muros de la tragedia, parece que surge un hechizo siniestro y temporal, como si una mansión de un siglo fuera la auténtica puerta hacia el misterio. Cada cierto tiempo, esa casa necesita una víctima propiciatoria y, cuando la consigue, forma parte de ella, como si fuera una piedra que sustenta sus paredes o sus columnas. Por eso ocurren fenómenos extraños que no tienen ninguna explicación aparente. Cuidado, alguien viene, alguien inocente, puro, deseoso de libertad en una vida demasiado gastada. Ella ya forma parte de la casa aunque sus cimientos no se hayan apoderado de ella todavía. Parece que oye los golpes de una anciana moribunda a la que tuvo que cuidar, pero en realidad son los gritos de auxilio de un alma que quedó sin socorrer. Los artesonados se mueven burlándose de su ingenuidad, haciéndola creer que una criatura sufre cuando es su propia mente. Las puertas se cierran debido a ángulos imposibles y, como consecuencia, no dejan entrar a las verdaderas fuerzas del otro lado que intentan traspasarlas, abombando sus bisagras, forzando sus goznes. El corazón de la casa es frío, como una corriente de aire que ni va ni viene a ninguna parte. Las estatuas clavan su mirada en los humanos y una imposible escalera de caracol se tambalea avisando de la trampa que la casa tiende con sumo cuidado. El encantamiento está ahí, poblando cada uno de los rincones de la mansión de la colina, desparramando la alucinación presta para ser creída. No hay sitio para un amor que no pertenece a otro mundo. Tampoco la pena es propiedad de la casa. Sólo las almas.
La turbiedad de las personalidades se pone más en evidencia cuando el entorno resulta tan intrigante, tan malévolo. Puede que la casa de la colina no lleve a ninguna parte y sólo sea una sucesión de fenómenos paranormales capaces de alimentar la paranoia de los que la habitan. Los sueños se ahogan entre sus espaciosas habitaciones. Y la razón se pierde entre sus manifestaciones físicas. Los guardeses ni siquiera pisan la casa en las horas más críticas y el miedo salta de debilidad en debilidad, tratando de hacer un nido para la inquietud. La casa encantada no extenderá sus brazos. Dejará que sus presas se acerquen a ella sabiendo que jamás averiguarán nada importante. El grito será solitario y el vértigo se acompañará de la lujuria que se aprieta en los sótanos de cada personaje. Los fantasmas no existen.

Después del éxito arrollador que obtuvo con West Side Story, Robert Wise se atrevió a dirigir esta película de terror sutil con un reparto de actores conocidos pero ninguna estrella como Richard Johnson, Julie Harris, Claire Bloom y Russ Tamblyn, todos ellos decididos a buscar la verdad en una casa que debería haber sido derruida hace mucho, mucho tiempo.

martes, 17 de julio de 2018

OCHO SENTENCIAS DE MUERTE (1949), de Robert Hamer

Si queréis escuchar el divertido debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "Terciopelo azul", de David Lynch, lo podéis hacer aquí.

