viernes, 18 de julio de 2014

EL MUNDO DE SUZIE WONG (1960), de Richard Quine

Seguro que con el calor y las ganas de irse a la playa ya no hay tanto interés con el cine así que con este artículo vamos a cerrar la temporada en el blog. Volveremos allá por el lunes uno de septiembre. Mientras tanto, descansemos, relajemos miradas, soñemos un poco, hagamos proyectos y cojamos fuerzas para todo aquello que nos aguarda que nunca es poco. Id al cine, aunque sea al de verano. Gracias a todos por la cantidad de visitas que he tenido este año. La próxima temporada espero hacerlo mejor.

Las respuestas no están en los cuadros, esperando a ser pintadas, como un reflejo de la pasión. Quizá las inquietudes del artista estén escondidas en el algún sucio club de Hong-Kong, entre las aberturas de una falda que se mueve entre el abismo de la indiferencia y el espacio vacío de la sordidez. O quizá la pasión por pintar tenga que ser reemplazada por la pasión por amar. Los callejones de esa ciudad perdida, con laderas de barro y asfaltos atestados, son los testigos de una historia que es amor, sí, pero que también es algo más. Y es que, a menudo, los artistas saben crear algo especial cuando el amor está ahí, habitando sus vidas, dando un poco de verdad a la mentira, haciendo que el sueño sea difícil pero único.
El mundo occidental, rígido y basado en las apariencias, se desmorona ante la aparición de una mujer que se instala en la mentira para fingir que hay un triunfo que se escapa entre la lluvia. Todos  hacemos lo mismo. Fingimos que nuestra vida está salpicada de pequeñas victorias que nos conceden… ¿qué? Dos o tres segundos de efímera importancia y una sensación agradable en el cuerpo porque se han soltado unos cuantos miligramos de adrenalina. Al fin y al cabo, todo el mundo miente para parecer más de lo que es y comenzar por el camino del arte siempre conlleva ser consciente de las propias limitaciones. Suzie cambia al occidental. Y el tipo ese, que es elegante, que es algo temperamental aunque siempre es correcto, cambia la mentira por un espejo en forma de lienzo, destierra esos segundos de triunfo por toda una vida de seguridades un tanto sufridas.

William Holden deslumbraba con su sonrisa allí por donde pasaba y se la llevó a Hong-Kong para pasear del brazo con Nancy Kwan por los arrabales de una ciudad que ahoga y que otorga un buen puñado de escenas costumbristas a su alma de artista. Richard Quine retrató con sensibilidad esta historia de amor que lucha en contra de las estúpidas convenciones sociales occidentales y trata de derribar las inútiles tradiciones basadas en la apariencia de la cultura oriental. Más que nada porque todos ellos sabían que el amor no entiende de hemisferios, ni de apariencias. Es un lenguaje universal que se pinta en el lienzo de unas vidas que merecen la felicidad aunque cueste mucho encontrarla. La desgracia, eso lo sabemos todos, siempre se ceba en los más débiles. Y tener una carta de recomendación no es suficiente para cambiar el destino. Entregar el alma, perseguir la verdad, poner en la orilla de los labios todo el arte, cuidar a quien se ama…todo eso es lo que hace que el destino sonría y cambie su sendero aunque no tiene por qué ser mejor. Tal vez sea más duro, o más cerrado, o más pobre. Nunca se sabe. Pero tendrá una ventaja sobre el anterior, algo que no se puede adquirir en los pintorescos mercados de las intrincadas calles de Hong-Kong: la sensación de que tus pasos ya no golpean en el suelo de la soledad.

jueves, 17 de julio de 2014

SABOTAGE (2014), de David Ayer

Un grupo de policías que tiene que vérselas con los peores traficantes de droga tiene que caminar siempre al borde del abismo. Quizá porque las infiltraciones obligan a fingir y hay que hacer cosas que nadie haría estando en su sano juicio, o, tal vez porque ya han estado en demasiadas refriegas, en demasiados tiroteos, en demasiadas curvas que deberían ser rectas y ya no les queda nada que ofrecer salvo su sangre. Y a ello se dedican en cuerpo y alma, incluso cuando deciden quedarse con un puñado de dinero que es muy posible que pase desapercibido.

