jueves, 30 de abril de 2009

THE INTERNATIONAL (2009), de Tom Twyker

En contra de muchas de las creencias del ciudadano común, la banca nunca ha sido una institución nacida para ayudar. La usura, la manipulación, la creación de conflictos, el mantenimiento de líderes, la venta de material exento de moralidad y la corrupción del sistema en beneficio propio son funciones que son gran parte de su razón de ser. Sin todo ello, quizá las instituciones financieras no desempeñarían sus obligaciones que, siempre y sin excepción, son meras coartadas para ejercer un poder que sólo inspira temor.
Y es que el mundo de las finanzas no es más que un ejercicio de negociación continua con abultadas comisiones de ambición. Como dice uno de los personajes “el único objetivo de la banca es convertir a todos, desde naciones enteras a simples particulares, en esclavos de la deuda” y un hombre solo, que decide saltarse todos los convencionalismos no es enemigo para el vicio del dinero. Tal vez conseguirá alguna victoria ínfima que satisfaga su ansia de castigo pero nada puede parar un entramado que hemos dejado crecer de tal forma que se ha convertido en una bestia sedienta de ceros.
Es gratificante comprobar, una vez más, cómo un actor como Clive Owen es capaz de otorgar suficiente densidad a un personaje que cualquier otro despacharía con dos carreras, un par de tomatazos en la cara y unos tiros bien dados. En su expresión desaliñada se esconde un fondo de amargura provocada por demasiadas derrotas a lo largo de su carrera de cazador de corrupciones. Sus miradas son intensas, de una profundidad severa, dejando aparcado esa sensación de ser el más listo de la clase que hemos comprobado en películas como las excelentes Plan oculto y Duplicity y aquí se aplica con seriedad, llevando él solo todo el peso de una película que no deja de ser un mero entretenimiento realizado con cierto rigor. El caso de Naomi Watts es diferente puesto que es incapaz de otorgar a su personaje más carne al no tener un papel de importancia decisiva, hasta tal punto que es apartada bruscamente del desenlace porque tiene por delante a un tipo que es un verdadero tifón.
La película está sobriamente dirigida por el alemán Tom Twyker y crea varias escenas que merecen ser recordadas. Se esfuerza en que se desprenda algo de ácido corrosivo en la escena del ascensor entre Owen y Watts y, sobre todo, dirige de manera soberbia el tiroteo en el Museo Guggenheim de Nueva York, una secuencia que se erige en centro de la película, con un manejo excepcional de la cámara y una claridad de ideas que merecería la pena poner de ejemplo a un par o tres de directores que se empeñan en trucar la acción meneando cámara a granel y sin piedad.
En cuanto a la trama en sí, hay que reconocer que es apasionante seguir el desarrollo de los acontecimientos, la intriga está servida y hay un ritmo trepidante que consigue atrapar al espectador. El defecto simplemente radica en que es una de esas películas en las que uno se lo pasa tan bien que el tiempo apenas cuenta pero que se olvida de ella tan sólo cinco minutos después de salir de la sala.
Sin embargo, hay que valorar que una película sin muchas pretensiones pero que maneja estupendamente los espectaculares escenarios en los que transcurre la acción, sea lo suficientemente valiente como para describirnos que finanzas, banca, dinero, préstamos, deuda, débitos, cobros, negociaciones, números, beneficios, pérdidas razonables, activos, créditos, intereses, comisiones, informes, cajas, efectivos, amortizaciones y balances positivos sean sólo eufemísticos sinónimos de una maldad que parece nacida directamente del diablo. Y es que el infierno está hecho de pagos pendientes.

miércoles, 29 de abril de 2009

AMANECER ZULÚ (1979), de Douglas Hickox


Caminar hacia el desastre con el sendero empedrado de casacas rojas hace que la tierra tiemble por el amanecer de un pueblo que se sintió invadido y agredido y menospreciado por esos arrogantes ingleses que creyeron que con sus tácticas y sus saberes bélicos iban a arrasar allí por donde pasaran. Pero muchas veces, la construcción de una derrota es culpa de los mismos vencidos y eso es lo que nos muestra esta película que parte de un guión de Cy Endfield (un perseguido por el Comité de Actividades Antiamericanas exiliado en Gran Bretaña) que ya narró con singular perspicacia una de las resistencias más heroicas jamás vistas en las guerras coloniales dieciocho años antes en Zulú, con Michael Caine y Stanley Baker en los papeles protagonistas.
En esta ocasión, Endfield cede los mandos de la batería de fuego a Douglas Hickox, poseedor de una corta filmografía como director, pero que sin duda hace la mejor película de toda su carrera apoyándose en un reparto de ensueño encabezado por los ilustres nombres de Burt Lancaster, Peter O´Toole y John Mills que otorgan una rígida apostura a los inflexibles oficiales que, de tanto querer organizarlo todo, fueron los principales responsables de una desolada derrota, de una arrasada nada, de un heroísmo que pasó de largo para instalarse en los primitivos escudos de una nación zulú que sabía morir y sabía luchar.
Y la vocación de Amanecer zulú, en contra de lo que pueda parecer, no es describirnos una batalla cruel que se prolonga hasta la muerte. Pretende ser un drama de unos hombres que fueron rodeados por los mejores guerreros imaginables y perdieron por los peores jefes que podían tener. No hay simpatía, al contrario que en Zulú, en esta ocasión ni por los británicos, ni por los indígenas. La cámara nos barre el campo de batalla con suma objetividad y nos muestra hechos de la manera más fría posible y, tal vez, en algún momento lleguemos a la irritación por ver cómo unos hombres se dirigen irremediablemente hacia un lago de sangre en medio de un desierto de incompetencias concatenadas.
El desdén, en muchas ocasiones, es el peor enemigo de quien se apresta a combatir. Por eso, tal vez, en nuestros ojos de espectadores habrá una ligera curva de extrañeza al ver una película que nos narra un fracaso en rojo y amarillo para describir un día que se tornó negro. Así que hay que ponerse a cubierto e imaginar lo que sentirían mil ochocientos hombres que se vieron rodeados por más de seis mil guerreros zulúes. Y hacer que la nuez de nuestra garganta se convierta en el ascensor del miedo y dejar que nuestro gaznate sea la arena caliente que salpica los ojos con la furia de unas lanzas que surcarán el aire buscando, a buen seguro, un corazón al que partir. Y cuidado con el juicio, tanto brillo en las casacas y tanta aristocracia entre los galones son los mejores obstáculos para perder y los valientes comenzarán a gritar su alarido de victoria.

