viernes, 16 de abril de 2010

CONSPIRACIÓN EN BERLÍN (1966), de Michael Anderson

Un hombre camina por una calle solitaria de lo que parece ser el Berlín Oriental. La arquitectura igualitaria del socialismo autoritario parece que le mira con sus enormes ojos en forma de grandes ventanales. Sólo resuenan sus pasos en la noche. Quiere hacer una llamada de teléfono. Entra en una cabina que está ahí en medio, como un oasis en un desierto, y antes de que pueda decir nada, un disparo estalla en la noche llevándose una vida sin un por qué.
Este principio, irremediablemente, nos remite de alguna manera a El espía que surgió del frío, de Martin Ritt y ésta es una película de espías que nos demostrará que los héroes están cansados; que no hay ese lujo y esos coches y esas fiestas y esas chicas que el tipo ese, Bond, nos ha acostumbrado tanto a ver. En el trabajo del espionaje casi todo es despreciable, incluso los jefes que llegan hasta los extremos de la repulsión, como ocurre con el rechazable Pol, magníficamente interpretado por Alec Guinness. No hay lugar para el escrúpulo en medio de las operaciones orquestadas en una ciudad que fue un hervidero de espionaje e intriga. El agente Quiller, encargado de investigar el asesinato de su predecesor, es un hombre de paso lento, cansino, como harto de tanta conspiración hasta para andar por la calle. Tiene algo de alma pero está desgastada por la traición. Quiller tiene que encontrar la base de operaciones de un grupo de neonazis que están reorganizándose e infiltrándose en distintos estratos de la sociedad alemana y no debe revelar su propia base, aún a costa de su alma en permanente venta.
No hay que olvidar que el autor del guión de Conspiración en Berlín es Harold Pinter, obseso de las relaciones que se establecen en círculos cerrados por fuerzas de poderosa humillación y, en esta ocasión, también sus letras también dirigen sus pasos en ese sentido. La decepción es una constante en su obra (y en mi modesta opinión no ha hecho para el cine nada mejor que esa maravilla que es El sirviente, de Joseph Losey) y los pasos de la soledad dados con más fuerza por causa del miedo son la gramática de su oratoria. El espía solitario. Quiller (un dramático George Segal) dejará que la injusticia poética recite su estrofa aún sabiendo que su misión, en sí misma, no ha terminado. Se dejará engañar por culpa de ese elemento tan subversivo, tan imprevisible, tan variable como es el corazón. Tal vez, por eso, sus pasos en una calle solitaria del Berlín Oriental no suenen con la fuerza del eco de su propia soledad, sino con la debilidad propia del latido de lo que aún puede sentir.
Hace falta una cierta moral para ver esta película y apreciar las virtudes de un guión que parece que implora que no dejemos congelar lo único que nos mantiene vivos. Tal vez por eso merece la pena ser un espía de nosotros mismos…

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