El precio de vender el alma al diablo quizá sea el endurecimiento del corazón y la incapacidad de derramar ni una sola lágrima, ni siquiera cuando es necesario. Robert de Niro, después de Una historia del Bronx, vuelve a escribirnos con la caligrafía de quien tiene bien aprendida la lección, sobre la construcción de una vida, sobre las circunstancias que sobrepasan los deseos y sobre la infelicidad propiciada por un entorno tan hostil que tenemos la sensación de estar siempre en el territorio de una guerra helada.
El camino para el descenso a los infiernos que emprende un brillante estudiante de Yale, se baja peldaño a peldaño mientras su interior se va convirtiendo en una cueva donde, encerrados con llave, se apilan sus sentimientos. No cabe encontrar al culpable de la ruina de tu propia existencia, tan sólo hay sitio para seguir adelante escondiéndose en la falsa y cómoda ideología del patriotismo rancio. Al fin y al cabo, es lo que tiene dedicarse a una profesión en la que tus secretos son sólo instrumentos para conseguir objetivos de estado y donde la mentira es poesía de la verdad.
Más allá de todo eso, moviéndose por la triple vertiente del fracaso de la invasión de Cuba en el desastre de la Bahía de Cochinos, la vida privada de un hombre que espía por convicción y destruye por sensación, y el recuerdo de cómo se llega a la impavidez de hablar sobre vidas y muertes ajenas sin un mínimo asomo de remordimiento, la película tiene un ritmo pausado, en la que de Niro construye el puzzle con elementos bien mezclados de John Le Carré y Martin Scorsese; de Graham Greene y Otto Preminger. El resultado es una película complicada de seguir, no tan lejana en su concepción a la ya mencionada Una historia del Bronx, que en su cadencia de ver pasar la vida se intuía un latir presuroso, que nos habla de poder, de mirada, de intensidad, del oír lo que no se debe y de decir lo inconveniente. Ni siquiera el amor está a salvo de corromperse por culpa de un silencio que, casi siempre, es el culpable de todas las grietas. Callar en casa no es la solución. Si tu casa es la C.I.A., más vale que te calles.
Quizá por eso, además de una cierta mano maestra en el adelantamiento metafórico de algunos hechos que luego son determinantes, lo que hace realmente de Niro es extender delante de nosotros un enorme fresco en el que constan las explicaciones de Dios. Porque nadie exige explicaciones si interviene la Agencia. Nadie quiere saber nada de una oscuridad programada desde ciertas oficinas en que los funcionarios cada vez se confunden más con su entorno y no son más que sombras grises absorbidas por la penumbra de sus propias decisiones. En el fondo, Dios quizá no sea más que un oficinista al que le gustan los que no pueden oír porque a él no le agrada hablar…Y háganme un favor. No se fíen de mi opinión. No se fíen de nadie. La traición puede ser sólo el deseo de imitar a quien se admira…como yo a Robert de Niro…
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