martes, 28 de abril de 2009

CARMEN JONES (1954), de Otto Preminger


Quizá ha llegado el momento de cambiar la muleta por los guantes, y el traje de luces por el calzón corto, y el color blanco…vamos a ponerlo negro, y arrojemos la montera aunque caiga boca arriba para calarnos bien los sombreros de ala ancha, y también limpiaremos la arena del coso para convertir ese espacio en un piso de lona con forma de cuadrilátero. Quizá Bizet nunca soñó que su ópera transmutara en un musical negro pero esas cosas pueden ocurrir. En ocasiones el latir de un corazón clásico se convierte en el ritmo cadencioso de una batería sincopada en jazz. Lo que nunca cambia…es el humo que sale de la mirada de una mujer capaz de volver loca a dos hombres para hacer correr arroyos de sangre por culpa de los celos y de la provocación. Eso será igual en una ciudad española que en un villorrio del sur de los Estados Unidos.
Ya desde los títulos de crédito debidos al gran genio que fue Saul Bass, sabemos que nos encontramos ante una película que hecha fuego, que nos hace sudar al ritmo de unas canciones que nos suenan muy conocidas, que mantiene una antorcha eterna por el rugido de un amor que roza peligrosamente lo salvaje. Las imágenes de Otto Preminger, un teutón dirigiendo un musical negro es un signo de lo valiente que podría ser este tipo mal encarado y de peor genio, nos cautivan al salpicar de color un pentagrama de inspiración entre las cuerdas de la lejanía que siempre nos invade al ver un musical. A la cabeza de todo el reparto está una mujer hermosa y potente como es Dorothy Dandridge, verdadera estrella de la función, que nos viste de rojo la mirada en pleno asalto del deseo. Al fin y al cabo, este es un melodrama cantado, un retrato en corcheas de una escala de pasiones, un buen puñado de voces en clave de amor, con dinámica impuesta por un tipo que sabía dirigir muy bien y una solista que cautiva desde su aparición hasta su mutis.
La rutina del delirio se hace imagen en una película que recorre todas las paradas que van desde el exceso hasta la discreción. En todo caso, Carmen Jones es una muestra de lo que se puede hacer con un montón de talento americano negro transformando la letra, aunque no el espíritu, de la historia original de Próspero Merimée y de la música, que no pierde un ápice de su capacidad de hechizo, de Georges Bizet.
Así pues, hay que abrir bien los oídos y escuchar unas melodías que hacen saltar nuestra alma española tamizadas por el espíritu afroamericano. Y luego, al terminar, tienen que preguntarse qué es lo que hace que un hombre pierda la cabeza por una mujer que parece la misma tentación con piernas. La respuesta no está en la película...

viernes, 24 de abril de 2009

INCIDENTE EN OX-BOW (1943), de William Wellman


El áspero nudo de la horca se cierra en torno a las gargantas de unos hombres cuyo único delito ha sido estar en el lugar inadecuado acompañados de unas explicaciones que no convencen a la noche. La ira y la sed de sangre acudirán bajo el disfraz de la justicia para fustigar a los caballos que les dejen colgando en el extremo de una soga. El frío se convertirá en testigo de un crimen tan terrible como el que quieren creer que han cometido y el cónclave de ciudadanos vestidos de violencia se convertirá en un incidente provocado por una miserable partida de asesinos.
De entre todos ellos, siete hombres creen que eso no debería de ocurrir; que establecer una condena irrevocable es labor de quien está legitimado para guardar el orden en un territorio arisco de soledad y aburrimiento. Por eso los revólveres están deseando escupir odio. Por eso los rostros de los perseguidores están repletos de desprecio, de burla y de un falso deseo de hacer parecer que todo es legal. Por eso, la verdadera decisión de uno de esos siete hombres es llevar las últimas líneas escritas por una de las víctimas a un lugar donde habitó el cariño, eligiendo cuidar a quien tendrá que soportar la tragedia del linchamiento y de la pobreza. Ahí es donde radica la auténtica justicia que los mismos hombres se empeñan en cegar. En el entretanto habrá tiempo para observar al viejo loco que muere sin llegar a darse cuenta muy bien de todo lo que ocurre; de ser parte de la angustia de la muerte dejando atrás una vida de callos en las manos y de esfuerzo inútil; de acompañar los cánticos de un hombre de Dios que sabe con certeza lo que es el dolor; de sorprenderse con una mujer de rifle en el costado y de firme determinación; de compadecerse del muchacho aplastado por la autoridad de un padre que cree que los hombres se hacen a base de sangre y fuego; de asombrarse con la ridícula apostura de un ex – militar confederado parapetado en la excusa de una autoridad que nadie le ha dado y que se perdió en el fragor de una guerra; de observar la crueldad ansiosa de alguien que se empecina en igualar la amistad con la muerte...
Western atípico que reflexiona sobre las laderas abruptas de lo injusto, “Incidente en Ox-Bow” es una película dirigida con mano sabia por William Wellman e interpretada desde la neutralidad obligada a tomar partido de un Henry Fonda que en su rostro de héroe infeliz nos expresa todo un cúmulo de contradicciones forjadas bajo el cielo de noches estrelladas y arropadas por las pieles del ganado. Lo más terrible es que, al final, quedamos sumidos en el silencio de la culpabilidad porque, de alguna manera, sabemos que podríamos haber sido uno de los mensajeros de la muerte imperturbable.

