lunes, 29 de septiembre de 2014

ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL CUCO (1975), de Milos Forman

Si queréis escuchar el último programa, sosegado, íntimo y verdadero, que hicimos en "La gran evasión" sobre "La buena estrella", de Ricardo Franco, podéis hacerlo aquí 

El pájaro que sobrevuela el nido del cuco se vuelve loco. Eso es así porque verá, casi siempre, un nido vacío. El cuco es un ave que prefiere que sus huevos los cuide otro y su nido es aire, nada, una violencia moral sin más objetivo que ahorrarse unas cuantas molestias. Alguien lo sobrevuela por fingimiento, y eso aún es peor. Porque tirar por el atajo más corto solo puede llevar a la llegada prematura de la insania. Así, la ventana quedará abierta pero todo lo que hay ahí fuera quedará reservado para otros con más suerte y menos ganas. MacMurphy lo sabe bien y, por eso, porque tiene rasgos de humanidad que otros han olvidado, se queda en el nido y se vuelve loco.
No es de extrañar porque allí ha conocido a otros pájaros, a otras aves depredadoras e implacables que no van a dejar, bajo ningún concepto, que su autoridad se vea socavada hasta el ridículo. Todo tiene que obedecer a una rutina que no tiene ningún objetivo. Solo jugar con las mentes ajenas que se ven abocadas, indefectiblemente, a un callejón sin salida. Hay cosas que son de sentido común. Claro que hablar de sentido común en una institución mental es algo bastante paradójico. Allí, al menos, se sienten escuchados aunque las palabras no sirven de nada. Solo las sensaciones. Y ésas están ahogadaa por el viejo, viejísimo principio de la autoridad.
Milos Forman dirigió esta película para poner en evidencia a uno de esos personajes que tanto le han gustado siempre y que bordean la genialidad reprochable. Randall P. MacMurphy no tiene la razón absolutamente, pero tiene algo de lógica en sus comportamientos y también está dispuesto a compartir las cosas buenas que sabe y conoce con aquellos que se han olvidado de disfrutar de todo. Quizá no sea lo más indicado, quizá MacMurphy esté equivocado porque lo ha estado siempre, pero tiene algo de verdad en sus actos desafiantes, en su rebelión incansable, en su visión deformada de una realidad que no le gusta y de la que, en el fondo, solo quiere huir.

Para ello, Forman cuenta con un Jack Nicholson lleno de fuerza, vitalista, incapaz de rendirse, que dota a MacMurphy de carne y de motivaciones humanas que caen fuera del ámbito manipulador de la perversa enfermera jefe a la que da vida una genialmente adusta Louise Fletcher, incapaz incluso de sonreír hasta que MacMurphy, en un último arrebato de ira, de rabia y de sinceridad, intenta crujirle el cuello. Todo está encerrado en esas cuatro paredes de dejación y de obligación, de chantaje moral y de demostraciones abusivas disfrazadas de irritante amabilidad. Allí, en el sanatorio mental en el que MacMurphy se recluye, es donde acaban las ilusiones de todo pájaro que se atreve a volar con los sueños, de todo hombre que decidió dejar de tomar decisiones para esconderse en un agujero blanco de gritos y desquiciamiento. Y tal vez lo único que les hace falta a esos enfermos es que alguien les trate como a personas, que alguien les haga vivir como personas, que alguien les haga apreciar el encanto de las cosas pequeñas que todos los días nos rodean para dar sentido a cada uno de nuestros pasos.

viernes, 26 de septiembre de 2014

FASE 7 (2011), de Nicolás Goldbart

Los romanos no inventaron nada bueno. Eso de cambiar las domus por las insulae fue el principio del fin de la civilización. Y todo porque el ser humano es egoísta por naturaleza. No estamos preparados para compartir espacios comunes de nuestra casa con extraños que no dudarán en darnos los buenos días al coincidir en el ascensor, que estarán dispuestos a darnos un pellizco de sal en caso de que se nos haya olvidado comprar lo básico en el supermercado o, incluso, que podrán echarnos una mano si algún mueble de nueva compra pesa más de lo debido y, con tal de acallar las voces de la escalera, nos echan una mano que siempre será comedida y, más bien, cicatera.

Esos vecinos, tan educados y dispuestos, no dudarán en darnos la puñalada más trapera en caso de que decidan hacer algo que se les haya metido entre ceja y ceja. Desde una obra que, sin dudarlo, presentarán como algo inofensivo y que no va a causar la más mínima molestia a los demás hasta echar para abajo cualquier proyecto que tengamos aludiendo al bien común.
La cosa se pondría aún peor si resulta que, por un accidente de vaya a usted a saber por qué, nos vemos obligados a guardar cuarentena en el edificio porque se sospecha que los virus van volando por el hueco de la escalera. Imagínense. Los alimentos no llegan y basta con invadir el territorio del vecino para tener asegurada una semana más de supervivencia. Entonces es cuando se sueltan las bestias corruptas que todos llevamos dentro y lo que es una pacífica comunidad de vecinos se convierte en una jungla donde solo el más fuerte podrá proferir con ganas el grito de la selva.
Y así se ponen en juego las idiosincrasias tan particulares que nos distinguen de los demás. El vecino preparado, el vecino oportunista, el vecino desorientado, el vecino bueno, el vecino malo, el vecino escondido, el vecino feroz…y además no tienen por qué ser adjetivos aplicables a una sola persona sino que una sola persona puede tener varios de estos calificativos. Todo depende de quién grita más alto en esta particular reunión sin administrador y donde solo vale ser brutal.
Con una asumida condición de serie B, Nicolás Goldbart ha dirigido esta película que bebe directamente de los clásicos imposibles de ciencia-ficción de los años cincuenta con un héroe que no es tal y que adquiere la expresión ligeramente irresponsable de un Daniel Hendler que solo quiere proteger su mundo manteniendo en la ignorancia a su mujer, embarazada de siete meses. Tal vez porque no quiere que su futuro hijo nazca en un mundo tan feo, donde nos devoramos unos a otros sin piedad, donde somos capaces de cualquier cosa con tal de mantener una posición de supremacía vital que se nos está yendo irremisiblemente por el sumidero. Las broncas aguantadas, la perplejidad ante los acontecimientos y la mansedumbre también aparecen en el portal de este edificio de apestados que, poco a poco, se va transformando en un ghetto de indeseables, de locuras encerradas puestas en zonas comunes, de neurosis progresivas que resultan útiles de forma imprevista. Pactar, quizá es la única tabla de salvación, y convertirse en un asesino comienza a ser la salida.

Y es que el disparo a bocajarro es lo que te suelta tu vecino cuando, con buenas palabras y en un ejercicio en el que la forma supera al fondo, quiere invadir tu espacio vital sin devolución posible. Pero las formas son lo único que nos separan del salvajismo. Imaginen al vecino de al lado sacando una ametralladora para hacer valer su deseo, cualquiera que sea. ¿Votarían que no a su propuesta? Pues prepárense porque van a manchar de rojo las paredes de la escalera y eso va a suponer la enésima derrama.

jueves, 25 de septiembre de 2014

EL CORREDOR DEL LABERINTO (2014), de Wes Ball

Pasar de la adolescencia a la madurez requiere cierta habilidad en el laberinto de la vida. Cada decisión puede ser tanto un equívoco como un error y la delgada línea que separa lo correcto de lo malo es tan fina que apenas se divisa desde la pubertad. A menudo, se tiende a pensar que, una vez se haya salido de ese laberinto de ideas descolocadas, de locas excursiones hacia el peligro, de comodonas estancias en tierra aparentemente segura, la meta se habrá alcanzado y ya no podrán existir las dudas, ya no habrá miedos, ni siquiera existirán más anhelos. Y los jóvenes no saben que, de alguna manera, nunca se deja de ser adolescente.

