viernes, 30 de mayo de 2025

ROBERT BENTON: NI UN PELO DE TONTO

 

Robert Benton vivió durante muchos años en el 244 de la calle 49 Este en Turtle Bay de Nueva York mientras estudiaba en la Universidad de Columbia. Por aquellas casualidades de la vida, enfrente vivía Katharine Hepburn y el propio Benton relataba que, un día, mientras estaba estudiando, miró por la ventana y vio a la actriz dando un beso a Spencer Tracy en la calle porque él se iba a trabajar. Aquello le marcó porque no hizo más que reafirmarle en la idea de dedicarse al cine. En cuanto terminó sus estudios, no dudó en asociarse con su mejor amigo, David Newman y se pusieron manos a la obra porque Benton tenía una idea rondando la cabeza. Su padre había sido predicador en el Medio Oeste y fue el encargado de oficiar el funeral de dos bandidos famosos en los años veinte que respondían a los nombres de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Con esos mimbres, Benton y Newman escribieron el guión de Bonnie and Clyde, película señera de los últimos sesenta que fue ofrecida primero a François Truffaut, luego a Jean Luc Godard y, por último, al cineasta americano más parecido a la corriente de la nouvelle vague francesa que no era otro que Arthur Penn. El resultado fue un éxito sin precedentes, catapultando al estrellato a Faye Dunaway y reafirmando el ascenso imparable de Warren Beatty.

Con el éxito a sus espaldas, Benton y Newman abordaron el viejo Oeste con una perspectiva abrumadoramente cínica para Joseph Mankiewicz en El día de los tramposos, una película de ladrones, cárceles y engaños con unos extraordinarios Kirk Douglas y Henry Fonda en los papeles principales. A pesar de todo, fue un fracaso, aunque totalmente inmerecido, y la pareja de guionistas, decididos a ser versátiles como el que más, se pusieron manos a la obra con un homenaje a las screwball comedies de los años treinta y escribieron para Peter Bogdanovich el guion de esa maravillosa comedia que es ¿Qué me pasa, doctor?.

El éxito de este último guion animó a Benton a pasarse a la dirección, continuando con la colaboración de Newman en el guion y lo hizo con una película que, de alguna manera, también bebía de El día de los tramposos y se tituló Pistoleros en el infierno, con Jeff Bridges en el papel principal de esta historia de pícaros en el viejo Oeste. No fue demasiado bien, pero Benton tenía otro as en la manga. ¿Qué pasaría si un viejo detective, de aquellos que pateaban las calles en los años cuarenta, se viera involucrado en un caso ya en su tercera edad? Eso es lo que plantea la excelente El gato conoce al asesino, con un maravilloso Art Cartney en el papel principal, achacoso y con la inteligencia intacta dentro de un mundo que ya no es el de las luces de neón de los cuarenta. Una excelente película que sitúa a Robert Benton como uno de los directores más interesantes de mediados de los años setenta.

Robert Benton, eso sí, comenzó a ser un nombre en boca de todos, con su siguiente película. Kramer contra Kramer fue su gran éxito, la película por la que todos le recordarán al narrar crudamente un divorcio traumático con el hijo de corta edad en el centro. Dustin Hoffman y Meryl Streep se llevaron su primer Oscar en esta película, que también significó el premio para Benton y ha quedado como uno de esos melodramas inolvidables que, de alguna manera, siempre se ha demandado a Robert Benton que siguiera haciendo aunque él, fiel a su versatilidad y a esa obsesión por retratar héroes que siempre van a contra corriente, no ha hecho demasiado caso.

Se piensa mucho su siguiente proyecto y se decide por un homenaje descarado a Alfred Hitchcock con Bajo sospecha, una turbia historia de misterio, excelente en su planteamiento y en su definición, con Meryl Streep y Roy Scheider como protagonistas que, no obstante, fue un fracaso en taquilla. Se resarció con crecer con En un lugar del corazón, un melodrama de superación que significó otro premio de la Academia para su protagonista, Sally Field y que nos descubrió el talento magnífico de un actor, por entonces completamente desconocido, como John Malkovich.

Pinchó en hueso con su siguiente película, una pretendida comedia de misterio titulada Nadine, con Kim Basinger y Jeff Bridges. El resultado fue tan malo que Benton siempre quiso repetir con Basinger porque sentía que “le debía una película”. No pudo satisfacer su pretensión. Nunca volvió a trabajar con ella. El fracaso estrepitoso de esta película le relegó de los primeros puestos en la dirección de la época y tardó cuatro años en volver a ponerse tras las cámaras y lo hizo con la aceptable Billy Bathgate, retrato algo tenue del mundo de la Mafia, con un excelente Dustin Hoffman en el papel principal y con Nicole Kidman y Bruce Willis apareciendo por allí. Otros tres años de hiato y sorprende con una comedia de altura, de esas de sonrisa y listeza, titulada Ni un pelo de tonto, con un maravilloso Paul Newman acompañado de Jessica Tandy, Bruce Willis y Melanie Griffith. Algunos, incluso, quisieron ver que este Newman avejentado y ventajista es un retrato de la ancianidad que hubiera sido la segunda parte ideal de Hud, aquel vaquero de sentimientos duros y desarraigados que Newman interpretó a principios de los sesenta al lado de Patricia Neal.

Cuatro años después, Benton regresó al cine negro con una de las mejores películas del género en los noventa. Al caer el sol, con Newman, Susan Sarandon, James Garner y Gene Hackman con una trama nostálgica y brillante en pleno Hollywood que nos dejó, posiblemente, un gran regalo que muchos no han sabido apreciar.

Las dos últimas películas de Robert Benton no estuvieron a la altura de su talento y de su condición. La primera de ellas fue La mancha humana, con Anthony Hopkins y Nicole Kidman, de la que se esperaba mucho al estar basada en una novela de enorme prestigio de Philip Roth y que no pasó del aprobado justito. La otra fue El juego del amor, con Morgan Freeman dominando la función basada en un sentido mágico del amor, ese gran desconocido que creemos controlar cuando es el sentimiento más incontrolable de todos. Una película agradable de ver, pero corta en ambiciones y en el talento que se supone a su director.

