La
mujer domina los sentidos cuando el alma de un hombre es débil. Una predicción
desata la ambición que parecía dormida, extraviada en la espesa niebla donde se
debate el poder, la corrección y el agradecimiento. Mientras tanto, el conjuro
se consuma porque la vergüenza ata los sentimientos y la soberbia se adueña de
una casa de austeridad expresionista. El futuro estará repleto de profecías que
parecen destinadas al incumplimiento y la ira irá creciendo en la misma medida
de la locura. Macbeth…Macbeth…
De esta manera que
parece forjada por un destino provocado, la corona se ceñirá sobre una cabeza
inmerecida, zarandeada por supuestas conspiraciones que la convierten en simple
hojalata rescatada del barro. El blanco y negro sirve como la pintura coloreada
de la pesadilla y, de nuevo, la vida no es más que un cuento lleno de ruido y
furia que, al final, no significa nada. Las hojas del bosque entrarán
salvajemente por las ventanas abiertas del corazón para inquietar con el
anuncio de una muerte justa en tiempos de brutalidad de hechizos y coartadas.
Mientras tanto, la traición se mueve con la lentitud propia de unos buitres que
despliegan sus alas en el lienzo del cielo, gritando con sus chillidos de
sangre seca. La crueldad se asemeja al mensaje de lo inevitable y lo bello y lo
siniestro se alían afilando el borde de la espada. Las dagas brillan en la
oscuridad, invitando a su hundimiento en la carne indefensa y el perdón vuela
para no presenciar lo que nunca debió ocurrir. Y la tragedia es masticada y
saboreada hasta la saciedad, llenando las conciencias de culpabilidades
instigadas y ejecutadas. La posteridad espera. Y la magia de una época de
tinieblas se disipa entre un pasillo de árboles que desenvaina sus ramas
rindiendo homenaje al que hereda un trono de noche y estrellas caídas. La luz
se desvanece y todo será una leyenda sobre la codicia y la venganza.
Las palabras del bardo se funden misteriosamente con la puesta en escena que refleja el sueño y son dichas por intérpretes del horror de los espectros. La fantasía domina la imagen de sombra y brujería y las frases se deslizan entre el fantasmagórico juego de miradas y reacciones. Las alas se tornan brazos y el agua es incapaz de lavar la mancha del asesinato cuidadosamente planeado. Ningún hombre nacido de mujer podrá acabar con el rey deshecho en su propia mentira, creída por las voces rotas de seres que surgen del infierno para convertir la nada en oro y despertar todos los pecados en aras de un amor malentendido por la insania. Cuando el arreglo se basa en el puñal por la espalda, cualquier paso en falso puede significar que lo imposible sea real. Y el sol pasa a ser el foco de la desesperación entre las piedras lisas de castillos que son como tumbas gigantescas de cualquier atisbo de humanidad. Todo se quiere cumplir para que todo sea verdad. Y, a menudo, la verdad es tan terrible, tan malvada, tan innombrable que la maldición sustituye lo predicho. La armadura no será suficiente para detener el cortante tajo que rebana lo indigno. Y la promesa de una nueva conspiración se encaramará a la montura para no olvidar que cualquier principio tendrá su inevitable final. Macbeth, empujado tortuosamente hacia el mal, creerá que los espíritus rondarán su atrevimiento y los pobres mortales que asistan a su ascensión y caída quedarán presos de una magia que sólo los que saben contar historias saben expandir. En el horizonte, permanecerá la impresión de que todavía dura el siglo de la fuerza sin piedad porque siempre, siempre, habrá alguien que susurre la posibilidad de llegar a lo más alto utilizando los fáciles recursos de la falacia, de la apariencia y del poder que se escurre entre los dedos sólo como consecuencia de la ambición. Esa misma por la que algunos quieren llegar tan lejos que la primera víctima es su propia alma.
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