Porque ser joven requiere una serie de pruebas, una especie de curso magistral de supervivencia para afrontar una etapa que cae como agujas en la espalda y que está llena de responsabilidades. Justo lo que un joven no quiere. Pero siempre habrá un adulto que les obligue a crecer para que se atrevan a tomar decisiones, aunque sean equivocadas. El futuro, al fin y al cabo, es de ellos y serán los que tengan asumir riesgos que no podían ni soñar. Y, tal vez, cuando llegue el momento, se deseará que maduren deprisa, obligándoles a arrastrarse y a trepar y, sobre todo, a correr. El laberinto del mundo adulto cambia cada día y la salida es tan móvil que apenas se puede predecir el día siguiente.
Parábola que funciona en este mundo apocalíptico que pone a una serie de jóvenes en el centro de unos pasillos que no llevan a ninguna parte, lo cierto es que la historia tendría su interés si no fuera por la torpe dirección de Wes Ball. Demasiado cercano en planos que no lo requieren y absolutamente precipitado y tembloroso en la batalla final, Ball procede de la dirección artística y del diseño de efectos visuales y se apunta un tanto cercano a lo fascinante en la primera y desbarra estrepitosamente en el segundo. Por otro lado habría que destacar a Dylan O´Brien en el papel protagonista, notable en su expresión y sacando buen partido a un personaje que podría ser tan plano como un muro de hormigón y censurar a Will Poulter, espantoso en un papel lleno de clichés, repetitivo y bastante irritante en gestos vehementes porque alguien se olvidó de explicarle que hasta para pasarse de rosca hay que tener algo de clase.
Por lo demás, no deja de ser un cuento de horror que funciona con algo de mecha, que abunda en los estereotipos de heroísmo juvenil (yo soy diferente, los demás son los que son iguales, mi rebeldía es estupenda, los demás no saben hacer esto) y con un error de bulto como es la huida del tono terrorífico que parecía predominar en los primeros compases para ser tan solo una aventura más, con mucha moraleja apreciable, con poco arte y algún que otro momento merecedor de una mirada.
Y es que nadie nos avisó nunca de que ser joven era fácil. Ahora, pasados los años, quizá nos hemos olvidado de aquellos días en los que el futuro parecía abrirse a nuestro paso, rindiéndose a la evidencia del empuje y no perdonamos con facilidad a la juventud actual, de opinión rápida y pensamiento demasiado influenciable por las nuevas tecnologías. Era más seguro quedarse donde estábamos porque había menos posibilidades de relación, menos peligro evidente, menos curiosidades aunque, tal vez, iguales resistencias. El caso es que siempre ha habido uno que no era como el resto. Tenía más experiencia, poseía una especie de luz que conseguía que los demás comenzáramos a movernos o simplemente, tenía labia para decir lo que todos pensábamos. Luego ya venía el éxito o el fracaso, la luz o la oscuridad, la permanencia o el olvido. ¿Qué importa? Ahora ya todos son sombras que aún pueblan nuestra personalidad. Aquella que, un día, se sintió presa y temerosa, esperando una posición cómoda en medio de unos pasillos llenos de trampas que finalizaban en la madurez más insoportable. 


martes, 23 de septiembre de 2014

OJOS DE SERPIENTE (1998), de Brian de Palma

Un detective de la policía que tiene las manos demasiado inquietas, demasiado repletas de billetes, demasiado vacías. Su honestidad ha quedado tumbada en la lona después de una serie completa de puñetazos en el mentón y un enorme plano-secuencia nos ilustra sobre su personalidad, agitada y dispersa, sobre su futilidad terrible, sobre su fracaso tremendo a pesar de que él no se cansa de dar una imagen de triunfador hortera y charlatán. Es la noche de un gran combate y él quiere pasárselo bien. Ha apostado una pasta gansa y quiere ganar. Él, esa noche, se siente vencedor. Él, esa noche, va a perder por última vez.
A su lado, un viejo amigo, padrino de su hijo, que destaca por todo lo contrario. Es honrado, es pulcro, es discreto y mira con cierta condescendencia al policía porque, al fin y al cabo, se vende por nada, solo por dinero, por unos cuantos miles que, de alguna manera o de otra, acabará perdiendo. Es el caso contrario de ese detective. Esa noche, siente que va a ganar definitivamente después de llevar toda una vida perdiendo. Para eso sirve la honestidad, para fabricar perdedores de conciencia tranquila pero que siempre acaban en la cola de las oportunidades.
La cámara sigue al policía para narrar hechos, para situar a los sospechosos, para ofrecernos, luego, distintos puntos de vista con ojos de serpiente porque, aunque no lo parezca, lo que hace es describirnos a una serie de fracasados que pretenden llegar lo más rápido posible a la cima, degustar el sabor de la victoria y, más tarde, volver a descender, lentamente, al oscuro abismo de la supervivencia a trancas y barrancas. Unos cuantos miles hoy, una mirada hacia el espejo mañana. La certeza de que se ha fallado siempre.

Brian de Palma dirigió con virtuosismo técnico esta película que contiene a un gran Nicolas Cage en la piel de ese policía que se propone investigar un crimen inesperado en medio de una inolvidable noche de boxeo. El cine negro se da la mano con la sabia cámara del director y, sin tener miedo a nada, no deja de filmar incluso después del efímero triunfo. Porque de eso es lo que trata esta película. De las miserias del fracaso y de las miserias que, inevitablemente, también trae el éxito. Lo único que queda después de ambas sensaciones es la conciencia y puede que esté limpia o puede que esté en cuenta de K.O o puede que esté definitivamente tumbada. Todo es un combate de fondo que queda cortado por unas balas lanzadas por intereses, quizá el arma más poderosa del mundo. Lo demás es solo una fachada, un intento de ser aceptado a través de una sucia corrupción, de un diálogo improvisado que no tiene fin, de un bolsillo que siempre está abierto para beneficiarse de púgiles que venden sus peleas, de periodistas que venden su profesión y de policías que venden su placa. Doble uno. Doble nada.

lunes, 22 de septiembre de 2014

LA BUENA ESTRELLA (1997), de Ricardo Franco

Esta noche en el programa "La gran evasión" abordaremos esta película para dejarnos un poco la piel en carne viva. Si mientras tanto queréis echar una partida de billar al lado de Paul Newman, podéis escuchar el programa que hicimos sobre "El buscavidas" aquí. Derrotas vitales que se convierten en triunfos en medio del dolor.

La nada. La desolación. El silencio. La desnudez. El alma. El olvido. La televisión encendida. La vida apagada. El tenue consuelo. La rutina alterada. El día repetido. La carne fresca. El corazón frío.
De repente, la madrugada. La noche vuelta en día. La luz de la mañana. La compañía como sonrisa. La mirada cambiada. De cero a mil. De estar abierto en canal a empezar a coser la soledad. Solo la conversación. El suave tacto de la piel. El aroma de mujer. La pieza encontrada. El deseo regresado. El pasado lejano. Solo hay mañana. Solo hay el júbilo que salta en un interior que llevaba demasiado tiempo muerto.
Y luego el pasado regresa. La duda. La maldición. La felicidad no dura. Lo que dura es la desgracia. El temor. Todo agrietado. Porque hay cosas que no se pueden comprender. Por mucho que los labios repitan lo contrario. Por mucho que la tranquilidad desee quedarse. La inevitable prueba. La bofetada en la cara. La noche terca. La estrella en declive. La bondad pisoteada. Algo bueno. Algo malo. El pensamiento fugaz de tomar un atajo. La verdad convertida en comprensión. Y eso que hay cosas que no se pueden comprender. No. Esto solo ocurre a los que están enfermos de vacío.
La aceptación. Difícil. Segura. La excepción. El aire se comparte. El día se hunde en unos vaqueros ajustados. La risa forzada que lleva a un desprecio que se ha dejado atrás. Y la estrella tiene que brillar. Debe hacerlo porque la verdadera nada ha estado durante demasiado tiempo posada en una casa de verja y jardín. Un preludio de la partida.
El adiós. Certero. Seco. Cortante. Áspero como la arena de un parque de niños. La incertidumbre que, por sí sola, lleva a la desesperación. Así de sencillo. Y el regreso con la derrota encima. Con la seguridad de que otra vez todo se ha caído y de que el hombre bueno se hará cargo. Él dará cariño. Él dará compañía. El dará la comodidad. Creencias absurdas. Miradas que hablan y que sustituyen. El final está cerca. La vida se ha derrumbado encima del intruso. Apenas un susurro. Una nueva derrota. Un último acto de piedad. Demasiado bueno. Demasiada verdad en una sola habitación. La muerte ingrata. La muerte, siempre la muerte. La muerte en vida.