Sin embargo, algo sale mal porque siempre hay alguien que quiere algo más, que no se trate solo de un uno seguido de unos cuantos ceros. Puede que ese dinero sea el pasaporte perfecto para una nueva vida, o sea el visado necesario para una venganza. ¿Quién sabe? Basta con ir eliminando a los posibles testigos, desviar las sospechas hacia alguna de las múltiples organizaciones criminales que se enriquecen con la droga y ya está el drama montado porque nadie sabrá por dónde van los tiros.
Las cicatrices no suelen cerrase solas. Una mujer puede ayudar a cerrarlas o unos cuantos amigos con los que se ha compartido alguna herida que otra y muchas, muchas copas de más también son unos paliativos considerables. Pero ¿cuántas veces hemos sido engañados por un amigo? Más de las que podemos recordar. Cuando un grupo de gente ha llegado al entendimiento total es posible que, por debajo de la superficie, haya demasiadas diferencias secretas que corroen eso que se creía tan sólido e indestructible. Y no nos explicamos muy bien por qué. Un gesto, una caricia indebida, una borrachera más pesada de lo normal, un olvido intencionado, una palabra mal dicha...cualquier nimiedad puede abrir esa grieta que haga que nada sea igual. Y no nos damos cuenta de que la amistad, a menudo, es solo una apariencia, una diversión que pivota alrededor de una complicidad que no quiere decir nada. Lo cierto es que solo los más listos sobreviven y a partir de ahí queda un lento camino hacia la muerte, con un último trago y un último cigarro, una última sonrisa y una mesa en algún rincón oscuro de una ciudad que parece haber sido fundada por el diablo. Y es que los finales suelen ser epílogos de una historia que se ha buscado desde el principio.
A primera vista es posible que se piense que esta película es uno de esos productos rutinarios de acción, tan típicos de un actor como Arnold Schwarzenegger, pero dejándose llevar nos encontramos con una trama interesante, mejor escrita que realizada, y con la sorpresa de que esos músculos que solo ponían cara de vulgaridad hace unos cuantos años comienzan a actuar poniendo personalidad y expresividad a partes iguales y regalando unas miradas agresivas que son mucho más hirientes que la mayor parte de las balas disparadas. Todo ello ayudado por el trabajo de una Olivia Williams que sabe dónde poner cinismo y agudeza en todas las escenas en las que interviene. Por supuesto, hay exceso de truculencia, casquería muy pensada y demasiado nerviosismo en David Ayer, aquel director que ya nos mareó con presteza en Sin tregua, aquella de policías con ganas de grabarse todo el día con Jake Gyllenhaal y Michael Peña. Aquí, un poco más atemperado, llega a tener algunos aciertos que se convierten en sorpresas dejando como resultado una película que se deja ver, con diálogos llenos de naturalidad en el día a día de las fuerzas del orden y dos o tres escenas rodadas con cierta soltura.

Y es que el dolor hace que las armas hablen con el respaldo del dinero y la confusión tapa cualquier deseo de amistad, de contar con alguien para todo y de dejar que el desgarro sea el motivo principal de cualquier muerte. Las lágrimas, muy a menudo, son proyectiles más poderosos que cualquier ráfaga de ametralladora. 

miércoles, 16 de julio de 2014

EVASIÒN O VICTORIA (1981), de John Huston

¿Una selección internacional de ex futbolistas prisioneros de guerra contra los alemanes? Imposible. Eso no se puede concebir. Los nazis estarán bien alimentados, bien entrenados, bien concentrados y los aliados viven en campos de concentración, durante meses han comido bazofia, su entrenamiento se limita a jugar pachangas en campos de tierra improvisados…No puede ser. Es una idea de locos. Claro que los deportistas siempre tienen algo de locos…
De vez en cuando, de entre las filas enemigas, sale un caballero. Un oficial alemán que se ha curtido en las canchas durante años y ahora se ve obligado a llevar uniforme gris y botas de caña. Pero no ha perdido la pasión del duelo, la belleza del deporte aún anida dentro de él y cree que todos esos prisioneros que un día jugaron al fútbol con destreza pueden ser un rival fascinante. Y por eso pone en marcha el partido. Para él no hay propaganda en ello. Hay pasión, nobleza…un duelo de veintidós dando lo mejor de sí mismos. Eso es el fútbol. Prefiere ganar pero, tal vez, el resultado sea lo de menos. Lo importante es el momento del enfrentamiento. Sin trampas. Aunque los mandos se encargarán sobradamente de adulterar la pureza del combate.
Un capitán inglés, un tipo que sabe de sobra cómo tiene que moverse un equipo para agarrotar al contrario. Las tácticas son importantes pero más importantes aún son las habilidades de cada uno. El fútbol nunca es el triunfo de uno y quien crea eso se engaña con la adrenalina de los goles. El fútbol es el trabajo duro de once que corren detrás del balón con el único objetivo de horadar la portería del contrario y proporcionar a la gente un día de esperanza. El fútbol es un duelo entre caballeros, sí, pero también es un instrumento que puede hacer que millones se unan en contra de lo injusto y para ello hay que correr, luchar, pelearse, superarse…sobre todo, superarse. Dar lo mejor para que la gente grite, con un solo alarido, que la victoria está allí, está presente, aunque el marcador clame otra cosa.

Siempre he dicho que resulta muy curioso que una de las mejores películas que se hayan rodado jamás sobre el fútbol la hiciera un director americano que, con toda probabilidad, sabía bastante poco sobre ese deporte. Pero ésta es una demostración evidente de que un genio estaba detrás de las cámaras y su talento sobraba para narrar una historia de esfuerzo, de liberación, de auténtico heroísmo aunque los jugadores de fútbol…no, lo siento, no sean héroes. Pueden ser portadores de muchas sensaciones pero no a través del heroísmo. Sí al esfuerzo, sí al instinto, sí al compañerismo que es la fórmula esencial para alcanzar el éxito, sí a la certeza de que el triunfo está ahí aunque el resultado sea el contrario. Basta con dejar de pensar en las cosas materiales que nos atan al mundo que hemos creado y empezar a pensar que el grito que da el aficionado de la tercera grada detrás de la portería puede ser algo muy parecido a la libertad de unos instantes irrepetibles.

