Un hombre que pertenece al aire libre está tumbado con la cabeza apoyada sobre su silla de montar. En el cielo, dos barras blancas rasgan el azul con los chorros a reacción de unos aviones que mancillan la libertad. Puede renunciar a ella durante unas horas pero no puede dejar de amarla, quizá porque no tiene otra cosa. Sabe que el amor no se hizo para él y que lo único que posee es una yegua, terca y bromista, a la que se niega a abandonar incluso cuando su propia libertad depende de ello. No le gusta la civilización, no le gusta la gente salvo aquellos que tiene cerca de su corazón, grande y valeroso, pero que tiene el destino de latir solo, de seguir solo, de morir solo.
Ya no hay senderos que seguir, sólo carreteras de asfalto mordiente por las que desfilan como fieras vehículos desbocados que escupen humo, prisa y muerte. Él sólo quiere recortar su sombra en el cielo que le sirve de cobijo, comer piñones de árboles amigos que por las noches mecen sus hojas para una canción de cuna para un vaquero. La lluvia es su agua y la ciudad es su infierno. Ya probó la ciudad y fue a combatir a una guerra que sólo pidió su sangre. No quiere integrarse. Incluso caza pájaros con hélices que acallan el rumor del viento en sus oídos. La inadaptación hermosa también puede ser el olvido en la falda de una montaña que ya tampoco es su casa.
Dalton Trumbo escribió este precioso guión sobre alguien que es capaz de aguantar una paliza por simple amistad, de huir porque sabe que él no destroza, de convertirse en un puma que ruge por su independencia y marca su territorio más allá de cercas, de convenciones y de leyes. Hay ocasiones en que uno desearía saber escribir para dar vida a hombres que tienen el espíritu libre, las botas calzadas y el salvaje cabalgar en la tierra de la que no conoce límites. Por eso, solitarios son los valientes.
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