La elegancia en la dirección de Ricardo Franco se sobrepone por encima de las interpretaciones del trío protagonista que se desgarran mutuamente y ponen la sangre caliente y la impasibilidad enfrentadas con una mujer en medio. Antonio Resines, Jordi Mollá y Maribel Verdú juegan a perder porque tienen papeles ganadores y el público se estremece porque, en alguna de sus situaciones, todos se ven reconocidos y protagonistas de su propia película. Más allá de eso solo queda el dolor de unos rumbos destrozados, perdidos antes de zarpar, deseos mutilados de un ojo que no ve y de un amor que no se puede dar. Y el único que ve y puede desear lo único que busca es morir.

jueves, 18 de septiembre de 2014

ATAQUE (1956), de Robert Aldrich

La cobardía cuesta vidas. Más que nada porque no solo es una cobardía tradicional intentando ponerse a salvo físicamente, escondido detrás del miedo y del oportunismo. También es una cobardía moral, que rehúsa afrontar responsabilidades cuando el puesto de mando obliga a tomar decisiones. El pánico hiela los huesos y cada vez que aparece, un hombre muere. Esto no es fatiga de combate. Es volver la espalda a los que luchan a tu lado.
Siempre habrá algún oficial o suboficial que se las sepa todas. Uno de esos hombres con los que sabes que las balas no te alcanza y, si dan en el blanco, dolerán menos. El convencimiento de que llegó el momento de ir al infierno con un poco de plomo en el cuerpo es el mayor de los consuelos cuando el aislamiento, la soledad y la impotencia hacen tanta mella que es imposible apretar de nuevo el gatillo de la ametralladora. El olor a cemento recién partido por las bombas es inconfundible y no hay mucha diferencia entre luchar entre las ruinas y formar parte de ellas.
Puede que haya también algún coronel oportunista y zafio y que quiera aprovecharse de la situación. Uno de esos hombres que es capaz de cerrar los ojos ante la justicia y, aún así, sacar provecho de ese acto. Él sabe que todos callan cuando les conviene y que el ser humano es arribista por naturaleza. Una medallita por allí, una mención por allá…paja para el burro que, de todas formas, tiene que morir. Lo que importa es el después. Y si para beneficiarse tiene que respaldar a un inútil, no hay problema. Se hace y luego se le pide la devolución del favor. La guerra es así, hermano. Hay que esquivar las balas y, si se puede, atrapar alguna para tener de sobra.
El honesto oficial que quiere mantenerse como espectador tendrá que tomar partido. Todo ser humano tiene un límite ante los desmanes ajenos y él hace tiempo ya que ha llegado al final. Ha intentando comprender las razones de la cobardía y admirar los argumentos de la valentía pero no ha sido ni uno ni otro aunque siempre ha cumplido con su deber. Precisamente eso es lo que le mueve a ser parte del tablero de intrigas. Cumplir con el deber y que se hunda el mundo si esa es la consecuencia. Lo hace por todos aquellos que se quedaron en el camino. Tal vez lo hace también para quedarse con ellos en ese camino.
Una patrulla a la que le sobra valor y que está dispuesta a callar ante lo que es un asesinato en tiempos de guerra. ¡Qué ironía! Asesinato en tiempos de guerra. Sí, eso también puede existir. Basta con darse cuenta de la maldad a la que lleva la inmoralidad del egoísmo y guardar silencio. Matar y morir es lo que se les pide pero todo tiene un límite. Y la dignidad es uno de ellos por muy bajo que hayan caído disparando contra el enemigo. Son hombres de verdad. Son guerreros de palabra.

Robert Aldrich y su visión de una guerra desde el interior de los soldados que están combatiendo, alejándose del heroísmo y retratando a unos cuantos seres que se van deshaciendo poco a poco, como el hormigón reventado por los obuses de unos cuantos tanques, como la moral pisoteada por la soberbia de unos cuantos mandos que merecerían morir.

EL HOMBRE MÁS BUSCADO (2014), de Anton Corbijn

Demasiados peligros después de aquel aciago día. La psicosis de los servicios secretos de medio mundo para que no vuelva a repetirse aquella barbaridad se convierte en un nuevo modo de terrorismo. La sospecha va antes que la prueba. Más vale coger al pez pequeño mucho antes que esperar y tener paciencia y coger algo más grande. Resultados inmediatos. Tranquilidad instantánea. Y, sobre todo, una total falta de escrúpulos que hace que la traición pueda venir detrás de una sonrisa de complicidad.

En medio de todo ello, un espía cansado. Un hombre que no ha renunciado a sus ideales pero que entorna los ojos porque ya no puede digerir tanta decepción. Se fuma la vida entera y todo lo ve a través del cristal del fondo de un vaso lleno de algún brebaje del infierno. Él sigue haciendo su trabajo, es bueno haciéndolo y lo sabe, pero cada vez le faltan más fuerzas, más ánimos, más verdad. La mentira le asedia y el afecto pasa a su lado sin detenerse. No importa. Él solo devuelve una mirada de desidia, de hastío, de viaje de vuelta que tendrá que terminar en cualquier momento.
Pero la profesionalidad no sirve de nada en un mundo que solo se preocupa de alimentar a los tiburones para que al resto solo le queden las migajas. Toda la maquinaria del espionaje se mueve por parámetros de cloaca y la inocencia queda engullida en una terrible vorágine de venganza que no termina de consumarse. No todos los musulmanes son terroristas. No todos los que pretenden hacer justicia se mueven por ideales nobles. Tal vez, esta humanidad lleva demasiado peso personal encima y somos incapaces de servir el bien colectivo sin antes haber pasado por la taquilla de nuestras propias soberbias.
Y así, gente normal se ve implicada en un intento de llegar un poco más allá, de hacer que el modo de vida que conocemos sea algo un poco más seguro y que dependa menos de la locura de unos tipos que están alienados por su religión, por su odio ciego a Occidente, por la posesión de su razón deformada que no va más allá de satisfacer su deseo de venganza total con la sangre de gente inocente que jamás se ha planteado nada más allá de una simple suma. La mirada del espía busca respuestas allá por donde pasa, de forma inquieta, casi como una sombra vigilante que quiere descansar alguna vez. Camina sobre el abismo y solo hace falta un pequeño empujón para que todo, incluso la verdad interior, se venga abajo. Quizá ese sea el sino del individuo que trabaja creyendo realmente que hace algo por la seguridad de las personas y comparte su labor con un puñado de mafiosos sin conciencia.
Philip Seymour Hoffman nos dejó este pequeño regalo antes de marcharse: la interpretación de un espía cansado, íntegro y antipático, un héroe anónimo que ni siquiera desea medallas. Y él es la principal razón para ver esta película. Más allá de la dirección, más o menos acertada, de Antón Corbijn; de la belleza más que evidente de una actriz de poco tono dramático como Rachel McAdams; o de la adusta e imprescindible intervención de una dama como Robin Wright; o, incluso, del descolocado deambular de Willem Dafoe, Hoffman se erige como auténtico dominador de la función con un papel gris que, en manos de cualquier otro, se quedaría en un mero aroma a cerrado, a aire viciado envuelto en tabaco rancio, a una nada sin alcohol.