martes, 15 de julio de 2014

VIDA DE OHARU, MUJER GALANTE (1952), de Kenji Mizoguchi

Dulce Oharu, la vida no se portó demasiado bien contigo, no fue amable, ni un camino de rosas, ni siquiera un respiro en un bosque de bambú. La vida fue tu tirano, se obstinó en ahogar todos tus sentimientos y hacer de ti algo muy parecido a un animal y, sin embargo, tú permaneciste mujer, quisiste seguir siendo mujer. Aún haciendo los trabajos más humillantes, sufriendo el desprecio más hiriente…seguías siendo mujer. Y te sentaste delante de un auditorio lleno de cerámicas para contar tu vida y que se rieran una vez más de la desgracia ajena. Oharu, dulce Oharu, descansa tus pies y tus huesos, la vida no es más que una alcahueta que siempre favorece a los más poderosos.
Dulce Oharu de sonrisa de crisantemo y modales llenos de elegancia, tú sabes lo que es sufrir pero también saber lo que es sentir. Tu tesoro en este destino lleno de maldad ha sido precisamente ése, has sentido cosas que los demás ni siquiera han llegado a intuir. Has amado con todas tus fuerzas, te has entregado a todo lo que has hecho con una resistencia propia de mujer, has sido tan bella que ningún hombre quería amarte, solo poseerte, has penado y pedido limosna, has cantado al aire con la voz quebrada y los dedos entumecidos, has creído ver la felicidad allí, al fondo del tatami. Oharu, dulce Oharu, eres tan mujer que los escalofríos recorren mis dedos y el amor invade las líneas que dejo atrás. No desfallezcas nunca porque solo con existir haces que todos los demás seamos un poco más valientes.
Dulce Oharu, el cielo te observa mientras tu sigues de hoyo en hoyo, cada vez con menos fuerzas. El sueño de cualquier hombre sería dormir a tu lado sintiendo tu calor, sabiéndose cuidado por ti, acunado por tu mirada, acomodado en tu voz. Y, sin embargo, el barro se empeña en acumularse a tus pies y lo peor de los hombres sale a relucir intentando conseguir que no se cuente tu hermosura, tu gracia, tu increíble superioridad sobre el resto de las mujeres. Escondes tu rostro con discreción aunque las arrugas se hayan quedado en tu piel y la pena esté instalada en tu corazón. Y todos los que te acompañamos sabemos que tu piel es única, es tan valiosa que es oro en carne y que tu corazón es tan grande que rogamos por tener cabida en él. Oharu, dulce Oharu, quien te conoce ya no se sentirá solo porque tú eres la que enseñas, de verdad, dónde está la verdadera soledad.

Dulce Oharu, naciste de la imaginación de Kenji Mizoguchi que te paseó de un lado a otro para demostrar la auténtica valía de una mujer que pudo parecer corriente pero que fue emperatriz de humanidad y de cariño. Ella lo tuvo a raudales y nunca dejaron que lo demostrase en toda su plenitud. Eso hace pensar que, tal vez, un director con fama de tirano como Mizoguchi no fuera tan malo y tuviera un alma grande, capaz de contar con valentía las miserias de un país que siempre ha optado por el fracaso de quienes realmente lo hacen grande.

viernes, 11 de julio de 2014

OPEN WINDOWS (2014), de Nacho Vigalondo

Ya no estamos delante de ordenadores sino de ventanas abiertas que desvelan todos nuestros misterios, todos nuestros secretos y todas nuestras intimidades. El mundo de la información está a nuestro alcance pero hemos perdido el derecho a la privacidad, entre otras cosas, porque todos queremos tener esos minutos de fama al día con un mensaje brillante, una página web que llame la atención, un par de ocurrencias magníficas en las agotadoras y casi nunca interesantes redes sociales. La vanidad es el pecado favorito del Diablo...y se está cebando con cualquiera que tenga un teclado entre las manos.

Y ahí, en el terreno digital, es donde está el campo de cultivo más favorable para que todos finjamos lo que no somos, soñemos con lo que nunca alcanzaremos y aparentemos esas personalidades maravillosas que nos convierten en adorables, persistentes, vencedores, ingeniosos, infinitamente cultos, abrumadoramente elegantes o incluso insultantemente groseros. La red no es más que ese espejo que no devuelve la imagen y que nos construye en negativo, es decir, exactamente como no somos en la vida real.
Si además ya somos famosos por otras cuestiones tan poco importantes como el cine, el mundo del cotilleo o la política, todo eso se multiplica por mil e Internet es un altavoz que nos magnifica, nos destruye o nos ensalza a conveniencia sin darnos cuenta de que, en realidad, un ordenador es el instrumento más falso que ha inventado nunca el hombre. En realidad no es más que un montón de órdenes que se expanden y se contraen gracias a la voluntad del usuario que, con su corta inteligencia, intenta llegar a toda la gente que puede aunque lo que tenga que ofrecer sea pura imbecilidad.
Esas ventanas abiertas no tienen filtros. Dejan entrar cualquier cosa que se atreva a traspasar el umbral del morbo, de la curiosidad o de la oscuridad que habita en todos nosotros. Un crimen puede entrar sin ningún problema. Basta con haberlo planeado de antemano, tener un buen equipo y ser capaz de introducirse en los campos virtuales más complejos con interminables horas de obsesión, de ojos tiznados de una cierta locura y de cansancio reposado en las mesas de la paciencia. El crimen puede ser real. Y hurgar en las vidas de los demás (y lo que es peor, dejar que los demás hurguen en las nuestras) en un juego muy peligroso del que no muchos parecen darse cuenta.
Con una evidente mirada hacia La ventana indiscreta, Nacho Vigalondo ha tirado de originalidad y de pulso para rodar una intriga de cierto interés, con una premisa algo débil, algunos puntos no demasiado explicados y algunos fallos un tanto incomprensibles pero, aún así, el resultado consigue ser notable, arrastrando al espectador hacia el misterio que rodea una cita que nunca llega a producirse. Tal vez hay demasiadas vueltas de tuerca en un guión que podría haber quedado mucho más refinado en la escritura pero es de agradecer el intento de un cineasta que intenta sorprender y que trata de ofrecer algo nuevo, algo viejo y algo prestado como señas de identidad de un romance con la narración de su historia. Hay verdad en lo que dice, y en algún momento la hay en tanta cantidad que llega a estremecer.

