Compañero de juergas y
de piso de Michael Caine cuando ambos luchaban en los callejones de Londres por
abrirse paso en el mundo de la actuación, se podría decir que Terence Stamp es
un caso, si no único, si bastante poco frecuente dentro del cine. Nunca fue
amante de las interpretaciones grandilocuentes. Su gestualización fue siempre
económica, ahorrando cualquier expresión de más y dejando, a través de un
rostro magnético, que el público adivinara lo que pasaba por el pensamiento de
sus personajes. Además, aunque con sus excepciones, siempre fue bastante
proclive a huir de los estándares más comerciales, eligiendo proyectos
minoritarios o, en su defecto, papeles muy por debajo de su categoría de actor,
quedándose en un mero secundario que aportaba una presencia que siempre se
dejaba sentir. Terence Stamp fue el rebelde impasible de aquella generación de
actores que incluyó nombres tan ilustres como el propio Michael Caine, Richard
Harris, Peter O´Toole o Robert Shaw.
Su primera aparición en
el cine ya daba una idea de su futuro. Fue el alumno arrogante, que aceptaba de
una forma insultantemente desafiante los castigos de Laurence Olivier en Escándalo en las aulas, de Peter
Glenville. A continuación, cambia absolutamente de registro y entra en los
terrenos de la candidez con su papel de grumete en La fragata infernal, de Peter Ustinov, convirtiéndose en los
escondidos deseos del terrible personaje de maestro de armas encarnado por
Robert Ryan. Su salto a la fama mundial se produce con su tercera película, a
las órdenes de William Wyler, en El
coleccionista, en la piel de ese joven sociópata que, para paliar su
soledad, no se le ocurre otra cosa que raptar a una chica de la que está
platónicamente enamorado para forzar una relación. Su impasibilidad, de fondo
irresistiblemente turbia, llamó la atención de la crítica mundial en la que es,
con toda probabilidad, una de sus mejores películas.
Comete un ligero
tropiezo al intervenir en ese intento de realizar un James Bond femenino en un
director tan poco adecuado para estas lides como Joseph Losey en Modesty Blaise, pero está muy
convincente como el galán casi inalcanzable para Julie Christie en Lejos del mundanal ruido a las órdenes
de John Schlesinger. Un talento como el de Terence Stamp no podía pasar
desapercibido para aquellos jóvenes airados del free cinema británico.
Encadena un par de
tropiezos, pero Stamp se convierte en una especie de fetiche del cine de autor
europeo al intervenir en el episodio felliniano de la fallida Historias extraordinarias, en la que,
prácticamente, pierde la cabeza, y da con uno de sus papeles señeros como ese
joven que altera la aburrida rutina de una casa levantando deseos turbios en
cada rincón en la que, posiblemente, sea la mejor película de Pier Paolo
Pasolini, Teorema. 
Después de esto,
intenta abrirse paso en las más prestigiosas producciones europeas, pero no
elige demasiado bien. Es el amante de Laura Antonelli en la prescindible Divina criatura, de Giuseppe
Patroni-Griffi, se retira casi durante cinco años porque quiere saber lo que
quiere y cómo lo quiere. Hace algo de teatro, algo de televisión, escribe, pone
voz a documentales e, incluso, es un espectador asiduo de los estadios de
fútbol ingleses. Entre partido y partido, se va a la India a aprender
meditación y sumergirse en los misterios del Veda.
Su encarnación del
General Zod en las dos primeras partes de Superman
le devuelve a la primera línea y, no sólo eso, sino que, de alguna manera, se
convierte en su interpretación más conocida en las nuevas generaciones que, en
el momento de su fallecimiento, le han recordado por este trabajo y no por
otros mucho más destacables. Sin embargo, y a pesar de la popularidad que le
granjea, da otro giro inesperado y se viene a España a rodar con Juan Piquer
Simón Misterio en la isla de los
monstruos y, luego, va a Italia a recrear, de forma un tanto delirante, el
supuesto asesinato del Papa Juan Pablo I en Muerte
en el Vaticano. A partir de aquí, Stamp baja algún puesto en el pedestal de
los primeros actores y prefiere dedicarse a los secundarios y a las apariciones
episódicas en alguna que otra película de prestigio. 
