"El matrimonio es un error que dos personas cometen juntas”. Ahí queda eso. Y tal vez, un beso no es más que un hurto derivado de la ambición. O, a lo mejor, un robo es una declaración de amor al más puro estilo vodevilesco mientras la vieja Europa se mece en un sueño de góndolas recogiendo basura. Incluso la luna de la noche veneciana se puede ver reflejada en el cristal de unas gotas de champán. Y no vale decir que todo esto es una recreación de una obra bienintencionada de alta comedia debida a un húngaro llamado Alasdar Laszlo, no. Aquí, señores, lo que se está jugando es una partida de sofisticación apostada al rojo con una clara inspiración en la ironía de Oscar Wilde. Sí, Lubitsch era así. Cogía un argumento y, en colaboración con su guionista habitual Samson Raphaelson, le daba la vuelta y parecía que estábamos en la perfeccionista atmósfera cinematográfica de un hombre que adoraba la ironía como forma de cortejo y que cada uno es como es, qué le vamos a hacer.
Un ladrón en la alcoba es divertida, es sexy, es subliminal, es sublime. Es una de esas películas que sólo ganan cada vez que se vuelven a ver (una de esas raras obras que sólo un cineasta de la categoría de Ernst Lubitsch era capaz de crear). Podríamos decir, si me permiten el vulgar símil culinario, que esta película es…caviar para el paladar. Es, como si dijéramos, un toque de excesivo lujo en nuestro sabor para luego convertirse, una vez que se prueba repetidamente, en un festín para los sentidos, en una lujosa recepción para la sutilidad sensual, en un baile nítido de idas y venidas con el aderezado e inolvidable gusto para el sobrentendido, para lo que no necesita explicación, para esa sonrisa que asoma a todos sus rostros cuando han caído en el centro justo de la picaresca de la situación.
Si observamos un poco la trayectoria de este excepcional director (como dijo Billy Wilder el día del entierro de Lubitsch: “No nos hemos quedado sin Lubitsch…es peor aún…nos hemos quedado sin las películas de Lubitsch”) podemos observar que uno de sus temas recurrentes, raíz de tantas puertas cerradas como telón sugerente de unas cuantas braguetas abiertas, es el del triángulo amoroso. Al fin y al cabo, el tres es un número de ilimitadas posibilidades matemáticas y de infinitas combinaciones sexuales. Esta película es un claro ejemplo de ello y, después de ésta, nos extasiaremos con la sabia exposición de hipotenusas dominadoras de catetos a la caza del encuentro en el ángulo más alto de nuestro pensamiento con películas tan certeras y maestras como Una mujer para dos, Ser o no ser, El pecado de Cluny Brown, Ángel, La octava mujer de Barba Azul o Lo que piensan las mujeres. Y es que, en el fondo, también todo el mundo sabe que el genio de Lubitsch giraba en torno a su idilio sempiterno con un puro y con la elegancia de una cámara recorriendo los rincones más inaccesibles de nuestros deseos disfrazados de frac.
Y, por si fuera poco, aquí Lubitsch nos presenta una forma de dirigir que aún hoy nos parecería asombrosamente moderna, con un estilo aviñetado que sería la envidia de más de uno o dos hacedores de cómics que son incapaces de asumir que todo, todo en una película de este maestro de maestros está subordinado a la trama, a la evolución de los personajes, al ritmo… que no hay compartimentos estancos, que no existen los virtuosismos técnicos estériles… Todos los planos son esenciales por sí mismos…y ya que me he puesto pedante, voy a decirles algo confidencialmente: Todas las películas de Ernst Lubitsch son esenciales por sí mismas. No cierren la puerta para perderse la lujuria de la inteligencia, por favor.
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