Ascender en la escala social hasta conseguir un título nobiliario es muy fácil. Basta con eliminar a todos los que están antes en la línea de sucesión. El ducado de Chalfont es una pieza muy ambicionada por unos cuantos y bastante estúpidos pretendientes que guardan entre sí un sospechoso parecido físico. Ahí tenemos al pastor gangoso, al actual duque, al panoli al que le gusta empinar el codo y lo hace a espaldas de su señora esposa, a la activista por los derechos de la mujer, al banquero, al hijo del banquero…en total ocho obstáculos que van a ser eliminados sin ninguna contemplación por el eslabón más bajo de la cadena sucesoria. Todo porque la madre del individuo en cuestión fue rechazada en el seno de tan insigne familia porque quiso enamorarse de un melifluo italiano que cantaba ópera. Eso no se puede permitir en ninguna familia de rancio abolengo. El hijo de la repudiada ve la oportunidad y decide entrar en el árbol genealógico de los d´Ascoyne…y se van a enterar todos los que lleven ese apellido.
Por otro lado, hay algo más que sirve de acicate al muchacho. Una chica que decide casarse con otro a pesar de que está enamorada de él. Ella también tiene su perfidia a punto y eso hace que el desprecio y odio que siente el último de los d´Ascoyne se multiplique por ocho. Le humilla, sencillamente, porque es pobre. No conoce a los Mazzini, que el muchacho también tiene su mitad italiana. Así que todo hay que planearlo cuidadosamente. Y lo más difícil es el acercamiento a cada una de las personalidades insignes que le cierran el paso.
Sin embargo, hay un pequeño inconveniente en todo ello. Es el sempiterno y algo ridículo afán por pasar a la posteridad. Cuando parece que todo el camino está libre, un olvido insignificante puede cerrar las puertas a la vida. Lástima. El muchacho, ya no tan muchacho, lo tiene todo al alcance…y lo va a perder todo sin alcanzarlo. Imperdonable. La curiosidad humana va a matar al asesino. La nobleza ya no es lo que era.

Ésta es una de las mejores comedias de la Ealing, afanada por poner en tela de juicio la nobleza inglesa, sujeta a apariencias y falsedades, a estúpidos convencionalismos que impiden ver la humanidad que existe detrás de las personas. Excelente la interpretación de Dennis Price como el conspirador ladino e irritantemente educado, siempre con la expresión perfecta a punto de salir de sus labios, que decide no quedarse en el anónimo Mazzini y convertirse en el más alto de los d´Ascoyne. Pero, por encima de él, realizando la labor de muchos secundarios, está Alec Guinness, dando cuerpo a ocho papeles condenados a morir por la ambición, la envidia y la venganza de un pobre hombre que desea quitarse de encima la permanente sensación de la humillación. Y Alec Guinness lo hace con un buen oporto entre las manos y el paladar, con mucho gusto y poco exceso, como corresponde a un actor que hizo de la nobleza todo un recurso interpretativo.

viernes, 13 de julio de 2018

EL PROTEGIDO (2000), de M. Night Shyamalan

Los super-héroes existen. Ese mito de que se esconden detrás de identidades normales para no revelar al mundo sus increíbles cualidades es falso. En realidad, ni ellos mismos saben que lo son. Tal vez, nunca han sabido apreciar aquello que les convierte realmente en héroes. Puede que, en algún momento, hicieran algo que les pareció absolutamente normal y no se haya presentado ninguna otra ocasión para ejercitar esa extraña y aislada habilidad. Como buenos super-héroes también tienen su punto débil, su elemento agresor que les deja sin fuerzas y sin respuesta. Y, por supuesto, también pueden presumir de enfrentarse a un megavillano que jurará perseguirle hasta que los tiempos terminen. Aunque, quizá, de esto último tenemos todos, seamos super-héroes o no. Para perfilar del todo el retrato, poseen una vida privada complicada. Su chica no les hace caso. O su chica no sabe quiénes son, ni lo que son capaces de hacer. O su chica, simplemente, no quieren estar con ellos. Son seres con una capa cualquiera, un sencillo chubasquero que esconde su identidad en plena noche. Todo se reduce al reconocimiento de esa habilidad y hasta dónde se puede llegar.
Si el tipo en cuestión resulta que es guardia de seguridad, parece que el rizo se empeña en rizarse, pero es que no ha tenido ni una mala herida en su vida. No se ha roto nada, no ha sufrido daño alguno. Incluso es el único superviviente de una terrible catástrofe y no solo eso. Posee un sexto sentido que es capaz de anticiparse a las cosas que pueden ocurrir siempre que toque levemente al autor. Nada mejor que el trasiego continuo de gente para que pueda saber quién va a hacer daño en poco tiempo a algún inocente. Lo único que es necesario es darse cuenta del lugar que ocupan en el mundo. Y, tal vez, puedan parecer ángeles enviados por la providencia para evitar ese terrible daño. Y no va a ser nada relacionado con la propiedad del mundo o cualquier otro sueño megalómano, no. Son sólo las crueldades propias de una sociedad que se esfuerza en depredar todo lo que se mueve bajo las justificaciones más peregrinas.