A destacar su
interpretación del científico que indaga en el comportamiento de los primates
en la excelente Link, de Richard
Franklin, o en el rostro más antipático del comercio del arte en la muy
divertida Peligrosamente juntos, de
Ivan Reitman, dando la réplica a Robert Redford y a Debra Winger. Aparece,
hierático como nunca, en El siciliano,
de Michael Cimino, y en Wall Street,
de Oliver Stone, y realiza su única incursión en la dirección dando órdenes a
Lorraine Bracco y Harry Dean Stanton en una película llamada Stranger in the house, que apenas obtuvo
distribución y que fue un fracaso ya antes de su estreno, a pesar de una
premisa argumental atractiva como el de una mujer que regresa de su luna de
miel y se encuentra con que su padre vive con una joven. Pocos días después, el
padre aparece muerto y se levantan todas las sospechas. 
Después de ese rodaje,
se sitúa en Polonia y en España para rodar la adaptación de la novela de
Antonio Muñoz Molina Beltenebros,
bajo la dirección de Pilar Miró en la que es su mejor película. Su Capitán
Darman, ese hombre que se supone que luchó en las Brigadas Internacionales
durante la Guerra Civil y que se dedica a deshacer los entuertos del partido
comunista en la clandestinidad con encargos sucios resulta enigmática,
atractiva, misteriosa e intrigantemente romántica. Un estupendo trabajo. 
Vuelve a parar y cuando
vuelve, lo hace con fuerza. Las aventuras
de Priscilla nos descubre a un Terence Stamp tremendamente nuevo,
travestido y con poca vergüenza que nos conquista y nos hace reír, que nos
estremece y nos hace pensar. Una película que nació para ser underground y acabó siendo un éxito que
dio lugar a un musical de Broadway.
Otra de sus estupendas
interpretaciones se halla en la poco conocida El halcón inglés, de Steven Soderbergh, donde encarna a un ladrón
que sale de la cárcel y toda su energía se concentra en hallar a los asesinos
de su hija lo cual, inevitablemente, le lleva a resolver otra serie de
problemas colaterales. Una excelente actuación porque Stamp lleva al límite la
combinación perfecta entre misterio y dolor, entre cariño y nostalgia, entre un
hombre que está condenado a vagar por el mundo y su dificultad para hallar un
cierto orden en él.
Otro de los papeles por
el que le recuerdan las nuevas generaciones es el Canciller Valorum de La amenaza fantasma y, llegado este
punto, a Terence Stamp sólo le interesan actuaciones breves en películas que le
gusten que no tienen por qué necesariamente ser buenas. A destacar su mariscal
conspirador en Valquiria a mayor
gloria de Tom Cruise, o ese jefe supremo de la legión de ajustadores de destino
en la muy apreciable Destino oculto,
de George Nolfi basándose en una novela de Philip K. Dick, o su aparición en Big Eyes, de Tim Burton o su última
aparición en el cine en un cameo dentro
de la apreciable Última noche en el Soho,
de Edgar Wright.
Lo único cierto de este somero repaso es la conclusión de que un actor como Terence Stamp, con talento, con un físico llamativo, con esa forma de estar tan británica, ha destacado por su rebeldía. No tenía por qué ser siempre el protagonista. Bastaba un buen papel con pocas frases. O el deseo de trabajar con algún director que despertara en él algo de admiración. Quizá no entre en la leyenda, pero sí, de algún modo misterioso, que esas actuaciones llenas de silencio y de miradas elocuentes han marcado un estilo al que no todos son capaces de llegar.

 
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