Robert Benton sólo nos dejó una muestra más de su talento en una película tan atípico y tan arrolladoramente buena y desconocida como La cosecha de hielo, con John Cusack y Billy Bob Thornton de protagonistas y la dirección de Harold Ramis, una aguda incursión en el cine más perplejo sobre unos tipos que quieren aprovecharse y tienen que vérselas con las situaciones más sorprendentes y los enemigos más inesperados. Una excelente película con un guion brillante que no ha tenido el reconocimiento que merecía.

Robert Benton se retiró en 2007, ya hace dieciocho años, y nos dejó huérfanos del estilo y de la clase de un gran cineasta que nos retrató las dificultades de una serie de personajes al oponerse a las reglas establecidas. A menudo, triunfaron, igual que él. No, no tenía ni un pelo de tonto, porque sabía que, en cada uno de sus protagonistas, anidaba una parte, aunque fuera pequeña, casi ínfima, de todos nosotros. Así era. Cercano y deambulando alrededor de la genialidad.

jueves, 29 de mayo de 2025

MISION IMPOSIBLE: SENTENCIA FINAL, PARTE 2 (2025), de Christopher McQuarrie

Todo héroe debe valorar el precio de su hazaña. Es posible que, una vez tras otra, Ethan Hunt haya tenido que salvar al mundo de los villanos de la peor especie tratando de salvaguardar la seguridad de aquellos a los que más quiere. En la mayoría de los casos, tuvo que arriesgar muchas vidas para que todo saliera bien. Por eso, en una paradoja imposible sobre héroes y villanos, es posible que sea el único capaz de detener a esa inteligencia artificial que ha tomado conciencia de sí misma y, al mismo tiempo, sea el villano perfecto sobre el que caerá toda la condena de la Humanidad si no consigue sus objetivos. Demasiada responsabilidad para alguien que se ha lanzado al peligro sin pensárselo dos veces.

Nuevamente, el enemigo es esa máquina del infierno que puede combinar millones de cálculos previstos para manejar todas las posibilidades y, aún así, seguir con sus metas de maldad fría y disparatada, aunque según el devenir de estos tiempos diabólicos, cada vez más probable. Tendrá que echar mano de todos aquellos que le han venido apoyando en su penúltima aventura y tendrá el añadido de algún viejo conocido que nadie espera porque se quedó clavado para asumir un destierro. Algo de oscuro tiene esta aventura del señor Hunt. Debe arriesgarse al máximo, manejando un tablero de ajedrez en el que la velocidad es vital, el tiempo sigue machacando con su impertinente caer de segundos y todos quieren controlar esa inteligencia cibernética que es mejor que, simplemente, desaparezca. ¿Mejor para quién? ¿Mejor para qué?

En estas últimas y levemente desesperanzadas aventuras del señor Hunt, Tom Cruise realiza un homenaje en toda regla al personaje. Alguien que, de alguna manera, ha marcado a generaciones que han crecido viendo cómo se enfrentaba al aún más difícil con una entereza y una decisión que le obligaba siempre a tomar decisiones extremas. ¿Y qué es una persona sino la suma de todas sus decisiones? Eso es lo que define a Ethan Hunt, un héroe que ha ido más allá de lo imposible para colocarnos en el primer plano de la acción más trepidante, con una saga que, a excepción de la segunda entrega, se ha colocado, tal vez, como la mejor de todos los tiempos por su ritmo endiablado, sus problemas insolubles, su continua advertencia sobre los malvados posibles y probables y su increíble resistencia a un mundo que, sencillamente, no le merece. Por eso, Ethan Hunt debe desaparecer una vez más entre la multitud, llevándose todos sus secretos y sus anhelos, sabiendo que hizo lo que debía, destilando cariño a todos aquellos que han sido su soporte y su defensa. Hasta la vista, señor Hunt. Y gracias. Volveremos a verle en futuras revisiones y, con toda seguridad, alguien recogerá el testigo dentro de algunos años para volver a acompañar a dos o tres generaciones más por los andares de la estúpida evolución humana.

El resultado es una película que maneja admirablemente el suspense por encima de la acción. Se nota que hay un trabajo especialmente cuidadoso en la narración de las acciones paralelas, con ideas originales y atrevidas. Por el lado negativo, podríamos anotar que no hay interpretaciones, sólo acciones. Incluso Tom Cruise que es un actor más que solvente, no tiene ninguna escena en la que demostrar su sabiduría dramática. Aún así, la música de Lalo Schifrin en ese insano compás de cinco por seis mientras nos dice con el ritmo en código Morse las siglas M-I ya se ha quedado para siempre en nuestra memoria física y sensitiva. Al fondo, muchos secundarios de enjundia, escenas mágicas repartidas en distintas entregas, aquí, incluso, podemos destacar un par de ellas. Nuestra emoción se ha adherido a los fotogramas de esta cédula de espías que siempre tienen que cortar cables, mirar el cronómetro, acabar con el ladino malvado de turno y rebelarse contra un sistema que nunca dejó de tratar a nuestro señor Hunt como un mercenario. Hasta la vista, señor Hunt. Nunca podremos olvidarle.

 

miércoles, 28 de mayo de 2025

EL MURO (The wall) (1982), de Alan Parker

 

Frecuentemente, cuando caen las lágrimas, nadie está allí para recogerlas. En una habitación de hotel, una estrella del rock inicia su particular descenso hacia la locura mientras en su enferma mente se suceden las imágenes de su infancia, de su madre, de su padre, de su terrible inseguridad, de la guerra, de las cosas que han pasado, de las cosas que desearía que hubieran pasado. Todo se está derrumbando a su alrededor y sólo queda ese muro que no puede atravesar porque es demasiado sólido, demasiado macizo como para arremeter contra él. Al mismo tiempo, esas imágenes que van surgiendo en su cerebro se acompañan de una música extraña que parece esperar el inevitable desenlace de que ese cantante sin pasado ni destino se arroje de una vez por la terraza del edificio.

El tipo se mira al espejo y no sabe cuántas historias anidan en su interior. Parece que fue ayer cuando fue a la escuela y los profesores le trataron como a uno más o, incluso, alguno que otro trató de humillarlo porque, al fin y al cabo, la enseñanza no es otra cosa que un ladrillo en el muro. Vio cómo los aviones se convertían en cruces mientras todos los jóvenes de la generación de su padre marchaban hacia el frente y nunca volvió a ver a quien más quería. Eso degeneró en una sobreprotección exagerada por parte de su madre, que nunca ha dejado de ejercer como tal, como si ahora, con un matrimonio fracasado, una vida hecha, millones de libras en el banco y demasiadas mochilas arrastradas, necesitase que alguien le vigilase y le cuidase. No, mamá. ¿Tú crees que lo mejor es tirar la bomba y acabar con todo?

