“Él es lo que todo niño desea ser y lo que todo hombre lamenta no haber sido”
Así es Ben Allison. Un tipo que perdió cuando los cañones hablaron. Exploró montañas, se perdió en laderas, se hundió en las nieves perpetuas, cabalgó hasta que las llagas se hacían permanentes en los muslos, probó el polvo seco del desierto e hizo que la soledad se hiciera su sitio entre disparo y disparo. Y un buen día, se topa con una chica de pelo largo y negro. Tan negro que su visión destaca dentro del paisaje nevado como una mancha de bravura en tierra virgen. Se encuentran, se desencuentran y, claro, ella busca la seguridad del hombre rico. Ése es otro. Puede parecer un petimetre pero no lo es. Es otro hombre que sabe defender lo que es suyo pero que carece de eso que a Ben Allison le sobra: ternura. Sabe cuidar. Sabe regalar. Sabe sorprender. Pero todo está recubierto de ausencia, de calor, de experiencia entrañable. Su nobleza dura lo que se tarda en apurar una copa de champagne.
De las montañas congeladas de tierra hostil al árido camino de la llanura enfrentada. Muchas, demasiadas millas que recorrer. La lealtad se sirve en vasos pequeños pero suficientemente aprovechados. Los indios. La traición. El juego de responsabilidades. Eso sí, con un ojo alerta a lo que, en apariencia, importa bien poco. Y una lección que no hay que olvidar: ser más listo, prever los movimientos del contrario, no ambicionar más de lo que se desea o, mejor aún, no convertir el deseo en ambición. Ése es el secreto de los grandes hombres. Ben Allison lo sabe bien. Tal vez porque fue un oficial en tiempos de guerra y sabe que las derrotas son muy amargas. O quizá porque su hermano pagó el precio de saltarse las reglas del respeto. O aún y todo porque ya está bien de tanto cabalgar. Más vale tener el sueño en la mano y dejar pasar lo que no se necesita pero que agrada poseer. Dura lección que muchos siguen sin aprender.
Clark Gable incorporó con aplomo y experiencia a ese personaje admirable, implacable, hombre alto en un mundo lleno de mediocridades, amigo de sus amigos, pagador de favores, justo entre violencias. Lo hizo componiendo uno de esos papeles que parecen caídos en el olvido y que tienen mucho más mérito que otros más conocidos como el Rhett Butler de Lo que el viento se llevó, o el Victor Marswell de Mogambo. Porque aquí, más que una sonrisa, era un actor. Y lo hizo teniendo enfrente nada menos que a Robert Ryan que era un hombre que no se lo ponía fácil a nadie porque tenía arrugas que parecían aberturas en la tierra seca que cabalgan, con una mirada de buitre hambriento y una presencia que imponía seguridades no demasiado honestas. Detrás de las cámaras, Raoul Walsh. Nada más y nada menos. Un tipo con un solo ojo que bien que sabía mirar por el único ojo de la cámara. Ojo con esta película.
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