viernes, 27 de junio de 2025

GRITOS Y SUSURROS (1972), de Ingmar Bergman

 

No es fácil ver esta película. De alguna manera, Ingmar Bergman te coloca un serrucho muy cerca del alma y, si te mueves un poco, te herirá con saña. A veces, con otras películas, basta con quitar la vista de la imagen para huir de ella. Con esta, no vale. Tienes que verla o no. Es una decisión que cada cual debe aceptar. He visto muchas, muchas películas. He disfrutado tanto que es casi pecado decir que el cine ha sido mi amante, mi amigo y mi consuelo. Y me temo que así seguirá siendo hasta el fin de mis días. Y he visto esta película dos o tres veces y es de esas que me deja agotado moralmente, arrasado emocionalmente, admirado estéticamente. Al final, reconozco que Bergman ha jugado con mi alma, esa que nunca ve, y la ha agitado hasta unos límites que cuesta volver a restituirla a su estado original. En el rojo que inunda esta película, se asiste al agobio de una enfermedad terminal y, al mismo tiempo, al resurgimiento de una serie de resentimientos hondos, profundos, amargos e, incluso, brutales que hacen que los sentidos lleguen a un tope, que las verdades no puedan ser dichas porque sólo pueden ser interiorizadas, que la expresión máxima de un arte es introducirte dentro de él y viajar descontroladamente por las sensaciones que un cineasta inmortal te quiere descubrir. Aunque para eso tengas que descender hasta los mismísimos infiernos.

En muchos minutos del metraje, te das cuenta de que las palabras se quedan muy cortas y que Bergman utiliza los rostros de las actrices para decirlo todo. Y no hace falta nada más. Sus expresiones son los diálogos. Sus ojos son los énfasis. Su cuerpo es el acento. La cámara lo recoge todo y lo traslada allí mismo, al lado del que se acerca a ver la película con valentía y, paulatinamente, siente que todo se esfuma porque el director sueco te deja en carne viva ante una serie de temas que no sueles afrontar, pero que, de alguna manera, están siempre latentes en nuestro pensamiento y en nuestro corazón. Ese corazón que, después de la película, sale trastabillado, con sístole, pero sin diástole. Encogido sin poder estirarse. Amedrentado por la crueldad y por la sinceridad que acaba de ver. La desesperación se une a ese silencio. El vacío se abre inmenso y se cierra con fuerza para producir el agobio y la angustia existencial de unas hermanas que se han odiado y que ni siquiera la cercanía de la muerte va a poder diluir. No siempre se olvida todo. Las cicatrices están ahí. Y están abiertas. Jamás han llegado a cerrarse. ¿El amor? Sí, también existe. Es tan maravilloso que suele estar callado en un rincón. Es esa presencia que siempre está, pero que nunca se hace notar. Si te das cuenta de que existe o no, ya es cuestión tuya. La naturaleza de nuestro ser es también nuestra maldición. El terror es lo cotidiano. No hacen falta monstruos. Ya los tenemos a nuestro alrededor. La compasión ya la dejaremos para el momento de reclamarla. Es posible que nadie la regale. Todo el mundo que ame de verdad el cine, debería ver esta película.

jueves, 26 de junio de 2025

THE LAST SHOWGIRL (2024), de Gia Coppola

 

Cuando se llega a cierta edad, no hay maquillaje capaz de tapar las abismales grietas que causan las arrugas. Y eso no tiene mayor importancia para los seres humanos comunes y corrientes, pero resulta un problema de fuerza mayor para una corista que lleva treinta años con el mismo espectáculo. Ya no tiene ese rostro angelical que lucía hace años y el show en el que trabaja va a echar el cierre. Es un verdadero aprieto buscar un nuevo trabajo porque ya, con cincuenta y siete años en el carnet de identidad, nadie va a querer contratarla. Aparecen los miedos, las inseguridades, los errores y, por supuesto, el precipicio, casi insalvable, de un futuro incierto.

En ese peregrinar por una nueva vida, se cruzan colegas de siempre, que ya han emprendido antes el mismo camino y ahora tratan de ganarse los cuartos sirviendo las mesas de un casino y, de vez en cuando, se suben a una tarima para demostrar que quien tuvo retuvo. Las luces ya no alumbran con tanta fuerza. Esas irritantes arrugas se forman en el contorno de los ojos, la mirada ya no es tan fulgurante. El espectáculo, en la línea de los del Folies Bergére, ha quedado anticuado y ya nadie se acerca a comprar una entrada para disfrutar de figuras casi perfectas, sonrisas cristalinas, brillos conseguidos con lentejuelas y transparencias. Es la hora de plantearse un retiro y Las Vegas resulta tan fría como impasible. A nadie le importa la suerte de una corista, que no ha pasado de la tercera fila y que ha tenido sus líos con el regidor, su hija no deseada y su vida malgastada.

El drama llega a ser trágico aunque no haya muertes, ni desesperaciones manchadas con la verdad que siempre imponen los años. Es solamente el cambio de vida, el no saber cómo van a ser las cosas y la certeza de que hay solamente un peldaño de distancia con la miseria. Las noches ya no van a tener ese momento de prisa, de premura en el cambio de vestuario, de tacones vertiginosos y de cremas desmaquillantes. Van a ser noches en casa, con algún penoso programa de televisión como compañía, quizá con una copa en la mano y con un buen puñado de recuerdos, no todos agradables, pero que conforman una época que, para ella, fue muy cercana a la felicidad. La edad no perdona y las jóvenes vienen empujando con otras maneras, otros gestos, otra sensualidad mucho menos sugerida.

