martes, 7 de mayo de 2024

LA IRA DE DIOS (1972), de Ralph Nelson

 

Quizá, en algún lugar del México más pobre, haya un sacerdote que lleve una navaja dentro de un crucifijo. Intentar arrebatar el poder a los terratenientes sólo con una sotana, se antoja como algo casi imposible porque, por supuesto, los más ricos son los que más hacen gala de una doble moral. Sin embargo, ahí está el Padre Oliver Van Horne, un individuo extraño que utiliza la violencia y también la piedad. Se alía con gente extraña para lograr sus objetivos y no tiene ningún problema en derramar sangre si la ocasión lo requiere. Al mal se le combate con el mal…y una parte de bien. El poder es el camino más corto hacia la locura y esa sotana implacable va a poner las cosas en su sitio con la ayuda de un par de aventureros. Misa, comunión y balas. Todo junto. Sólo así se podrá entender su mensaje.

No cabe duda de que la película es entretenida, aunque, en algún momento, se note una cierta prisa por hacerla debido, muy probablemente, a limitaciones presupuestarias, pero no deja de ser atractiva la idea de colocar a un sacerdote que reparte bondad y ánimo con una pistola al cinto. Robert Mitchum, desde luego, es el actor ideal para llevar a cabo tales tareas sin resultar ridículas y podemos ver a la devota Rita Hayworth en su último papel para el cine arrodillándose y rezando para que acabe la tiranía de los de siempre. Ralph Nelson, que, sin duda, tiene un puñado de películas muy competentes, no ahorra crítica hacia la iglesia, a la que considera aprovechada e inoperante y, por el camino, construye una cinta de aventuras que consigue el aprobado, sin llegar en ningún momento a algo más.

Y es que, como dicen las Santas Escrituras, “mía será la venganza” y a ello se aplica el Padre Van Horne porque, al fin y al cabo, la Biblia es un libro santo, pero también está repleto de sangre, de promiscuidad, de rencores, de días teñidos de malas ideas. Es establecer un reino con la ira de Dios y, en algunos lugares, hace bastante falta. Allí, en un pueblo repleto de polvo y beaterío, también es necesario que Dios se aparezca de alguna forma y que dé su merecido a los que tanto mal causan porque eso, se quiera o no, consuela a los afligidos. Más tarde, recibirán su castigo divino en los cielos, pero que algo se lleven de este valle de lágrimas que cada vez se inunda más con la pena y la impotencia.

La revolución, en muchas ocasiones, no está exenta de humor aunque no sea más que una fulana que se va con el primero que pasa. Y la irreverencia es una debilidad humana que debe ser tolerada porque, al fin y al cabo, el desenfado es algo que agrada a Dios, aunque sea a su costa. Nada mejor que un alzacuellos para guiar los destinos de la gente humilde, por mucho que sea algo equívoco en sus acciones y reacciones. Se trata de acercarse a los que ruegan y dejar que algo de satisfacción se guarde en ese alma que, con tanta paciencia, Dios espera.

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