Y es que buscamos el morbo, la grieta más pequeña para colarnos en ambientes que no nos pertenecen y que se deberían respetar. La violación de la privacidad es uno de los delitos éticos más deleznables que puedan existir e intentamos practicarla cada vez que nos ponemos delante de una pantalla. Y, ante todo, lo que sentimos es superioridad moral ante la evidencia de que el ser humano es bastante estúpido. Y eso nos convierte en seres humanos aún peores. Piénselo cada vez que abre una ventana en un sitio por el que no debería mirar. Puede que le queden dos megas para morir  

jueves, 10 de julio de 2014

UN LARGO VIAJE (2013), de Jonathan Teplitzky

Detrás de un rostro que ofrece tranquilidad y protección puede que haya una tormenta de furia y de odio que devora el pasado y convierte al presente en un episodio sin importancia. Las cicatrices morales y físicas de la tortura se presentan abiertas y descarnadas en la hora donde la noche se hace sueño y el sueño se hace dolor. No hay respuestas por mucho que se busquen porque cuando se ha sufrido tanto es difícil llegar a ninguna conclusión y, lo que es peor, se tiende a dejar fuera a aquella persona que es capaz de traer el equilibrio a tu vida, de hacer que las olas dejen de golpear y las aguas sean una alfombra de calma.

El grito en la noche se vuelve normal y el silencio es tan despreciable que una mujer no sabe dónde buscar para poner en práctica su promesa de amor. Tiene que recurrir a un testigo, a un hombre que contrajo una deuda con el destino y preguntar...preguntar como si fuese un interrogatorio que jamás acaba porque nunca se dice lo que se espera oír. Y el dolor ahí sigue. Para el torturado, para el testigo que también tuvo que padecer, para la mujer que convierte al infinitivo en gerundio y lo está padeciendo. La verdad se escapa y no hay nadie que la pueda encerrar en un campo de concentración en algún lugar de una selva sin piedad.
Rendirse no es una orden acatada, es una actitud y es muy posible que la tortura no doblegue a quien se empeñe en resistir. Tal vez podrá sacar palabras, informaciones o mentiras dichas como verdades pero eso no supone rendición. Hay muchas maneras de seguir en la brecha, batiéndose heroicamente y manteniendo la honestidad y es difícil de apreciar cuando una guerra ha estado tan cerca y ha sido tan cruel. Demasiados compañeros muertos en las cunetas de los raíles, demasiadas caras desquiciadas en cada martillazo, demasiados intentos por salvaguardar la razón cuando el enemigo solo sabe producir dolor en cantidades estremecedoras.
Este es el caso de una película que tiene una producción cuidada, excelentes actores en su reparto, una fotografía espectacular y un argumento interesante y, sin embargo, guarda dentro de sí tantas incoherencias que se queda en un punto de indecisión preocupante. No es normal que se tenga en el reparto a Nicole Kidman y se quede en un personaje que se limita a escuchar, sin apenas desarrollo y sin incidencia directa sobre la gran preocupación de la historia. Tampoco es muy normal describir un romance rápido, inusual y ligero y tapar los traumas del protagonista hasta después de la boda. Se insiste en mostrar las torturas y las vejaciones por las que pasa el protagonista y las transiciones apenas son perceptibles porque el director, Jonathan Teplitzky, decide saltárselas haciendo que la película cobre un aire de mediocridad que, además, no merece. Un ejemplo más de una trama que, bebiendo directamente de El puente sobre el río Kwai, de David Lean, se queda en algo más cercano a la inutilidad a pesar de sus intenciones profundas..
Y es que olvidar la razón del sufrimiento no es fácil. Y menos aún si se intenta llegar a la razón que obliga a pensar que el ser humano no es más que un depredador sin entrañas, que extermina todo porque se le ha enseñado a odiar. Es el argumento de los inservibles, de los que justifican toda su mediocridad a través del entorno. El ser humano no nace odiando, se le enseña. Y algunos lo aprenden muy bien. Y hay que volver a enfrentarse a ese sufrimiento para llegar a suficientes conclusiones que nos permitan comprender y, sobre todo, perdonar. Perdonamos poco y odiamos mucho. Y cuando perdonamos, lo hacemos sin conciencia, por pura comodidad, porque el estado de ánimo se agita demasiado y queremos que el resto de los que nos ofenden nos dejen en paz. Y el perdón, al igual que el odio, es algo que se debería pensar más de una vez. 