La directora de esta película es Gia Coppola, nieta de Francis Ford Coppola, y su realización, en muchos momentos, resulta muy poco acertada por esa obsesión por acercar tanto la cámara que el espectador no es capaz de descifrar los movimientos callejeros de la protagonista. En su piel, Pamela Anderson hace un trabajo muy meritorio, que revela la actriz que llevó siempre dentro y que nunca vio la luz porque el físico se imponía por encima de cualquier atisbo de talento. Tal vez hubiera merecido una nominación mucho más que otras candidatas este año. Y, desde luego, Jamie Lee Curtis hubiera merecido otra como actriz secundaria encarnando a esa amiga que está bajando cuidadosamente todos los escalones de la humillación sin dejar de ofrecer una fachada teñida de sentido del humor. Ellas dos son las principales razones para ver esta película que resulta bienintencionada y severa porque nadie se ha preocupado de estas chicas que durante décadas se han dedicado a alegrar la vista a cualquier que haya querido disfrutar de ellas, trabajando honradamente y que, cuando las grietas en su piel se hacen barrancos, nadie quiere volver a oír hablar de ellas.

miércoles, 25 de junio de 2025

LAST ORDERS (2001), de Fred Schepisi

Toda una vida compartiendo pintas de cerveza. En realidad, mirado fríamente, puede ser el plan más aburrido que uno es capaz de imaginar. Sin embargo, es perfectamente comprensible que sea lo más parecido a la felicidad que han experimentado un grupo de amigos. Y, sin duda, nada volverá a ser lo mismo cuando uno de ellos coja el tranvía sin vuelta. No obstante, los recuerdos permanecen ahí, como si hubieran ocurrido el día anterior, con la sonrisa y la complicidad en la orilla de los labios, además de un poco de espuma de la jarra. Uno de ellos muere y deja unas cuantas instrucciones porque quiere que sus cenizas sean arrojadas al mar. Quiere hacer un último viaje con ellos antes de decir adiós del todo. En ese viaje, se recordará todo, incluso y especialmente, la relación del fallecido con su mujer, una historia de amor. Somos lo que fuimos. Y estos individuos que, en vez de manos, poseen asas de jarra, fueron, ante todo, amigos.

Y resulta un viaje que, a la vez que amargo, también es placentero. Es como un regodeo incesante en un dolor que va a ser difícil de llenar, pero que también ha formado parte de los momentos más álgidos de unas vidas que, es posible, hayan sido demasiado tristes. No importa que se haya ido ese amigo tan especial. Siempre permanecerá. Igual que hay personas que no dicen adiós. Sólo cambian de forma. Igual que la cerveza que espera en el barril. Se despide del resto de litros. Sale por el grifo y aparece atractiva y espumosa en un vaso antes de ir hacia su tumba definitiva y posterior eliminación orgánica. Sólo cambia de forma, pero ha dado unos momentos extraordinariamente buenos. Unas risas. Unas confidencias. Unas palabras que, en estado de total sobriedad, quizá nunca hubieran sido dichas. Una mujer irrepetible. Un hombre para la barra eterna. Las últimas órdenes. El mar bajo la lluvia.

No cabe duda de que el principal atractivo de esta película reside en sus intérpretes. Gozosos, tremendos, disfrutando de cada plano que ruedan y que trasladan a quien ose acercarse a compartir una pinta con ellos. Ellos son Michael Caine, Bob Hoskins, David Hemmings, Tom Courtenay, Ray Winstone y la mujer del primero, Helen Mirren. En todos esos rostros de intérpretes irrepetibles están todas las respuestas e, incluso, caben algunas preguntas. El resultado es una película bonita, entrañable, que se deja ver y que hace sentir bien sin llegar a ser en ningún momento eso que se ha dado en llamar feelgood movie. Es la vida depositada en un barro de cerveza. Es la carcajada de unos cuantos tipos con tragos de más en la garganta y cariño a raudales por el resto. Somos lo que fuimos, como diría Tennyson. Y ahí es donde reside la huella de lo que dejamos atrás. Con todas nuestras frustraciones dentro. Con todos nuestros éxitos también. Con todos nuestros amores y nuestras decepciones. En el fondo, puede que un taburete en una barra sea el sitio perfecto para hacer nuestras más íntimas confesiones. Y allí, en un bar cualquiera, dejemos testimonio de lo que fuimos para ser las cenizas de hoy.

 

martes, 24 de junio de 2025

UN ROMANCE MUY PELIGROSO (Out of sight) (1998), de Steven Soderbergh

Siendo ladrón, enamorarse de una agente de policía judicial que quiere promocionar al FBI resulta, cuando menos, un juego de riesgo. Claro que Karen bien merece ese riesgo. Eso lo sabe un hombre que compartió maletero con ella porque, simplemente, se cruzaron en el lugar equivocado. Ese hombre es Jack Foley, un tipo que es capaz de atracar un banco solamente armado con su encanto. Así que, piénsenlo un poco. Ella es valiente, decidida, guapa e inteligente. Él es valiente, decidido, se las sabe todas, guapo y ladrón. Un cóctel explosivo que no se sabe por dónde va a acabar aunque todo comience con una fuga. Más que nada porque Foley se tiene que juntar, por aquello de que siempre habla el que más callado tendría que estar, con una serie de individuos con los que más valdría no ir con ellos ni de aquí a la esquina. Mientras estaban en el trullo, Jack protegió a un tal Richard Ripley, uno de esos ejecutivos de Wall Street que guarda tres o cuatro millones de dólares en diamantes en su casa. Y Foley incluso le da una oportunidad porque tiene sus principios y cree que lo ético es devolver favores, pero Ripley le ofrece el trabajo de guardia de seguridad…a él…a un ladrón. Ripley podrá ser todo lo ejecutivo que quieras, pero no tiene mucho de inteligente. Su vida se reduce a una pecera y a comprarlo todo a golpe de talonario. Incluso en la cárcel. Lástima. Van a asaltar su casa y no van a dejar ni los pececillos.

Excelente película, una especie de spin-off de Jackie Brown, de Quentin Tarantino, con la aparición del agente del FBI Ray Nicolette, interpretado de nuevo por Michael Keaton. El director Steven Soderbergh hace que esta comedia de tipos malos se convierta en unas buenas risas porque además de George Clooney y Jennifer López en los papeles principales, todo se rellena de actores muy competentes como Ving Rhames, Don Cheadle, Albert Brooks y, a destacar, Dennis Farina en el maravilloso papel del padre de la agente Karen Sisco, cínico, listo como ninguno y concentrado en una mirada en la que, directamente, está llamando tonto a quien osa intercambiar conversación con él. Por ahí también andan con papeles con su escena de lucimiento la siempre estupenda Catherine Keener y el gracioso y torpe Luis Guzmán. Para el resto, es una película con el sexo flotando en el ambiente, con las ganzúas preparadas y la seguridad de que la siguiente jugada está prevista, con la certeza que, de tuno a pillo, todos corren y todos son estúpidos, sólo que algunos más que otros. La atracción está ahí. Jack se siente atraído por Karen y los diamantes. Karen se siente atraída por Jack y por la promoción profesional. Maurice, el personaje de Cheadle, se siente atraído por los diamantes y por los diamantes. Ripley sólo se siente atraído por el dinero y por la maravillosa aparición especial de Nancy Allen.