Nadie entendió demasiado esta película de M. Night Shyamalan cuando se estrenó y, con el tiempo, ha ido ganando en consideración. Probablemente porque el universo de los super-héroes se ha ido agrandando más y más dentro de las salas cinematográficas de todo el mundo y se ha tenido una visión en perspectiva mucho más certera sobre lo que intentó este director de origen indio. La interpretación de Bruce Willis es fantástica, muy alejada de sus héroes de acción habituales, con una banda sonora de James Newton Howard llena de fuerza y sentido, pero sin caer en la espectacularidad. Al fin y al cabo, eso es lo que se buscaba, retratar a un super-héroe del montón, uno cualquiera, uno que, por pura casualidad, encontró cuál era su misión.

jueves, 12 de julio de 2018

OCEAN´S EIGHT (2018), de Gary Ross

Hay que reconocer que, cuando ellas quieren, las chicas tienen más estilo, son más ingeniosas, más intuitivas y más creativas que los hombres. Para ellas, las dificultades son sólo obstáculos necesarios de los que siempre se extrae algún aprendizaje. Y, por si fuera poco, se adaptan rápidamente a las situaciones imprevistas tratando de sacar provecho de todas y cada una de ellas. Saben extraer oro de sus oportunidades y también sus nervios destacan porque tienen, en muchas ocasiones, la frialdad de los diamantes.
Además tienen otras cualidades que son menos evidentes, pero igualmente valiosas. Improvisan mejor y, sobre todo y ante todo, conocen el punto flaco de cualquier enemigo al instante. Con chicas así… ¿quién necesita hombres? Sólo necesitan un objetivo y, a partir de ahí, son temibles, terriblemente elegantes, derrochan clase y su venganza, si la hay, es la peor posible porque se juega como una ventaja añadida. No es necesaria…pero sienta muy bien.
Así que ahí tenemos a la hermana de Danny Ocean preparando su propio plan y convenciendo a unas cuantas colegas para que se unan para un nuevo golpe que está bien pensado. Por supuesto, tienen sus propias armas y las utilizan sin piedad. No importa si al otro lado hay un hombre, una mujer o cualquier otro género que se nos ocurra. Lo llevarán adelante sin detenerse en otras consideraciones. Y todo con un buen puñado de encanto en sus mentes de ladronas.
Es verdad que a este juguete femenino le falta un poco para llegar al primer episodio de la serie de atracos de la banda de Danny Ocean, pero la película no es tan mala como se ha llegado decir. Tiene algunos saltos que cuestan entender. Es evidente que Cate Blanchett se come a todo el mundo a su alrededor y no cabe duda de que Sandra Bullock no está demasiado bien maquillada con ese rostro de esfinge que exhibe, pero todo funciona sin alardes, bien engrasado, con una banda sonora espectacular y con la seguridad de que, en esta historia, los hombres somos una pandilla de estorbos necesarios que sólo gozamos de indulgencia en sus pequeños guiños. Es decir, este atraco da exactamente lo que se espera de él. No mucho más, pero nada menos.