Experimento de arte y ensayo donde, de un modo ciertamente especial y atrayente, Alan Parker articuló una historia de desesperación alrededor del famoso álbum del grupo Pink Floyd The wall. Usando todo tipo de recursos, la película es como un viaje al interior del pensamiento de ese protagonista que está caminando por un filo que le corta en la planta de los pies y está deseando saltar hacia el lado equivocado. Mientras tanto la certeza de que la vida no ha merecido la pena, de que los sueños se han quedado estancados en algún lugar por el camino, de que el amor ha sido algo tan efímero que apenas ha quedado tiempo para disfrutarlo, se agolpa en el interior de un hombre que cree que terminar con todo es la salida más lógica. Aunque lo lógico no sea precisamente el área que mejor domine. Es un alma en llamas que grita pidiendo auxilio aún sabiendo que nadie le oye. Son alaridos de vida en un entorno que sólo le llama hacia el otro lado del muro. Quizá deba de destruir esa pared y hacer que desaparezca. Quizá pueda. Quizá…

Sin duda, esa puede ser una salida mucho mejor que estar esperando a que los gusanos te devoren sentado al otro lado de ese muro que no debería estar cercando las ideas de alguien que, en el fondo, lo único que ha querido es el cariño sincero, moderado y sereno de aquellos que le han amado… si es que ha habido alguien.

martes, 27 de mayo de 2025

EL SECRETO DE LA ISLA DE LAS FOCAS (1994), de John Sayles

 

Los secretos para una niña no suelen tener mucho misterio. Ella misma es también un enigma a descubrir. Por aquellas cosas que pasan, ella tiene que vivir una temporada en casa de sus abuelos y eso es en la costa norte de Irlanda, muy cerca de la isla de las Focas. Allí, donde la realidad y la leyenda se confunden peligrosamente, no dejan de contarse historias sobre el mar, sobre los secretos que se guardan, sobre niños que se ahogaron y que se espera que, en cualquier momento, puedan aparecer de nuevo en esa orilla que llega, da un beso y se va. Las aguas frías esconden muchos misterios que desean ser desvelados por la inocencia. Las focas parece que se ríen porque todo les parece un cuento para niños. No han contado con la perseverancia de una niña que hará todo lo posible por descubrir y, por tanto, por creer.

El sabor de la sal del mar casi se palpa en las arenas vírgenes de una isla a la que no se acerca nadie porque el frío suele ser tan habitual como la espuma de las olas. Ellas rugen y hablan a cada minuto porque el día y la noche también se confunden con su reflejo en el agua. Sólo siendo parte del mundo legendario se podrán desentrañar las leyendas. Todo el mundo sabe que las leyendas son mentira, pero que siempre nacen con un núcleo sincero, con la verdad introducida y luego agrandada, falseada, destacando hazañas, actitudes nobles, lágrimas de sentimiento incomparable. Olas, olas de creencia y de mentira, olas de magnitud rasa para convertir el ánimo en un creyente más. Ella, la niña, será parte de todo porque todo quiere ser parte de ella. Eso sólo lo consigue quien tiene un corazón muy grande.

Hay que reconocer que John Sayles hizo películas con mucho sentido. No importa que pasara por problemas de producción a cada minuto, a pesar de que quería mantener todas sus historias en la marginalidad de la producción independiente, pero, de alguna manera, llegaba con su punzante cámara más allá de los que muchos cineastas lo intentan con diez veces más de presupuesto. Aquí nos relata una parte de la naturaleza salvaje que, en el fondo, acaba por ser más civilizada que el mundo del que procede la niña protagonista porque quiere contar infancia, quiere narrar leyenda, quiere golpear con realidad y quiere que salgamos de ver esta película con cierta sensación de haber asistido a algo que, de forma mágica, llega hasta lo más profundo de nosotros. Y lo hace con la sabiduría de una excelente fotografía y contando a sorbos lo que necesitamos saber. Y lo hace bien.

Viajemos hasta el norte de Irlanda con esta chica que desea saber todo y quiere encontrar respuestas donde sólo hay fábula. No nos arrepentiremos. A pesar de ser una película, pequeña, desconocida y ciertamente olvidada, se cuenta una historia que calará en lo más hondo de nuestras olas de emoción. Está contada con cariño y así es como se debe recibir. Más allá de prejuicios sobre películas que no nos atraen en absoluto, que han pasado desapercibidas o que han caído en el limbo de una leyenda que merece ser transmitida.


viernes, 23 de mayo de 2025

UN GOLPE A LA INGLESA (2017), de Ronnie Thompson

 

En la cárcel se pueden hacer negocios. Y éste es uno muy grande. Se trata de reclutar a unos cuantos profesionales para robar unas cuantas cajas de seguridad en el centro del distrito joyero de Londres. Ahí es nada. Primero, salir del trullo. Segundo, obtener la información y la financiación necesaria como para poner en marcha el asunto. Tercero, lamentablemente, en estos casos, siempre hay algún elemento disonante y es una mujer húngara, irrompiblemente poderosa, que seduce con la mirada y amenaza con la palabra. Ellos proporcionarán la información, para eso la han buscado entre rejas, pero deberá pagar la suma de quince millones de libras. Salga bien o salga mal. No todo el mundo se arriesgaría, pero así es. El fulano, del cual en ningún momento se sabe el nombre, comienza a buscar a unos profesionales con garantías y cuenta con un socio que sabe moverse por los bajos fondos y es un observador nato de las cualidades de los que se dedican al oficio.

Hay un pequeño inconveniente en este atraco de guante blanco. Los profesionales que más garantías ofrecen son tres viejos algo achacosos que, un día, tuvieron, pero que hoy no se sabe si serán capaces de retener. No cabe duda, son duros, son decididos, les sobra empuje, pero el físico no acompaña demasiado. Uno de ellos es diabético y debe pincharse insulina y, por si fuera poco, también acaba de salir del agujero. Otro, el mejor conductor de Inglaterra, tiene el cerebro del tamaño del pomo de un cambio de marchas. El tercero sí que es un tipo de cuidado. Se nota que ha tratado con los peores y es tan duro como un pedernal…pero tiene un pequeño problema de corazón. Con estos mimbres, se planea el atraco y, para tener tiempo de sobra, se va a realizar en Pascua. Tres días para hacer un agujero en el hormigón justo al lado de la puñetera puerta acorazada y ya está ejecutado el mayor palo de la historia de la pérfida Albion.