Así que arrellánense en el sofá. Son casi dos horas de diversión asegurada, inteligente y certera. Lo imprevisto también tiene su papel y, por supuesto, el inútil que interpreta Billy Zahn llena el pensamiento de imbecilidades. No se dejen intimidar. El más guapo, es el culpable.

 

viernes, 20 de junio de 2025

EMPIECEN LA REVOLUCIÓN SIN MÍ (1970), de Bud Yorkin

 

Intercambiar a unos gemelos con otros, de tal manera que se quedan en dos parejas tan parecidas como un huevo a una castaña es bastante inusual. Si además esos chicos, unos aristócratas y otros pobres como las ratas, tienen que moverse entre las turbulencias propias de la Revolución Francesa, entonces el lío está asegurado porque, ya se sabe. Los ricos quieren ver cómo viven los pobres y los pobres quieren probar la vida de los ricos. Al fondo, parece que se dibuja vagamente algo similar a Los hermanos corsos o a Historia de dos ciudades, sólo que con cierto sentido del humor. Los protagonistas, por partida doble, son Donald Sutherland y Gene Wilder. Y tienen que pasar por gemelos al cuadrado. Y la historia, atención, aparece narrada en una serie de retornos a la actualidad por Orson Welles. Esto, además de un montón de pelucas y de botones dorados, también es de locos.

El villano, por otra parte, es extraño como un plátano en un ajedrez. Es un apasionado de las metáforas y, además, se consume mientras intriga y conspira. Por su parte, Gene Wilder, en la piel del gemelo aristócrata, se esboza como un tipo que se cree superior al que le gustan, de alguna manera, los modos salvajes. Le gusta ser impredecible y decir cosas para escandalizar, pero él no se ríe con ellas. Por otro lado, Donald Sutherland, como su hermano de la misma clase, tiene un aire noble, como si la aristocracia encajara perfectamente con su personalidad. El vestuario, por supuesto, es puro gozo para los sentidos y el absurdo, lo es para la inteligencia.

-. Algún día yo seré rey…

-. Y yo la reina…

Y con esos diálogos extraordinarios y la colaboración de dos actores que saben ser graciosos y dominan el tiempo que exige la comedia, Bud Yorkin articuló una estupenda comedia, algo desenfrenada, sobre la incrustación de personalidades en ambientes ajenos. Quizá es que el aristócrata nace…y al pobre, le hacen. Y eso se destila durante toda la película, llena de giros verbales, de situaciones delirantes y que acaba por asumir su condición de fábula o divertimento que, incomprensiblemente, ha caído lastimosamente en el olvido. Huelga decir que, sin dudarlo ni un segundo, la parodia hacia las películas ambientadas en la Revolución es evidente. Y el asunto funciona admirablemente bien. Incluso cuando el absurdo se monta sobre sí mismo y ya no puede ir más allá.

Entretenimiento asegurado y de altura que necesita de alguna que otra dosis de paciencia, Empiecen la revolución sin mí, resulta divertida, fresca, en el borde mismo del exceso sin caer en él, con la delicia del dúo Wilder-Sutherland haciendo de las suyas y con manga ancha para mostrar todas sus cualidades. No es para niños. Ya saben, estos aristócratas eran muy pícaros, aparte de sus juegos de palabras, dobles y triples sentidos y es como si Fellini, de repente, hubiera dejado de ser trascendente y comenzara a ser realmente gracioso. Dejen que la revolución de las risas entre en sus entendimientos. No lo lamentarán. Lo más que podrá pasar es que pierdan un poco la cabeza.

miércoles, 18 de junio de 2025

SIRÁT (2025), de Oliver Laxe

 

Esta película le gustó muchísimo a un conocido crítico cinematográfico. Eso ya debería poner de sobreaviso a cualquiera que se acerque a verla. Bajo una espesa capa de arena repleta de pretenciosidad, allá vamos con la historia de un padre que busca desesperadamente a su hija en una fiesta rave. A partir de aquí, la oquedad se hace muy evidente, por muchos giros de guion que el director Oliver Laxe quiera introducir. Ya se sabe. La vida es un campo de minas que sólo se puede atravesar cuando todo te importa un rábano del desierto. Entre las desoladas dunas de un país que se sumerge en una guerra, el padre se junta con unos cuantos fanáticos de ese tipo de música tan insoportable y, por el camino, aguardan unas cuantas sorpresas que pretenden golpear tan fuerte que alguno que otro que haya visto un par o tres de películas puede encontrar bastante previsible.

La metáfora de la música propia del infierno sirve de marco para este viaje sin rumbo que tiene todas las luces de ser una huida hacia adelante con tal de encontrar otra supuesta fiesta rave en algún lugar cerca de la frontera con Mauritania. Seres que se sumergen en esas supuestas juergas llenos de droga hasta las cejas, con unos vehículos cuyos neumáticos harían la envidia de cualquier fabricante, y que comprueban que, en realidad, no hay muchas más salidas. Pretendidamente bueno, nada bonito y comprobadamente barato. Pueden ser las mejores razones para poner en pie esta trama en la que se pone de manifiesto, una vez más, que no hay nada más a favor del sistema que ser un antisistema. Mientras tanto, el desierto mira y espera, extiende sus múltiples trampas y vamos todos juntos a llorar para convertirnos en unos refugiados más que afrontan la penosa incertidumbre de un futuro sin mañana.

En la producción, los hermanos Almodóvar. En la interpretación, Sergi López tratando de dar forma a la desesperación más meditada que, incluso en algunos momentos, guarda la apariencia de lo impostado. Cannes se rinde a los pies de esta película otorgando el Gran Premio del Jurado y el director Oliver Laxe escala puestos para obtener la titulación de promesa sin tacha en el panorama cinematográfico internacional.

Y es no que hay mucho más que decir, porque el viaje golpea con crueldad, con una guerra de fondo, obviada por estos personajes que sólo quieren ir a la siguiente fiesta, mientras los bafles no dejan de repetir su ritmo machacante y que acompañan a estos jóvenes y no tan jóvenes por las vías del descontento crónico y de una vida que, posiblemente no han elegido vivir, pero que han optado por una de las peores opciones. No por eso son peores personas ya que entre ellos hay rasgos de solidaridad y de ternura, virtudes que no tienen lugar en un mundo en descomposición. El resultado final es un cuadro pesimista dentro de un mundo pésimo, que sólo ofrece la soledad y la muerte y que hace del nihilismo la principal forma de atracción para todos aquellos que se vuelven locos con este tipo de historias. La elección de caminar sobre el filo de una espada para cruzar el puente que une el paraíso del infierno acaba por ser falsa porque sólo hay infierno y en ningún lugar hay paraíso. La esperanza…bah, eso es para los débiles.

