miércoles, 5 de julio de 2017

ZULÚ (1964), de Cy Endfield

Las colinas de Sudáfrica son gigantes que parecen abalanzarse sobre las marciales visiones de un grupo de soldados. Con sus brillantes casacas rojas, deberán demostrar hasta dónde llega su valor y allí, en ese fortín perdido en medio de la llanura, muchos de ellos perderán su vida ante hordas inacabables de guerreros zulúes. Guerreros que intentan intimidar con sus cánticos de heroísmo y de bravura a unos pocos soldados que parecen condenados de antemano. Dentro de la iglesia, se habilitará una enfermería y bajo las órdenes del Teniente Chard, los heridos tendrán que seguir combatiendo. No queda otra solución. Hasta el punto en que lo único que importará no será la propia vida sino la del compañero. Y ahí, en ese momento, es donde nace el heroísmo. Los sacos de arena que sirven como parapeto recibirán tantas heridas como lágrimas. El agotamiento jugará un papel decisivo en la defensa que, paulatinamente, se va convirtiendo en una resistencia total. Ellos no van a morir. A pesar de que el adversario es muy superior en número y siempre tendrán carne para sacrificar, esos soldados no se van a dar por vencidos. Ya ni siquiera importa si tienen razón o no. Solo la vida es el bien supremo y, por ella, si es necesario, hay que sacrificarla.
El Teniente Broomhead manda las líneas de vanguardia, las primeras que hacen frente al asalto del enemigo. Es ligeramente arrogante e, incluso, hay un leve intento de hacerse con el mando cuando la llanura sudafricana es una gigantesca ratonera. Sin embargo, tiene valor a raudales y sabe mantener el mando. Y llega al convencimiento de que el hombre adecuado para mandar a la tropa es el Teniente Chard y no él. La guerra hace hombres, quita galones, coloca las condecoraciones, hace brillar los sables y engrasa las armas. Tanto es así que hasta los gañanes sin escrúpulos se unirán a la hazaña sin pensárselo dos veces, con el empuje casi como única arma mientras los baluartes van cayendo ante las oleadas de guerreros que quieren echar al invasor a cualquier precio. Hasta que una danza guerrera saluda a los valientes. Y las risas desbocadas se disparan porque nunca un baile significó tanta vida.

Cy Endfield, un director americano represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas que emigró al Reino Unido, se obsesionó con esta historia de heroísmo al límite que solo tendría fin cuando describió, precisamente, el otro lado del ejército colonial británico en el guión de Amanecer Zulú, dirigida por Douglas Hickox casi veinte años después. Y contó con un reparto de sólidos actores ingleses que incluía a un jovencísimo Michael Caine en su primer papel importante para el cine incorporando al Teniente Broomhead dando uno de sus pasos fundamentales para el estrellato. A su lado, Stanley Baker, Jack Hawkins, el maravilloso Nigel Green y Patrick Magee como el médico militar capaz de operar delicadamente bajo el asedio enemigo. Y viendo esta película uno no puede dejar de emocionarse oyendo cantar a ese coro que, con una vieja canción tradicional escocesa, hace frente a los cánticos de guerra y miedo de toda una nación.

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