Y es que hay detalles de buen gusto, con su sorpresa incluida, con diálogos bastante certeros, con todas las chicas realizando su papel y sabiendo que, si las mujeres se llevan bien, es un equipo más imparable que cualquier otro. El triunfo también se convierte en la victoria y así ellas también tienen su oportunidad de demostrar que saben tanto o más que ellos. ¿Acaso importa cuando se habla de cine? Más vale que nos vayamos acostumbrando y volviendo la vista atrás para admirar tanta belleza exterior como interior. Nada desentona en esta aventura femenina. Ni siquiera un poquito de juventud ajada. Ni siquiera la indudable verdad de que todas ellas están iluminadas por el cielo para llevar a cabo los objetivos que se marcan. Estas chicas, nos pongamos como nos pongamos, son atracativas a rabiar. Y eso, como alguien que paga por un rato de entretenimiento, no se puede más que agradecer. Por mucho que esté algo lejos del original y bastante mejor que alguna de sus secuelas. Señoras…a sus pies. 

miércoles, 11 de julio de 2018

EL GRAN McGINTY (1940), de Preston Sturges

Votar más de una vez en las elecciones está muy feo, pero si un tipo es capaz de votar treinta y siete veces sin que nadie sospeche nada, es admirable. Y ése es el tal McGinty, un avispado mendigo que al enterarse de que las huestes del decrépito alcalde pagan dos dólares por voto coge carrerilla y salta de urna en urna y tiro por actividad nocturna. Así que es mejor que ese fulanito esté en nuestras filas, no vaya a ser que se le ocurra algún método mejor para que la oposición gane. Lo primero de todo es que vaya a cobrar algunas deudas pendientes con unos cuantos comercios ilegales que pagan por la protección del consistorio. Para él, el veinte por ciento…y, diablos, consigue que todos paguen, por un medio o por otro. Éste tipejo vale una fortuna. Oiga, alcalde, ¿por qué no le pone de concejal? Seguro que consigue unas cuantas ventajas añadidas para la próxima elección.
Concejal… ¿quién lo diría? De mendigo a concejal, no está mal, no señor. Lo malo es que de concejal lo hace de fantasía, no para los ciudadanos, no, que eso es una mala costumbre, sino para el partido así que cuando llega la hora, lo mejor es que se presente él como alcalde. Tiene labia, simpatía, don de gentes, carisma y además una mujer con la que no intima, pero que le da una imagen impecable de hombre honrado y de familia. Sin embargo, la conciencia siempre es demasiado poderosa. Y algo crece en el interior del deshonesto. Algo parecido a querer dejar huella porque se ha hecho algún intento a favor del bien común. Tal vez unas viviendas sociales…pero no, aún no es suficientemente poderoso. Más tarde, quizá.
Y esa tarde viene en forma del cargo de gobernador. Hay alguien que, incluso, pretende que se inicie una campaña para el congreso. McGinty se siente muy satisfecho. Tanto es así que hasta se enamora de su esposa. Inconcebible. Un político que ama a su pareja, eso… ¿dónde se ha visto? Y no solo eso. Ha sido tomar posesión y el individuo pretende hacer unas viviendas sociales, y unas carreteras, y preocuparse por los mendigos, y…no, no, no. Llegar a la cima cuesta mucho, pero bajarla requiere solo de un par de minutos.

Preston Sturges ganó un Oscar al mejor guión original por esta su primera película como director, que vendió a los estudios por el módico precio de un dólar a cambio de poder dirigirla. Así es cómo nació un gran director, sistemáticamente menospreciado por la industria, de mirada inteligente y certera, que sabía cómo hacer reír, a la vez de cómo hacer pensar. Y estuvo en la cima y cayó a la velocidad del rayo porque, ya se sabe, no interesan estos directores de tres al cuarto que sean demasiado inteligentes porque luego quieren dirigir lo que a ellos se les pone en la carpeta. La carrera de Preston Sturges tal vez fue un no dicho siempre con una amplia sonrisa que bordeaba la carcajada.

martes, 10 de julio de 2018

TERCIOPELO AZUL (1986), de David Lynch

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "El silencio de un hombre", de Jean Pierre Melville, con Alain Delon de protagonista, podéis hacerlo aquí.