Así que nada, si extravían a alguien querido en un paraje inhóspito, no se olviden de llevar al pequeño de la casa. Es un ambiente ideal para que juegue y haga el salto de su vida. Vayan por caminos imposibles con su furgoneta. Compartan una tableta de chocolate que serán recompensados con alucinógenos de variada índole. Y no se olviden de caminar por el peligro como si no les importara morir. De ahí, seguro que la muerte les respeta, que, en el fondo, ella también tiene algo de poeta.

MR. BROOKS (2007), de Bruce A. Evans

 

Un respetado hombre de negocios puede esconder a un asesino en serie. Piénsenlo durante un momento. Apariencia apacible, una aparente vida ordenada, una evidente sangre fría en el mundo de las finanzas que hace que ninguna emoción pueda ser traslucida por el siempre traidor rostro…Todo puede pasar. El señor Brooks, no. El señor Brooks siempre tiene la palabra justa, el encanto a punto, el gesto elegante. No es posible que debajo de tanta perfección, haya un tipo que esté deseando derramar sangre. El caso es que el señor Brooks tiene un problema. Hay un individuo, un tal Marshall, que se dedica a calentarle la oreja todos los días y a todas horas. Es Marshall el asesino, no él. Es Marshall el que le hace sacar lo peor de su propia personalidad y le precipita hacia el asesinato a sangre fría. Marshall es un nihilista que no cree en nadie y en nada y se presenta cuando menos se le espera. Brooks conduce y, de repente, Marshall se aparece y le pone en la cabeza unos cuantos pensamientos sucios y degradantes. Brooks actúa y Marshall se ríe a gusto. Es eso. Marshall es una especie de Pepito Grillo en negativo que empuja a Brooks a cometer los crímenes execrables que no pasarían por la mente del más enfermo de los mortales. Marshall, por supuesto, no existe. Sólo es una justificación mental por la que pasa un psicópata asesino para que sus crímenes tengan algo de sentido.

Resulta extraño ver a Kevin Costner interpretando a un asesino en serie. Eso sí, empujado por esa voz interior a la que él mismo ha bautizado como Marshall. En realidad, en esa superficie que se empeña en mostrar, Brooks es un tipo algo frustrado, razonablemente feliz, que ha dejado de hacer realidad muchos sueños porque se ha entregado en cuerpo y alma a amasar dinero a través de sus negocios. William Hurt es esa vocecilla que habla por Brooks, que se introduce en su pensamiento y en sus acciones, que le empuja y le desprecia y, en consecuencia, Brooks actúa. Los mejores momentos de la película son los que ellos dos comparten. Brooks y su conciencia malvada. Costner y Hurt. No hay nada mejor que asistir a una conversación entre ellos.

El resultado es una película de cierta profundidad mental, que posee varios elementos de interés porque, en el fondo, se llega a sentir una cierta empatía con Míster Brooks, un individuo agradable, de aspecto agradable, de modales agradables y de asesinatos desagradables. Él mata porque es una válvula de escape ante una vida que no le gusta nada, aunque tiene razones más que suficientes como para sentirse afortunado. Tengan cuidado cuando una voz en su interior se dirija a ustedes. Puede que escuchen cosas que no sabían que guardaban y estaban ahí, latentes, dispuestas a saltar sobre su ánimo como un perro de presa.

martes, 17 de junio de 2025

JFK (1991), de Oliver Stone

 

Cinco disparos. Un triángulo de tiradores. Sí, probablemente fue eso lo que acabó con la vida de John Kennedy. Era un simple peón prescindible en los pasillos del poder. Un niño rico, con la vitola de graduado en Harvard, héroe de guerra, con imagen y carisma…y un comunista. Quizá habría que enfocar la Historia desde otro lado y ver con claridad qué es lo que consideraban entonces como un comunista. Todo lo que estuviera a la izquierda de la derecha, era comunismo. Y John Kennedy, toda la familia Kennedy, estaba bastante alejado del comunismo. Aún así, lo hicieron. Y, para rematar una faena que pareció bien hecha desde los más altos estamentos de la política hasta los más bajos fondos de la mafia, hay un fiscal de tres al cuarto en Nueva Orléans que quiere promover un juicio contra alguno de los responsables. La CIA, el gobierno, el Pentágono, Cuba…todos, de alguna manera, parece que están implicados. El fiscal Jim Garrison tiene que tirar de todas las pistas porque nadie parece estar dispuesto a hablar y los que se ofrecen tienen la peor reputación que uno se pueda imaginar.

Tal vez la solución se halle en practicar detenciones, hacer publicidad, esperar que, en algún momento, se provoque una reacción en cadena para que salgan a relucir los verdaderos culpables del magnicidio. La gran pregunta no es quién, ni tampoco el cómo. La gran pregunta es el por qué. Puede que fuera un hombre que quisiera cambiar las cosas, pero eso nunca se podrá saber a pesar de que hay varios indicios que caminaban en esa dirección. La crisis de Bahía de Cochinos levantó muchas heridas en supuestos patriotas que estaban dispuestos a quemar la barba a Fidel Castro. No hay conexiones. No hay demasiada lógica. Lee Harvey Oswald era un peón…pero de quién. ¿Participó en el atentado o fue sólo un cebo más o menos atractivo? ¿Se ha contado toda la verdad? ¿Alguien se cree la teoría de la bala mágica para mantener al tirador en el estrecho margen de tres disparos en cinco segundos?

JFK es uno de los mejores ejercicios de montaje nunca vistos en el cine. Y, con toda probabilidad, también es la mejor película que hizo nunca Oliver Stone. Aquí, la palabra “docudrama” cobra toda su dimensión, se explota en todos sus resquicios y ofrece un mosaico al que se le puede reprochar que dispare en todas las direcciones, pero hay algunos argumentos realmente bien expuestos que pueden ser reales. Además de todo ello, Kevin Costner, Sissy Spacek, Tommy Lee Jones, Joe Pesci y un elenco impresionante de actores que aparecen por allí como Ed Asner, el genial Donald Sutherland, Jack Lemmon, el propio Jim Garrison encarnando a Earl Warren, cabeza visible de la Comisión que elaboró el informe del asesinato, Walter Matthau, Gary Oldman…todo ello da una altura a la película que hace que, a pesar de su larga duración, mantenga al público pegado, escuchando todo tipo de conspiraciones, de casualidades, de testigos silenciados, de interrogantes más que sospechosos, de la seguridad de que el Estado cuando se mueve, respira y actúa está mucho más cerca del fascismo de lo que pensamos. JFK está muy cerca de la obra maestra y nos recuerda en cada fotograma que debemos preguntar siempre el por qué…y no tanto el cómo o el quién. El resultado será que lo que es positivo, casi con toda certeza, es negativo.

viernes, 13 de junio de 2025

SILENCIO DE MUERTE (The hook) (1963), de George Seaton

 

Una brigada de suministros en Corea es bombardeada. No queda nadie. Sólo hay tres supervivientes. Un suboficial y dos soldados. El destino, de nuevo, se muestra burlón y el avión norcoreano responsable de la matanza es derribado no muy lejos de allí y los tres encuentran, por aquellas casualidades de la vida, al piloto. No saben qué hacer con él. Consiguen ponerse en contacto por radio, pero un oficial surcoreano les conmina a que ejecuten al prisionero.