miércoles, 9 de julio de 2014

EL HALCÓN MALTÉS (1941), de John Huston

Un pájaro que vale una fortuna. Bueno, de esos hay muchos. Lo que pasa es que a este lo quieren unos cuantos tipos que están dispuestos a arrancar el pellejo por conseguirlo. Y eso es un negocio peligroso. Más aún si hay una chica metida en el embrollo más peligrosa aún que ellos. El pájaro es un símbolo. Tal vez es la señal de que la ambición está suelta por el mundo y tiene una vocación asesina. Por eso está pintado de negro. Para que no le reconozcan y sus plumas pasen inadvertidas entre tanta mirada de envidia y de soberbia y de lujuria y de ira. Sam, al fin y al cabo, es un pobre detective privado que se diferencia de los demás en que tiene un punto, muy sutil, de tipo tan peligroso como los que buscan el pájaro. Su sonrisa es agresiva. Su cerebro es una caja de sorpresas. Busca una venganza y también una liberación. Quizá quiere desatarse de las correas que él mismo se ha impuesto en una vida que no le gusta pero que acepta. Es más irónico que cínico. Es duro sin necesidad de llevar pistola.
La chica…esa es de cuidado. Miente más que habla. Habla más que hace. Y lo que hace es destrozar lo que toca. Puede ser un pájaro de oro recubierto de las más finas joyas o un hombre. A ella le da igual llevarse por delante lo que haga falta. Cree que con su encanto lo va a conseguir todo y se equivoca desde el mismo instante en que fue a ver a Sam. Allí se encontró con un hombre con el que no se juega porque aún cree que es malo para todos los detectives del mundo dejar sin saldar la cuenta de otro detective y más aún si es su socio. Mal negocio, chica. Detrás de tanto falso nombre hay una verdad que solo él puede desentrañar. Él es bueno. Muy bueno. Y tú eres mala. Muy mala.

Alrededor del juego, un montón de piezas que solo desean tener una fortuna entre las manos. Cairo, el afeminado que muerde la empuñadura de su bastón como si fuera un caramelo. Goodman, el gordo que traza expresiones de crueldad en su rostro, a punto de devastarlo todo con un simple movimiento de su mano. Wilmer, el chico que se cree un matón y no es nada más que un títere al servicio del gordo y que sirve como chivo expiatorio. Una galería de personajes para guardar en la memoria. Y Sam se enfrenta a todos ellos con la inteligencia dispuesta a disparar. No está dispuesto a que nadie le lleve a la cárcel por tapar los negocios sucios de una pandilla de miserables, muertos de hambre como él, que se empeñan en sacar lo peor de cada uno. Sam va a conseguir hacer justicia a la vez que saca lo peor de sí mismo. La atmósfera asfixiante de San Francisco parece que corta la respiración en cada escena y un tipo llamado John Huston, detrás de las cámaras, tenía la certeza de que estaba creando una película hecha con el material con el que se forjan los sueños. Sé que poner esta frase para terminar el artículo es muy típica y tópica pero es que es genial. Tanto como cualquier sueño. Tanto como cualquier halcón maltés con piedras preciosas incrustadas en su plumaje. Tanto como la mirada de Bogart, llena de agresividad, cuando sabe que todo el mundo quiere engañarle y hacerle responsable de la muerte de un par de tipos. No saben con quién se la juegan. Con el hombre que sabe hacer que los sueños se destruyan.

