A muchos ya nos impresionó en su día no sólo la técnica que destiló Alfred Hitchcock en La soga, sino también el crimen perpetrado a sangre fría por parte de dos jóvenes que quieren demostrar su superioridad sobre el resto de su entorno. El móvil de los protagonistas de la extraordinaria Impulso criminal, de Richard Fleischer es el mismo: demostrar que los seres inferiores no merecen vivir y que ninguno va a descubrir el crimen perfecto que han realizado. Además de la clarísima relación homosexual que se percibe en ambas historias, en esta ocasión se nos describe a los estudiantes de universidad que deciden comprobar los motivos del resto de la humanidad a través de la comisión de un asesinato terrible como niños mimados en exceso, procedentes de familia rica. Uno de ellos es un psicópata redomado, que disfruta dejando en ridículo a todos los demás, que llega casi al frenesí sexual actuando como la voz dominante en esa pareja. El otro, es un chico de una inteligencia privilegiada, de frialdad casi exquisita salvo cuando pierde los nervios precisamente al darse cuenta de que su sexualidad es una barrera infranqueable. Juntos creen que son poseedores de una amistad imposible de romper pero son copas de cristal en mesas de traición. Son procesados y se llama a un abogado criminalista, definido como “comunista y ateo”, encarnado con magistral perfección por Orson Welles (en un papel de potencia excepcional que pasa por ser una aparición secundaria en la película pero al mismo nivel de la que realiza en El tercer hombre, de Carol Reed), no para evitar la segura condena, sino para sortear el camino del patíbulo. Ningún crimen, por execrable y estúpido que sea, merece el mismo pago por parte del Estado…Tal vez porque la justicia tiene que ser divina…
Impulso criminal es una de esas joyas desconocidas para el gran público que merece un buen puñado de revisiones desde un crisol de ópticas diversas. Además del gran trabajo de Welles, merece destacarse el de los dos estudiantes encarnados por Bradford Dillman y Dean Stockwell, que dotan a sus personajes de una malignidad refinada, de un enrevesamiento moral de difícil comprensión para “mentes inferiores” como las nuestras y de un desprecio continuo hacia unas normas sociales en las que se han empeñado en educarles y que para ellos no son más que reglas hechas para ser pisoteadas.
La dirección de Fleischer, por otro lado, es medida, perfecta, continua, un prodigio de mecanismo cronometrado que delata a un gran profesional que no deja de sorprendernos con ese juego de espejos infinitos con el que nos deleitó durante gran parte de su carrera culminando con la también excelente El estrangulador de Boston.
Y es que no caben muchas palabras de optimismo en un mundo que cría bestias cuando la soga sale a la calle para demostrar su existencia.
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