No he desvelado nada. Estos son los primeros diez minutos de la película. El conflicto no es bélico, no es una aventura, no es la lucha por la supervivencia de los tres hombres. Todo es moral. Nadie quiere ejecutarlo a sangre fría. Hay muchas razones. Admiración por el suboficial, cobardía, certeza de que aquello es un asesinato, verdad, mentira. Los tres soldados se acusan, se retuercen, se valen, se desautorizan. Mientras tanto, el piloto asiste anonadado al espectáculo. No puede creer lo que está viendo. En caso contrario, aquellos tres individuos serían eliminados de inmediato. Si deciden matarlo, incurrirían en crímenes de guerra. La moral, a veces, es la mejor artillería contra el enemigo.

Mientras la decisión sigue en el aire viciado de la guerra, los tres emprenden el camino a casa con el prisionero a cuestas. La tensión psicológica se hace insoportable. Al Sargento Briscoe, un imponente Kirk Douglas, le queda poco tiempo para el retiro. Ha servido en muchos frentes y, aunque es un hombre joven, ha ganado sobradamente su pensión. Sin embargo, no tiene un hogar al que volver. Está condenado a un fracaso civil casi inevitable. Es uno de esos militares a los que se les ha convencido, una y otra vez, con la idea de que la debilidad es una derrota, aunque él sabe que está derrotado de antemano. El soldado Dennison, un eficaz Robert Walker Jr., es el idealista, un tipo que está convencido en la bondad humana y trabaja todo el rato para evitar que se ejecute al prisionero. El soldado Hackett, interpretado por Nick Adams, demostrando que podía hacer de algo más que de jovenzuelo insolente, es el papel menos favorecido. Sigue a Briscoe a ciegas. Es su sargento. Es su guía. Es el hombre al que idolatra.

Los tres hombres, curiosamente, tratan de matar al prisionero en distintas ocasiones, pero se dan cuenta de que acabar con un ser humano cara a cara es más difícil que hacerlo desde una trinchera a cubierto. Se ven los ojos del otro, su rostro de espanto, su difícil creencia en que aquello ya se acabó allí y no le va a sacar nadie del atolladero. Sólo los acontecimientos que son superiores a las debilidades humanas resolverán el conflicto. Puede que, en el momento más culminante, se decrete un alto el fuego. Y entonces, en este caso… ¿qué se puede hacer? ¿Se deja al prisionero abandonado a su suerte? ¿Se siguen las órdenes del oficial de un ejército que no es el tuyo, por muy aliado que sea? ¿Se lleva al prisionero al cuartel general y hay que exponerse a un consejo de guerra por no obedecer las órdenes?  

jueves, 12 de junio de 2025

EL RITUAL (2025), de David Midell

 

Varios son los problemas que aquejan a esta película que pretende ser fiel a unos acontecimientos ocurridos a finales de los años veinte con la excusa de la descripción del exorcismo más documentado de la historia de los Estados Unidos. El primero de ellos es la terrible y deleznable interpretación de Dan Stevens como el cura párroco que asiste a Al Pacino en la celebración de las distintas fases del ritual exorcista. Siendo un personaje de vital importancia, que es presa de las dudas en un momento en el que se necesita de una fe acerada, Stevens es incapaz de actuar, de dotar de cierta profundidad a un hombre que se plantea el sentido de la religión en medio de una pérdida y que se convierte en un blanco de las burlas del diablo.

El segundo de esos problemas, es la errática dirección de David Midell. Muchacho, tienes una historia fuerte, que puedes explotar en múltiples direcciones, que favorece ese ambiente misterioso y, a menudo, inexplicable que rodea toda la parafernalia de la Iglesia y te decides por olvidarte el trípode en casa, algo que podría estar justificado en algunas secuencias, sobre todo aquellas en las que la posesión demoníaca se hace evidente y una simple conversación la filmas con cámara al hombro, con nerviosismo, distrayendo al personal de todas las virtudes que puedes atesorar.

El tercero es que la producción no puede ser más austera. Es una película ambientada en 1928 y apenas hay elementos que delaten la época. Sólo una secuencia, a la salida de una misa, en la que, muy brevemente, atisbamos vehículos de aquellos años y modas que, además, no están del todo bien ejecutadas.

El cuarto es que se desaprovecha la historia de una forma casi escandalosa. Con tiempo, con una fotografía más cuidada, con menos precipitación y más solidez, la película podría haber sido más que aceptable porque tiene un par de secuencias que funcionan muy bien, pero parece que no se tienen muchas ganas de sacar todo el partido a este combate a muerte entre el Diablo y el exorcista que acaba por ser su pesadilla.

Por el contrario, dos virtudes. Una de ellas es Al Pacino, aunque estoy seguro de que más de uno me lo va a discutir. Opta un ejercicio sobrio de interpretación, con una combinación perfecta de miradas sabias y, a la vez, haciendo de la bondad y de la comprensión un arma letal contra el maligno. Después de unas cuantas películas, Pacino no parece tan abotargado, ni tan limitado, parece cómodo en la piel de ese fraile que lucha con todas sus fuerzas para pagar una deuda del pasado y que cataliza muchísimo más la acción con su trabajo que el espantoso Dan Stevens.

La otra podría ser que, dentro de esa premisa prometedora que posee la película que, además, huye de El exorcista para crear su propio universo de verdades satánicas, hay momentos inquietantes, que podrían haber sido mucho más destacables si no contuviera interpretaciones tan inútiles y terribles que hace que la historia sea tan olvidable dentro de esta moda en la que, parece ser, la única forma de producir pánico es a través de exorcismos, con Russell Crowe como El exorcista del Papa, o los rituales varios en diversas ciudades del mundo, desde el estado de Connecticut hasta el Vaticano.