Y es que la pluma de John Le Carré pesa mucho a la hora de describir vidas tristes y despreciadas, profundamente infelices, que están muy lejos de honores públicos o reconocimientos multitudinarios. Eso, hoy en día, solo lo buscan los inútiles que prometen cosas que se quieren oír, tal vez para ganar un paraíso eterno similar al que algunos creen alcanzar cuando se rebelan contra los países de edificios de acero y cristal.                                                

martes, 16 de septiembre de 2014

LA EXTRAÑA PAREJA (1968), de Gene Saks

Vivir con un hombre… ¿a quién se le ocurre? Esto es como estar casado solo que sin mujeres de por medio. Por el día, a trabajar. Por la noche, a limpiar. Y Félix dale que dale. Prepara unos platos deliciosos pero es maniático como una esposa. Seguro que Oscar le cae bien pero no aguanta determinados gestos. Como todas. Oscar es descuidado, con un sentido del humor muy particular, con la sensación de que es mejor vivir al día que pensar en el día siguiente. Félix es todo lo contrario. Él quiere guardarlo todo, pensar en todo, atontarlo todo y hacerlo un amasijo de buenas maneras, de buenas costumbres y de buenas sopas. Diablos, esto no hay quien lo aguante.
Aparte de todo, Félix es hipocondríaco. O sea, no puedes salir con él a tomar una copa, al teatro o, simplemente, a charlar un ratito con dos chicas de las que se encuentran por ahí detrás de un buen whisky o alrededor de un plato combinado de cafetería. Es insoportable. Es el centro de atención con sus penas y sus manías. Y encima el resto del mundo le adora. Hasta perfuma los espaguetis. Y a Oscar le gusta el olor a rancio, el inmundo hedor del que emana de la seguridad de que no todo está totalmente limpio. Quiere las cosas por en medio, incluso las cosas privadas. Le pasa la pensión a su mujer cuando le viene bien y no cuando debe. Félix es puro orden. Oscar es puro caos. Es difícil la convivencia. Tan difícil que lo que va a salir de esto es un divorcio. Luego, claro, ya vendrá el buen rollo de la amistad, eso que queda muy bien en tantas y tantas parejas deshechas. Esta tampoco funciona.
Paso y doblo. Así es cómo viven estos dos. La ternera, asada; las camisas, planchadas; las notas, frecuentes; el control, exhaustivo; el aire, agobiante; el sudor, prohibido; el descuido, intolerable; el aseo, trascendental; el piso, ordenado; la comida, exquisita; el polvo, inexistente…al menos el polvo de limpiar…y el otro, también. La compasión es la perdición. Algún amigo te da pena, le invitas a que tome el control de su vida y resulta que el muy…toma control de la tuya. Y eso es marcarse un farol con buenas cartas. No vale. Cada uno en su manía y Dios en la de todos. Extrañas parejas…

Pocas películas han sido tan populares y tienen unos diálogos tan divertidamente brillantes como en esta confrontación entre Walter Matthau y Jack Lemmon. Dos actores que se intuían sin abrir la boca y que, con una mirada, sabían lo que esperaban del otro. Su amistad, real, se traspasa en todas las escenas que comparten juntos, con palabras de Neil Simon salpicando de ingenio todas las grotescas situaciones típicamente… ¿masculinas? Porque ésa es otra. ¿La película trata de poner en ridículo a los hombres o también a las mujeres trasladando el papel de uno de ellos al que, habitualmente desempeña el sexo opuesto? Y es que se puede ser del sexo opuesto siendo del mismo sexo. O, tal vez, Neil Simon quería poner un espejo delante de todos nosotros y hacernos ver cómo nos complicamos estúpidamente la vida con nuestras manías y nuestros defectos en lugar de disfrutar de la enorme suerte de estar acompañados en un mundo que te empuja a la soledad. Y lo mejor de todo es que lo hizo con la colaboración de dos actores impresionantes y con la risa como uno de los pilares fundamentales de cualquier convivencia. Nada fácil. Tanto como convivir con tu mujer. O con Félix. O con Oscar.

lunes, 15 de septiembre de 2014

SEX TAPE (2014), de Jake Kasdan

Esta noche en La Gran Evasión de Radiópolis Sevilla hablaremos sobre "El buscavidas", de Robert Rossen. Ya está publicado un artículo en este blog, si queréis leerlo está aquí Y el último programa que se hizo en homenaje al cine negro está aquí. Fue un programa de esos que invitan a tomarse un trago mientras te miras al espejo y compruebas que no tienes muy buena cara aunque aquel día no la tenía mucho mejor.

 Ya se sabe lo que pasa con los matrimonios. Incluso con los mejor avenidos. Que llega un momento en que ya se han pasado todas las experiencias posibles y el aburrimiento, ese gran enemigo, comienza a aparecer. Ya todo se vuelve rutina, donde había pasión no hay más que repetición. Ya no apetece demasiado esa cosa tan cansada que se hacía por las noches porque el sueño y la edad son compañeros que también se meten en la cama. El trabajo condena a la mediocridad y todo lo que parecía una nube se disuelve de tal manera que uno ya no recuerda lo maravilloso que fue sentir lo que se sintió y cuán especial se cree uno cuando está al lado de alguien tan increíble como la mujer de su vida.

Y aún hay parejas de corto cerebro e imaginación larga que creen que eso se soluciona  con alguna locura privada que les ponga a tono. Por ejemplo, se coge un libro que está bastante cerca del Kama Sutra solo que en versión moderna, se imitan las posturas y ya tenemos una experiencia. Pero no, eso no es suficiente. No hay bastante excitación, no es tan peligroso como uno cree en un principio. Lo mejor es grabarlo…Sí, eso. Y así, alguna noche en la que los niños duerman profundamente o los hayamos enviado a casa de tus padres, nos ponemos el vídeo y verás…eso sí, sin palomitas ¿eh?
Pues a ello que se ponen y confían (permitan que me ría) en que la tecnología va a solucionar el problema de dónde esconder el vídeo. En una nube. Ja. Eso no se lo cree ni Bill Gates cuando va de marcha. A veces las nubes descargan y lo que forman es una tormenta de privacidad sobre un montón de gente a la que no le importa lo que hace una pareja en su casa de puertas adentro. Pero a la gente, ese gran monstruo que nos rodea por doquier, le chifla mirar. Les enloquece ponerse delante de una ventana y ver lo que hace el vecino. Les desquicia comprobar que, si ven a la vecina desnuda, resulta que no está tan buena, que la cicatriz de la operación que se hizo aún se nota, que su ropa interior resulta ridícula, que el marido es aún más ridículo con esos gallumbos de colores, que cenan en la cama y hacen el amor en el lavabo. No es un calentón, no. Es cotilleo que aún es peor.
El asunto se desmanda. Más que nada porque el vídeo está al alcance de tu padre, de tu madre, de tu hermano, de tu hermana, de tu mejor amigo, del jefe, del compañero de la mesa de al lado y de todos los santos que jamás reconocen ver porno a través de Internet. Y la pareja encuentra, de forma sorpresiva, nuevos motivos de pasión. No por el susodicho vídeo de marras sino porque el viaje para recuperarlo y las apariencias descubren que, debajo de ellas, hay todavía mucho amor para dar. Bonito ¿verdad?
Sería bonito si no fuera todo tan leve, tan ligero y tan fácil. Es curioso que Jake Kasdan, el director, sea el hijo de Lawrence Kasdan porque, aunque se ha dedicado al cine como su padre, no tiene ni una millonésima parte del talento de su progenitor. Todo se resume en la carne que pueda enseñar Cameron Díaz y en las supuestas gracias de un matrimonio que se pone al descubierto en su entorno, lo cual les coloca en una situación, cuando menos, incómoda. Pero todo tiene un afán demasiado evidente hacia la ligereza, hacia la vulgaridad, hacia una serie de chistes previsibles cuando ahí había una comedia que podría haber sido brillante, con mala leche a prueba de bombas.

Y es que no es fácil mirar por las ventanas ajenas. A menudo, los que se sienten observados sacan lo mejor de sí mismos para arreglar sus propios problemas y si un director solo quiere que la gente pase por taquilla, no se preocupa demasiado de la calidad, ni de la inteligencia. Puede que prefiera al espectador tonto y rico que al inteligente y pobre y por eso sirve este vídeo que no tiene nada de nuevo. 

viernes, 12 de septiembre de 2014

EL AMANECER DEL PLANETA DE LOS SIMIOS (2014), de Matt Reeves

El ser humano ha tropezado infinitas veces con la misma piedra y, en muchas ocasiones, nos hemos empeñado en atribuirnos ese error. Y tal vez no sea así. Puede que sea una condición inherente a la existencia, una condición que también sería propia de los animales si tuvieran la inteligencia precisa y se situaran en la cima de la cadena alimentaria. Dentro de sus clanes tendrían las mismas traiciones, las mismas buenas intenciones, los mismos egoísmos y, por supuesto, las mismas ansias de poder a través de la destrucción del enemigo más cercano.