En un principio, podría parecer una comedia, pero no lo es. Tiene algún que otro momento divertido, pero se centra en el saber de estos ladrones que saben muy bien lo que se hacen. Para aderezar un poco la pinta de cerveza negra está un antiguo policía que, merced a un soplo, sabe lo que pretenden hacer. No hay que preocuparse, no los va a delatar. Siempre y cuando rescaten para él una caja con un número determinado. Lo demás, para ellos. O eso es lo que dice.

La película, sobre todo, está bien interpretada, con mención especial para Larry Lamb en la piel de ese ladrón duro y tremendo con un corazón a medio gas. La dirección de Ronnie Thompson es ágil y bastante correcta. Aunque, quizá, al final haya un acuerdo demasiado caballeroso que no converge demasiado con la idea que se puede tener. No obstante, señoras y señores, está bien, se pasa un rato muy entretenido. Con estos individuos no se puede perder y se llevan un botín que no cabría ni en los sueños más fantasiosos. Yo me apunto. ¿Qué puedo perder?

jueves, 22 de mayo de 2025

EL INSTINTO (2025), de Juan Albarracín

 

Detrás de una fobia arrastrada durante años, suele haber una serie de miedos acumulados en los años más críticos de la infancia o de la juventud. Un profesional de éxito, un arquitecto de clara vocación vanguardista, padece una agorafobia alienante. Es incapaz de dar más de tres pasos en un espacio abierto. Un buen día, se escapa el perro, quizá harto de las propias manías de su amo que nunca le acompaña a ese festín de olores y carreras que los cánidos se otorgan cada vez que salen por la puerta. El perro es atropellado. El responsable, adiestrador de sabuesos de presa, se ofrece a compensarle ensayando con él los mismos métodos que utiliza con sus clientes amaestrados. Así, de alguna manera, podrá controlar sus miedos.

No, no he contado nada. Sólo he puesto el collar. La correa ya se la ponen ustedes. Todo esto es el inicio de una relación tóxica que se va emponzoñando con algo de precipitación en algún momento, pero que se yergue como una propuesta de cierto interés por parte del director Juan Albarracín. Para ello, cuenta con actores de sobrada competencia que se refugian en las miradas inseguras y huidizas de Javier Pereira y en la penetrante y ambigua de Fernando Cayo. Eva Llorach pone la tercera visión con un papel menos agradecido. El resultado es una especie de versión campestre de aquella El sirviente, de Joseph Losey, con Dirk Bogarde impartiendo un par de lecciones de interpretación e invadiendo el espacio vital de James Fox.

Con todos estos mimbres, El instinto es una película que empieza con ánimo y cierta originalidad y que acaba por aprobar con algo de estrechez porque, sin darlas de listo, el desarrollo de esa enfermiza relación que se establece entre adiestrador y adiestrado debería ser algo más lento y bastante más sugerente. Quizá, con ese matiz, la historia de dominación y humillación estaría generosamente sazonada de más terror y menos violencia algo desquiciada. No obstante, se deja ver, se deja crear esa sensación de que las cosas van a terminar mal por mucho que la naturalidad del principio parece ser el santo y seña de los personajes. Nadie es lo que parece. Nadie parece lo que es.

Así que esos mareos, esa ansiedad, esa arritmia, esa respiración agitada que se experimenta cuando se sufre una fobia incontrolada, debe ser contenida, porque, al fin y al cabo, somos seres humanos y no perros. El entrenamiento que es válido para esos fieles amigos no vale para las personas. Ninguno de nosotros va a saltar como un caballo por mucho que se nos entrene para ello. Puede que el entrenamiento que más nos falte sea el de ser humano, ser empático, comprender los problemas de los demás y dar el paso de valentía cuando sea necesario. No todo el mundo sabe hacerlo porque, en muchas ocasiones, es más cómodo refugiarse en las debilidades cuando todos y cada uno de nosotros atesoramos fortalezas que rara vez sabemos demostrar. Mientras tanto, todo es una cuestión mental y no olvidemos que el cerebro también es un animal que debemos apaciguar y controlar. Piensen un poco. Olviden el nerviosismo al que nos condena la vida moderna. Traten de superar aquello que les marcó porque esa será la raíz de cualquier otro problema. Y si no pueden, no traten de obviar a los que más les quieren. Son los mejores psicólogos. Siempre y cuando esa amistad o ese cariño no sean tóxicos. No hay nada mejor que la mirada comprensiva de alguien que les conoce de verdad. Si no tenemos a nadie, puede que acabemos ladrando e hiriendo  a todo el que se acerque como si fuéramos perros de caza. No hagan demasiado caso del instinto y entréguense a la razón. Es la mejor arma contra la soledad.

miércoles, 21 de mayo de 2025

MOULIN ROUGE (1952), de John Huston

 

A veces, la pasión está prohibida para aquellos que son diferentes. Henri Toulouse-Lautrec no nació con enanismo, simplemente tuvo un accidente de niño en el que se rompió las dos piernas y eso interrumpió su proceso de crecimiento. Era un hombre encerrado en un cuerpo que quiso ser deforme. Toulouse-Lautrec, en lugar de imprimir sus besos en los labios de cualquier chica, quiso dejar su huella indeleble en los lienzos que pintaba llegando a ser el maestro del cartelismo en una época en la que los impresionistas causaban furor por las calles de París. Aún así, trato de encontrar algo de felicidad. Quizá en una prostituta. Quizá en una dama de la alta sociedad. París guarda muchos secretos en sus calles adoquinadas, llenas de esos colores que el pintor recogía como un aguador de la vida y derramaba con sus jarras de talento sobre sus cuadros. Allí estaban todas las diversiones que él veía, pero que no disfrutaba. Allí estaban todos los amores que a él le estaban vedados. Allí estaban todas sus pasiones vertidas con un inmenso amor por una vida que le estaba siendo ingrata, marginal y cicatera. El talento, a menudo, se forja en la desgracia. Henri Toulouse-Lautrec puede ser una buena prueba de ello.

