miércoles, 18 de enero de 2017

LÍO EN RÍO (1984), de Stanley Donen

Ya se sabe que no es lo mismo decir que se ha encontrado un paraíso virgen que una virgen en el paraíso. Eso es algo que cualquier hombre de mediana edad, de razonable éxito en los negocios y de vida algo aburrida, puede entender sin ningún problema. El ambiente influye mucho y hay que tapar muchas vergüenzas con la útil arena de la playa. Enamorarse de una jovencita ya es otro cantar. Más que nada porque no es lo que se espera de un hombre que presume de matrimonio estable y de no arriesgar mucho más allá de lo necesario. La cosa se complica con una vuelta de tuerca más y es que la jovencita en cuestión es hija de su mejor amigo, también de vacaciones por las latitudes tropicales. No están demasiado acostumbrados los que viven entre trajes caros, seriedad infinita y papeles de despacho, a caminar por la playa de Copacabana y admirar a un montón de jovencitas enseñando sus encantos para cualquier cincuentón que se atreva a bajar un poco los ojos. El agua es azul, como los ojos de ella. El espejismo es una puesta de sol, como su cabello y la cana al aire es plateada como la noche carioca.
Y así, tendremos un buen puñado de equívocos en entorno exótico y, en el fondo, todos quieren lo que quieren. Las alarmas saltan y la moral que vale para unos, no vale para los demás. Y más aún cuando hay menores de por medio. Por mucho que esas menores sean para todo unas mujeres de cuidado. La inocencia se ha perdido y es muy difícil que se llegue a encontrar entre los pliegues de la arena de la blanca playa. En el fondo, ser débil, en sí mismo, es una debilidad. Y la carne es débil, el deseo es débil, los lazos son débiles…y ese maldito sitio que parece el Edén no hace más que aumentar la debilidad. Y nadie lo comprende, caramba. Con lo bonito que es llegar a un lugar en el que te sientes nuevo por dentro y por fuera y perderse en la noche de la última oportunidad sin más preocupación que saber dónde dejas los calzoncillos. Pero no, no, la chica tiene que ser ella, el amigo tiene que ser él, la amiga tiene que ser su hija y no hay más lío porque no hay caipiriñas cerca con limones recién cortados. Esto no va a haber quien lo resuelva y, si se resuelve, alguien va a ser considerado un viejo verde.

Último trabajo en el cine de Stanley Donen, desenfadado y con mucha elegancia, con un Michael Caine espléndido que se desenvuelve como pez en el agua en la comedia sexual de unas cuantas noches de verano acompañado por un levemente histriónico Joseph Bologna y por una juvenil y entonces aún desconocida Demi Moore. La película fue un fiasco en su estreno porque todo el mundo la consideró como un divertimiento para hombres maduros y frustrados que buscaban una última esperanza. Vista hoy, y a pesar de que hay elementos que remiten directamente a los insípidos ochenta, sigue siendo una comedia fresca, de sonrisas y carcajadas, con clase, que hurga en las cerraduras sin llegar en ningún momento a ser soez y que, en realidad, pone en el punto de mira a la ratonera de la segunda edad abocada al fracaso sin ambages. Mientras la vemos, parece que Donen es tan magistral que podemos sentir el frescor de la arena de la playa, al calor del fuego de unas cuantas lujurias encerradas. Y vemos, una vez más, cuánto sabía sobre el declive un director de leyenda que supo hacer broma hasta del cansancio de los cincuenta. 

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