Si eso ocurriera con los monos y se emprendiera una guerra contra los humanos, tendríamos las de perder sin ninguna duda. Si nos igualaran en inteligencia, son más fuertes, más ágiles, más temibles, más devastadores y se convertirían, igual que nosotros, en los más impresionantes depredadores de la creación. Incluso tendrían una ley natural que prohibiría matarse entre sí...pero como toda ley natural no tardarían en saltársela porque la ambición y la erótica del poder son inquietudes que van en el mismo paquete de la inteligencia. Y eso no deja de ser la causa de nuestra propia tristeza.
Por otro lado, los humanos caeríamos una y otra vez en lo mismo que nos ha llevado a la perdición. Llenaríamos todo de ruido y de furia para no saber dónde se encuentra la verdad y nos dejaríamos guiar por el instinto que cada vez sería más animal y menos humano. Toda nuestra supervivencia se basaría en la cantidad de armas acumuladas y no en la capacidad de mejorar nuestras actitudes, de pensar en los errores cometidos y en el inmenso don que se nos ha dado de trabajar para los demás, pensando en los demás y amando a los demás. Esa ni siquiera ha sido nunca una ley natural del hombre y, sin embargo, nos la hemos saltado siempre...sí, sí, incluso usted.
La confrontación entre una civilización decadente y otra emergente no tarda en aparecer. Los malentendidos se utilizan para encender la mecha del conflicto y solo un mono llamado César es lo que separa la vida de la nada. El ser humano ya da igual por mucho que se tenga conciencia de que sienten, padecen, viven y mueren. El simio, o cualquier otra especie natural tan explotada por el hombre, es lo que realmente importa porque ya está bien de miles de años de dominación humana. Es la hora de que los animales tomen al asalto lo que siempre se les ha sido negado. Ya no hay esperanza, y lo que es peor, ya no hay perdón.
Resulta cuando menos chocante que la mejor interpretación de esta película sea la que realiza un mono que ha sido generado por computador con los movimientos de Andy Serkis, el hombre que se está convirtiendo en leyenda con su lenguaje corporal después de dar vida al mítico Gollum de El señor de los anillos, pero es que así es. Gary Oldman apenas es capaz de sostener un minuto en escena sin ponerse a gesticular desordenadamente y un actor sólido como Jason Clarke no pasa de ser un cúmulo de buenas intenciones y resultados demasiado justos. Lo que hay que destacar de forma muy seria en esta película es la banda sonora de Michael Giacchino, llena de fuerza, de una versatilidad extraordinaria y capaz de situar al espectador en medio de la misma ley de la selva que trata de revivir. Lo demás es una película de la caballería con los indios enfrente, con los mismos deseos de paz y la aparición de los tiñosos de turno que emponzoñan todo cuanto tocan. Mucha espectacularidad y poco, muy poco, de nuevo.

La reformulación de la serie, en cualquier caso, no deja de ser algo vulgar después de la preciosa estructura que adoptaron las secuelas de El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner porque, al fin y al cabo, poco a poco se convertían en precuelas...Ah...¿qué no las han visto? Pues denles caña. Si son capaces de salvar las limitaciones de la época, el guión era de una inteligencia que dejaba a estos nuevos simios en pañales.

jueves, 11 de septiembre de 2014

JERSEY BOYS (2014), de Clint Eastwood

Cuatro notas se juntan en la calle para formar una melodía inolvidable. Cada una de ellas ha tenido sus motivaciones, sus sueños, sus honestidades maltratadas, sus sentidos de la amistad. Lo que comienza siendo una aventura en el horizonte, poco a poco, se va convirtiendo en un paisaje ya visto y todas y cada una de esas notas saben que unos cuantos años atrás, por si solas, no habrían sido más que ligeras motas de polvo en un asfalto que no les iba a perdonar su arrogante intromisión en la partitura de sus vidas pero juntas...juntas hicieron que un farol se convirtiera en un foco, que una acera se transformara en escenario, que una melodía hormigueara hasta ser un bailoteo con los pies, que el recuerdo de las luces y de las sombras permaneciera a salvo de los oídos de un mundo que ansiaba música.

Y así, asistimos a la ascensión y caída de un grupo de leyenda que vendió millones de discos pero que, por el camino, también tuvo que pagar un precio. Quizá porque la amistad es un valor supremo que pocas veces compensa. Quizá porque la familia siempre queda en un segundo plano cuando se encienden las luces de neón. Quizá porque el castigo del éxito siempre pasa por el sufrimiento personal. La eterna justicia de los agraciados que ponen sus voces en los oídos adecuados, sí, pero hay algo más. Es algo que se llama uno mismo.
En el momento en que aparece uno mismo, el grupo, ese sueño de notas pegadizas que tarareará todo el mundo, comienza a resquebrajarse porque los errores se suceden, porque alguien no cuidó de lo que debía, porque el camino hacia el estrellato roza siempre los bordes ajenos y porque el egoísmo comienza a ser un batería molesto que lleva un ritmo totalmente distinto de los demás. Nadie es imprescindible y todos lo son. Si no lo fueran, esas cuatro notas aún permanecerían debajo de un farol, intentando llenar las solitarias noches de solitarias callejuelas con una sonrisa y un chasquido de dedos, con un principio de algo diferente, con un párrafo de arte en una hoja sucia.
Ya con las primeras imágenes de la película uno no puede evitar la sensación de que Clint Eastwood, a sus 84 años, juega a otro nivel. Dirige con vigor, con planos de precisión que deberían ser estudiados en la escuela de cine, con la seguridad de que está contando algo que a él le encantó allá por los sesenta, con un sentido musical envidiable y con una demostración de que, a esa edad, él ya sabe dirigir lo que se proponga y de la forma que él quiera. No, no, esto no es ninguna obra maestra, esto no es nada que deje boquiabierto y que estremezca la piel dejándola en carne viva como más de una vez lo ha hecho el viejo maestro. Es una película más...pero en uno solo de sus planos hay más cine que en películas enteras de la gran mayoría de los directores del panorama actual. Sabe cómo enganchar con una historia que, incluso, podríamos calificar de mediocre de tal manera que uno se introduce allí dentro e incluso baila con estas cuatro notas que pusieron romanticismo y rock and roll en los años sesenta. Y termina con una fiesta. Al fin y al cabo, la vida, en sí misma, tendría que ser una celebración. Esa misma vida que él intenta apurar al máximo, haciendo lo que más le gusta y, de paso, dando un par de lecciones sobre cómo se mueve una cámara, cómo se cuenta una historia y cómo puede tener encandilada a la gente durante las dos horas y cuarto que dura la broma. Y funciona. Y eso hay algunos que, simplemente, no lo pueden aguantar.
Es un buen rato en la oscuridad, con los pies inquietos y la mente ahí mismo, entre guitarras eléctricas y voces en escala, con el gozoso placer de ver a un Christopher Walken componiendo un personaje absolutamente atípico en la galería de mafiosos del cine...y de ver cómo un hombre de 84 años sigue teniendo ganas de contar la historia de una juventud que hace mucho que él ya vio pasar. Yo también me apunto.

