viernes, 24 de junio de 2022

RELATO CRIMINAL (1949), de Joseph H. Lewis

 

No es fácil echar el guante a un jefe de la mafia en base a su evasión de impuestos. Nunca hay nada a nombre de él, no hay ningún pago, no hay ningún cobro. Si fuera por la Hacienda correspondiente, no existiría. Sin embargo, cuando no hay nada para probar siempre se halla el remedio de la perseverancia. Insistir, buscar, escrutar, saber. Por supuesto, falta un testigo que declare con valentía y, como suele pasar, será el más débil, el que, prácticamente, no tiene nada que perder porque la pobreza es la cabecera de todos sus días. El agente del tesoro Frank Warren va detrás de ese tipo que se dedica a tomar el pelo a la policía, a los proveedores, a los consumidores de alcohol, a los que tratan con droga y a la sociedad entera porque lo único que le interesa es amasar dinero y presumir de sus orígenes humildes. Y, en esa perseverancia que demuestra Warren, habrá muchísimo sacrificio. Apenas podrá estar con su familia, pero se atreve a hacerlo porque sabe que, si consigue atraparlo, sus seres queridos estarán más seguros, podrán andar por la calle con más libertad y muchísima más gente podrá dejar de caminar por el abismo sólo por satisfacer las ansias de avaricia de un individuo que sólo merece el desprecio y la justicia.

No cabe duda de que esta película se mueve dentro de los parámetros de la serie B, pero lo hace con un ritmo endiablado, con un gran sentido de la planificación y de la fotografía y con la seguridad de que, sin dejarlo evidente, todo el mundo identificará la historia con la caza que se emprendió contra Al Capone. Todo está rodado a pie de calle, con una visión vigorosa, casi al modo de Samuel Fuller, sin decaer en la tensión, deambulando por las calles pobladas y los oscuros pasillos. Hay momentos de un estilo extremadamente seco, sin concesiones y otros en los que, con una maestría difícil de igualar, la trama se adentra por la sensibilidad y la ternura de algunos hombres y mujeres que eran capaces de sacrificarlo todo con tal de otorgar algunas briznas de libertad a todos. Glenn Ford no deja de pasear su rostro de hombre honrado, atormentado por sus renuncias, pero totalmente entregado a un trabajo que le lleva años y que le condena a eternos ratos de soledad. La dirección de Joseph H. Lewis, que ya dio muestras de lo excelente que era cuando tenía un argumento que mereciera la pena entre sus manos con El demonio de las armas, es contenida, precisa, muy ágil, certera y haciendo fácil lo que es tremendamente difícil. La fotografía de Barnett Guffey, que años después se lució con el blanco y negro de El hombre de Alcatraz, de John Frankenheimer, está hábilmente contrastada, con negros muy oscuros y claros muy blancos. El resultado es una película que, quizá, quiera moverse dentro del cine negro y que, no obstante, extiende sus brazos más allá. Tanto que llega a ser un retrato del trabajo bien hecho, de la constancia y de la profesionalidad de unos hombres que pusieron todo en riesgo para que todo fuera diferente.

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