Gracias a la magia de
la imaginación y de la extraña conjunción entre realidad y sueño, algunos
artistas regresan para contarnos de primera mano algunos misterios de su propia
obra. En esta ocasión, Alfred Hitchcock nos cuenta, con todo detalle, y con su
propia voz, algunos de los recovecos de su obra, esa misma que se ha movido
durante tantos años en las bocas de cinéfilos, críticos y espectadores de todo
el mundo y que él se encarga, desde más allá de la vida, de mantener viva.
Hitch nos pasea por los
rincones de una obra que se movió en el deseo, avistó entre las alturas, nos
puso en fuga y no dejó de sorprendernos a cada nuevo título. Por esta vez,
veremos algunos aspectos ignotos de sus constantes vitales. Puede que en su magnífica
filmografía hubiera besos que nunca volvimos a ver, puede que el temor a
despeñarse desde algún lugar empinado fuera el colmo del suspense para él,
puede que, en un preclaro homenaje a Orson Welles, también quiera engañarnos un
poquito. Él habla y muestra, ejemplifica, describe y hasta nos hace ver cosas
que, en repetidos visionados, se nos habían pasado por alto. ¿O ustedes sabían
que en La soga hay un corte?
En cualquier caso,
Hitch hace gala de un humor muy inglés, muy particular, entre otras cosas
porque todo se reduce a la observación de un cineasta que ha escrito y dirigido
esta especie de documental y ha querido hacerlo bajo la voz del propio
Hitchcock. ¿O no? Ustedes sabrán. Tendrán que mirar de nuevo por la ventana
indiscreta para que obtengan una información veraz o, al menos, levemente
embustera. Al maestro inglés le encantaban estas cosas, porque, al fin y al
cabo, él no era Ingmar Bergman, ni tampoco Michelangelo Antonioni. Él iba de
frente y con el objetivo claro de entretener, por muy poca lógica que tuviera
el asunto. El resultado es que, cada nuevo acercamiento a su obra, resulta aún
más fascinante, por mucho que Mark Cousins, autor de esta película, se empeñe
en repetir fotografías para acentuar el lado más misterioso e inteligente de un
hombre que dominó todos los resortes de la angustia.
Mi nombre, naturalmente, no es Alfred Hitchcock, pero durante todo el metraje, me he sumergido y he creído que, realmente, era el propio genio quien me hablaba a pesar de que llega a mencionar los móviles y las modernas tecnologías. Descubrimientos que, por otra parte, hubieran llevado al traste casi todas sus tramas. Todo se reduce a un guiño de complicidad con todos aquellos que disfrutamos con su trabajo, que descubrimos algo nuevo cada vez que nos acercamos a él, que reconocemos su enorme vocación innovadora situándole en lo más alto del cine vanguardista, con hallazgos, situaciones, resoluciones de escenas que hemos llegado a aceptar como normales cuando no lo eran en absoluto. Visualmente, Hitch nos dio un par de lecciones porque, como bien saben ustedes, los diálogos no le gustaban demasiado. Tal vez pensaba que todo se podía explicar con un movimiento de cámara, con un montaje extraordinariamente bien medido y con un desarrollo de complicidad con el público que ningún otro cineasta ha sido capaz de establecer con tanto acierto. Hitchcock sigue.
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