Cabría citar esta película como la más visual de todas las que realizó John Huston. A pesar de haber sido tachado muchas veces como un realizador chapucero, que cuidaba muy poco su puesta en escena, Moulin Rouge se erige como un monumento esteticista de un director que no quería impresionar con la imagen, sino con su sempiterna narrativa de perdedores. Y nada mejor que intentar reflejar la vida de Henri Toulouse-Lautrec con una biografía casi ficticia. Lo que se relata aquí nunca pasó, pero sí que nos hemos quedado con toda esa belleza que nos dejó el artista inigualable que era. Eso sí pasó. Eso sí pasa. Para ello, contó con un esforzadísimo trabajo de José Ferrer, obligado a actuar de rodillas en la mayor parte de los planos largos, moviéndose por calles de jolgorio inaudito en las que Toulouse-Lautrec trata de encontrar algún retazo de amor. Puede que estuviera en la punta de su pincel. Puede que se hallara en esa observación de la realidad que trasladaba inmediatamente a la fantasía de su arte. Puede que, en el fondo, la obra maestra fuera el ambiente que le rodeaba y él sólo fuera un notario de la belleza. Lo cierto es que todos tenemos un corazón. Incluso aquellos a los que parece que no les cabe.

Entre la humedad y el humo, con el olor del disolvente y el engrudo de la pintura, Henri Toulouse-Lautrec no dudó en reflejar un mundo en movimiento que parece quedar grabado en un permanente baile en sus pinturas. Eso no lo puede hacer cualquiera. Y él lo hizo porque guardaba una inmensa alegría que se veía obligado a reprimir con las burlas, el ostracismo, la seguridad de que todos los que le miraban destilaban desprecio o compasión. Él quería ser un hombre normal sin darse cuenta de que era muy, muy superior.

martes, 20 de mayo de 2025

REBELDES (1983), de Francis Ford Coppola

 

Yo estaba nervioso porque te invitaba a cenar y eso era siempre un acontecimiento para mí. No había en el mundo nada más maravilloso que estar sentado frente a ti, verte, escudriñar tus expresiones ante cualquier tontería que pudiese llegar a decir, disfrutar de tu conversación, de tu compañía, de tu sonrisa, de tus ojos, de ese paraíso en el que los dos entablábamos una complicidad de la que era consciente que no se podría volver a repetir con nadie. Y en aquella ocasión, estaba totalmente embargado por la emoción porque era mi cumpleaños. Creo que, en general, apenas nos damos cuenta de que aquellos momentos son, realmente, la felicidad que hemos disfrutado.

Pedimos, comimos, charlamos, reímos, entornamos los ojos. Sin roce, sin ningún otro tipo de acercamiento. Sacaste tu regalo con una tarjeta. “Siempre puedes aprender de maestros como Francis Ford Coppola, pero cuando escribas y dirijas una película, sé tú mismo”. Aparte de la ingenuidad que conllevaba aquella frase con la confianza ciega de que, algún día, podría llegar a dirigir una película, quise devorar aquellas letras una y otra vez en los años siguientes. Al igual que el regalo que venía con la tarjeta. Era una edición en VHS de Rebeldes, una película que yo ya había visto en el cine, algunos años antes, no recuerdo con quién. Cada año, como intentando recordar aquellas sensaciones, volvía releer la tarjeta y a ponerme la película. Más o menos unos cinco lustros después, la cinta de la película se rompió.

Es difícil hablar de una película que forma parte de tu educación sentimental porque ocupó un lugar preeminente en el amor y en la fantasía. Rebeldes siempre me pareció fascinante, más allá de lo que significó en lo personal, porque, de alguna manera, yo también me vi identificado como uno de esos chavales que buscaban la pelea para expresar la rabia que sentían, que trataban de encontrar un futuro que, poco a poco, parecía negarse a aparecer. No vestí nunca con conjunto vaquero, ni con chaquetas universitarias de equipos de fútbol americano. No me he puesto jamás brillantina en el pelo. No he amado a quien tenía que amar. No he participado en peleas multitudinarias, pero sé lo que se siente en cada una de esas situaciones bajo el prisma de la juventud y, aunque los protagonistas de Rebeldes, sí experimentan cada una de esas cosas, sé que tenemos algo en común aunque sea inasible y, por ende, bastante indefinible.

Aquella cena de cumpleaños en la mejor compañía, apenas es ya un recuerdo borroso de algo que pudo ser y nunca fue. Todas esas sensaciones de rabia juvenil y de inquietud de niño que no es hombre también se reproducen de forma difuminada en mi interior. No olvido Rebeldes. No sólo por su valor como película, sino también como manifiesto fundacional de lo que se dio en llamar Brat Pack o “pandilla de mocosos” que dio lugar a toda una generación de actores que nos han terminado marcando como Tom Cruise, Emilio Estévez, Matt Dillon, Ralph Macchio, C. Thomas Howell, Leif Garrett o la maravillosa Diane Lane. Quizá por eso el cine debe continuar poblando nuestros recuerdos. De una o de otra manera. Francis Ford Coppola lo supo ver. ¿No le debemos nada?

miércoles, 14 de mayo de 2025

PRESUNCIÓN DE INOCENCIA (2024), de Daniel Auteuil

 

Debido al puente de San Isidro ya cerramos el blog hasta el martes día 20 de mayo. Mientras tanto, no dejéis de ver películas. Nos enseñan mucho más que la realidad.

Puede que, en algún momento, un abogado crea que su defendido en un proceso penal sea inocente. Y que lo crea firmemente. Al fin y al cabo, ha podido comprobar que es un hombre que no ha tenido demasiada suerte en la vida y que es un querido padre de familia que se ha preocupado siempre por el bienestar de sus hijos. Quizá el abogado ya esté en la recta final de su carrera y quiera luchar por algo justo, para variar. Para ello, hará lo imposible para conseguir la absolución de su cliente en un caso que ha aceptado del turno de oficio para hacer un simple favor. La alienación está ahí mismo y llegará un momento en el que sólo sea capaz de pensar en los modos posibles de salvar al acusado. Aunque, incluso, se arriesgue a bajar los peldaños de la ética más reprochable.