martes, 9 de septiembre de 2014

RICHARD ATTENBOROUGH: LA INCÓGNITA DESPEJADA



Se crea o no (y creo que hasta ahora no he dicho nada que sea mentira) yo me encontré una vez con Richard Attenborough. Fui con dos amigos a los Cines Alphaville de Madrid a ver El último emperador, de Bernardo Bertolucci. La sala estaba vacía cuando entramos y solo había dos personas situadas unas cuatro filas más atrás. Estábamos charlando animadamente cuando uno de los amigos se volvió y dijo: “¿Qué hace Richard Attenborough sentado cuatro filas por detrás?”. Yo creí que estaba bromeando y me volví a sabiendas de que, luego, recibiría algún tipo de burla pero me quedé anonadado. Efectivamente, Richard Attenborough estaba allí, esperando con una chica a su lado a que empezara la proyección. Los tres amigos, ni cortos ni perezosos, salvamos la distancia un poco precipitadamente y le pedimos que nos estampara un autógrafo en el margen de uno de los programas que repartían en aquellos cines no sin antes preguntar si, de verdad, era el gran director y actor. Él, con una exquisita educación, contestó: “Sí, sé que mi apellido es muy difícil de pronunciar, pero yo soy Richard Attenborough”.
Y la primera vez que supe que existía un hombre con ese apellido fue cuando mi padre organizó una de esas sesiones familiares dominicales con una de sus películas favoritas. Fue en el cine Richmond, también de Madrid, en plena calle Lagasca y la película, por supuesto, era La gran evasión. Aún recuerdo la cara de mi padre cuando salimos del cine y yo, por supuesto, salí entusiasmado con la actuación de Steve McQueen y él, muy serio y cargado de razón, me dijo: “McQueen es divertido pero el que actúa realmente bien es Richard Attenborough…el que hace de Gran X”.
Poco a poco, fui viendo su maestría delante de las cámaras y consiguió una extraña mezcla de miedo y compasión en una película tan estupenda como El estrangulador de Rillington Place, de Richard Fleischer. Y luego vi qué bien se le daban papeles que, en principio, parecían caracteres débiles que, sin embargo, se sobreponían a las duras circunstancias que les tocaba vivir y se convertían en hombres de verdad, de apariencia frágil, de gesto contraído, nada fáciles pero siempre esperanzados como son los de la excelente El vuelo del Fénix, de Robert Aldrich: o el marinero Frenchy que se hace amigo de Steve McQueen en la maravillosa El Yang-Tsé en llamas, de Robert Wise. Más tarde disfruté con él en ese regimiento de casacas rojas destacado en la India en medio de una investigación criminal en la estupenda y desconocida Culpable sin rostro, de Michael Anderson y, por supuesto, cuando ya no lo esperaba ver más, como el John Hammond que se atreve a ser Dios en la mítica Parque Jurásico, por la que rompió su promesa de no volver a actuar en una película solamente por tener el privilegio de trabajar al lado de Steven Spielberg.
Con la edad, me di cuenta de que Richard Attenborough no era solo actor, sino que también sabía muy bien cómo dirigir. Basta con echar un rápido vistazo a la cuidadísima Gandhi, quizá la película que fue el éxito de su vida y por la que todo el mundo le recuerda pero la cosa empezó algunos años antes con esa extrañísima astracanada crítica que fue ¡Oh, qué guerra tan bonita! en la que intervenía toda la plana mayor del arte dramático inglés. Mi padre, siempre cuidadoso con las cosas que elegía para que yo me formara no solo como amante del cine, también me llevó a ver El joven Winston, estupenda recreación de los años jóvenes de Winston Churchill, realizada con un pulso espléndido y lleno de admiración por alguien que es parte de la historia. Con Un puente lejano demostró sus habilidades para mover a las masas en el reducido campo de visión de una cámara y realizó una película de una profesionalidad envidiable, que no dudaba en censurar la actitud de algunos de los generales británicos, tan ambiciosos y tan convencidos de que la guerra era una cuestión de osadía y no de inteligencia.
Pero Attenborough sabía dirigir historias de otro corte, como lo demostró en la fantástica Magic, en donde el terror se adueñaba de la mirada de Anthony Hopkins y se proyectaba su propia personalidad en un muñeco de ventrílocuo, verdadero asesino de todo aquello que perturbara un mundo ideal de preguntas y respuestas agudas. De hecho, Attenborough no parecía el más adecuado para dirigir una historia de corte musical que no salía del reducido espacio de un escenario como A chorus line y, sin embargo, lo consiguió con nota a pesar de que era un producto de encargo y de la imposición de tener a Michael Douglas en un papel que requería algo más que una cara conocida. Más tarde, acometió la biografía de Stephen Biko, el líder sudáfricano, en la aceptable Grita libertad con unas estupendas actuaciones por parte de Denzel Washington y Kevin Kline confirmando a Richard Attenborough como un sensible director de actores. Tanto es así que su siguiente proyecto fue Chaplin, arriesgadísima película sobre todo en la elección del protagonista que se saldó con sobresaliente por parte de un inspirado Robert Downey Jr. aunque la película no alcanzó ni la calidad ni el éxito esperado.
Sin embargo, todo esto no fue más que el preludio de su mejor trabajo como director y ése no es otro que Tierras de penumbra con un excepcional Anthony Hopkins y una inteligente y maravillosa Debra Winger en los papeles principales. Sensible, única, directa al corazón…Attenborough dejó ahí una gran parte de su herencia, de su impresionante capacidad romántica y dramática y de su sonrisa de realizador que sabía perfectamente lo que podía conseguir de sus actores y de una historia que, en realidad, era una pena observada.

Tal vez Richard Attenborough fue siempre una incógnita que solo se despejó cuando consiguió realizar sus más fantásticos sueños detrás de las cámaras. Al fin y al cabo, él nos regaló algunos ratos inolvidables de verdad y de fuga. 

LAUREN BACALL: NO SABEMOS SILBAR

Hoy el programa "La gran evasión" dirigido por José Miguel Moreno volverá para hablar del cine negro en general. Si queréis escuchar el último programa está aquí. Y como ella, la chica que encandiló a Bogart, nos ha dejado y también fue una de las grandes damas del cine negro, matamos dos pájaros de un tiro teniendo mucho cuidado para no arrugarnos la gabardina.

 Caigo hechizado bajo el influjo de esa mirada que parece creada para protegerse de los hombres. Rubia celosía para un rostro de mujer sin miedo. Estilo consumado que consume cuando sólo se recibe el desplante de la ironía. "¿Sabes silbar? Sólo necesitas juntar los labios y soplar". Y en el desgarbo de su altura, en su voz ronca y aguardentosa es donde se esconden algunos sueños de clase, elegancia y anhelo. Dedos largos para sostener un cigarrillo que nunca termina su viaje de fuego y ceniza porque desea probar más tiempo el sabor de sus labios eternos que tan bien silban. Dentro de ella, la fragilidad latente de las mujeres fuertes, aquellas que son capaces de saltar barreras, de fingir casualidades, de propinar bofetadas verbales pero que, una vez derruido el muro impenetrable que saben edificar, muestran la sensibilidad escondida que nunca quieren enseñar porque esa es el verdadera desnudez.
"¿Suele tratar a las personas como si fueran focas amaestradas?"...y Bogart dice "Sí”, por la sencilla razón de que a mujeres así jamás se les puede decir que no. Sería como negar la belleza de la oscuridad erguida sobre una mirada de barbilla bajada y ojos hacia el cielo, igual que las nubes que surcan la ensoñación de un pobre mortal.
Detrás de ese hielo lánguido, delgada capa de protección ante los embates de la masculinidad incorrecta y embravecida, se esconde la súplica hacia quien sabe leer su corazón, rincón donde un hombre sabe que nadie podrá hacerle daño pues lo que ella ama como mujer lo defiende como fiera y cuando la madurez, bendito trazo de serenidad y sabiduría, llega hasta su faz de terciopelo entonces desata el callejón de su visión lejana y cínica con el punto de la ironía por encima de cualquier oponente y aún así...aún así...qué latidos de cariño subyacen en todo su arsenal de sonrisas ladeadas que toman el pelo en una irresistible mezcolanza de desafío y arrogancia...
Y en su nombre, en el mero resonar de su nombre, sientes la suavidad en tus propios dedos como si quien te dirigiera la mirada a través de la imagen siempre falsa de una ficción que se convierte en la realidad de tu memoria, lo hiciera a través de la luz de una vela que, temblorosa, se atreve a buscar la luz de su rostro...Lauren...Lauren...qué pecado fue decir tu nombre sin saber silbar...



jueves, 4 de septiembre de 2014

ROBIN WILLIAMS: GOOOOOD MOOOORNIIIING HEAAAAAAVEEEENN!!!!



