
Había una vieja máxima en el cine que decía algo así como que “cuando en una película hay niños o animales más vale que mires hacia otro lado”. Ésta película puede ser la excepción a esa regla porque es la propia personalidad de esos niños sin conciencia de alma la que hace que nuestro espíritu ruegue por mirar hacia otro lado. Es inquietante reconocer que, de alguna manera, el interior que nos habita se niegue a aceptar que la ingenuidad de la niñez pueda llegar a tal extremo de injusticia, de ingravidez total, de desafecto por la existencia ajena. Es una película terrible, devastadora, en la que el viento que infla el trapo del velamen se convierte en un soplido del diablo para dejar las tibias cruzadas de la bandera pirata en meras fracturas de huesos bañadas en la indiferencia sazonada con gotas de sadismo sin sombra de remordimiento.
Y es que el mundo de los piratas no es sólo la aventura romántica, el secuestro recubierto de salitre para pedir un rescate que, en el fondo, es justo; el grito del mar rugiendo de furia contra la frágil madera del barco; el alarido de “¡Tierra!” avisando del final del viaje. Aquí, la travesía termina en un giro sobrecogedor emanado de una inocencia que es cruel por omisión, que hace justicia por silencio, que olvida porque es una de las obligaciones de los más jóvenes. La infancia, como el propio orden de las cosas, tiene su propio mecanismo de defensa...como una planta carnívora que, sin pensar, cierra sus fauces en torno al incauto insecto que intenta asaltar el color atrayente disfrazado de aroma de trampa.
Quizá también ser niño, en ocasiones, consiste en sobrevivir en contra de las fuerzas de la naturaleza. O, tal vez, la ingenuidad de la infancia sea un escondite perfecto para los que, en pocos años, pueden convertirse en la clase dirigente. Los auténticos protagonistas de esta película no son Anthony Quinn y James Coburn. Son los niños que inundan de ambigüedad las ventajas de la piedad para convertirlas en cuerdas sólidamente apretadas en una horca con las que antes han estado saltando a la comba.
Alexander MacKendrick fue un hombre que dirigió muy pocas películas (anteriormente ya había visitado el mundo de la infancia con una película desoladoramente social como Mandy) pero en su corta filmografía hay siempre la mirada certera de un hombre que supo diseccionar, con singular precisión, los rincones más aviesos del ser humano...ser fiera...humanos fieras...