Así que no se molesten, los pesos negativos pueden con los positivos y lo que podría haber sido un rato notable no es más que algo mediocre que se transforma en algo tan prescindible que, media hora después, verán que no renta demasiado ser el peor enemigo del Diablo. Él anda metiendo cizaña detrás de tanto cine sin talla.

miércoles, 11 de junio de 2025

ASALTO AL PODER (1978), de Martyn Burke

 

De vez en cuando, hay películas que son manuales de acción. Ésta es una de ellas. Su trama no se basa en ninguna novela de ficción, sino en un estudio político-militar realizado por Edward Luttwak en el que se detalla, de forma minuciosa, cuáles son los pasos para perpetrar un golpe de estado con la participación del Ejército. No para ponerlo en práctica, sino para reconocerlo en el momento en que se produzca. Luttwak escribió el libro fijándose en la realidad geopolítica de América Latina en los ochenta y, tal vez, la película se resienta un poco al trasladar la acción a un imaginario país, posiblemente europeo, en la que se deja bien claro que se empieza con el idealismo y se termina con la lujuria del poder. Ya se sabe. El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. Por supuesto, también se describe el papel fundamental de los autores intelectuales y de la idea de la imposición de fuerza sin utilizarla indiscriminadamente por parte de los militares. A la cabeza de ellos, con una división acorazada dispuesta a entrar en combate en cualquier momento, se halla Peter O´Toole. Sus motivaciones son patrióticas, son justificables moralmente, son impecables con su fundamento ético. No obstante, al final, cuando ya todo acaba y el golpe triunfa, la mirada de O´Toole es magistral. Él está en la cúspide. Y no va a bajar de ella. El golpe no es para instaurar la democracia, es para poner a otro delincuente instalando una dictadura que, si es necesario, derivará hacia la crueldad. Como decía aquél, hacia todo lo necesario para mantener el Estado.

La película tiene momentos brillantes y, en contraposición, se hunde en pasajes mediocres. Acompañando a O´Toole está David Hemmings y, sobre todo, Donald Pleasance, que también da un par de lecciones de sobriedad e interpretación. Al fin y al cabo, piénsenlo un poco. Un malvado no puede ser un malvado. Tiene que moverse entre sus intenciones malvadas y sus apariencias benefactoras. Nadie va por la vida gritando a los cuatro vientos que vienen tiempos difíciles y que él va a ser el principal artífice de ellos. Las palabras arrogantes, pidiendo sacrificios y colaboraciones, se convertirán en órdenes que están muy lejos de la petición. Las balas, de vez en cuando, deberán sonar en las calles de la capital para que se tenga plena conciencia de que el poder está por allí, en las aceras, dispuesto a llevarse por delante lo que haga falta.

No, no es una película de acción, es una cinta descriptiva, no sólo de los usos y métodos del asalto al poder, sino también de la inevitable insidia que se produce en el interior de sus autores materiales e intelectuales. Es fácil tener aplastado al pueblo debajo de una bota de hierro. Lo difícil es saber cuándo hay que pisar. Y, desde luego, hay alguna escena que otra que invita a volver los ojos hacia un lado porque el dolor siempre es algo que llega tan rápido e hiriente como una bala.

Así que siéntense y vean cómo se hace. Puede que, sin ser una gran película, aprendamos todos un poco más.

martes, 10 de junio de 2025

RAN (1985), de Akira Kurosawa

Cuando el dolor y la belleza se dan cita en el mismo lugar suele ser el nacimiento de una obra maestra. El rojo al viento parece presagiar la sangre que va a correr tan solo porque un rey anciano quiso preservar sus dominios entre sus hijos. Y eso hizo estallar la envidia, la ambición y, como consecuencia, la guerra. En esta historia, Kurosawa no parece interesado en narrar el desmembramiento de un reino de puertas afuera, sino el cataclismo que ocurre en el interior de todos nosotros cuando la vemos. Aquí, combina como nunca lo había hecho, la terrible conjunción entre horror y poesía. Quizá utilice lo primero para llegar a lo segundo. Es difícil de definir. Puede que sea demasiado complicado asistir a la espera de la muerte en un castillo en llamas.

El proceso de inmersión en ese mundo de crueldad que traspasa lo físico, requiere, ante todo, mucha paciencia. Como la vida. Si alguna vez el cine ha conseguido narrar un cuento en el que la existencia de los seres humanos es la parte principal, con mucha lentitud, con mucha gratitud, aquí es donde ocurre. Kurosawa nos sumerge en un mundo de soledad y, como no podía ser menos, la soledad es lenta. Al mismo tiempo, nos coloca en medio de las batallas fratricidas de los tres hermanos que quieren repartirse las tierras, Shakespeare al fondo, y nos eleva a un nivel emocional extraño y, al mismo tiempo, enormemente perturbador. Ran es observar un cuadro que levanta muchas sensaciones, que te hace visitar rincones inexplorados de tu interior, que hace que te ensimismes con la estética de la muerte, que te coge de la mano para acompañarte mientras te dice que el hombre no tiene demasiado remedio y que no hay lugar para los buenos sentimientos, pero que no por ello dejará de haber belleza en algunos rincones de propio ser humano.

No hay felicidad en estas imágenes que transportan a un lugar tan endiabladamente indefinido, pero sí hay ironía, humor, muerte y desolación. Puede que sea una de esas películas en las que se nota lo imprescindible que es cada uno en su trabajo dentro del cine. Todo está milimétricamente cuidado. Todo está al frente de ese viento que no deja de soplar, que no deja de agitar los paños de colores que definen a los ejércitos, que no deja de sembrar la discordia entre hermanos porque la confianza ha huido en cuanto se ha ausentado la figura paterna.

El arte, a menudo, posee estas manifestaciones difíciles de entender. No, no se puede ver esta película si la costumbre de nuestro ánimo está en los montajes vertiginosos y en las acciones trepidantes. Aquí, durante mucho, mucho rato, no pasa absolutamente nada y, sin embargo, por debajo del río de pasiones, discurre absolutamente todo. Las miradas, los diálogos, los silencios, las batallas, los planos perfectos, sin mácula…Kurosawa nos brinda una obra de arte total que sólo puede ser apreciada por algunos paladares que están dispuestos a escuchar un argumento sin historia y una imagen sin igual. Sólo hay que sentarse y disfrutar. Dejar que la sensación de divinidad en la Tierra sea tan fuerte como la decisión de abdicar de un trono.

