martes, 23 de septiembre de 2025

INCENDIES (2010), de Denis Villeneuve

 

Ir en busca del pasado para cerrar el círculo de venganza y violencia. Última voluntad de una madre que se sumió en el silencio cuando descubrió la verdad de su vida. Una vez muerta, es hora de revelarla a sus hijos. Implicará sacrificio y comprensión. Implicará peligro. Implicará amor. Y eso, quizá, es lo más difícil de asumir. Darse cuenta del inmenso amor que puede tener una madre por sus hijos para que ya no haya más rencores ni más muertes. Amor, vida, odio, muerte. Todo ello ahogado por los gritos de la guerra en el Líbano entre cristianos y musulmanes que, en el fondo, se puede adivinar que vale para cualquier conflicto de los que vivimos hoy en día. Incendios en el alma que queman el corazón. Cariño arrancado a dentelladas por la increíble aridez de una tierra que no conoce la paz. El polvo parece adherirse a las caras mientras se suplica por la piedad. Polvo sobre polvo. Rabia sobre rabia. Nunca podrá acabar porque así se mantienen los señores de la guerra en un país que no extirpó el pasado para no tener futuro. Sin embargo, no es ese el legado que quiere dejar esa madre que tanto sufrió con el rechazo y que abrazó el terror como forma de viaje. Quiere acabar con la locura y tiene un plan póstumo trazado para que se cumpla tal y como ella especifica. Es sencillo. Hay que encontrar al padre de sus hijos y también al hermano que se quedó en el Líbano.

Todo ello compone un viaje iniciático difícil de asimilar de la mano de un director que siempre ha destacado por su seguridad en la narración como Denis Villeneuve. Su elección es una película seca, sin concesiones, que guarda para el final el último giro del destino que siempre ha estado aguardando un descubrimiento entre las ruinas y la sangre. Los incendios se suceden porque, tal vez, uno de los hijos no quiere saber nada de ese pretendido pasado, ni de ese padre fantasma, ni de ese hermano inexistente. Ella, la hija, no obstante, intenta comprender a su madre porque fue testigo de su arrinconamiento en la palabra, de su certeza en el silencio, de su mutis voluntario al darse cuenta que el pasado no se puede dejar atrás y que, para que haya futuro, siempre, alguien, en algún lugar, debe perdonar. Y esa es la gran enseñanza que nos deja Villeneuve. No hay avances sin perdón. No hay vida sin olvido. No hay carga sin mancha terrible y pesada.

El viaje va a empezar por carreteras de piedra y arena. La plenitud sólo se alcanza con el conocimiento y, a partir de ahí, es cuando comienza a forjarse el perdón. No existe sin conocimiento. Es imposible. La ignorancia siempre origina violencia y enfrentamiento. Alguien dijo que la verdad puede ser la libertad. Y puede que tenga razón, pero aquí se deja de manifiesto que la verdad puede ser el perdón. Sin más trabajo que una sencilla operación matemática de resultado absurdo. Una conjetura de gemelos en los que uno más uno también es uno.

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