Quizá había demasiadas máscaras tras la máscara que cubría a Robin Williams. Dicen que quiso acabar con todo porque estaba depresivo y porque hacía tiempo que ya no estaba en lo más alto. Otros dicen que quiso acabar con su vida porque el monstruo del Alzheimer se le había presentado y no quería dejar de bromear. No sé dónde estará aunque estoy seguro de que se estarán partiendo de risa con él. Robin, lee estas líneas, tengo algo importante que decirte.
Desde aquel desastre que fue el Popeye, de Robert Altman, tú poblaste muchos de los días de mi juventud. Me parecía brillante tu improvisación alocada, tu forma de hacer reír porque parecía que vivías de la risa de los demás. Me quedé asombrado con El mundo según Garp que hiciste con George Roy Hill porque ya me diste el aviso de que vivir era muy importante y aprovechar el momento aún lo era más. Luego no me gustó mucho aquello de Un ruso en Nueva York porque te encontré incómodo, encorsetado incluso algo aburrido, pecado mortal. No parecías tú pero te rehiciste pronto. Echaste el resto y me quedé boquiabierto con Good morning, Vietnam y te ganaste mi corazón, mi alegría, mi tristeza e, incluso, mi valor. Tu interpretación del aviador Adrian Cronauer, el hombre que hacía reír y pensar a las tropas enviadas a una guerra sin sentido, me pareció tu mejor trabajo. Hoy, de hecho, te imagino dando un berrido allá arriba: “Goood Mooorning, heaaaavennnnn!!!” y a Dios sintonizando la radio para reírse un poco y olvidarse de un mundo que se le escapa cada vez más de las manos.
¿Sabes lo que más me sorprende? Que se suicidara un hombre que, en muchas de sus películas, no hacía más que decirme que vivir merecía la pena, que había que escuchar los susurros de una vida que quería ser conquistada por la ocurrencia. El club de los poetas muertos hizo que volviera a pensar en esas cosas y lloré y reí y quise componer una poesía con loco de dientes sudorosos y gritarte: “¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!” y subirme encima de una mesa y darte las gracias…¿Dónde está ahora el profesor Keating, Rob?
Y lo que es peor, me lo vuelves a decir en Despertares… ¿te acuerdas? Aquella película en la que eras un médico que intentaba encontrar un remedio para el Parkinson…y te peleaste con Robert de Niro y le rompiste la nariz…y de ahí salió una amistad que duró para siempre porque llegásteis a poner un restaurante a medias y Bobby quiso que tú presentaras la gala del American Film Institute donde se honraba toda su carrera.
Y luego aquel loco que no quería ver la realidad…¿demasiado cerca de ti, Robin? Aquel caballero andante que soñaba con rescatar a su princesa de un castillo y ser el único y auténtico El rey pescador… ¡cuánto me reí, Robin! ¿Es que esas risas no significan nada para ti? Tal vez, si era así, yo debería haberme ahorcado y tú tendrías que haber seguido intentando dar lo mejor de ti mismo aunque los tiempos que corren no sepan apreciarlo.
Caramba…si hasta fuiste Peter Pan en Hook, de Spielberg…¿qué decimos ahora a los niños, Robin? ¿Que aquello era solo una quimera? ¿Que aquel marido separado que era capaz de hacer cualquier cosa para estar con sus hijos en Señora Doubtfire era solo un muñeco sin fondo que solo contaba mentiras? Todavía sonrío al recordar aquella breve aparición tuya como ginecólogo en Nueve meses intentando traer al mundo una vida sin que nadie consiguiera entenderte porque tú, en realidad, querías abandonarnos. No, me niego a creer que el hombre que montaba una farsa en su casa en Una jaula de grillos estuviera tan amargado. No, Robin, me niego a creer a que estuvieras tan desenfocado como en Desmontando a Harry y que el Oscar que tantas veces habías acariciado y que, al fin, ganaste en El indomable Will Hunting no contara entre las cosas de las que pudieras estar orgulloso. Incluso el malvado psicópata de Insomnio me impresionó aunque, tal vez, fue porque dejaste que espiáramos un poco en tu lado más oscuro.
Me niego a creer que tu falta de éxito te empujara a dejarnos, me niego a creer que tuvieras una depresión tan terrible, comprendo que el mal de Alzheimer te empujara a hacer lo que hiciste pero no de una forma tan cruel, tan definitiva…como no queriendo saber nunca más de todos nosotros. Simplemente me niego a creer que el hombre que me ha regalado tantos buenos ratos quisiera irse de una forma tan inmerecida. Estoy seguro de que esto ha sido una última broma porque sabías que una maldita enfermedad te iba a robar hasta el humor o que, sencillamente, vas a aparecer en breve en otra película, riéndote a mandíbula batiente de nosotros porque te hayamos tomado tan en serio.

Buenos días, cielo….esta vez, ahí arriba, hay un tipo dispuesto a hacer que os muráis de risa… 

EL NIÑO (2014), de Daniel Monzón

Cruzar el Estrecho una y otra vez como si fuera una calle sin semáforo no es más que una estela blanca que se deja en el mar y que acaba deshaciéndose. Podrá levantar oleadas, podrá ser la huella del espíritu que solo desea más dinero en una sociedad en la que escasea y no se ocupa de quien no tiene más horizonte que un trabajo pesado, difícil y con la molesta mirada de un jefe que no tiene un minuto que perder. Incluso podrá levantar algo de belleza al paso veloz de una libertad que solo durará hasta la próxima orilla pero, al final, será un montón de burbujas que vuelven a esconderse allí donde dos mares se encuentran.

Gibraltar, Algeciras, el inmenso puerto donde se descargan contenedores de mercancías que pueden contener el infierno y la rutina...Todo un teatro donde un joven quiere progresar para hacer dinero fácil y un policía se consume porque siempre hay alguien más listo, más corrupto, más influyente, más adecuado...y así, entre las luces de la noche y el olor del salitre en el aire algo tan cercano parece que se convierte en una ciudad de Oriente donde el vicio y el dinero corre a espuertas mientras los malditos policías tratan de hacer lo posible en una guerra que está perdida de antemano aunque haya pequeñas victorias que solo atrapan a los ratones sacrificables. El agua parece que se extiende como una alfombra de salpicaduras hirientes en caras de triunfo que solo tendrán unos días más para sobrevivir. Y el sueño huye cuando, quizá, ese sueño consista en algo tan simple como tener una vida normal, con alguien a tu lado, con un trabajo digno, con un dinero con el que luchar a brazo partido todos los finales de mes. Es la boca de España, donde se expulsa la mala sangre de tener que compartir con otro continente dieciséis kilómetros de mar que esconde demasiados secretos, demasiadas verdades, demasiados tesoros y un buen puñado de sueños despedazados.
Daniel Monzón ha dirigido con excelente pulso esta descripción realista de los operativos policiales y de la droga, con magníficas escenas de acción y un cuidado especial en la dirección de actores entre los que destacan Luis Tosar, Eduard Fernández y Bárbara Lennie, una actriz que está llamada a ser una demostración de talento en cada uno de sus trabajos. Por el contrario, el nivel baja aunque se acepta en el caso de los más jóvenes, sobre todo en el caso de Jesús Castro que sabe mirar aunque aún está por ver si sabe actuar. Por otro lado, Monzón ha cuidado al máximo la fotografía, el montaje y la veracidad del intento y eso merece un elogio que se adentra en una situación diaria que está viviendo el sur de España y que no tiene visos de tomar ningún otro rumbo por mucho acoso aéreo contenido y controlado que se haga desde nuestro lado.