 

viernes, 6 de junio de 2025

OPERACIÓN NAPOLEÓN (2023), de Oskar Thor Axelsson

 

Nunca se podrán saber los pactos secretos que los Aliados llegaron a acordar con los nazis cuando se derrumbaba todo. Y esta historia es una ficción, sin duda, pero es una especulación interesante con un plan maquiavélico destinado a sacar a Adolf Hitler del país antes de que los rusos llegasen a Berlín. Todo dependía de un pago gigantesco en obras de arte y oro cuya localización dependía de un mapa que nunca llegó a su destino. Ergo, nunca se ejecutó el plan. Y son varias las fuerzas que tratan de impedir que se sepa la verdad de una leyenda que todo el mundo ha podido consultar en diversas fuentes de internet. Desde el hijo del responsable de la operación, hasta los alemanes que no ven con buenos ojos que nadie meta las narices en los restos de aquel avión que, por aquellas casualidades, ha sido localizado por unos tipos que les gusta investigar los glaciares islandeses.

Hasta ahí, una premisa muy atractiva, con un punto de partida interesante y que podría haber dado lugar a una película de cierto valor. Sin embargo, a pesar de la confianza que últimamente se deposita en el cine nórdico, esta producción islandesa peca de desgana. Hay momentos en los que parece que se cansan de seguir el hilo y le falta fuerza a todo cuando la historia la tiene. Todo se concentra en una responsable de marketing que tiene unas imágenes enviadas por su hermano que nadie debe ver. A partir de ahí, comienza una persecución que, en teoría, debería ser trepidante, pero que no deja de ser bastante rutinaria. La policía, ese orden esterilizado de un país que parece dormido, los tremendos paisajes de los glaciares islandeses, algún personaje de cierta gracia como el misterioso Einar, interpretado por Olafur Darri Olafsson, un tipo de cuidado a pesar de una apariencia afable y de una mirada llena de miedo. Algunos activos se guardan dentro de la película, pero aún así, se nota la flojera, probablemente producida por el frío que se gastan los habitantes islandeses y por su falta de pasión en la visión del entretenimiento. Esto es pura especulación, igual que el atractivo argumento que exhibe la película. Faltaría más.

Así que quedémonos con esa chica de mirada casi felina, Vivian Olafsdottir, que lleva el peso de toda la acción y que resulta casi más creíble como ejecutiva agresiva que como aventurera capaz de llevar el arma de la presión al límite. Permanezcamos con la premisa argumental que podría dar lugar a una segunda versión, europea o americana, siempre y cuando la dirección ponga algo más de carne en el asador. Estemos con el hallazgo de los personajes interesantes y con la evidente sensación de peligro que va creciendo según avanza la trama. Y pongamos algo de calor en lo que se cuenta, que el espectador merece un entretenimiento con garra, con fuerza, con pasión y con creencia en lo que se cuenta, aunque sea una mentira del tamaño de un glaciar.

jueves, 5 de junio de 2025

LA TRAMA FENICIA (2025), de Wes Anderson

 

Uno de los grandes problemas en el cine de Wes Anderson radica en la búsqueda incansable del equilibrio entre argumento y sátira. Mientras en El gran hotel Budapest ese punto intermedio era casi perfecto con el fondo de Stefan Zweig, en sus últimas propuestas como La crónica francesa y la insoportable Asteroid City, el argumento importaba muy poco y la sátira, demasiado. En esta ocasión, consigue contar algo más sin abandonar ese estilo tan suyo de viñeta casi de dibujos animados en imagen real, pero tampoco llega a convencer. Tal vez haya llegado la hora de que Anderson cuente otras cosas o, incluso, que las cuente de otra manera. Comienza a ser bastante aburrido.

Es cierto que en el apartado satírico consigue dar en la diana con dos o tres cosas y, por supuesto, Anderson es uno de esos directores que cuenta con legiones de admiradores que le encumbran hasta los puestos más altos de la mitología artística, lo que hace que se sostenga por los pelos en su apenas ganado prestigio. Mientras tanto, nos entretiene (es un decir) con una trama conspiranoica sobre los sucesivos intentos de asesinato de un acaudalado magnate que va de aquí para allá tratando de conseguir financiación para tapar una brecha pecuniaria de la que se nos va informando con sucesivos carteles, siempre inmersos en esa supuesta perplejidad graciosa que siempre propone.

Entre medias, tenemos a un protagonista que no se toma demasiado en serio a sí mismo, como Benicio del Toro, que lo hace realmente bien, y está adecuadamente acompañado por Michael Cera, un agente doble, que se vuelve triple, cual Jekyll y Hyde de personalidad aún más múltiple. También aparecen por allí Tom Hanks, Scarlett Johansson y Benedict Cumberbatch, en uno de los papeles más absurdos y gruesos de su carrera. A veces, uno se llega a preguntar qué diablos hace que los actores acepten determinados papeles.

Cuéntame algo, Wes, aunque sea una sucesión de chistes sin gracia…espera, que eso es lo que haces salvo cuando te pones algo ácido y sí que consigues sacar un par de sonrisas. El resto es inocuo, vacío. Y ya no digamos cuando te elevas a las mismas puertas del cielo y vemos que Bill Murray es Dios, Murray Abraham uno de los guardianes de la ley celestial y Willem Dafoe se viste con los ropajes de un sumo sacerdote. Todo eso para decir que Dios tiene muy poco que ver con lo que hacemos por aquí abajo. Espléndido.

Así que yo que ustedes, no perdería el tiempo. Me agarraría un libro de Tintín, especialmente de la mitad hacia el final de la colección. Por lo menos, ahí te cuentan una trama de misterio o de aventuras que, a buen seguro, deja en pañales lo que Anderson trata de no-contar. Es lo que pasa cuando se gastan adjetivos superlativos para ensalzar un supuesto genio y se llega a creer que cualquier cosa que hagan es maravillosamente punzante y brillante y todo lo que se les ocurra que termine en “ante”. Incluso, delirante.

