Detrás
de una fobia arrastrada durante años, suele haber una serie de miedos
acumulados en los años más críticos de la infancia o de la juventud. Un
profesional de éxito, un arquitecto de clara vocación vanguardista, padece una
agorafobia alienante. Es incapaz de dar más de tres pasos en un espacio
abierto. Un buen día, se escapa el perro, quizá harto de las propias manías de
su amo que nunca le acompaña a ese festín de olores y carreras que los cánidos
se otorgan cada vez que salen por la puerta. El perro es atropellado. El
responsable, adiestrador de sabuesos de presa, se ofrece a compensarle
ensayando con él los mismos métodos que utiliza con sus clientes amaestrados.
Así, de alguna manera, podrá controlar sus miedos.
No, no he contado nada.
Sólo he puesto el collar. La correa ya se la ponen ustedes. Todo esto es el
inicio de una relación tóxica que se va emponzoñando con algo de precipitación
en algún momento, pero que se yergue como una propuesta de cierto interés por
parte del director Juan Albarracín. Para ello, cuenta con actores de sobrada
competencia que se refugian en las miradas inseguras y huidizas de Javier
Pereira y en la penetrante y ambigua de Fernando Cayo. Eva Llorach pone la
tercera visión con un papel menos agradecido. El resultado es una especie de
versión campestre de aquella El sirviente,
de Joseph Losey, con Dirk Bogarde impartiendo un par de lecciones de
interpretación e invadiendo el espacio vital de James Fox.
Con todos estos
mimbres, El instinto es una película
que empieza con ánimo y cierta originalidad y que acaba por aprobar con algo de
estrechez porque, sin darlas de listo, el desarrollo de esa enfermiza relación
que se establece entre adiestrador y adiestrado debería ser algo más lento y bastante
más sugerente. Quizá, con ese matiz, la historia de dominación y humillación
estaría generosamente sazonada de más terror y menos violencia algo
desquiciada. No obstante, se deja ver, se deja crear esa sensación de que las
cosas van a terminar mal por mucho que la naturalidad del principio parece ser
el santo y seña de los personajes. Nadie es lo que parece. Nadie parece lo que
es.
Así que esos mareos, esa ansiedad, esa arritmia, esa respiración agitada que se experimenta cuando se sufre una fobia incontrolada, debe ser contenida, porque, al fin y al cabo, somos seres humanos y no perros. El entrenamiento que es válido para esos fieles amigos no vale para las personas. Ninguno de nosotros va a saltar como un caballo por mucho que se nos entrene para ello. Puede que el entrenamiento que más nos falte sea el de ser humano, ser empático, comprender los problemas de los demás y dar el paso de valentía cuando sea necesario. No todo el mundo sabe hacerlo porque, en muchas ocasiones, es más cómodo refugiarse en las debilidades cuando todos y cada uno de nosotros atesoramos fortalezas que rara vez sabemos demostrar. Mientras tanto, todo es una cuestión mental y no olvidemos que el cerebro también es un animal que debemos apaciguar y controlar. Piensen un poco. Olviden el nerviosismo al que nos condena la vida moderna. Traten de superar aquello que les marcó porque esa será la raíz de cualquier otro problema. Y si no pueden, no traten de obviar a los que más les quieren. Son los mejores psicólogos. Siempre y cuando esa amistad o ese cariño no sean tóxicos. No hay nada mejor que la mirada comprensiva de alguien que les conoce de verdad. Si no tenemos a nadie, puede que acabemos ladrando e hiriendo a todo el que se acerque como si fuéramos perros de caza. No hagan demasiado caso del instinto y entréguense a la razón. Es la mejor arma contra la soledad.
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