jueves, 23 de abril de 2009

LA SOMBRA DEL PODER (2008), de Kevin McDonald


Dejando aparte el hecho de que la palabra “trípode” debe de ser algo malsonante en el vocabulario del director Kevin MacDonald, de que el hecho de que Russell Crowe y Ben Affleck hayan sido compañeros de universidad no se lo cree ni George W. Bush atragantándose con una galleta viendo un partido de fútbol americano y que el argumento se parece peligrosamente a la novela de Raymond Chandler El largo adiós puede que, incluso, alguien piense que La sombra del poder es una película más que aceptable.
Y es que la búsqueda de los renglones de la verdad muy a menudo están manchados con la tinta roja de la sangre de otros, la honestidad en los días de ira y prensa es un concepto tan anticuado como un Saab del 91 y la verdad en la esfera política es sólo un baile de disfraces en el que la mentira se erige como invitado de honor. En todas esas aspas gira el helicóptero de esta historia basada en una miniserie de 6 capítulos de la BBC británica que Tim Bevan, a la sazón productor de varias de las películas de los Coen, se apresuró a adquirir para utilizar esos derechos en una película americana que tiene todo el estilo de una producción británica.
El caso es que lo que sale es una película de cine negro disfrazada de thriller policiaco (no es lo mismo) que peca de alguna información que, de repente, aparece por arte de magia, como los salvadores y siempre irritantes teléfonos móviles sin los cuales los protagonistas no se podrían mover. Y ahí el que mejor habla, se mueve y actúa es Russell Crowe que incorpora a todo un Philip Marlowe moderno, impulsado por la honradez del periodista al que interpreta y que, además, tiene los mejores diálogos de toda la enrevesada trama. La que mejor mira, profundiza e interpreta es ese talento de actriz que es Robin Wright Penn y que es uno de los mayores desperdicios del cine contemporáneo mientras se pierde en papeles secundarios como éste al que, sin embargo, sabe sacar un jugo no exento de belleza que ya se está poniendo amarilla por los bordes. La que mejor grita, se enfada, se vela y se rebela es Helen Mirren que aporta dos o tres escenas de veteranía y autoridad femenina que nos dejan ver brevemente lo gran actriz que ha sido siempre. Lo de Ben Affleck es de traca de feria y, ni de lejos, se acerca a su mejor papel que está en esa pequeñez que fue Al límite de la verdad. Por cierto, como sigamos asistiendo al retrato de congresistas de los Estados Unidos de tal juventud travestida de falacia vamos a tener que echarnos a temblar y refugiarnos en las trincheras de la nostalgia; y la pobre Rachel MacAdams tampoco da la talla en un rol que ofrece una cierta oportunidad de lucimiento pero que ella arroja por la ventana dando un recital de sosería disfrazada de flema.
No cabe duda de que en la estructura de un guión llevado con un cierto vigor tiene algo que ver Tony Gilroy, llamado a última hora porque estaban obligados a condensar en muy poco tiempo seis episodios de enorme éxito y consigue que se pase un rato entretenido, intentando vislumbrar lo que se teje tras la tupida oposición contra la privatización de la guerra (ya se sabe, la guerra es el mayor negocio del mundo, con miles de millones de dólares al año) y uno disfruta con las réplicas de Crowe y, de vez en cuando, hasta se dibuja una sonrisa bañada en ironía mientras uno se dice a sí mismo que le gustaría ser tan agudo en algunas ocasiones. Pero cuando pasa el rodillo de los títulos de crédito, yo no pude evitar tener la sensación de que lo que había visto ya lo pude leer en otra parte quitando ciertos ropajes de lujo y de altas esferas. Y es que intenté decir adiós, excepto a los políticos. No se ha inventado la manera de decirles adiós definitivamente...