En el fondo, Anderson nos está diciendo que vivimos una farsa que, en realidad, tiene muy poca gracia y que estamos dominados por los de siempre. Es una lástima que la imaginación también sea un combustible escaso y que estemos enchufados a una corriente eléctrica que no nos llega para un viaje completo. Si quieren colaborar para tapar esa brecha económica que él pretende llenar con cada una de sus películas, adelante. Puede que, en el fondo, los villanos sean ustedes.

miércoles, 4 de junio de 2025

ASYLUM (2014), de Brad Anderson

 

Imaginemos por un momento que en un hospital psiquiátrico se han cambiado todas las tornas. Los pacientes son los médicos y el personal sanitario está encerrado en las mazmorras de los casos más graves. Es un pequeño mundo al revés que es posible que pueda ser descifrado por ese joven médico de Oxford que se presenta allí para hacer sus prácticas. El asilo es algo parecido a una mansión fantasmal que emerge de la niebla para proyectar su larga sombra siniestra sobre un páramo de soledad y hastío. Por supuesto, con su correspondiente bosque en las cercanías. Nadie quiere llevar los suministros allí porque se amontonan doscientos enfermos, todos ellos de familias pudientes que pagan para perder de vista a sus seres queridos mentalmente destrozados. No obstante, el médico parece que empieza a percibir que los métodos de tratamiento no son precisamente muy académicos y comienza a sospechar que algo no va bien. No se descubre nada, amigos. Esto ocurre nada más empezar la película.

Antes hemos asistido a una cruel clase en la que se pone de manifiesto los anticuados métodos de la medicina de finales del siglo XIX con la exhibición de una mujer que, por pura casualidad, también estará internada en el psiquiátrico de alto nivel y baja niebla. Algo no cuadra. No sabemos muy bien el qué. Puede que los locos no estén tan locos. Puede que el personal médico no esté tan cuerdo. Ya se sabe, sólo hay una delgada línea que separa la locura de la cordura. Aquí, son unas cuantas escaleras.

Basada en un relato de Edgar Allan Poe, la película posee un principio muy atractivo. Hay buenos actores en su reparto, la bellísima Kate Beckinsale, Michael Caine, Ben Kingsley, Sinead Cusack…y otro que no es tan bueno como Jim Sturgess que se encarga del papel protagonista. Ése es uno de los problemas que conserva la cinta. Es incapaz de dar un matiz de cierta ambigüedad a un personaje que lo pide a gritos. Otro es la dirección. En lugar de ir en dirección de lo inquietante, el director Brad Anderson se decanta por lo evidente, dejando que la historia se le escape entre las manos y situándose muy lejos de las intenciones de Poe. Parece como si a Anderson le interesaran más los fiestorros que se preparan en la impostada superficie del hospital que en el brutal juego de poder que se ha establecido, que en el calculado misterio que envuelve todo el ambiente. Existe un giro final, bastante interesante en el que se pone de manifiesto el jaque mate, pero la película deja de funcionar demasiado pronto a pesar de las prometedoras premisas de su comienzo.

Y es que no es fácil retratar los laberintos mentales de los enfermos, ni las complicadas manías de los sanos. Es posible que, en esa época, fuera bastante difícil distinguir entre unos y otros porque los tratamientos que ponían en práctica los que se dedicaban al estudio y curación de las enfermedades mentales se podrían asemejar mucho a los de la tortura. No es fácil ir con cuidado y deslizar pistas aquí y allá, en un misterio que podría funcionar a la perfección siempre que los mecanismos estén bien engrasados. De todas formas, no me hagan caso. Yo sólo soy un enfermo del cine y puede que esté en la habitación de mi manicomio tratando de escribir unas cuantas letras que el director me va a borrar en unos minutos. En realidad, estoy notando una corriente eléctrica que me recorre el cuerpo…

martes, 3 de junio de 2025

EL GENIO DEL AMOR (1994), de Fred Schepisi

 

El amor no deja de ser una reacción química, así que algo de ciencia se puede hallar en el núcleo sentimental de cualquier relación. Perdónenme mi frialdad prosaica, pero es que cuando el accidente va a ocurrir porque está muy claro, es mejor que entren las ciencias a arreglar el desaguisado. Me explico. Resulta que la sobrina de Albert Einstein se ha enamorado de un petimetre universitario de altos vuelos y la chica merece algo mejor. El profesor Einstein, certero como siempre, encuentra que el chico adecuado es un joven mecánico de taller que es inteligente, pero tampoco tanto. Para que la sobrina se vea atraída por él, debería demostrar algo de su valía científica. Así que Einstein y sus estupendos colegas, los profesores Podolsky, Godel y Liebknecht, se ponen manos a la obra. Se rescata un antiguo trabajo de Einstein, se simula un encuentro casual en el que todos están discutiendo el loco proyecto de fusión fría de ese don nadie y la chica comienza a encontrarle atractivo.

La cosa es fácil y, al mismo tiempo, difícil. El pretendiente pretencioso quiere dejar al joven mecánico en ridículo y le somete a una serie de pruebas delante de la comunidad universitaria para demostrar que vale menos que un tubo de escape. No importa. Einstein, Podolsky, Godel y Liebknecht le soplan las respuestas con un método tan ingenioso que puede que sea uno de los exámenes más divertidos que se hayan visto en el cine. Sí, la película es una comedia romántica y, además, no se avergüenza de serlo, pero tiene momentos en los que no se puede evitar la carcajada.

Y es que más allá del triángulo que forman Tim Robbins, Meg Ryan y Stephen Fry como el engolado pretendiente, la auténtica gozada de esta película está en ver a cuatro viejos sabios jugando a ser celestinos con medios de inteligencia científica. Ahí están Walter Matthau como Einstein, divertido, sagaz, con diálogos maravillosos; Lou Jacobi como Godel, en su última aparición cinematográfica, un niño travieso que disfruta con los resultados; Gene Saks, el director de La extraña pareja y Descalzos por el parque, como Podolsky, tratando de sacar conclusiones filosóficas a las distintas reacciones experimentales; y Joseph Maher como Liebknecht, perplejo y aún así tremendamente preciso en sus líneas. El resultado es una película agradable, risueña, en la que incluso aparece el doble perfecto del presidente Eisenhower, el actor Keene Curtis, con instantes de alta comedia, con enredos, con esos cuatro viejos revoloteando alrededor de un periscopio para perderse la aparición de un cometa en el cielo porque es mucho más interesante la evolución del amor en el campus de la Universidad de Princeton. Y es que la sabiduría, probablemente, consiste en saber vivir y en aplicar los descubrimientos a la rutina, si es que el amor se puede considerar rutina, naturalmente.

Así que siéntense con la debida compostura. Es una conferencia magistral de cuatro actores ancianos que nos enseñan lo divertida que es la inocencia, lo gamberra que es la ciencia y lo entretenida que es la película. Saldrán encantados y, con toda probabilidad, con un aprobado firmado por estos cuatro profesores que, por encima de todo, quieren reírse.