Siempre es más fácil narrar la ascensión de un mito que su propia caída y, en este caso, Steven Soderbergh cae en una abulia preocupante después de que, en la primera parte, nos mostrara un certero retrato del Che Guevara mostrándonos a un hombre que comenzó con unos ideales nobles y sucumbió a la corrupción inherente a la irresistible erótica del poder.
Aquí, ni siquiera deja la opción a un soporte de buenos actores rodeando la revolución soñada y utópica de un hombre que siempre creyó en el hombre pero que también se equivocó pensando que la rebeldía era algo inherente a todos los pueblos. En esta ocasión, en Bolivia, final y muerte del símbolo, la sublevación popular no tiene apoyo político y, en un pueblo que en sus cortos años de existencia, ha asistido a más de 170 golpes de estado simplemente les da igual quién tome el poder porque han sido educados, quizá sólo en eso, en que su pobreza seguirá siendo una epidemia difícil de curar.
Así, pues, el Che comienza una guerrilla a la que se deniega la natural rebelión popular, el necesario apoyo político y el socorrido recurso de la Unión Soviética que decide desentenderse de tales intentos. Tan sólo Fidel Castro presta una tímida ayuda que pronto se diluye en la nada, tal vez porque había demasiado carisma en un hombre que estaba plenamente convencido de que había que extender la Revolución a todos los países acosados por la pobreza. Si eso fuera poco, los mismos bolivianos consideraron al Che un extranjero que venía a darles lecciones de guerrilla, alguien que no tenía verdadero interés en el bien de un país que no era el suyo. El resultado fue una estéril lucha en la que el propio Ernesto Guevara decía que para triunfar había que vivir como si se estuviera muerto.
Pero la película, en esta ocasión, carece de fuerza, se limita a mostrar a una serie de guerrilleros perdidos en medio de la selva, en largas caminatas hacia la derrota, sin paradas en el dramatismo de unas motivaciones que se presumían nobles ( en esta ocasión, Soderbergh no incluye los defectos del más famoso de los guerrilleros de la historia moderna) y cae por las laderas de una hagiografía injusta y parcial obviando su participación política en el gobierno de Cuba (no hay que olvidar que Ernesto “Che” Guevara firmó más de trescientas sentencias de muerte sin pestañear) y se deja arrastrar por el aburrimiento salpicado por la aparición de una serie de caras conocidas (como la breve aparición de Matt Damon, o la insulsa participación de Oscar Jaenada o la diluida interpretación de Jorge Perugorría, intenso y excelente en la primera parte, poco más que un excursionista al borde del barranco en ésta).
Por supuesto, el gran dominador de la función sigue siendo Benicio del Toro que interpreta al Che Guevara con una naturalidad admirable, sin añadir rasgos de actuación que hagan del mito un ser estratosférico, sino un hombre, que incluso en el discurso que pronunció en la Asamblea de las Naciones Unidas, se ufana lleno de razón de las ejecuciones en su país y de la terrible represión que sigue a cualquier Revolución.
No cabe duda de que en estos mismos parámetros, Elia Kazan realizó una película en 1952 muchísimo más efectiva que se tituló Viva, Zapata en la que también los pobres cogían las armas con el fin de intentar conseguir algo mejor en sus vidas...Unas vidas que siempre necesitaron de unos líderes que quisieron llevar a la práctica algo tan sencillo como la exterminación de la injusticia endémica. Soderbergh, consiguió una digna película en la primera parte, pero yerra totalmente el tiro con su manifiesto admirativo de la segunda totalmente exento de otras consideraciones que se antojan esenciales en la vida de un hombre que, cuando fue ejecutado, comenzó a morir como si hubiera vivido.
Aquí, ni siquiera deja la opción a un soporte de buenos actores rodeando la revolución soñada y utópica de un hombre que siempre creyó en el hombre pero que también se equivocó pensando que la rebeldía era algo inherente a todos los pueblos. En esta ocasión, en Bolivia, final y muerte del símbolo, la sublevación popular no tiene apoyo político y, en un pueblo que en sus cortos años de existencia, ha asistido a más de 170 golpes de estado simplemente les da igual quién tome el poder porque han sido educados, quizá sólo en eso, en que su pobreza seguirá siendo una epidemia difícil de curar.
Así, pues, el Che comienza una guerrilla a la que se deniega la natural rebelión popular, el necesario apoyo político y el socorrido recurso de la Unión Soviética que decide desentenderse de tales intentos. Tan sólo Fidel Castro presta una tímida ayuda que pronto se diluye en la nada, tal vez porque había demasiado carisma en un hombre que estaba plenamente convencido de que había que extender la Revolución a todos los países acosados por la pobreza. Si eso fuera poco, los mismos bolivianos consideraron al Che un extranjero que venía a darles lecciones de guerrilla, alguien que no tenía verdadero interés en el bien de un país que no era el suyo. El resultado fue una estéril lucha en la que el propio Ernesto Guevara decía que para triunfar había que vivir como si se estuviera muerto.
Pero la película, en esta ocasión, carece de fuerza, se limita a mostrar a una serie de guerrilleros perdidos en medio de la selva, en largas caminatas hacia la derrota, sin paradas en el dramatismo de unas motivaciones que se presumían nobles ( en esta ocasión, Soderbergh no incluye los defectos del más famoso de los guerrilleros de la historia moderna) y cae por las laderas de una hagiografía injusta y parcial obviando su participación política en el gobierno de Cuba (no hay que olvidar que Ernesto “Che” Guevara firmó más de trescientas sentencias de muerte sin pestañear) y se deja arrastrar por el aburrimiento salpicado por la aparición de una serie de caras conocidas (como la breve aparición de Matt Damon, o la insulsa participación de Oscar Jaenada o la diluida interpretación de Jorge Perugorría, intenso y excelente en la primera parte, poco más que un excursionista al borde del barranco en ésta).
Por supuesto, el gran dominador de la función sigue siendo Benicio del Toro que interpreta al Che Guevara con una naturalidad admirable, sin añadir rasgos de actuación que hagan del mito un ser estratosférico, sino un hombre, que incluso en el discurso que pronunció en la Asamblea de las Naciones Unidas, se ufana lleno de razón de las ejecuciones en su país y de la terrible represión que sigue a cualquier Revolución.
No cabe duda de que en estos mismos parámetros, Elia Kazan realizó una película en 1952 muchísimo más efectiva que se tituló Viva, Zapata en la que también los pobres cogían las armas con el fin de intentar conseguir algo mejor en sus vidas...Unas vidas que siempre necesitaron de unos líderes que quisieron llevar a la práctica algo tan sencillo como la exterminación de la injusticia endémica. Soderbergh, consiguió una digna película en la primera parte, pero yerra totalmente el tiro con su manifiesto admirativo de la segunda totalmente exento de otras consideraciones que se antojan esenciales en la vida de un hombre que, cuando fue ejecutado, comenzó a morir como si hubiera vivido.
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