viernes, 7 de abril de 2017

UN AMERICANO EN PARÍS (1951), de Vincente Minnelli

Como ya las visitas bajan y todo el mundo piensa en el descanso, vamos a cerrar el blog hasta el martes, 18 de abril. Mientras tanto, estéis donde estéis, intentad que vuestra vida sea cine.

Impresionismo: Movimiento esencialmente pictórico que nació en Francia en la segunda mitad del S. XIX, al margen del arte oficial imperante.
Y a partir de aquí, uno se pregunta… ¿puede un bailarín introducirse en esos cuadros que siempre parecen moverse en sí mismos? ¿Puede compartir la enorme pasión de su baile con una rosa en la mano con la entrada del Parque Saint Claude inmortalizada por Dufy? ¿Puede obrar el milagro de convertir La conversación, de Auguste Renoir en una danza delicada entre las flores con el imposible doblar de una espalda adorable? ¿Es posible que la Calle de París, de Utrillo sea el escenario donde unos camaradas de armas celebren su encuentro y se introduzcan en una tienda de ropa para parecer unos nativos más? ¿Se obrará el milagro de que Le Chocolat bailando en un bar americano, de Toulouse-Lautrec, se torne un imposible dueto con jazz de fondo? ¿O que la fuente de agua falsa y vaporosa donde el protagonista se rinde con su amor haya sido previamente imaginada por Dufy en su cerámica pintada? Y todas las respuestas son sí porque el amor flota sobre París con una nube de música de Gershwin y una coreografía de Kelly, con un ojo de Minnelli y un Concierto en Fa para piano y orquesta donde todos los miembros de la orquesta son la misma persona. Y en la ensoñación, en el fondo de unos corazones donde se hallan el júbilo del momento y el gozo para la vista también se encuentra al recuerdo llamando insistentemente a la puerta del presente, creyendo que esa melodía era irrepetible, que tenía más sentimiento que cualquier palabra que se puede decir, oír y pensar. Quizá es porque Un americano en París es algo eterno y no debe morir nunca en todos aquellos que nos acercamos a bailar en alas del deseo, de la felicidad y de la plenitud de una obra de arte que, de repente, cobraba movimiento.

Somos lo que pasa en imágenes por nuestras mentes y ahí es donde cabe el mundo sin fronteras. Traspasar la línea de lo estático se vuelve pintura filmada con una rosa como pasión y un falso París de calles pintadas, asfaltos inmaculados y sueños de artista. El parque se vuelve pista de baile y la cadencia del blues se hace notar en el corazón porque los latidos comienzan a marcar el compás. La trompeta quejumbrosa expande su hechizo y el amor nace y, cada vez que volvemos a esta película, vuelve a nacer de nuevo. Y lo mejor de todo es que ese París no existe, solo está en nuestra memoria sensitiva que recuerda los momentos que se quedan suspendidos en nuestro tiempo y en nuestra vida. Después de esta película… ¿quién puede hacer caso a la definición de una enciclopedia? Todo ese concepto está rodeado de matices que otorgan color y calor a un día de primavera, a una noche de verano, a un amor que llegó para quedarse, a algo maravilloso, a una melodía de Strauss, a la certeza de poseer un ritmo. Todo se ha juntado para hacer que, por una vez, la pintura se mueva, baile, nos muestre y se ría. Quizá el tiempo pase… pero nunca podrá superar aquellas imágenes y aquella música, nunca podrá vencer la fuerza del recuerdo de un impresionismo que se esforzó por estar al margen del arte oficial. Así es como nacen las grandes películas. 

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