Intentará interrogar a los testigos disponibles con cierta insistencia, sin caer nunca en la agresividad. Tratará de poner los acentos en la situación familiar de un hombre que está imputado por el asesinato de su mujer, pero las circunstancias no son nada claras porque fue ayudado por un íntimo amigo que, a buen seguro, fue de quien partió la idea. El abogado, realmente, piense que ese hombre de mirada mansa y ademanes tranquilos, no posee demasiada personalidad y se ha visto arrastrado por una ocurrencia loca cuando podía haber tirado por la vía del divorcio rápido. Ella era una alcohólica confesa que desaparecía de su casa cada vez que llegaba al final de una botella. Él no tiene culpa de nada y la ley no puede pasar desapercibida ante todo eso. El individuo en cuestión tiene que ser inocente. No cabe otra posibilidad.

Daniel Auteuil se ha puesto en esta ocasión tanto delante como detrás de las cámaras para poner en escena un proceso que, en algunos pasajes, llega a ser tan absorbente como la entrega que pone en práctica el abogado que él mismo interpreta. Su dirección es sobria y en su interpretación hay un acierto que resulta muy convincente y es la evidente fragilidad de su personaje bajo una apariencia de seguridad propia de un letrado de éxito y fama. El resultado es bueno, sin llegar en ningún momento a lo sublime, con un par de giros que hacen que la trama encaje porque todo se esconde detrás de las buenas intenciones de un abogado que cree en la ley y en el esfuerzo, algo que no es muy común entre muchos litigantes.

Así que hay que ponerse en la piel de este penalista que trata de hacer lo mejor para, al final, tener una cita con la devastación de un destino que se ríe de él hasta límites insospechados. No cabe duda de que Auteuil se ha subido al carro francés abierto por Anatomía de una caída, mostrando las entrañas del sistema judicial que, inevitablemente, muestra sus costuras debajo de las togas. El suspense gira en la estimación o desestimación de sus alegatos y, por supuesto, en la verdad de todo el caso que parece algo pedestre y es más intrincado de lo que parece a primera vista. Los engaños existen, igual que las sinceridades. Y no habrá oportunidad para lanzar a su señoría una última protesta por la inutilidad de una ley que también parece ahogarse en el fondo de una botella con su cristal esmerilado.

En el fondo, las deliberaciones de un jurado pueden ser tan peregrinas como inesperadas. Las peticiones de comparecencia corren el riesgo de ser vetadas por puro cariño. La obsesión se instala. Y esa mirada que, al principio, parece tan experimentada y segura, se vuelve abismalmente inquieta, desolada y con ese punto en el que se piensa que nada sirve para mucho. La deliberación, ahora, les toca a ustedes.

martes, 13 de mayo de 2025

EL JUEGO DE RIPLEY (2002), de Liliana Cavani

 

Tom Ripley es más viejo. Ha ido trastabillando con sus aventuras por media Europa y disfruta de un apacible y discreto retiro en las cercanías de Venecia. Y con una chica a su lado. Es fácil imaginar que un hombre de los recursos de Ripley ha conseguido todo lo que esperaba de la vida. Sin embargo, alguien quiere que haga un trabajo por él. Se trata de un asesinato y hay que poner las cosas en claro. Ripley puede ser un sinvergüenza, un vil maleante, un aprovechado y un oportunista, pero no es un asesino. Esto no puede quedar así. Su instinto de superviviente le lleva a aceptar el encargo, pero no para ejecutarlo, sino para investigar qué es lo que está pasando. Se trata de un tipo al que le sobran los millones, pero se está muriendo y quiere llevarse compañía al otro mundo. Vivir para creer, Tom. Tendrás que empezar un juego mortal, con idas y venidas y tu especialidad que es fingir para que todo comience a guardar algo de sentido.

Resulta algo sorprendente que una directora de la fuerza expresiva de Liliana Cavani se hiciera cargo de esta adaptación de la novela de Patricia Highsmith, transmitiendo una nueva mirada, totalmente distinta y decididamente más madura a las ofrecidas por René Clement en A pleno sol, por Anthony Minghella en El talento de Ripley y por Wim Wenders en El amigo americano, en el que se describe un Ripley que está en las antípodas de éste que interpreta con eficacia y ambigüedad John Malkovich, a pesar de ser una lejana versión de la misma historia.

No cabe duda de que el misterio, en esta ocasión, va un poco en detrimento de la fascinación. Estamos ante una autora que está muy orgullosa de serlo y la narración no es lineal, ni convencional. Cavani se esfuerza por ofrecer un jeroglífico de pistas que debemos montar al mismo tiempo que el personaje central y, al mismo tiempo, se recrea en espacios y ambientes haciendo una película que es exterior y que, de un modo ciertamente misterioso, resulta demoledoramente interior.

Y es que Ripley ya no es ese chaval guapo y aseado, ni mucho menos ese zarrapastroso que se arrastra por un cuadro. Ahora es un hombre elegante, de mirada aviesa y que siempre consigue un ángulo interesante a todos los problemas que se le plantean, por mucho que, en realidad, sea un farsante. Tom Ripley es uno de los grandes personajes de la literatura negra, en parte, por la valentía por parte de una escritora privilegiada, por narrar casos desde el punto de vista del malvado. El testigo lo recogió el cine con muchísimo cuidado y podemos decir que ninguna de las miradas que ha echado sobre el personaje es despreciable. Sabemos quién es Ripley, a qué se dedica, qué es lo que quiere y a qué aspira…y aún así, por alguna razón desconocida, estamos bastante de su lado. Por mucho que sus víctimas tengan siempre un punto de desvalidas. En el fondo, es la rebeldía de alguien que nació muy poco agraciado y que ambiciona todo lo que la vida no le ha dado. No es mala la película, pero, cuidado, es muy reflexiva y puede herir el pensamiento.

viernes, 9 de mayo de 2025

IN THE BEDROOM (2001), de Todd Field

 

El dolor es algo íntimo. Cada persona lo vivimos de manera muy distinta. Hay quien le gusta regodearse en él, descender a los infiernos todos los días y encontrar allí alguna solución catártica ante la desgracia. Otros, prefieren hablar sobre ello para, de alguna manera, exorcizarlo. Echarlo hacia afuera. Expulsarlo de esa voluntad impregnada que se adhiere pegajosamente a todos los actos. Finalmente, hay personas que, sencillamente, luchan para dejarlo atrás. Lo llevan consigo, sin duda, pero creen que hay que mirar hacia adelante. La reflexión sobre el dolor es esporádica porque prefieren estar atentos a lo que hay delante. Lo peor de todo es cuando dos personas viven el dolor de manera muy distinta y una de ellas trata de volcar toda su rabia en la otra porque cree que no le duele porque, sencillamente, no lo vive igual. En ese proceso, por supuesto, también hay una forma terrible de extirpar el dolor al volcar su frustración en la otra persona.