miércoles, 22 de abril de 2009

CON ÉL LLEGÓ EL ESCÁNDALO (1960), de Vincente Minnelli


En la excelente biografía de Robert Mitchum escrita por Lee Server Olvídame, cariño, se detalla con minuciosidad la aportación que el actor hizo a esta película. Contribuyó a desarrollar uno de esos personajes que parecen más grandes que la vida e hizo que los demás actores, y en especial George Peppard, estuvieran entonados en la misma intensidad en la que él actuaba. Minnelli aprobó todo lo que estaba haciendo sencillamente porque “nunca había trabajado con un profesional tan serio y tan bueno”. El resultado es una de esas películas que nos hablan de la imposibilidad del cariño en un entorno de poder, un cruce de sentimientos que son sometidos por toda una serie de intereses y una película que, sin dejar de llevar el sello Minnelli, lleva también la firma de un actor que nunca ha sido suficientemente apreciado.
Siendo un estudio del inaceptable comportamiento de un patriarca adinerado, la historia nos lleva por colores que se alejan de maniqueísmos. Un hombre puede ser bueno y, sin embargo, hacer cosas malas. No hay personajes cortados por un patrón preestablecido. Lo que hay es una serie de corrientes que chocan en una tortuosa encrucijada en la que el sentimiento se convierte en enemigo del pensamiento, en la que lo que se debe hacer no es lo que se puede hacer y en la que el amor por los más cercanos nunca es un obstáculo para la ambición. Y por el sendero de la decepción nos encontraremos con sorprendentes giros argumentales, con cartas boca arriba que creíamos escondidas al final del mazo y ante unas cuantas imágenes de esas que supuran sudor, símbolo agotado del cariño buscado en brazos de un padre proteccionista que no es más que una alienación de tu propia personalidad. Viendo la película no es difícil emparentarla con películas como Dulce pájaro de juventud o La gata sobre el tejado de zinc, ambas de Richard Brooks o, incluso, con El largo y cálido verano, de Martin Ritt. Es lo que tiene dejarse la piel bajo la sombra alargada de un personaje que domina todo, hasta el escándalo.
Tampoco hay ninguna duda de que, además de recorrer los exactos grados, minutos y segundos de la sombra de un hombre que personifica el poder y la gloria, Minnelli no duda en hacer un retrato social de la época, en el siempre difícil Sur de los Estados Unidos. Un aviso sobre la cerrazón recaída sobre unas sensaciones a las que se ha echado la llave para no abrir cuando hay otros intereses en juego.
Es tiempo de ponerse algo fuerte para beber si vamos a hacer frente a un hombre que es más salvaje que nosotros. Cada vez que la bebida nos arañe la garganta estaremos un poco más cerca de sus zapatos y tendremos más ganas de coger una de esas armas que cuelgan de sus paredes para hacerle ver que la cabeza suele ser un cazador de corazones. La aparente solidez del poder es sólo ese cubito de hielo que se niega a sumergirse en el lago donde sorbemos toda la frustración que nos persigue.

martes, 21 de abril de 2009

EL TERCER HOMBRE (1949), de Carol Reed

Una media sonrisa iluminada por la luz de una ventana traidora, un gato con querencia a unos zapatos con cordones y la certeza de que, en medio de la cloaca de una vida, es mejor que el disparo que acabe contigo provenga de la mano de un amigo...En medio de toda esta fascinante premisa, tu mejor amigo cae rendido ante una mujer que, de puro negro, pasa de largo. Al fin y al cabo, encontrar al tercer hombre puede ser tan difícil como hacer que una noria gire con la amenaza en el aire.Los dedos como gusanos respiran el aire exterior a través de una rejilla, la sombra que corre es la que permanece y esfumarse en medio de los adoquines empapados puede ser tan sencillo como dejarse una puerta abierta.El dilema de la traición tiene el precio de amar, la justicia en contra del sentimiento adulterado. El mismo que hace que se olvide a una mujer con la facilidad con la que se golpea rítmicamente una melodía en el cristal mientras la cítara desgrana las juguetonas corcheas. Una media sonrisa...una media sonrisa al ver de nuevo al amigo que lo hubiera dado todo por ti...excepto la integridad de ser un hombre al borde de la ruina y que aún confía en cosas trasnochadas como el amor, la pasión, la justicia, la amistad...Harry...la amistad...Y por debajo de la ciudad ocupada, las alcantarillas sitiadas. Túneles sin fin, ecos acuciantes, el agua en virtuosa cascada cuando lo que hay es la pura nada. Catacumbas de la turbiedad, corredores de entradas en obturador, ladrillos desnudos y testigos de la caza que, por momentos, son almohadillas donde se incrustan las balas perdidas de quien corre hacia la prisión de los sentimientos custodiados por la ambición. La tiniebla donde las voces, ladridos de jauría, acosan a la presa, se convierten en una espera a plena luz donde el premio, el único premio, es la soledad.Contar los hombres que transportaron un cadáver es la muerte para el que habla en una calle donde hasta un niño puede acusarte de asesinato. Mundo inseguro. Sensaciones inciertas. Trémulas decisiones...Pero...¿quién mató a Harry?...Dímelo tú, Holly...