El tránsito de la oscuridad hacia la luz suele ser un largo conducto sitiado por las bestias. Ahí, en ese periplo de pena y crueldad, suelen habitar seres que ni siquiera podíamos imaginar su existencia. Monstruos con forma humana que devoran cuanto tocan, agarran lo que quieren sin pararse en ninguna otra razón, destruyen todo lo que se pone a su alcance y sólo inspiran la compasión de la misma exterminación. Los deseos ocultos para ellos están tan claros como la luz del día y no hay represión contra ellos. Los sienten y los satisfacen sin piedad, desgarrándolo todo, violándolo todo, convirtiendo al mundo en un lugar sucio, en penumbra, con el alma asesinada y la locura deambulando sin rumbo. En ese tránsito, es inevitable el encuentro con lo grotesco, lo impensable y lo rechazable. Sin embargo, si se sabe mirar, también hay alguien que tratará de guiar con una pequeña luz hacia la claridad. Ya se sabe, todo lo oscuro es muy atrayente y siempre hay personas que prefieren quedarse en las profundidades de las tinieblas.
El mundo perfecto se distorsiona con los elementos más cotidianos. Un hallazgo inesperado, un ataque imprevisto, un intento de mantener todo lo inocente fuera de la realidad más repugnante. A partir de ahí, es necesario elegir y también dejarse arrastrar por el deseo es el mejor cebo para sumergirse en la negrura. De nada sirven los parterres cuidados con primor, la organización perfecta de la felicidad, la tranquilidad preservada en todos sus rincones. Ese submundo que se mueve, siente, padece y asesina está ahí, al otro lado de la calle, habitando en mentes enfermas que experimentan un placer inesperado con el ejercicio de la maldad. La cinta de Moebius se retuerce y hasta allí hay que llevar el alma si se quiere conservar un ápice de inocencia.
No cabe duda de que David Lynch levanta pasiones en muchos de sus seguidores. Son todos aquellos que afirman, sin rubor alguno, que es “fascinante pero inexplicable” y puede que sea así. Sin embargo, hay un peligro en la misma cinta de Moebius que Lynch proyecta en sus películas. Entre tanto simbolismo críptico que trata de retorcer la realidad para hacer llegar un mensaje que, por otro lado, es bastante evidente, puede que exista la simple y llana tomadura de pelo hacia un público que se muestra enfervorizado y abducido por unas imágenes en los que, sin duda alguna, Lynch despliega su parte más fascinante y más atractiva.

Aún así, dentro de las películas más típicas del propio David Lynch, esas que ahondan en sus obsesiones como proyecto más personal, hay que reconocer que Terciopelo azul no es una mala película y que algo hay de atrayente en esta enfermiza historia que recorre el cine negro, la inquietud post-adolescente, la crueldad innata del ser humano y la crítica feroz contra el estilo de vida americano. Quizá para algunos no sea suficiente, quizá para otros sea la obra maestra de un cineasta que tiene que ser maravilloso porque no se le llega a entender del todo. ¿Qué más da? ¿Importa algo lo que pueda pensar yo? Al fin y al cabo, sólo existe una delgada línea que separa al elogio de la censura y yo puedo tener una mente enfermiza que sólo quiere regresar a casa.

