Es difícil definir el
carácter de Tom Ripley. Es una de esas personas que ofrece dos caras con la
excusa de su propia conveniencia. Por un lado, está el Ripley sin escrúpulos,
que no duda en vender a quien sea, como sea y de la forma que sea. Es capaz de
cometer las mayores maldades con esa habilidad escurridiza que posee. Por otro
lado, está el Ripley que parece muy amigo de sus amigos, ese que parece que
destila cariño por el otro, a pesar de que le ha metido en los mayores apuros
que se puedan imaginar. Ambas facetas, juntas, conforman a un tipo malvado
conquistador, a un hombre que vendería a su madre y, al mismo tiempo, no
dudaría en echar una lágrima cuando los repartidores vienen a llevársela.
En este caso, Ripley
está metido en negocios poco claros de arte. Conoce a un enmarcador, un tipo
que parece buena persona, que entiende de cuadros y de música y que,
desgraciadamente, parece que está enfermo. No te preocupes, amigo. Si me haces
un favor, te garantizo que tendrás al mejor médico para que confirme o deniegue
el diagnóstico de leucemia y ganarás el suficiente dinero para que tu familia
no pase apuros cuando tú no estés. Es así de sencillo. Por un lado, la
tiniebla. Por el otro, la esperanza. Lo único que se omite es el favor. Y ése
no es otro que convertirse en un asesino y matar a un objetivo.
En esta ocasión, tras
las cámaras está Wim Wenders, que opta por el universo de Edward Hopper para
retratar las andanzas de Tom Ripley junto al incauto fabricante de marcos para
cuadros, Jonathan. De alguna manera, Wenders fusiona el fondo con la forma para
darnos, una vez más, la impresión de que hay algo agradable en el mundo
mientras que, al mismo tiempo, huele a muerto. Dennis Hopper interpreta a Tom
Ripley y da con un personaje que resulta, de algún modo, rechazable. Y no me
arriesgo demasiado si digo que consigue una de las mejores interpretaciones de
su carrera. El desventurado pececillo que se adentra en el proceloso mar de la
baja delincuencia es Bruno Ganz, que hace que parezca fácil el deseo de morir
en libertad. Mientras tanto, Europa es un escenario que, a cada momento, parece
estrecharse en pos de estos dos hombres que mezclan la sangre con la amistad
con cierta soltura. Para ello, Wenders no duda en convencer a una serie de amigos
directores para que interpreten papeles secundarios, destacando por encima de
todos ellos Nicholas Ray y Samuel Fuller. Eso sí, todos esos directores
interpretan el papel de malvados. Por algo será.
Así que no se fíen de aquel que viene con buenas palabras y estupenda disposición. Seguro que, al final de la palabrería, hay una petición. Deslizada como si nada, como si fuera parte de la última oración cuando, en realidad, es la razón de toda la charla. Hay que tener cuidado con las conclusiones. A menudo, son más decepcionantes que todo el resto del relato. Cojan el coche y huyan. De otro modo, la sombra de un personaje como Tom Ripley les perseguirá para siempre.
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