viernes, 17 de abril de 2009

SEÑALES DEL FUTURO (2008), de Alex Proyas


Hace algunos años Alex Proyas se convirtió en el apóstol de la modernidad para algunos que vieron en su Dark City todo un acercamiento profético al mundo del cómic más tenebroso con mensaje incluido aunque, tal vez, fuera un ejercicio de estilo más vacío que esta hoja de papel que estoy intentando rellenar cual predicción determinista del gusto y del orden cinematográfico. Como siempre, la equivocación acecha tras cada renglón, igual que a este director le cerca tras cada plano.
Después de aproximarse al mundo de Isaac Asimov en Yo, Robot con una evidente sumisión a la estrella de turno que quería convertirse en super-héroe salvador del mundo, Alex Proyas parte en esta ocasión de una premisa tan atrayente que es difícil no dejarse absorber por la historia que tiene a bien contarnos. Lo inquietante de cualquier código que nos desvela la profecía de todas las catástrofes que nos asolan es que, aunque sepamos el cuándo, el dónde y el número de víctimas, tal vez no seamos nadie para poder evitarlas.
El problema de Proyas, en esta ocasión, es que se quiere erigir en un Stanley Kubrick de mirada alternativa entre el argumento prometedor, la ciencia-ficción visitada por una visión bastante poco trabajada de la serie B, el Apocalipsis más evidente (hay que desplegar todos los efectos especiales espectaculares del repertorio de trucos, si no, no hay papilla para degustar) y el mensaje religioso esperanzador y preciso que hace que, al salir del cine, tengamos la certeza de que todo tiene un por qué y un cómo y que la vida en la Tierra no es una sucesión de casualidades y de elementos unidos en cadena que hacen que no tenga ningún sentido que caminemos por este valle de lágrimas.
El propósito, bienintencionado y con vocación de impresionar, se desborda desde el mismo momento en que la trama se nos pasa de retratar un microcosmos reconocido en la situación y el objetivo de los protagonistas (algo que hizo ejemplarmente bien M. Night Shyamalan en Señales, por ejemplo) a un macrocosmos sobre nuestro inútil papel en el lienzo del universo. Para eso, Proyas (por culpa de un guión que pasa por demasiadas manos) no duda en hacer una visita más que evidente a Ultimátum a la Tierra, con mucha más chicha y menos vacuidad pecaminosa, o a El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders con mucha más comercialidad horripilante. El caso es que el intento se le queda más a medias que a enteras por mucho que intente impresionar con la imagen, atronar con la música y asombrar con la luz que irradia nuestro sol, fuente de vida y seguro de amaneceres continuados.
De hecho, Proyas comete algunos errores de bulto amparado en la ampulosidad del espectáculo (al que, por supuesto, atribuyo sus méritos) como el personaje pésimamente desarrollado de Rose Byrne, hija de la niña de los números que, a modo de cábala, nos propone el caos reducido a una fórmula matemática de incontables cifras.
Hay que reconocer, por otra parte, que hay escenas destacables por sí solas como la del accidente aéreo (por fin, una secuencia con cámara al hombro con cierta justificación escénica) y que hasta la mitad del metraje, la historia te tiene atrapado con tanta fuerza que parece que el espectador permanecerá enganchado cual trozo de carne a la brasa a través de la más que evidente parábola del calentamiento global, de la incapacidad de escuchar, de la tragedia que nos aboca indefectiblemente hacia el descreimiento, del sentido encontrado en medio del desastre y de la nada absoluta acogida bajo la alargada sombra de Dios. Es el orden determinado que sostiene las estrellas. Es el derribo continuado de la aleatoriedad de toda nuestra existencia. Ahí es nada. Y Proyas es tan débil como la carne.

jueves, 16 de abril de 2009

LA LISTA (2008), de Marcel Langenegger


La semana pasada hablábamos del gusto que daba ver una película llena de giros, sorpresas, engaños y misterios como Duplicity. En esta ocasión, tal vez tengamos el negativo de aquella fotografía con un chantaje llevado a cabo con menos imaginación que un patito de goma en la bañera de un niño de tres años. La trama es tan previsible que, desde un arranque prometedor, se degenera en un desarrollo y un desenlace que es pura mentira, un vicio que no existe, un enorme globo desinflado.
No cabe duda que ser uno más entre la multitud, un tipo más que mira la vida pasar desde lo alto de un rascacielos pero que no interviene en las tortuosas curvas del existir, es la presa más fácil para un licenciado del robo, un estudioso de las formas de la maldad y un científico del sexo, profundo conocedor de los movimientos de la carne que utiliza como cebo para un pez de fácil pesca. Así que inventémonos un club del sexo que ponga la miel y algo más en la boca de este chupatintas para que la extorsión sea todo un éxito, un clímax más en una carrera dedicada al dinero fácil y a la vida que, tal vez, todos quisiéramos tener.
Pero, para empezar, la película luce un error de casting clamoroso. Parte del engaño consiste en el parecido existente entre el gris Ewan McGregor y el torbellino Hugh Jackman (que por mucho que nos empeñemos no tiene suficiente carisma y elegancia para levantar él solito una película), es decir, es como si yo me comparo con George Clooney y pretendo tener la estatura de John Wayne. Para seguir, resulta que la guapa a rabiar, la chica por la que uno de los protagonistas pierde la cabeza es Michelle Williams y tampoco es como para tirar cohetes. Es más, con el desgastado espíritu de amante del cine, es mucho más atractiva la descarada y elegante Charlotte Rampling o la sensual y apetecible Natasha Henstridge que la susodicha. Continuando con la ramplonería, el argumento degenera poco a poco hacia el precipicio de la rutina y es previsible al máximo siendo, ay, algo aburrida y enclenque en su construcción. De repente, sorpresa mayúscula, la acción se traslada a Madrid, presentada como una ciudad de seguridad bancaria a toda prueba lo cual, ahora mismo, es un chiste que se convierte en lo mejor de la película. Y para terminar, un par de vueltas de tuerca que hacen incomprensible la actitud del engañado hasta límites tales que hacen que parezca que el móvil de todo sea un pato de goma .
Claro, todo ello está envuelto en ropajes de lujo y muy de diseño, como si todo fuera moderno, trajes tan elegantes que parecen galácticos, locales de alto standing, oficinas impolutas con directivos más relajados que un colchón y la risible premisa, fundamental por otra parte, de que un auditor tenga acceso así como así a las cuentas y movimientos bancarios de empresas tan altas que habitan por encima de las nubes.
El director, Marcel Langenegger, realiza su primera película y no aporta ni un ápice de personalidad. El guionista, Mark Bomback, es el mismo que engendró La jungla 4.0 lo cual ya da una idea del acabado de sus ideas. Eso sí, parece como si los dos hubieran ido juntos a alguna filmoteca especializada en los años 90 y han querido acercarse a una película tan rematadamente buena y tan desesperadamente desconocida como Malas influencias, de Curtis Hanson, interpretada por el gris James Spader y el torbellino Rob Lowe...me parece que esto ya lo he dicho antes.
La inmediatez de las críticas de estreno hace que, a menudo, se caiga en el desprecio de algún esfuerzo que, tal vez, hubiera llegado a algún lado en manos más competentes. El mayor enemigo de esta película no es otro que la rutina, lo sabido, lo visto cien veces y adivinado otras mil... más o menos igual que este artículo.