martes, 8 de julio de 2014

PHILIP SEYMOUR HOFFMAN: EL RUBIO DE AL LADO


Era un vecino de estos que no sabes muy bien de qué humor se levanta por las mañanas. En ocasiones, saludaba en el rellano con un afecto evidente, con una sonrisa sincera, como si nos conociéramos de toda la vida. En otras, en cambio, se mostraba hosco y difícil, como si el filo de una navaja le estuviera recorriendo el espinazo. Yo sé que tenía talento porque era capaz de sorprender con caracteres que te dejaban impresionado. Y el caso es que la maldita jeringuilla se lo llevó sin aviso previo. Philip Seymour Hoffman se murió antes de que el diablo supiese que había muerto.
La primera vez que llamó mi atención fue con un personaje insidioso, que solo quería derrotar a su rival por el mero hecho de considerarlo pequeño. Al Pacino, allí, daba un festival y era complicado mirar hacia otro lado y, sin embargo, yo supe que aquel chico entrado en carnes tenía algo especial en medio de Esencia de mujer. Luego, incluso, quedé sorprendido de haber acertado fijándome en él.
Más tarde se mueve en registros que eran un mero aprendizaje a través de las grandes figuras. Se notaba que Paul Newman debió de darle un par de lecciones en la excelente Ni un pelo de tonto, de Robert Benton. Después de eso, claro, se lanzó al mundo del porno en un papel muy bueno en la más que conservadora Boogie nights, de Paul Thomas Anderson, ese tipo que va de moderno y esconde todo lo que dice en unos mensajes escorados hacia la derecha con apariencia de izquierda. Aprendió también de los Coen y de Jeff Bridges en la ya mítica El gran Lebowski con ese papel de secretario de risa forzada que, a pesar de su brevedad, tenía su gracia. Después vino la discutible Happiness y el fin de su aprendizaje al lado de Robert de Niro en una comedia fallida aunque de buenas intenciones como Nadie es perfecto interpretando a un homosexual con pluma que escandaliza la moral de un vecino policía.
Una de sus mejores interpretaciones, y de las más desconocidas, fue en la excelente State and main, de David Mamet, dando vida a un guionista que, en pleno rodaje, tiene que ir cambiando lo que ha escrito hasta conseguir que lo comercial se empareje con lo satisfactorio. El arrebato contra Hollywood de Mamet cobraba altura gracias a su interpretación, relajada y confusa a la vez, de ese escritor que acaba cayendo prisionero de la magia del cine sin redención posible.
Interpretar a Truman Capote con convicción y sinceridad era una asignatura pendiente del cine que él saldó con sobresaliente. Muchos quisieron menospreciar su trabajo ante la excelencia de Toby Jones en Historia de un crimen pero hay que reconocer que la fuerza de Hoffman a la hora de interpretar a uno de los escritores de prosa más exquisita de la literatura contemporánea era muy difícil de igualar. Capote significó su único Oscar, merecido, y su salto al prestigio generalizado que se materializó ya en papeles de enorme importancia como Antes de que el diablo sepa que has muerto, de Sidney Lumet; La duda, de John Patrick Shanley, rivalizando con su ídolo Meryl Streep, y, sobre todo, una maravillosa interpretación que también pasó algo desapercibida a pesar de su nominación al Oscar en la más que aceptable La guerra de Charlie Wilson, de Mike Nichols.
Muchos quieren recordarle por sus trabajos con Paul Thomas Anderson pero yo prefiero imaginarlo como ese actor que llamaba tanto la atención que podía compartir escena con otros grandes intérpretes y, sin embargo, ser el centro de las miradas. Tal y como hizo en El último concierto, una hermosa película que estaba fuera de los circuitos comerciales habituales y, sin embargo, llegó al corazón a través de un personaje que puede resultar odioso a primera vista pero al que se llega a comprender gracias a su talento para expresar emociones contradictorias y, no obstante, muy humanas.

Pocos días antes de morir, le dijo a Aaron Sorkin, afamado guionista que también está enganchado a la heroína, que si él moría de una sobredosis salvaría, al menos, diez vidas porque la gente del cine que se está hundiendo en los infiernos de la droga tomaría conciencia y acabaría por dejarla. Lo que sí es cierto es que Philip Seymour Hoffman, además de ser el rubio que vivía en la puerta de al lado, también era uno de esos actores que daban textura y forma a las películas, sosteniéndolas con su talento y su presencia y el cine, una vez más, ha perdido a un actor que estaba destinado a ser leyenda.

viernes, 4 de julio de 2014

UNA TUMBA AL AMANECER (1967), de Ralph Nelson

A veces, a nuestro alrededor, tenemos armas que nunca hubiéramos pensado que podrían servir para defendernos. Una de ellas es la música. No solo porque es, posiblemente, el único lenguaje universal que no necesita de un aprendizaje previo y que es entendido por todos los habitantes de este pequeño mundo. La música es capaz de tapar fugas, de esconder amores, de sublimar caracteres, de dejar tumbas vacías, de llevar algo tan simple y tan difícil de encontrar como la paz. Y aún se convierte en algo mucho más valioso si se emplea en medio de una guerra que no da lugar a la compasión, ni a la admiración. Solo el egoísmo y la obediencia ciega en unas órdenes absurdas, que no llevan a ninguna parte, tratan de imponerse a la partitura genial. Todo puede abrirse con la quinta sinfonía de Ludwig Van Beethoven. Todo puede cerrarse con la Obertura de Tannhäuser de Richard Wagner. La música es uno de esos instrumentos milagrosos que pueden salvar el espíritu. Y entre estas dos piezas, cabe todo un mundo de posibilidades.
La arrogancia y la lucha por el liderazgo no dejan de ser una nota sostenida al lado de una tónica dominante. El frío acucia y los instrumentos ruegan por exhalar sus sonidos que llegan a ser una bendición en una capilla donde parece que Dios ha desertado. La prostitución no es la única profesión que es adulterada por los aficionados y la batuta está obligada a subir y a bajar al compás de unas corcheas irrepetibles. Incluso cuando se pone a prueba al impostor, es posible que llegue una bofetada en la cara del que oprime. Es la guerra y las granadas en compás se suceden en una concatenación genial de tres por ocho. Y es que existe la seguridad de que, cuando el mundo está en ruinas, la música será la primera piedra en la que se edificará todo de nuevo. Y se hará más fuerte, más mágica, más implacable.
Ralph Nelson dirigió con destreza este ejercicio de poder que llega a ser apasionante por momentos con un Maximilian Schell que es absolutamente ladino en sus intenciones y acertadamente atractivo en sus piedades y con un Charlton Heston que, si bien hace un buen trabajo, no acaba de encajar con sus afecciones habituales como un gran maestro detrás del atril, liderando su ejército sinfónico con mano de hierro y teniendo las ideas muy claras en una situación de extorsión y desafinamiento. Juntos entablan un duelo que gana Schell de largo pero que queda un tanto oculto por lo apasionante del desarrollo de una historia potente y, también, demasiado desconocida.