Y, por el camino, se pueden hacer tantas cábalas como se quieran. El resultado será siempre el mismo. El rostro contraído, enfermo porque el dolor, en el fondo, es una enfermedad que, muchas veces, no tiene cura. Se lleva consigo y se añade a la mochila como una piedra pesada más que hay que acarrear. El mundo se mira de otra manera y no se entiende que haya otras personas que son felices mientras la desgracia se ha cebado en uno, como si hubiésemos hecho algo mal, o sea una forma de castigo por una vida que, en el fondo, carece totalmente de sentido. Se tiene envidia del que, lejos de ser feliz, resulta que es, simplemente, tranquilo. No se le comprende y se repite la pregunta una y otra vez, como un eco en el precipicio de nuestra alma: ¿Por qué? ¿Qué ha hecho ese para tener un espíritu tranquilo, casi feliz, mientras yo he sufrido lo indecible, me he arrastrado por el barro de la peor desgracia y soy incapaz de salir?

Todo se agrava aún más cuando la causa de la desgracia fue un motivo noble. Incluso se llega a desear que ese hijo que se ha perdido fuera peor persona, que no hubiese aprendido a tener un corazón grande y un alma acogedora. ¿Quién tiene la culpa? ¿Por qué buscamos siempre a alguien que cargue con la culpa? ¿Por qué? ¿Eso nos hará sentir mejor o anidaremos nuevos motivos para rabias recién acuñadas? Dos langostas en la misma jaula acabarán devorándose porque tienen un sentido de la vida opuesto. Es inevitable. Están en el dormitorio.

Impresionante película del director y actor Todd Field, que extrae dos interpretaciones inmensas a Tom Wilkinson y a Sissy Spacek, depositarios de un dolor inexpresable emanado de la pérdida de un hijo asesinado. El destino parece ir en contra de los dos y, sin embargo, el enfrentamiento entre ellos también parece algo inevitable. Es una película dura, que apela directamente a los sentimientos más guardados porque el dolor, lo he dicho siempre, es algo muy íntimo. Nadie lo vive igual. Nadie lo merece igual. Nadie lo muere igual.

jueves, 8 de mayo de 2025

THUNDERBOLTS (2025), de Jake Schreier

 

Los héroes suelen estar solos. No importa que se hayan saboreado las mieles del éxito y se agasajen sus proezas. Siempre es algo momentáneo, sin poso, sin destino, sin mañana. Llegará un instante que, al estar a solas consigo mismos, se dan cuenta de que no tienen a nadie y que ese éxito que alcanzaron es adictivo, fugaz y traidor. Miran hacia dentro y, en muchas ocasiones, no les gusta lo que ven. Necesitan hacer algo rápido, algo que satisfaga esa ansia por ser queridos porque el cariño es lo único que puede calmar sus problemas. Puede que la solución se halle en juntarse con otros perdedores, tan solitarios como ellos, para encontrar un cruce de miradas que les consuele de un destino que les ha dado todo para luego quitárselo.

Ya no estamos ante los Vengadores, capitaneados por Tony Stark y dirigidos por Nick Furia. Ahora son unos pobres diablos que han trabajado en la clandestinidad creyendo que hacían el bien cuando, en realidad, estaban sirviendo intereses políticos de muy baja estofa que se han utilizado para el aprovechamiento personal del aventajado o aventajada de turno. Habrá un elemento extraño que se ha salvado de la quema y que no saben muy bien cómo aceptar porque tampoco tienen mucha idea de qué es lo que es capaz de hacer. En realidad, ser un super-héroe no trae más que problemas, por mucho que lo que se intente sea precisamente lo contrario. Curar de problemas a la Humanidad. Mucho cuidado con ellos.

Hay que reconocer que, durante dos tercios del metraje, la película llega a ser bastante interesante, aunque de esta versión de saldo de los Vengadores sea El Soldado de Invierno el que tiene más carisma de largo y es, casi, al que menos cancha le dan. Prácticamente todo está visto bajo el prisma de la nueva Viuda Negra, confiando en las habilidades interpretativas de Florence Pugh, despreciando la posibilidad de darle el respiro cómico a David Harbour con su papel de ridículo capitán soviético en ruinas, sin desarrollar en absoluto a la pobre Fantasma y dejando al nuevo Capitán América de segunda mano sin más armas que la de su escudo doblado y su carácter de veleta. Sin embargo, con el público en el bolsillo, la historia se confía demasiado y el último tercio decae sin remedio. No hay grandes enfrentamientos, ni grandes batallas, ni una lucha a muerte…no, sólo las visitas a unas cuantas habitaciones mentales que evidencian que aquí no hay ninguno que tenga las neuronas en su sitio. Digamos que Thunderbolts está por encima de los últimos intentos de Marvel, pero que dista bastante de estar entre las mejores.

De lo que se trata primordialmente es de recuperar el espíritu de los Vengadores (en algún momento hasta se puede escuchar el tema principal de la música de sus películas, debido a Michael Giacchino) y plantear la posibilidad de que hay personajes con recorrido suficiente como para creerse un renacimiento de estos justicieros que están por encima del bien y del mal aunque tengan ciertos retorcimientos mentales que hacen que no distingan una cosa de la otra. Mientras tanto, sí, se pasa un buen rato debido a que la película es larga, y que se llega a algún que otro momento de disfrute sin llegar a ese espectáculo de acción continua sin descanso y sin sentido que hemos podido ver en anteriores entregas del universo Marvel. Al menos, se puede decir sin ruborizarse demasiado, que aquí se intenta hacer algo de cine, sin llegar una espectacularidad de cebo que hace que el argumento importe menos que el edificio Stark que, por cierto, debe ser la construcción más maltratada del universo a secas. Pónganse cómodos. Y a ver si alguno de ustedes aprende a volar con ellos.

miércoles, 7 de mayo de 2025

BUENAS NOCHES, MADRE (1986), de Tom Moore

 

