martes, 13 de febrero de 2024

MUERDE LA BALA (1975), de Richard Brooks

Una carrera interminable cuando el Oeste está ya dando sus últimas bocanadas. Pronto, las cabalgaduras darán paso a las extensas líneas de ferrocarril, a las motocicletas con sidecar y a los coches. Y el Oeste dejará de oler a polvo para empezar a apestar a gasolina y a carbón. En cualquier caso, se celebra esa carrera de resistencia para caballos en la que un puñado de hombres arrojados, cada uno con sus defectos, se lanzan para el premio final. De entre todos ellos, uno sobresale y ése es Sam Clayton. Es uno de esos hombres que combatieron en la Colina de San Juan al lado del Presidente Teddy Roosevelt y que ha pasado muchas noches al raso de esa tierra de horizontes lejanos. Conoce a los caballos como a sí mismo y odia a todos aquellos que los maltratan y los desprecian. No le importa dar un par de lecciones sobre eso a quien lo merezca porque ya ha estado en muchas peleas y en algún que otro tiroteo. Eso lo sabe bien su antiguo compañero de armas Luke Matthews que corre sólo y exclusivamente por una apuesta. Sin embargo, entre ellos hay un código no escrito de lealtad y de amistad que ninguno de los dos será capaz de romper. Puede que sí lo haga el impulsivo y estúpido jovenzuelo que cree que puede ganar a sus mayores. O el estirado lord inglés que trata de demostrar que la monta británica es más efectiva que la de los vaqueros del Oeste. O, por supuesto, el caballo oficial de la carrera, montado por un jinete de alquiler, un semental que vale su peso en oro. Al fondo, a la derecha, está esa dama que está muy lejos de serlo, pero que sabe apañárselas como nadie. Quizá la carrera, para ella, sea la última oportunidad para dejar de arrastrarse por los burdeles a orillas de cualquier estación de tren y empezar a pensar en otras cosas. Ella es guapa, es inteligente y, además, es decidida. De algún modo, hay una especie de corriente de cariño entre ella y Sam, pero, tal vez, haya demasiadas galopadas entre medias.

Richard Brooks dirigió con precisión esta película de aventuras en la que también pone de manifiesto su particular código de conducta, con algunos diálogos realmente ingeniosos como ese encuentro de Matthews con el leñador:

Matthews: Buenos días, vecino.

Leñador: ¿Viene usted a quedarse?

Matthews: No, sólo voy de paso.

Leñador: Entonces no es mi vecino.

Matthews: ¿Hace mucho que está aquí?

Leñador: Desde que llegué.

Matthews: Este camino… ¿hacia dónde va?

Leñador: Que yo sepa…a ninguna parte. Siempre ha estado ahí.

Matthews: ¿Está lejos el pueblo?

Leñador: No lo sé. No lo he medido.

Matthews: Según parece…usted no sabe mucho.

Leñador: ¿Eh?

Matthews: Que, según parece, usted no sabe mucho.

Leñador: Señor…tiene usted razón. Soy un ignorante, pero no soy yo el que se ha perdido.

Matthews: Que usted lo pase bien.

Si a eso se le añade un extraordinario Gene Hackman, un certero James Coburn, una bellísima Candice Bergen y un plantel de secundarios de primera categoría, la película es buena por mucho que otros hayan querido decir que es mala. Brooks sacó adelante una rodaje algo difícil por el ataque al corazón que sufrió Paul Stewart (siendo un papel bastante importante aparece en las primeras escenas y luego desaparece) obligándose a contratar a Dabney Coleman como su hijo en la ficción para darle todas sus líneas y sus motivaciones. Y no se echa de menos. Merece la pena morder la bala para que el dolor de muelas no sea tan insoportable. Háganme caso.

 

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