Quizá hubo un momento
en el que hubo que dignificar un deporte y considerarlo como una cuestión entre
caballeros. Para ello, no hay nada mejor que implantar unas rígidas reglas,
debidas al Marqués de Queensberry y encontrar al tipo que mejor sabe llevarlas
a cabo. Se trata de un tal James Corbett, un empleado de banca de físico
espectacular, que boxea como los ángeles y se bate el cobre en el cuadrilátero
con denuedo. En su rostro, hay simpatía, en su cuerpo, fuerza, y en sus pies,
alas. Lo tiene todo. Así que es hora de auparle hacia arriba y que todo el
mundo se fije en este deporte que consiste en dos seres humanos dándose fuerte
y de verdad.
Lo cierto es que el
ídolo de la juventud del propio Corbett es un boxeador llamado John Sullivan y
ha llegado el momento de enfrentarse a él. No es fácil enfrentarse a tus
propios mitos y Corbett debe saltar varias barreras físicas y, sobre todo,
morales para poder golpear con precisión en el rostro y en el cuerpo de ese
hombre que lo fue todo para él. Sin embargo, a pesar de la aparente brutalidad
en este deporte, entre ambos hubo, ante todo, respeto y deportividad. No se
puede decir de otras disciplinas. Eso es mucho. Es un ejemplo ante toda una
multitud de jóvenes que quieren ver a sus ídolos, a sus ejemplos, a sus guías
espirituales y físicas. Y el comportamiento de Corbett y Sullivan fue ejemplar.
Es evidente que Raoul
Walsh eligió, en esta ocasión, no hacer una película particularmente profunda,
pero sí profundamente entretenida. No hay más mensajes que el ruego por
mantener la caballerosidad allá donde se vaya y, desde luego, el respeto por
quien se dedica en cuerpo y alma en mantener todas sus facultades al límite
para llegar un poco más lejos, un poco más alto y un poco más fuerte. Lo cierto
es que Walsh quiso rendir homenaje a James Corbett como el padre del boxeo
moderno y como iniciador de unas maneras y comportamientos siempre impecables,
sin recibir ni una sola cicatriz en su rostro, con un código de conducta
razonable y ejemplar. Y que también, presa de la arrogancia, no tuvo ningún
problema en aceptar la humillación como lección para futuras empresas. Jim
Corbett era un hombre de pies a cabeza y, para ello, nadie mejor que Errol
Flynn, muy alejado de cine de capa y espada, para darle vida. No en vano, el
actor sabía darle a los guantes y había sido miembro del equipo olímpico de
boxeo bajo bandera australiana.
Así que, con un
perfecto equilibrio entre comedia y drama, Walsh y Flynn capturan el sentir de
una época en la que no estaba de moda seguir aquel axioma de que lo importante
es participar. La película tiene momentos emocionantes, otros algo más
detenidos, algunos realmente divertidos. Todo para que una historia sin
excesivo mensaje se convierta en una estupenda cinta de deporte y el discurso
final de John Sullivan, interpretado por Ward Bond, llega a los músculos más
tensos. Por si fuera poco, Errol Flynn ofrece la que es, quizás, una de las
mejores interpretaciones de su carrera. Pónganse los guantes. Es hora de contar
hasta diez.
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