viernes, 6 de julio de 2018

MARAT-SADE (1967), de Peter Brook

Hacer de loco siendo un loco. El Marqués de Sade desea que los locos digan un puñado de verdades desde la misma inocencia de la locura. Quiere arrojar a la cara de un puñado de engominados la idea de que la Revolución fue una farsa, que cambió muy pocas cosas, más que nada porque puso a otros en el lugar que ostentaban los primeros para que siguieran las ejecuciones, las ignominias, los desprecios sociales y, sobre todo, el hambre. El señor de Sade quiere venganza y lo va a hacer a través de un puñado de dementes. A conciencia. Sin control.
La historia es simple. Se trata de recrear el asesinato de Jean-Pierre Marat por Charlotte Corday y las razones por las que se produjo. Marat, el ideólogo de la Revolución, el apestado que tenía que vivir dentro de una bañera acosado por una dermatitis infernal, sabe que se ha traicionado todo por lo que se luchó, pero no hace nada. Sólo escribe, escribe y también recibe. Mientras tanto, los maníacos de la conspiración siguen moviendo sus piezas para derrocar a la República poniendo a un Emperador. El bonapartismo crece por toda Europa y no hay nada mejor que un caudillo para liderar el futuro de Francia. Al infierno con el hambre, al diablo con las peticiones populares por una vida digna. La República se hizo para salvar sus libertades, no para darles de comer. En las sillas, dos ociosas espectadoras se unen a la representación. Tengan cuidado, madames, la locura no es fácil de controlar.
Basada en el extraordinario texto teatral de Peter Weiss, el afamado director escénico Peter Brook lleva al cine su propio montaje representado por la Royal Shakespeare Company. Respetando fielmente el escenario teatral, Brook maneja a esos actores del desquiciamiento hacia la radicalidad, hablando sobre lo humano en la rebelión y en el peligro de que, cuando las Revoluciones se han cobrado su tributo en sangre, las guillotinas y los filos demasiado afilados comienzan a convertirse en un arma para el control de cualquiera que huela a disidencia. Y si el acusado es demasiado famoso, siempre habrá plaza en algún manicomio donde será azotado, perseguido y humillado hasta revolcarse en su propia suciedad. A partir de ahí, no está de más, como medida terapéutica, obligarles a montar un teatrillo para entretener a los cuerdos, a ver si así se dan cuenta de la farsa en la que viven.

El problema está en que esos locos, esos rostros deformes por la neurosis, esas mentes perdidas en los sumideros de la Historia, pueden decir muchas verdades en el escenario. Puede que verdades disfrazadas o tergiversadas, pero verdades que evidencian la gran oportunidad perdida de la Revolución Francesa. Y siempre son los políticos los que corrompen cualquier gran idea. Tanto es así que parece que el mismísimo Marqués de Sade alberga buenas intenciones con esas representaciones aunque en su corrompida alma sólo puede albergar odio hacia el pueblo francés. 

jueves, 5 de julio de 2018

SICARIO 2: EL DÍA DEL SOLDADO (2018), de Stefano Sollima

Cuando un político cree que tiene una idea brillante, es hora de buscar refugio. Desde ese momento se desencadenarán una serie de hechos que acabarán en la inevitable decisión de dejar a todos en la estacada. No importa si se pertenece a la CIA, a la DEA, al Ejército o a un cártel. El resultado será el mismo. Los objetivos no se conseguirán, habrá muertes injustas, flecos por todas partes y la molesta sensación de que ha corrido demasiada sangre por nada.
Los cárteles de la droga han desarrollado el comercio de emigrantes convirtiéndolo en su fuente de ingresos más rentable. Lo peor de todo es que el país que se supone que debe recibirlos, tampoco quiere a todos esos parias sin hogar y no sirve de nada crear planes geniales para acabar con los cabecillas porque siempre habrá otros que estén dispuestos a ocupar su lugar. Así que a alguien se le ocurre que es mejor gastar unas cuantas balas para provocar una guerra que no existe. De ese modo, puede que se fragmenten los cárteles más poderosos y la crueldad sólo resida al otro lado de la frontera.
Para ello, se necesitan soldados experimentados, que saben lo que deben hacer, dispuestos a matar o a morir. E, incluso, arrasar unas cuantas lealtades que el diablo vestido de traje y tirantes ignora que existen. Todo es un juego prescindible cuando hay demasiadas vidas imprescindibles que se han perdido. Y no vale de nada ser un experto en la supervivencia. Es posible que también acaben sin rostro, planeando un futuro de muerte en las mentes más débiles. Todos sacan provecho y ninguno vive de verdad. No deja de ser una tentación para cualquier diablo que se precie.
No cabe duda de que Stefano Sollima, director de esta película, está muy lejos de parecerse a Denis Villeneuve, responsable de la primera parte. Desgraciadamente, tampoco está Johan Johansson aportando esa irresistible tensión con su música. Emily Blunt se quedó por el camino de los ideales de su protagonista y la historia, aquí, pierde fuerza porque el fascinante personaje de Alejandro Gillick, interpretado otra vez de forma muy eficaz por Benicio del Toro, comienza a ser demasiado cercano. Hay secuencias que atrapan y otras que son, sencillamente, vulgares. No estamos ante ese planteamiento terrible que tenía la primera parte. No encontramos la magia que tanto nos cazó y nos mantuvo presos. Quizá ya no sentimos esa inquietud. Sólo estamos pendientes de lo que ocurre con unos personajes que parecían estar caminando sobre el alambre y ahora se hunden en el tópico. Y es una lástima. Ambas historias, escritas por el guionista Taylor Sheridan, tenían suficiente gancho como para mantenernos alerta. Es mejor retirarse y quitar la visión nocturna.

