Varios
son los problemas que aquejan a esta película que pretende ser fiel a unos
acontecimientos ocurridos a finales de los años veinte con la excusa de la
descripción del exorcismo más documentado de la historia de los Estados Unidos.
El primero de ellos es la terrible y deleznable interpretación de Dan Stevens
como el cura párroco que asiste a Al Pacino en la celebración de las distintas
fases del ritual exorcista. Siendo un personaje de vital importancia, que es presa
de las dudas en un momento en el que se necesita de una fe acerada, Stevens es
incapaz de actuar, de dotar de cierta profundidad a un hombre que se plantea el
sentido de la religión en medio de una pérdida y que se convierte en un blanco
de las burlas del diablo.
El segundo de esos
problemas, es la errática dirección de David Midell. Muchacho, tienes una
historia fuerte, que puedes explotar en múltiples direcciones, que favorece ese
ambiente misterioso y, a menudo, inexplicable que rodea toda la parafernalia de
la Iglesia y te decides por olvidarte el trípode en casa, algo que podría estar
justificado en algunas secuencias, sobre todo aquellas en las que la posesión
demoníaca se hace evidente y una simple conversación la filmas con cámara al
hombro, con nerviosismo, distrayendo al personal de todas las virtudes que
puedes atesorar.
El tercero es que la
producción no puede ser más austera. Es una película ambientada en 1928 y
apenas hay elementos que delaten la época. Sólo una secuencia, a la salida de
una misa, en la que, muy brevemente, atisbamos vehículos de aquellos años y
modas que, además, no están del todo bien ejecutadas.
El cuarto es que se
desaprovecha la historia de una forma casi escandalosa. Con tiempo, con una
fotografía más cuidada, con menos precipitación y más solidez, la película
podría haber sido más que aceptable porque tiene un par de secuencias que
funcionan muy bien, pero parece que no se tienen muchas ganas de sacar todo el
partido a este combate a muerte entre el Diablo y el exorcista que acaba por
ser su pesadilla.
Por el contrario, dos
virtudes. Una de ellas es Al Pacino, aunque estoy seguro de que más de uno me
lo va a discutir. Opta un ejercicio sobrio de interpretación, con una
combinación perfecta de miradas sabias y, a la vez, haciendo de la bondad y de
la comprensión un arma letal contra el maligno. Después de unas cuantas
películas, Pacino no parece tan abotargado, ni tan limitado, parece cómodo en
la piel de ese fraile que lucha con todas sus fuerzas para pagar una deuda del
pasado y que cataliza muchísimo más la acción con su trabajo que el espantoso
Dan Stevens.
La otra podría ser que,
dentro de esa premisa prometedora que posee la película que, además, huye de El exorcista para crear su propio
universo de verdades satánicas, hay momentos inquietantes, que podrían haber
sido mucho más destacables si no contuviera interpretaciones tan inútiles y
terribles que hace que la historia sea tan olvidable dentro de esta moda en la
que, parece ser, la única forma de producir pánico es a través de exorcismos,
con Russell Crowe como El exorcista del
Papa, o los rituales varios en diversas ciudades del mundo, desde el estado
de Connecticut hasta el Vaticano.
Así que no se molesten, los pesos negativos pueden con los positivos y lo que podría haber sido un rato notable no es más que algo mediocre que se transforma en algo tan prescindible que, media hora después, verán que no renta demasiado ser el peor enemigo del Diablo. Él anda metiendo cizaña detrás de tanto cine sin talla.
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