Y es que elevar unas notas audibles en medio de las bombas no deja de ser un sueño difícil pero posible. Todo estriba en unas jerarquías que se alejan peligrosamente de la moral porque es demasiado fácil pensar que las personas son objetos que producen sonidos pero que no es obligatorio tenerlas en cuenta. Algo así como la voz de un violín, o de un cello, o de un trombón, o incluso de un prisionero. 

jueves, 3 de julio de 2014

TOKAREV (2014), de Paco Cabezas

Un error del pasado puede ser la causa del dolor de hoy. Basta con haber cometido una locura, un asesinato por dinero que quedó sin resolver por parte de los clanes mafiosos que se presentan de nuevo y se llevan lo que más se quiere. Y aún duele más porque se había abandonado esa vida, se había hecho propósito de llevar una vida honrada, con una familia llena de cariño y de problemas cotidianos, con un futuro que trae promesas. De repente, todo se acaba, todo se convierte en una lluvia de balas que acaban con los sueños que, un día, llegaron a ser realidad. El arma está ahí mismo, en el presente, y solo hace falta apretar el gatillo equivocado.

Así que el deseo de venganza no tardará en aparecer porque no hay muchos caminos que lleven al día siguiente. Solo si se mantiene la rabia viva se podrá tener la certeza de que hay vida. A menudo la rabia y el dolor se dan la mano e inician un noviazgo de retroceso y entonces es cuando hay que tener cuidado porque el error es más fácil de cometer porque la adrenalina se dispara con la facilidad de un 7,62 milímetros.
El asesino que siempre supo cómo matar no deja de pensar en la venganza pero, también, ronda por su cabeza la idea de que la vida le condena a volver una y otra vez a la violencia de la que un día renegó. Así que mata…pero no tiene muchas ganas. Así que se venga…y de eso sí que tiene ganas aunque intuye que eso será un camino de ida sin vuelta. Llamar la atención es malo y más si te tienes que ver las caras con tipos de acento eslavo y negociantes de pura cepa irlandesa que darían hasta sus piernas por un buen fajo de billetes sin estorbos. Las balas silban, los cristales caen, la amistad se rompe y la soledad se presenta en forma de muerte. La noche ha sido vencida. Y ya no caben más muertes en el historial de un hombre perdido.
El español Paco Cabezas ha dirigido esta historia con cierto oficio, con algunos momentos realmente interesantes (la persecución de coches en la ciudad de Mobile o algunos de los espléndidos tiroteos a cámara lenta) y también diversos errores (las luchas rodadas con cámara de alta definición al hombro) dando a la trama un aire europeo de cierto valor. Los personajes están bien perfilados, la fotografía de Andrzej Sekula (operador de cámara del Tarantino de Reservoir dogs y Pulp fiction) está muy cercana a la genialidad, el guión de Jim Agnew y Sean Keller resulta poco convincente en algunos detalles y algunos momentos de la banda sonora de Laurent Eyquem son realmente inquietantes. El principal problema de esta película está en la caracterización y el trabajo de Nicolas Cage, que comienza a ser crónico en cada título en el que interviene. Ese color de piel cetrino (tal vez a base de sesiones de cabina solar) y ese ridículo injerto en forma de peluquín hacen decaer al personaje que, en manos de otro actor, podría haber sido mucho más atrayente y, desde luego, más ambiguo, menos de una pieza, menos desvaído, más verdad y más temible. En todo caso, el intento es honesto, con oficio, aceptable y con una punta de esperanza en el horizonte hacia un director que apunta intenciones de hacer algo diferente por mucho que caiga en sus manos una historia de clara vocación de serie B.
Y es que no es fácil dar empuje a una conspiración que comienza muchos años atrás y que no deja de ser un recuerdo borroso de una vida anterior, llena de psicotrópicos y de alcohol que se hunde en las brumas del olvido. Tal vez por eso los anclajes que se agarran con fuerza al presente sean tan débiles, porque están clavados a algo que fue mentira, que fue locura, que fue equivocación, que fue nada y que, sin embargo, ha construido el todo de hoy. Y por eso Paco Cabezas se ha empeñado en dejar bien claro que no hay nada que se pueda comparar a una jornada de trabajo honrado.       