Y no deja de haber advertencias sobre ese flujo migratorio que puede arrastrar un río de sinrazón entre la inocencia que trae consigo las ganas de sobrevivir, o la seguridad de que a eso sólo se le puede combatir con jugadas sucias, bajo manga, devolviendo la misma moneda a todos aquellos que se aprovechan de las debilidades humanas para llenarse los bolsillos y matar su propia conciencia. En el fondo, en su denuncia, hay un claro espejo deformante de la actitud que muchos asumen ante un problema que, durante mucho tiempo, va a tener infinidad de clientela. Y la solución nunca podrá ser convertirnos en sicarios de nuestra propia moral. 

miércoles, 4 de julio de 2018

LA FUERZA DEL DESTINO (Force of Evil) (1947), de Abraham Polonsky

Ser honrado en un mundo de ladrones resulta bastante complicado. Los negocios de apuestas clandestinas estorban porque actúan como bancos para pagar a los ganadores. Y, en realidad, es un negocio como otro cualquiera. Los más grandes desean acabar con los más pequeños y, desde luego, el monopolio es el sueño de cualquier empresa. El elemento imprevisto se halla en que el abogado de esos potentados que quieren acaparar todo el pastel es hermano de uno de los banqueros clandestinos. Todo se precipita. ¿Quién no avisaría a su hermano de una posible ruina sabiendo que va a ocurrir lo impensable? Y más aún cuando el hermano hace lo que puede para mantenerse dentro de los márgenes de la honestidad aunque su trabajo esté fuera de la ley. Todo es un entramado de intereses que atrapan al más débil. Mientras tanto, el abogado se ve tentado de abandonar todo rastro de honor, de sucumbir a los cánticos de sirena del billete más verde, de dejar su rastro de conquista en las mujeres fáciles que le salen al paso. Un camino empedrado en oro que sólo exige el precio de su propio hermano.
Sin embargo, algo inesperado ocurre. Se llama amor. Alguien le hace ver al abogado dónde está el camino correcto. Ni siquiera le habla de ello aunque es parte integrante del complot. La policía está comprada y manejada, las delaciones se suceden. El rico debe aliarse con otro rico si quiere llevar adelante sus planes. Y, de repente, un corazón llora y muere y el abogado deja de ser imprescindible, pasa a ser un peón tan sacrificable como cualquier otro. El dinero cambia de manos. Nueva York parece que duerme entre las sombras, esperando la víctima propiciatoria. Es la hora de actuar y de destapar todo cuanto huele a podrido. El negocio de las apuestas clandestinas está condenado y ha sido necesaria una vida para echar el cierre. No importa pasar una temporada en la cárcel. Incluso se puede dejar de lado al mismo amor si se trata de decir la verdad, de dejar correr la sangre de los injustos para que toda esa Mafia montada alrededor de la ilusión de la gente pueda acabar. Habrá que desandar lo andado, volver a subir la cuesta, renunciar a la abogacía, vivir como uno más…pero, tal vez, haya merecido la pena.

