A finales de los años
cincuenta, el trompetista y compositor de jazz Dizzy Gillespie realizó una gira
por Sudamérica y, en una noche libre, fue a un pequeño club a escuchar a un
pianista que le habían dicho que merecía mucho la pena. Era un jovencito de
veintisiete años que sorprendió al maestro por la originalidad de sus ritmos.
Al acabar la presentación, fue a hablar con él y le prometió que le llamaría
para que se trasladase a Estados Unidos para tocar juntos. Un año le costó a
Gillespie encontrar el hueco para ese pianista, pero Lalo Schifrin, que así se
llamaba, comenzó a tocar con ese música de trompeta torcida y hasta el
mismísimo John Coltrane quiso que le acompañara en algunos de sus conciertos.
Alguien habló a Lalo Schifrin
de las posibilidades que se abrían ante él en la composición de la música para
películas. Al principio, no le dio mucha importancia, pero surgió la
oportunidad a través de un largometraje de serie B que se estaba preparando con
el título de Rinocerontes blancos,
una cinta ambientada en África sobre unos cazadores que le daba a Schifrin la
posibilidad de experimentar con ritmos africanos. La película, protagonizada
por Harry Guardino, Shirley Eaton y Robert Culp, nunca pasó de la exhibición en
circuitos de cines de barrio, pero todo el mundo salía del cine elogiando
aquella música poderosa que contenía.
Años después, el
productor televisivo Bruce Geller vio la película y creyó que aquel tipo era el
indicado para componer la sintonía de la serie que estaba preparando para su
estreno en televisión. Su título era Misión:
Imposible. Schifrin entregó una banda sonora rutinaria, pero Geller le dijo
que aquello no era lo que estaba buscando, que lo que quería realmente era algo
que hiciera que, si alguien estaba lavando los platos y sonaba la sintonía,
dejara lo que estuviera haciendo porque empezaba la serie. Schifrin lo entendió
perfectamente y quiso investigar un poco para ver qué podía hacer. Se dio
cuenta de que la letra M, en Código Morse, eran dos largas; y la letra I, eran
dos cortas. Con esa premisa, Schifrin dio a luz una de las sintonías más
famosas de la historia de la televisión y, posteriormente, del cine.
Paralelamente, Schifrin
continuaba con su aportación al cine con películas como El último homicidio, una banda sonora vital dado que una buena
parte de su acción ocurre en un club de jazz; o, por supuesto, los magnéticos
acordes de El rey del juego, de
Norman Jewison, pero también las tonalidades del medio Oeste en una película
tan recordada como La leyenda del
indomable, de Stuart Rosenberg, con un inconmensurable Paul Newman, o uno
de sus mejores trabajos en Bullitt,
de Peter Yates, acompañando a Steve McQueen con una combinación jazzística
moderna entre la serenidad del personaje y la trepidante trama. También fue el
autor de ese inolvidable tema Burning
bridges, interpretado por la Mike Curb Congregation para Los violentos de Kelly, de Brian G.
Hutton.
Su aportación a la
banda sonora de películas fue inapreciable. Con un estilo vanguardista y, a
menudo rompedor, Schifrin era un buscador de ritmos incansable y especialmente
lúcido, que hacía que la banda sonora no fuera un mero acompañamiento, sino
también una caja de música que se quedaba grabada con facilidad en la mente del
espectador. Así fue en Harry, el Sucio,
de Don Siegel, o en la que, posiblemente, fuera la mejor película que hizo
Bruce Lee, Operación Dragón, hoy
irremediablemente trasnochada si no es por su espléndida banda sonora.
Otros títulos tan
importantes en la historia de la música en el cine se agolpan en su filmografía
como la excelente La gran estafa, de
Don Siegel, o las bandas sonoras de series como Mannix o Starsky y Hutch,
que deben gran parte de su agilidad a la música de Schifrin. También podía ser
casi solemne en otro tipo de películas como Ha
llegado el águila, de John Sturges, o el excelente trabajo que realiza para
Brubaker, de Stuart Rosenberg, con
Robert Redford destapando las carencias del sistema penitenciario. Resulta
especialmente sutil para Billy Wilder en su última película Aquí, un amigo y violentamente ambiguo
en Clave: Omega para Sam Peckinpah.
Tampoco hizo ascos a la ambientación del cine de espionaje en El cuarto protocolo, haciendo que la
prisa por caza al espía ruso con una bomba atómica casera fuera especialmente
agónica.
En su larguísima filmografía de más de doscientos títulos, Schifrin dejó un legado de avances considerables en la búsqueda de música para unas imágenes que fueron mucho, mucho más poderosas a través de sus melodías imposibles y su pasión por remover al oyente de su asiento. Un grandísimo compositor.
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