miércoles, 15 de abril de 2009

ALMA REBELDE (1944), de Robert Stevenson

 Bajo este engañoso título se esconde una adaptación de la novela de Charlotte Brontë Jane Eyre, aquella historia de amor de una mujer que sufre cien muertes por poderla vivir. Los rostros son los de Joan Fontaine, ángel sin nombre de dulce belleza; Orson Welles, cruel y potente, acaparando la escena, despreciando la mediocridad; Margaret O´Brien, una de esas niñas que nunca fueron tan famosas como otras pero que fue uno de los rostros más llenos de encanto infantil que pudieron pasar nunca por el cine; y Agnes Moorehead, siempre con su rostro de arpía escondiendo la decepción, con la maldad asomando sus uñas para disfrazar la soledad. Detrás de la cámara, un veterano como Robert Stevenson que, años más tarde, fue hacia un castillo mágico de Disney para rodar un buen puñado de películas de las que destaca sobre todas ellas Mary Poppins. Las letras las puso la insigne escritora y el resultado fue una de las más atinadas adaptaciones literarias de la época romántica aunque, también, desprendida de ciertos excesos y abrigada por concisiones que benefician a la narración puramente cinematográfica.
No en vano, el guión pasa por el antiguo socio de Welles y posterior enemigo John Houseman y por las prestigiosas manos de Aldous Huxley, al que se le atribuye el mérito de haber sabido captar con singular precisión la refinada crueldad y la oscura represión de la época victoriana aunque no hay duda de que el mirar casi expresionista contribuye a crear un buen puñado de sensaciones en quien es capaz de asistir a todo un retrato de las pasiones frenadas, de las convenciones que amordazan los sentimientos, de la terrible sumisión a unas reglas establecidas por una sociedad hipócrita y elitista. Entre Fontaine y Welles se desarrolla una rara química que funciona con algunos tintes de extrañeza magnética que hace que nos creamos esa pasión que nace para torturar los sentimientos reprimidos pero que también nos habla de esa peculiar fortaleza que sólo las mujeres son capaces de poseer. Jane Eyre es una de esas mujeres y esta película es un relato sobre su espíritu de superación.
Y es que a una mujer nunca se le puede imponer lo que debe sentir. Una mujer se rebela, lucha, se bate, se debate, se lanza, se hiere, se sufre, se gana…de alguna manera que los hombres desconocemos, las mujeres siempre ganan algo…aunque sea un hueco de privilegio en su espíritu, o un rincón de honestidad defendido a sangre y fuego, o una conciencia de haber sido coherentes consigo mismas y con esa palabra que es la más hermosa escrita por hombre alguno: mujer.
Esta novela ha sido llevada al cine en multitud de ocasiones pero la mejor versión de todas ellas es ésta. Welles estuvo muy detrás de toda la película y eso es la garantía de que no es una historia cualquiera de cuellos engolados y vestidos de miriñaque. Si se deciden a verla, hoy habrá una pizca de arte justo enfrente de sus ojos. No dejen de ser almas rebeldes por esta vez.

lunes, 13 de abril de 2009

EL PÓKER DE LA MUERTE (1968), de Henry Hathaway


En ocasiones, en una baza cualquiera, hay un as en la manga de la misma muerte. Cuando ya has apostado tu vida, quizá el premio que tengas al retirarte de la partida sea una bala con tu nombre en ella. El sol en el revólver abrasa en su negrura y las armas sólo saben escupir el fuego de la venganza.
El poker de la muerte es una más que aceptable película que combina, a partes iguales, el misterio con el western, infierno de disparos con un toque sobrenatural, en el que la muerte es un jugador más e investigar lo imposible lleva a vencer si se desenfunda más rápido.
Sin duda, una de las bazas sin farol de esta película es la atractiva combinación de Dean Martin y Robert Mitchum en los principales papeles y su argumento parte de una excelente película de cine negro de 1950 titulada Ciudad oscura, de William Dieterle y que significó el debut en el cine de Charlton Heston. También tiene sus apuestas perdidas porque el desarrollo de la historia no centra el interés en quién es el criminal… sino en cómo va a acabar este embrollo de cartas y asesinatos. Por otro lado, no tiene ese ritmo a base de percutor que tienen otros westerns, es más, voy a jugarme unas cuántas fichas que es una película que muy bien podría haber firmado un director como Clint Eastwood, aunque, sin duda, la hubiera hecho de otra manera.
Henry Hathaway, el director, perro viejo de viejas batallas, centró su sabiduría artesanal en una estupenda y eficaz dirección de actores y en una preponderancia casi shakesperiana de los diálogos entre los dos protagonistas. Es una película extraña, sí, pero es una buena película que tiene excelentes peldaños de buen humor dentro de su asumida trascendencia.
Quizá cuando vean cuál es el desarrollo del film, pueden tener una cierta sensación de que los héroes, en realidad, están muy cansados, de que disparar un arma para arrebatar la vida de alguien es muy fácil y que, en el fondo, esperar una sorpresa que no va a ocurrir no es más que otra apuesta arriesgada que se apoya en la luz de un farol porque en la mano no tienen nada. Quizá fue un último intento de hacer algo clásico cuando el cine ya no tenía mucha vocación de clasicismo (aunque hay clásicos modernos, desde luego) y la película no cale en esa sensación de satisfacción que suelen tener los que han estado allí, en medio de la calle principal del pueblo, protegiéndose de las balas que silban alrededor.
El poker de la muerte sólo es un intento de pasarlo bien a través de una serie de crímenes por una partida de cartas mal dada. Yo quiero ver esa jugada. Voy y subo la apuesta. ¿Alguien va?