Película de ambientes, con una fotografía de enormes claroscuros y vocación expresionista, que apela a la moral más que a la violencia física y que define dónde se halla la raíz de muchos de los males de la sociedad, Abraham Polonsky, uno de los perseguidos por el mccarthysmo, dirige con especial énfasis en la interpretación de los actores, sobre todo John Garfield y Thomas Gómez, para transmitir el agobio de una ciudad que, impasible y corrupta, asiste a la defenestración de todos los valores que permiten la convivencia. Al fin y al cabo, todos estamos a un paso de pasarnos al lado de la sombra.

martes, 3 de julio de 2018

CARROS DE FUEGO (1981), de Hugh Hudson

Esta es la historia de unos cuantos hombres que mantenían la ilusión en el corazón mientras batían las alas de sus pies. Llegar a una Olimpiada es el sueño de cualquier deportista y, quizá, los inicios no fueron tan fáciles. Hubo que superar muchas dificultades, muchas pruebas previas para llegar a lo más alto del podio. Corrían durante interminables horas por la playa, con el agua mojando sus alas, mientras la fuerza de su interior les empujaba a ser los más veloces, a llegar un poco más allá, a conseguir lo que nadie había conseguido antes. Algunos tuvieron que luchar contra el racismo más reprochable. ¿Cómo iba a ser mejor un individuo judío que cualquier inglés? Es imposible. ¿Y además mandarlo en la representación de Gran Bretaña para la Olimpiada de París? Usted sueña. Sólo se podía ir si era el mejor sin discusión. Y eso es por lo que esos hombres lucharon. Por ser los mejores. ¿Un pastor de la fe dedicándose a correr en pantalón corto en una pista de atletismo? Pero… ¿se han vuelto todos locos? Claro que, si es un hombre que tiene a Dios de su parte, ¿qué puede salir mal? Hay que trabajar mucho, sudar mucho, esforzarse más, levantar la pierna más que el otro, conseguir la zancada más efectiva, correr sin mirar al contrario, la vista puesta en la meta, la verdad en la mano cerrada, la certeza en las entrañas y la ambición en los ojos. Esos muchachos, en 1924, llegaron a ser verdaderos carros de fuego, imparables, capaces de avanzar en las pistas de ceniza como si sobrevolasen la dura realidad. Eran invencibles.

Aún recuerdo la enorme sorpresa que se instaló en el patio de butacas de la ceremonia de entrega de los Oscars de 1981 cuando se anunció que la ganadora a la mejor película de aquel año era Carros de fuego, de Hugh Hudson, derrotando en todos los pronósticos a Rojos, de Warren Beatty, el cual tuvo que conformarse con el premio al mejor director. Nadie lo esperaba. Era una película pequeña, estrenada casi de tapadillo, nominada casi con timidez y en atención a su impecable factura visual. Pero corrió tanto y tan rápidamente como sus protagonistas. A raíz del premio, se reestrenó con todos los honores y todos pudieron contemplar las razones por las cuales esta película era mejor que la de Beatty. A menudo, en los largos y difíciles días que nos toca vivir, hay que ponerse esa escena con los hombres corriendo por la playa, entrenándose sin desfallecer, más allá de la comprensión, para afrontar el día tal y como ellos hicieron con sus desafíos: con la ilusión instalada en su corazón y con alas en sus pies. Mientras tanto, la música de Vangelis nos hace vibrar, nos transporta allí mismo, a las orillas del Canal de La Mancha y nos hace desear compartir unos metros de júbilo con esos hombres que corrían sonriendo.