La huelga, de Sergei Mihailovich Eisenstein es una de esas obras de arte imperecederas, rodada en los tiempos añejos del cine mudo, que ha servido de base a otras muchas que vinieron después. En ella, Eisenstein comenzó a aplicar sus principios teóricos sobre el montaje (técnica fundamental del cine clásico y moderno) antes de llegar al cortante paroxismo de El acorazado Potemkin, su obra más nombrada en una carrera que nunca tuvo un valle sino sólo altas cimas de técnica y pasión.
Partiendo del hallazgo de la acción paralela, debido a David Wark Griffith, que supuso para el séptimo arte un avance narrativo sin comparación hasta la entrada en escena de Eisenstein, La huelga es el primer largometraje del cineasta ruso que, primero, fue adoptado como altavoz cinematográfico de la revolución rusa para, después, ser repudiado y acabar sus días en la más completa de las ruinas. En ella, Eisenstein demuestra que el montaje se puede realizar de forma completamente distinta a la del maestro norteamericano haciendo que la relación entre dos planos pueda ser metafórica y sin seguir una narración lineal difuminando la frontera de unos acontecimientos exteriores que son reproducidos como elementos contrarios. El resultado de toda esta jerga cinematográfica es que, lejos de perder el sentido, Eisenstein conseguía multiplicar a escala geométrica las sensaciones del espectador frente a los hechos que nos está narrando.
Así, frente al cine tradicional que se hizo hasta 1925, que se basaba en los personajes, Eisenstein propone, en esta ocasión, una historia colectiva (qué otra cosa puede ser si no una huelga), sin protagonistas individuales sino haciendo que la masa, el conjunto de las individualidades sea la auténtica estrella dentro de un estilo que rondaba peligrosamente las maneras del documental. Su narración nunca está supeditada a las normas clásicas de continuidad como en esa secuencia, magistral en su concepción, en que la policía zarista reprime la huelga de forma violenta y Eisenstein alterna los planos de esa crueldad desatada con imágenes de reses sacrificadas en el matadero…Una metáfora que se implica en la propia continuidad de la historia…
Es evidente que La huelga no deja de ser una pieza realizada con afanes propagandísticos pero tampoco cabe ninguna duda de que, dentro de sus fines, hay una maestría absoluta en el manejo de las tijeras, en la prolongación de la emoción y en la ampliación de sentimientos que hace que seamos también parte de una historia colectiva, de un movimiento contra la injusticia, de un grito de desesperación pergeñado con las cuerdas vocales de la pura valentía. El resultado es una obra maestra de sentido visual pocas veces igualado en el cine en la que vemos cómo los cuerpos corren, saltan, se mueven, caen, luchan, escalan. Y los héroes son aquellos que día a día, a través de una vida de rutina y opresión, siguen queriendo el miserable sueldo que les provee de una taza de caldo caliente y un mendrugo de pan.
Hay que tener mucho corazón, además de muchas ganas de hacer propaganda, para realizar una obra que estuvo durante mucho tiempo en la vanguardia estética y que, al mismo tiempo, removiera nuestros corazones, pues en algún lugar de los latidos que hacen que sigamos viviendo, sigue trabajando nuestra alma subyugada. Sí. Todo eso está en la película. Y es que Eisenstein quiere decir montaje.
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