jueves, 6 de abril de 2017

GHOST IN THE SHELL (2017), de Rupert Sanders

Cuando la tecnología comienza a formar parte del espíritu humano, la frontera entre el progreso y la conveniencia se difumina peligrosamente. Hombres y mujeres que suplantan sus organismos defectuosos por réplicas cibernéticas, que son utilizados como cobayas para experimentos de dudosa moral, que tratan de evolucionar fusionándose con un mecanismo artificial que sustituye su carne y su aspecto hasta la perfección…todo no es más que una degeneración moral de alcance desconocido que crea una civilización basada en el aparato y en el código, dando lugar a frías máquinas que, poco a poco, van perdiendo el alma y los recuerdos.
Y el alma y los recuerdos son los dos elementos que conforman lo que realmente somos. Sin ellos, nuestro paso por la vida resulta inútil, intrascendente, inocuo, vacío. Y probablemente será lo último que intenten arrebatarnos aunque no dudarán en hacerlo. Es mucho más fácil controlar a unas cuantas máquinas antes que a unos cuantos seres humanos. Basta con dar una orden para que esos engendros mecánicos se pongan en marcha y ejecuten todas las instrucciones. Sin embargo, el ser humano tiene una pequeña capacidad para la rebelión. Y eso jamás se podrá permitir en la perfecta sociedad del futuro, tan llena de propaganda tridimensional, tan repleta de avances en el transporte, las comunicaciones y la convivencia. Si acaso no llega a ser así, nos lo harán creer.
Con parches extraídos de Desafío total, Blade Runner, El ataque de los clones y Matrix se pone en pie esta hiperpixelada producción de recorrido dramático limitado. Ahí estarán para la posteridad, imágenes a cámara lenta hasta en el postre, un combate final bastante decepcionante, un argumento cogido con pinzas y una Scarlett Johansson que se pasea arriba y abajo con garbo impersonal y eterna búsqueda de su propio yo, abriéndose las carnes con desparpajo y sometiéndose a múltiples reparaciones. Y no hay mucho más que contar porque la película lo fía todo a lo visual y la historia se diluye, así como los personajes, entre tanto ordenador y tanto gráfico que enseguida uno comienza a removerse inquieto en la butaca. No faltará quien le parezca una adaptación maravillosa del ínclito cómic japonés en clave más suave pero se narra poco, se disfruta menos y se queda en la memoria el tiempo justo como para recordar que no hay que acordarse mucho de ella. Una película inútil.
Y es que, en el fondo, aunque la tecnología sea mucho más manejable que el elemento humano siempre hay una moraleja para incautos y es que el hombre (o la mujer) resulta mucho más implacable que cualquier organismo artificial. Si el objetivo es matar, no hay que dudarlo. La máquina se atendrá a un programa y el ser humano estará sujeto a variables imprevisibles que pueden condicionar el resultado. Una de esas variables será la venganza. Un concepto importante dentro de la programación humana porque es motor, impulso, ejecución y consecuencia. Y las máquinas no saben lo que es eso. Llegado el futuro, es posible que la cibernética vaya ocupando un lugar preponderante respecto a sus relaciones con la Humanidad y todos quedemos relegados, con nuestra alma, nuestros recuerdos y nuestros sentimientos, a un segundo plano. Eso solo pasará si lo permitimos y si nos olvidamos de nuestra propia condición. Algo que, por otra parte, es lo más maravilloso que guardamos en nuestra naturaleza de animales racionales.

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