Y es que es difícil no escuchar la llamada de los billetes que se acumulan con facilidad por apenas unas horas de trabajo que se ventilan al abrigo de la oscuridad, como descargas de adrenalina que terminan por enganchar a los portadores de droga que proveen la demanda de media Europa. La osadía es un escalón más y la sangre fría es el combustible necesario y es algo que se da en los dos lados. La ropa deportiva contrasta con los chalecos antibalas pero eso son solo detalles de una organización que utiliza a sus soldados como cebos, como puntas de lanza, como correos, como nadie en un mundo de nada, como la espuma que se forma al paso de una potente lancha motora y luego se queda en un espejismo de belleza que, por fuerza, va a tener que esperar. Es un tiempo cruel que atenaza y ahoga y los cincuenta euros de hoy pueden haber desaparecido mañana. Basta con tener un sueño honesto en un entorno de fango. Ahí no hay lugar para pensar mucho más allá de dos a tres días. Al cabo de ese tiempo, se puede morir, se puede sufrir tanto como se vive y se pueden caer, hechos pedazos, todos los castillos en el aire levantados con la mirada en un horizonte perdido.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

JAMES GARNER: UN TIPO SERENO



Nunca hizo de loco desquiciado, ni bordeó los límites de la actuación con gestos excesivos o con gritos sorprendentes. James Garner hizo de la serenidad todo un sello y no dejó de ser ese tipo listo, bastante tranquilo consigo mismo que convirtió esa virtud en un arma extra ante las dificultades que se planteaban a sus personajes. Al fin y al cabo, él fue ese hombre atractivo, inteligente que, de alguna manera no demasiado espectacular, siempre triunfaba y así nos proporcionaba un instante, frugal y leve, de victoria.
Procedente de la televisión donde interpretó la mítica serie Maverick, Garner consiguió varios papeles de cierta relevancia como el Teniente Submarinista que se interna en una isla japonesa para robar unos códigos de radio en la muy apreciable Infierno bajo las aguas donde combinó la tensión con una sabia naturalidad que encandiló a William Wyler para darle el vértice masculino de la maravillosa La calumnia, y de ahí, claro, a su papel más recordado: el del ladino proveedor del campo de concentración de La gran evasión donde trabó una gran amistad con Steve McQueen, enamorado como él de la alta velocidad. Tanto es así que Garner llegó a patrocinar equipos de automovilismo sin llegar a ser corredor profesional pues consideraba que no tenía suficiente nivel. La amistad con McQueen se rompió en el momento en el que interpretó a un campeón americano de Fórmula 1 en la que, posiblemente, sea la mejor película sobre el tema que se haya rodado nunca: Grand Prix, de John Frankenheimer. La enemistad partió de la petición de McQueen a Garner para que le cediera el papel. Garner se negó y McQueen le retiró la palabra durante cuatro largos años. Más tarde, Garner consiguió arreglar las cosas y la amistad, ahí sí, perduró el resto de sus días.
También fue el guía y el mentor de una Julie Andrews divertida y encantadora en esa pequeña joya olvidada que es La americanización de Emily, de Arthur Hiller e intervino en una estimable película de espionaje bélico mutilada incomprensiblemente en la sala de montaje que fue 36 horas, de George Seaton.
Todo el mundo hablaba de Garner como un actor de fuerte presencia que destacaba por su actuación serena, que nunca iba un paso más allá. Lo demostró en el papel de Wyatt Earp en la excelente La hora de las pistolas, de John Sturges; o en la muy tranquila encarnación del mítico Philip Marlowe en Marlowe, un detective muy privado. Lo cierto es que, al ser un actor sin estridencias, su popularidad hubiera decaído en los histéricos setenta de no ser por la televisión que le volvió a ofrecer un papel a su medida en la serie Los casos de Rockford, lo que le mantuvo en la cumbre en la piel de un detective un poco saturado de trabajo.
Ya en los ochenta demostró sus maravillosas dotes como galán de alta comedia en Victor o Victoria, de Blake Edwards aunque ahí la función se la robase Robert Preston, y consiguió su única nominación al Oscar en la estupenda El romance de Murphy como un granjero que sabía vivir y encuentra el amor en su madurez con la cara de Sally Field.
Con la edad llamando con discreción a su rostro, volvió a interpretar a Wyatt Earp en esa fábula un tanto desangelada que fue Asesinato en Beverly Hills, al lado de una estrella emergente como Bruce Willis y también estuvo divertido, ocurrente y a gusto encarnando al padre del protagonista Mel Gibson en la versión cinematográfica de su serie Maverick.

De sus últimos años hay que destacar el fantástico papel que realiza en Al caer el sol, de Robert Benton, protagonizando un inolvidable duelo contemporáneo con Paul Newman y actuando como un auténtico maestro en medio de sus diálogos inteligentes e irremediablemente procaces. Al lado de ella, su aparición de vieja gloria camino del espacio exterior en Space cowboys, de Clint Eastwood, una última juerga con viejos amigos que nos dibujó una sonrisa de complicidad  a los que aún intentábamos encontrar cosas impensables en un campo de concentración en la Segunda Guerra Mundial. Y nosotros, eso sí, nos quedamos tranquilos porque, seguro, él está dando los últimos toques al bólido con el que va a echar una carrera contra Steve McQueen bajo la mirada atenta de Paul Newman. Y lo está haciendo con tanta serenidad que no hace falta apostar demasiado para darse cuenta de que va a trucar el motor con cosas que nadie más puede encontrar.

martes, 2 de septiembre de 2014

EL GRADUADO (1967), de Mike Nichols

Vueltos ya de vacaciones, inauguramos la temporada con la película que va a iniciar la andadura de un nuevo programa de radio en Radiópolis Sevilla los martes a las diez de la noche, así que este artículo está dedicado a José Miguel Moreno, director de "La gran evasión", y a toda la gente que hace posible que estemos en el aire. Bienvenidos todos.

El sol se posa en la piel de Benjamín Braddock con ansias de quedarse. Al fin y al cabo, no hay muchos lugares más hacia dónde ir. Un objetivo conseguido, un desafío que ha tomado varios años ha acabado y ahora solo hay aburrimiento y hastío. Un coche deportivo que papá regala lleno de orgullo, un equipo submarinista que solo consigue aumentar la sensación de ridículo. Desde luego, dan ganas de quedarse allí abajo, en el fondo de la piscina, con las gafas y las bombonas de oxígeno y que el resto del mundo se calle y deje pensar.
Y luego aparece esa señora de buen ver, atractiva y madura, que sabe todo lo que se debe saber y la seducción envuelve a la torpeza. Quizá el desafío sea ahora conseguir verse una y otra vez sin que nadie se entere. Es sucio, es reprochable, es indecente pero…tiene su morbo. Esa mujer atrae más con las piernas abiertas que la mayoría de las jovencitas con sus vaqueros ajustados. Eso queda para los inmaduros, para los irresponsables, para los iletrados. Un graduado tiene que trepar por la colina de las sábanas y llegar a la cima de lo prohibido si no… ¿cómo podrá tomar cualquier decisión?
Pero la decisión no llega. Probablemente porque a Benjamín Braddock no le apetece tomar ninguna. No quiere tomar decisiones porque eso es lo que el resto de su entorno le pide. Que decida qué es lo que quiere ser, qué es lo que quiere hacer en su vida. Y mientras dure esa presión, él no quiere hacer nada. Solo disfrutar de una posición acomodada, hacer el amor a una mujer casada que se le ofrece sin ningún trabajo y tumbarse en un colchón de aire en una piscina que no hace más que recordarle que solo va a la deriva. Y eso es lo más cómodo: ir a la deriva.
El amor es un traidor. Puede llegar de improviso, incluso si no se busca. Primero es una conexión algo estúpida, unas palabras dichas sin sentido que, escuchadas por otra persona, cobran un significado especial. Luego es esa sonrisa, ese gesto, esos ojos que miran algo entornados. Más tarde es la seguridad de que eso es lo que se quiere. Hay que apartar el mundo de los adultos, adocenado y vulgar, y abrirse a paso en una carrera sin final, con el objetivo nítido de llegar hasta quien se ama e impedir la nada que se abre si la otra persona tira por el atajo de la comodidad. Habrá que defenderse con una cruz, habrá que correr desaforadamente, habrá que coger un autobús hacia ninguna parte para tener la seguridad de que el silencio y el aburrimiento volverán a asentarse después de la locura. En cierto modo, también hay que graduarse para saber lo que es amar. Casi nunca sabemos lo que puede ser. Es lo que viene después del entusiasmo.
Uno de los grandes éxitos del cine de los sesenta que desveló el interior de una juventud que no sabía hacia dónde caminar y la frustración que anida en las casas pudientes de la generación anterior. Dustin Hoffman se convirtió en estrella. Anne Bancroft, en mito. Y, en el fondo, todos quisimos ser ese Benjamín Braddock que corre, corre sin descanso para tener entre sus manos a la persona que realmente quiere en un mundo que no le gusta nada.