miércoles, 2 de julio de 2014

GORKY PARK (1983), de Michael Apted

Tres disparos entre los árboles y luego la crueldad. En el suelo helado del Parque Gorki de Moscú se van ilusiones, sueños, inocencias y vidas. Incluso no hay rostros que dejen una mirada para el que venga después. Arcadi Renko es un buen policía, sabe seguir las pistas, con olfato, con el pensamiento presente de que no hay libertad en un país que espía a sus propios ciudadanos y protege a sus elementos más corruptos. Él lo sabe bien porque ya pagó una vez por acusar a la persona equivocada. Apuntó demasiado alto y le zurraron por lo bajo. Y esta vez el crimen es triple. No solo mataron a tres jóvenes sino que también mataron a la misma juventud que solo desea ser libre.
Su investigación se desliza por el hielo con la facilidad de un patinador. Se precipita hacia el abismo porque sabe que hay demasiadas cosas a tener en cuenta. Quizá el asesino sea útil para algunos poderosos que se esconden tras sus uniformes o tras sus pomposos cargos comunistas. O quizá el móvil sea el dinero. Sea como fuere, eso no importa. Hay que reconstruir caras, hay que volver a juntar las piezas para que encajen en los contrastes. Y todo hay que hacerlo subrepticiamente, sin ruido, sin llamar la atención. No sea que la KGB se presente de improviso y pague el mismo de siempre.
Apasionante película, rodada en Helsinki aún cuando estaba prohibido que las cámaras llegasen hasta el Kremlin, que pone de manifiesto la rigidez de un sistema que no admitía fallos en sus ciudadanos porque era molesto tener que controlar los defectos, porque la libertad no tenía cabida, porque, sencillamente, el crimen era mucho, mucho más rentable. Basada en la impresionante novela de Martin Cruz Smith, Gorky Park es un relato sobre la guerra fría pero también sobre los procedimientos policiales en el mismo núcleo soviético y de los esfuerzos por contener la excesiva profesionalidad de algunos de sus efectivos y por esconder a los autores de algunos crímenes bajo la libertad de la clase dirigente.

Y es que siempre viene bien un buen baño para entrar en calor, aderezado con una comida apetitosa y algún que otro gorro de marta cibelina. El lujo es algo que no está al alcance de todo el mundo y solo vale la pena jugársela por alguien que, de verdad, merece el sacrificio. Hay que dejar que las criaturas de piel valiosa y moral inocente ganen su libertad. El frío está ahí, esperando, destrozando todo lo que toca. No hay tiempo para caricias ni para consideraciones. Solo el regreso y la esperanza de algún día que puede que no llegue nunca. La sangre sobre la nieve es un río que impresiona y por el camino quedan amigos, gusanos, obsesiones y deducciones. No hay días claros en Moscú en pleno invierno. Tal vez porque no hay demasiada honestidad. Tal vez porque se mueven muchos intereses creados que tienden hacia el asesinato. Y en medio solo hay un inspector de policía que lleva la derrota marcada en el cuerpo.

martes, 1 de julio de 2014

¿QUIÉN TEME A VIRGINIA WOOLF? (1966), de Mike Nichols

La noche parece esconder demasiados secretos que se quieren decir a la luz de la luna. La frustración, la mediocridad y el dolor se agolpan mientras la destrucción asola las almas de un matrimonio que ya lo ha perdido todo. Juegan cruelmente a hacerse daño, a ponerse en ridículo, a exhibir sus miserias como personas mientras el vacío se instala en sus vidas. Todo lo que es mentira puede ser verdad y viceversa. Es el eterno juego de la decepción y la fantasía. Una fantasía que es una vía de escape porque la realidad ha sido tan dura que apenas se puede intuir cuánto se llegan a arrasar dos personas que se prolongan por inercia y se riegan con sus propias lágrimas.
Al otro lado, otro matrimonio joven, con sus ambiciones y sus errores ya a cuestas porque no es fácil intentar enamorarse de alguien que está muy por debajo de tu altura intelectual. Las bebidas se suceden y los mareos permanecen. La frustración y el deseo de tener un hijo flotan en esa noche que parece que no acaba nunca porque hay demasiadas cosas que no merecen ser contadas y deberían quedarse en la intimidad de un dormitorio. Pero todo se diluye en el alcohol a chorro que estos cuatro personajes se inyectan en una noche de catarsis y furia, donde todos se harán daño y donde todos saldrán con la certeza de que la vida esa una perra bromista que no deja de mirarles y de seducirles.
El ambiente universitario flota alrededor de esa cosa donde se agolpan las humillaciones y donde las morales son elásticas. Quizá hacerse más daño sea la única escapatoria posible para ahuyentar el dolor, maldito dolor, que no se va por muchas copas que se tomen y por muchas humillaciones que se pongan en práctica. El profesor que ya está de vuelta, que no va a conseguir prosperar en la facultad de Historia teme al profesor que aún está de ida, que tiene ambición y que sabe que, para prosperar, hace falta relacionarse con las personas adecuadas. El ama de casa carcomida por el dolor juega y juega y arrastra a su pareja para que todo sea una endiablada charada, sembrada de mentiras, de mundos de fantasía, de nadas disfrazadas de todo. La ratita sin demasiada personalidad que cazó a su marido con un embarazo psicológico aguanta el espectáculo porque llega a creer que el dolor es una escuela y que ahí está su cátedra. Las frustraciones llegan a ser tan angustiosas que uno desea salir de esa casa, tumbarse en el césped y respirar el aire de la luna cerrando unos ojos que vagan, por debajo de los párpados, en busca de nuevas mentiras, de nuevas fantasías, de nuevos juegos de humillación y deseo ahogado. ¿Quién teme a Virginia Woolf? Todos…

Impresionante interpretación de Richard Burton y Elizabeth Taylor en una película que se atrevió a entrar en la misma cocina de las familias de clase media americana con un punzón hiriente, asesinando los falsos valores de la sociedad y diciendo bien a las claras que, por lo general, no somos felices, no somos nada más que lo que la vida nos da y, más bien, lo que la vida nos quita. Por muy terrible que sea, haciéndonos solares de decepción, terrenos sin fuerza, estériles de afecto, una copa entre muchas en medio de una noche de crueldad y tortura moral.