Una noche, aparentemente tranquila, oscura, silenciosa, fría. Tu hija se sienta a tu lado y, sin ninguna acritud, sin ningún rencor o rabia aparentes, te dice que se suicidará aquella noche. Al principio, por supuesto, te lo tomas a broma. No puede ser. Sin embargo, es muy en serio. Ella ya no estará a la mañana siguiente. Comienza una conversación que durará hasta altas horas. Lo primero, las culpas. Un padre o una madre siempre empiezan por ahí. ¿Dónde están las culpas? Los padres siempre se la echan a sí mismos. Algo hicieron mal, en algún momento. No se te dio lo que debía, se te dio demasiado, fueron severos, fueron demasiado transigentes, te mimaron, te lo quitaron, dijeron algo que creyeron que no tenía importancia y quedó grabado en aquel sitio donde el corazón nunca borra las palabras. La vida adulta. El matrimonio. El fracaso. La culpa es de él. Te engañó con aquella. Te dejó porque no te aguantaba. Te puso en el disparadero. Te obligó a elegir. Decidió salir por la puerta de atrás dejándote con la siempre amarga sensación de la decepción. Los sueños no realizados. No hay rencores, salvo aquellos que da la vida y que son inevitables. No me avisaste de eso. No me avisaste de aquello. Esperaba esta reacción y tuviste esta otra. Tonterías. Todo eso son tonterías. No me hagas creer que te vas a quitar la vida porque un día te dije lo que no esperabas. No me hagas creer que te vas a quitar la vida por mucho que hayamos estado separadas. No me hagas creer que a la mañana siguiente ya no estarás a mi lado. Quizá sea eso. No quieres estar ni a mi lado, ni al lado de ningún otro porque sientes que no has sido capaz de hacer feliz a nadie y crees que tu existencia es inútil, fea, prescindible, fútil. No te vayas. No te quedes. Buenas noches, madre.

Y la desolación se va apoderando de ti, porque asistes a esta conversación privada y te das cuenta de que has cometido los mismos errores en las mismas épocas. Has dejado que tu corazón se llenase de juicios que deberías haber evitado. Has permitido que su corazón sea presa de la desesperación. Maldita sea. No es el modo de afrontar las cosas. Es una evasión definitiva, pero las verdaderas mujeres se ponen de frente, miran a los ojos al contrario y no dejan de embestir. Lágrimas. Despedidas. No puede ser. No puede ser. Ahora no. Ahora nunca.

Sin dejar de lado la importantísima procedencia teatral de esta pieza de cine de cámara, Anne Bancroft y Sissy Spacek ofrecen un recital extraordinario de interpretación en la carne de madre e hija que mantienen una última conversación antes de que caiga el telón final. Estrenada en el Teatro Reina Victoria de Madrid con Mari Carrillo y Concha Velasco, el gran acierto de esta película se halla en que es capaz de trasladar al espectador la angustia de ambos personajes porque comprendes sus reacciones. Están totalmente introducidas en los márgenes de la lógica y deseas que todo se aclare, que todo haya sido una mala idea y que el nuevo día traiga todo lo necesario para que estas dos valientes mujeres abran los ojos y vean que siempre hay que vivir. Más allá de todo. De todos los errores. De todas las peleas. De todos los miedos, a veces insuperables. Pierdan el miedo y vayan al teatro viendo esta película. Es puro estremecimiento.

martes, 6 de mayo de 2025

CORRIENTES OCULTAS (1946), de Vincente Minnelli

 

El tiempo pasa y es posible que no haya muchas más oportunidades para poder formar un hogar. Ann lo sabe y es consciente de que no se ha hecho atractiva para los hombres. Todavía hay algún socio de su padre que sueña con una alianza industrial a la vez que consigue algo de compañía, pero ella prefiere la soltería a un matrimonio porque sí. Y aparece Alan. Parece perfecto. Es rico. Es próspero. Tiene atractivo. Parece encantador. Una cosa lleva a la otra y el altar espera. Sí, Alan puede ser una bonita solución para un problema que parecía imposible. Sin embargo, las cosas no parecen estar en su sitio. Alan viene de combatir en la guerra. Y algo marcha mal en su interior. Parece que le acosan pensamientos  tenebrosos que ensombrecen su mirada y manchan su actitud. Esto es nuevo para Ann. Y más aún cuando empieza a indagar y se da cuenta de que la empresa que Alan dirige no la ha conseguido con métodos demasiado éticos. De repente, su marido se ha vuelto un extraño. Queda ya lejos ese hombre de encantadora mirada que la encandilaba con apenas un gesto. Su personalidad es oscura, con demasiados dobleces, con rincones muy secretos en los que es muy difícil penetrar. Todo se complica con un tercer personaje. El hermano de Alan. Aparece y, a pesar de su aspecto duro e imponente, es extremadamente sensible. Todas las corrientes ocultas de las personalidades de los tres protagonistas salen a la superficie y ya no es fácil distinguir lo que es auténtico de lo que no lo es. ¿Dónde está el amor que la iba a salvar de la empedernida y odiosa soltería? ¿Dónde se hallan los hombres de verdad que maduran, trabajan por sus mujeres, crean hogares, asumen responsabilidades y las afrentan sin dar un paso atrás? ¿Dónde?

Resulta curiosa esta película del director Vincente Minnelli, en la que pone a prueba sus habilidades dramáticas en un vehículo que se creía al servicio de Katharine Hepburn en su papel de Anne y, con muy buen criterio, gira hacia la neurótica personalidad de Robert Taylor como Alan. El hermano, interpretado por Robert Mitchum, puede hacer pensar que, en realidad, tendrían que haberse intercambiado los papeles, pero no. Aquí, Mitchum ofrece el retrato de un hombre sensible, herido, que tiene que arreglar todo lo que ha dejado atrás por culpa de la guerra y se encuentra con su hermano, cegado por la ambición y por un matrimonio sorpresivo con una solterona del medio Oeste que no pega ni con cola de avión en los ambientes de alta sociedad en los que se mueve la familia empresarial. Todo ello, a pesar de no ser una de las películas más conocidas de Minnelli o de Hepburn, da como resultado una tensa trama de psicopatías no resueltas, de miradas aviesas en busca del escape para tantos nervios acumulados, de cine psicológico con sentido que recuerda lejanamente a Luz que agoniza, de George Cukor, pero que actualiza con sentido la historia y ofrece algo diferente. Es lo que pasa cuando las corrientes ocultas emergen con fuerza en vidas aparentemente anodinas. Nunca sabes lo que puede ocurrir.