James Clavell fue un conocido novelista de éxito que, años más tarde, dirigió una excepcional película que hablaba sobre la guerra, la peste, la pobreza y la crisis de fe y que llevó por título El último valle, con Michael Caine y Omar Sharif de protagonistas. En esta ocasión, unos cuantos años antes, se intentó adaptar una codiciada novela suya que, en principio, se pensó para ser interpretada por Paul Newman. Más tarde, se le ofreció a Steve McQueen, el cual se negó alegando que no iba a pasarse la vida encarnando personajes que vivían en un campo de concentración (estaba muy reciente el enorme éxito de La gran evasión) y, finalmente, el guión cayó en las manos del, por entonces muy de moda, George Segal. El resultado es una película que no duda en hablar con franqueza del honor, del comportamiento ético que debe emanar mucho más allá del simple instinto de supervivencia y del dilema moral que se plantea entre estas actitudes propias de oficiales que, tal vez, no sean tan caballeros.
La historia, no nos engañemos, no camina por los derroteros del heroísmo dentro de un campo de concentración ni nada de eso. Se trata de hablar de humanidad. Se trata de hablar de sufrimiento. Se trata de establecer cuánta dignidad se puede perder con tal de sobrevivir. Y todo lo eso lo hace sin dejarse entretanto ni un gramo de humor mientras nos hace meditar sobre el poder, sobre el clasismo, sobre el privilegio, sobre las dificultades y sobre el carácter que marca no solamente la vida propia, sino también la de los demás. Detrás de Segal, tenemos una excelente plantilla de actores británicos encabezada por el siempre turbio Tom Courtenay y seguida por el muy eficaz James Fox. Lo peor de todo es que nunca ha sido un título demasiado valorado y, sin embargo, tiene momentos de cine de altura y es una de las mejores radiografías que se han hecho nunca de la vida de los prisioneros de guerra. Porque además, seamos sinceros. En una situación en la que te han hecho prisionero y te han internado en un campo de concentración lo único que te interesa (en contra de lo que nos han vendido una y otra vez) eres tu mismo. Tu propia capacidad de adaptarte y sobrevivir. Y si tienes que hacer negocios con quien no debes, los haces. La ética sirve de muy poco cuando las alambradas son los límites del mundo. Lo más increíble de todo es que cuando se sale de ese campo de concentración, las cosas no son muy diferentes. Lo único que te interesa eres tu mismo. Tu propia capacidad de adaptarte y sobrevivir. Y si tienes que hacer negocios con quien no debes, los haces. La ética sirve de muy poco cuando ya no hay alambradas que pongan límites. Y quizá la amargura de esa certeza es lo que tanto ha perjudicado a esta película cayendo en el olvido de quienes ven que somos prisioneros, nos guste o no, y que aún sigue habiendo algún “Rey Rata” que intenta arañar unos céntimos a cambio de alguna miseria que nos corroe por algún lugar de nuestro interior.
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