viernes, 3 de abril de 2009

ATRAPADOS EN EL ESPACIO (1969), de John Sturges


El tiempo pasa con lentitud mientras allí abajo, en la Tierra, planean cómo sacarnos de esta trampa de hojalata y cosmos. El aire que nos queda es muy escaso y cada respiración es un triunfo, el mismo que el destino nos ha negado en nuestra fracasada misión. Sonreímos al pensar que, tal vez, la victoria se halle en montar una misión de rescate en tan poco tiempo y con tan pocas posibilidades. El tiempo pasa con lentitud mientras miramos a las estrellas. Están tan cerca que parece que están sólo al otro lado de la escafandra. Ojos blancos que nos miran por millones y que lucen en el lienzo oscuro del cielo. Y cada vez que expulsamos aire estamos abriendo un poco más el resquicio de la derrota. El tiempo pasa con lentitud mientras todo es esperar y nada es hacer. Oímos el ruido de nuestros pulmones intentando abrirse paso hacia el paraíso del aire respirable y se encuentran con que cada vez se hinchan menos, cada vez tienen menos entusiasmo, cada vez se mueren un poco más.
El tiempo pasa con lentitud porque es nuestro gran enemigo y aquí arriba, en el espacio, todo parece que adquiere una dimensión distinta. El tiempo se ralentiza, los hombres intentan aguantar, todo es pura sequedad y pronto la deriva será nuestro sendero. Si no vienen pronto o se les ocurre algún milagro, navegaremos por toda la eternidad y a través del infinito encerrados en una lata de conservas, veremos mundos que nadie podrá ver y nos convertiremos en un grano más de basura espacial que intenta desesperadamente encontrar un meteoro que nos desintegre en este espacio sin fina, tan pequeño como una bombona de oxígeno.
El tiempo pasa con lentitud en esta historia porque John Sturges, el director, optó por intentar meter al espectador en el drama de estar atrapado en el espacio con muy poco aire para consumir. En manos de cualquier otro, ésta película hubiera sido un subproducto de acción a raudales con héroes de una sola pieza. Sturges quiso que sintiéramos el agobio de la lentitud, del no pasar del tiempo, del esfuerzo de unos hombres por rescatar a otros (si Apolo 13, de Ron Howard, tiene algún precedente, sin duda, es éste) y de, al mismo tiempo, transmitirnos que tanta deliberación consume aire y que los hombres que se fueron con su valentía hacia la aventura del universo puede que no regresen.
Así pues estamos ante una pequeña odisea que se adentra por momentos en los angustiosos instantes del drama. Urgen las ideas, corren los minutos y la lentitud, el gran enemigo, se cierne sobre nosotros que asistimos a un rescate que puede que no llegue. Y para ello es necesario que nos olvidemos de prisas, de acciones rápidas y de golpes efectistas. Tal vez Sturges sabía muy bien que el golpe de mayor efecto es hacer sentir el valor, la pérdida, la tragedia, el esfuerzo, la convicción, la audacia, el pensamiento y la fortaleza. Y también, el sacrificio. Si deciden verla, pónganse algo ligero para beber y apoyen la mejilla en el puño. No habrá sobresaltos ahí enfrente. Tan sólo una operación de rescate contra el fracaso.

