viernes, 20 de junio de 2025

EMPIECEN LA REVOLUCIÓN SIN MÍ (1970), de Bud Yorkin

 

Intercambiar a unos gemelos con otros, de tal manera que se quedan en dos parejas tan parecidas como un huevo a una castaña es bastante inusual. Si además esos chicos, unos aristócratas y otros pobres como las ratas, tienen que moverse entre las turbulencias propias de la Revolución Francesa, entonces el lío está asegurado porque, ya se sabe. Los ricos quieren ver cómo viven los pobres y los pobres quieren probar la vida de los ricos. Al fondo, parece que se dibuja vagamente algo similar a Los hermanos corsos o a Historia de dos ciudades, sólo que con cierto sentido del humor. Los protagonistas, por partida doble, son Donald Sutherland y Gene Wilder. Y tienen que pasar por gemelos al cuadrado. Y la historia, atención, aparece narrada en una serie de retornos a la actualidad por Orson Welles. Esto, además de un montón de pelucas y de botones dorados, también es de locos.

El villano, por otra parte, es extraño como un plátano en un ajedrez. Es un apasionado de las metáforas y, además, se consume mientras intriga y conspira. Por su parte, Gene Wilder, en la piel del gemelo aristócrata, se esboza como un tipo que se cree superior al que le gustan, de alguna manera, los modos salvajes. Le gusta ser impredecible y decir cosas para escandalizar, pero él no se ríe con ellas. Por otro lado, Donald Sutherland, como su hermano de la misma clase, tiene un aire noble, como si la aristocracia encajara perfectamente con su personalidad. El vestuario, por supuesto, es puro gozo para los sentidos y el absurdo, lo es para la inteligencia.

-. Algún día yo seré rey…

-. Y yo la reina…

Y con esos diálogos extraordinarios y la colaboración de dos actores que saben ser graciosos y dominan el tiempo que exige la comedia, Bud Yorkin articuló una estupenda comedia, algo desenfrenada, sobre la incrustación de personalidades en ambientes ajenos. Quizá es que el aristócrata nace…y al pobre, le hacen. Y eso se destila durante toda la película, llena de giros verbales, de situaciones delirantes y que acaba por asumir su condición de fábula o divertimento que, incomprensiblemente, ha caído lastimosamente en el olvido. Huelga decir que, sin dudarlo ni un segundo, la parodia hacia las películas ambientadas en la Revolución es evidente. Y el asunto funciona admirablemente bien. Incluso cuando el absurdo se monta sobre sí mismo y ya no puede ir más allá.

Entretenimiento asegurado y de altura que necesita de alguna que otra dosis de paciencia, Empiecen la revolución sin mí, resulta divertida, fresca, en el borde mismo del exceso sin caer en él, con la delicia del dúo Wilder-Sutherland haciendo de las suyas y con manga ancha para mostrar todas sus cualidades. No es para niños. Ya saben, estos aristócratas eran muy pícaros, aparte de sus juegos de palabras, dobles y triples sentidos y es como si Fellini, de repente, hubiera dejado de ser trascendente y comenzara a ser realmente gracioso. Dejen que la revolución de las risas entre en sus entendimientos. No lo lamentarán. Lo más que podrá pasar es que pierdan un poco la cabeza.

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