jueves, 2 de abril de 2009

DUPLICITY (2008), de Tony Gilroy


Tony Gilroy es muy conocido dentro del mundo del cine por su legendaria habilidad para arreglar guiones ajenos dándoles forma, con brillantes ideas nuevas e introduciendo una mano pulimentada en el acabado reluciente de una trama a punto de ser rodada. Hace un par de años dio el salto a la dirección de la mano de Sidney Pollack en la incómoda y excelente Michael Clayton y ahora nos sirve un whisky doble que hay que degustar con un relajado gusto en el paladar.
Y es que, en esta ocasión, Gilroy no tiene ningún inconveniente en visitar a Stanley Donen y hacernos revivir unos cuantos fotogramas con tanta clase y estilo que parece recordarnos aquellos tiempos en los que Cary Grant y Audrey Hepburn nos engañaban continuamente en Charada o nos construye una estructura tan sólidamente desfragmentada como aquella maravilla que era Dos en la carretera con deslumbrantes recursos como la pantalla partida para dar inicio a una escena. El resultado derrocha elegancia, humor vestido de etiqueta, trucos y tretas y vueltas de tuerca que hacen que acabemos deseando ser uno de los protagonistas.
Para ello, cuenta con una música excepcional compuesta por James Newton Howard que es el acompañamiento perfecto para una trama ágil, con continuos saltos de tiempo que hacen avanzar la acción por los senderos escalonados de la alta comedia y del bajo espionaje y que nos describe, con absoluta precisión, los tortuosos caminos de los tiburones empresariales que dependen de sus servicios de seguridad para alcanzar ambiciones y aplastar competidores.
No cabe duda de que la gran baza de la apuesta de Gilroy, además de un guión ocurrente llevado con habilidad de virtuoso, es la presencia de la pareja protagonista con una Julia Roberts que no acaba de dar bien en pantalla después de su reciente maternidad y la presencia envolvente y seductora de un Clive Owen que domina matices y miradas, gestos y diálogos, que impresiona con su clase de misterio hecho hombre y que acaba por ser centro de atenciones porque roba escenas, hurta sensaciones y nos deja a los pobres mortales con tres palmos de narices sintiendo el aroma inconfundible de nuestra propia mediocridad hundida en nuestras aburridas vidas.
Y es que los juegos de duplicidades y engaños convertidos en profesión y forma de vida son excusas perfectas para una diversión que hay que encajar con piezas de espectador avezado y que no deja caer una cierta sonrisa de complicidad de los labios. En algún momento, incluso, parece que entornamos ligeramente la mirada para esbozar un gesto de inteligencia compartida, de tener enfrente a dos tipos que entiendes y que, con los medios suficientes, no dudarías en imitar. Ser un ladrón que finge ser espía que trabaja para descubrir a los ladrones se transforma en un jeroglífico de apasionante resolución, de clásico redivivo que, a muchos, les parecerá lenguaje en clave y, tal vez, a la posibilidad no tan lejana de que, dentro de cien años, todos calvos.
Así que sírvanse este whisky doble, por favor. Dejen que les queme un poco la boca y que resbale dejando un suave rastro con huella de aroma en el gaznate, como una melodía de acción, romance, sorpresa...y no necesariamente por este orden. La duplicidad puede ser duplicada y entonces dejaremos que nuestros ojos descansen en una propuesta que tenemos que fotocopiar para que los beneficios sean tan grandes como un amor que nace de las mismas entrañas del timo. Al fin y al cabo, siempre hay alguien más listo que nosotros.




miércoles, 1 de abril de 2009

EL BESO DE LA MUERTE (1947), de Henry Hathaway


Hay una divertida anécdota sobre Victor Mature que delata su inútil esfuerzo como actor y su sano sentido del humor. Cuenta la leyenda que, en cierta ocasión, Mature quiso ir a un restaurante y se le denegó la entrada alegando que en aquel lugar no se permitía la entrada a los actores. Al día siguiente, Mature llegó de nuevo al restaurante pidiendo entrar y con un buen fajo de críticas en la mano diciendo en todas y cada una de ellas que él no era un actor.
El pequeño chiste sobre Mature no es casual. El beso de la muerte es una excepcional película teniendo en cuenta que el no-actor carga con el consabido papel del pobre muchacho descarriado que no tiene muchos más caminos que el de la traición para hacerse de nuevo un hueco en la sociedad. Pero el mayor acierto de la película, el centro de todo el interés está en ese villano de fábula, obsesivo, paranoico, enfermizo que interpreta Richard Widmark bajo el nombre de Tommy Udo. Confieso que la primera vez que vi esta película no pude dejar de dar vueltas a la terrible escena en la que el malvado empujaba a una inválida con su silla de ruedas escaleras abajo mientras sonaba su irritante risa, símbolo de su aviesa personalidad, que tardó días en salir del eco de mi recuerdo. No en vano, la interpretación de Widmark es tan perfecta, tan inusitada, tan personal que tuvo la única nominación al Oscar de toda su carrera en la categoría de mejor actor secundario.
Por lo demás, El beso de la muerte, es una historia que se mueve con soltura en los terrenos del cine negro, dirigida con mano firme por un veterano de la artesanía como Henry Hathaway, de probada eficacia y ninguna autoría, que nos guía sabiamente a través de un guión fuerte y extraordinariamente bien construido por dos gigantes de la escritura cinematográfica como Ben Hecht y Charles Lederer que no dudan en exponernos la historia de dos villanos con la diferencia de que uno de ellos tiene corazón mientras el otro sólo late al son de su propia e inolvidable carcajada.
Es más, como contraste con la sonora y pavorosa risa del gángster que interpreta Widmark, hay grandes momentos de silencio que impactan con fuerza en quien asiste a lo que es la historia de una traición anunciada y que potencian el suspense al esperar que, en cualquier momento, ese silencio quede roto por la burlona y terrible hilaridad de un tipo que ha pasado a ser uno de los malvados más memorables de toda la historia del cine.
Es una película que se debe ver. Quizá para palpar la maldad. También para sentir que hay hombres que merecen una segunda oportunidad. O, tal vez, para darnos cuenta de que la traición en sí misma es tan vil que no importa a quien se traicione, la culpabilidad por haberlo hecho nos perseguirá inevitablemente por todos los meandros de nuestra vida. La traición es como un beso de muerte que nos deja la marca indeleble de una debilidad que todos llegamos a padecer.