Desde lo alto, allá arriba en la cúspide, más allá del bien y del mal, el gentío parece un hormiguero inquieto, ocupado en sus despreciables quehaceres, sin más planes que el siguiente paso en su caminar. Los cafés siguen con su trasiego habitual. Por las mañanas, el olor del croissant recién hecho sirve de música a una ciudad que exhibe maravillas y esconde miserias. Tantas que el crimen también está invitado. Basta con que un tipo que espera recibir una cuantiosa herencia no quiera mancharse las manos de sangre. La muerte está servida.
Al otro lado de la calle, con una mirada inquisitiva y, sobre todo, curiosa, está el Inspector Jules Maigret. Orondo en su figura, inteligente en su mirada, ligeramente más nervioso de lo habitual. Es un hombre que no suelta la presa así como así. Se entabla una terrible batalla de nervios. El falso acusado, un pobre hombre que solo busca una tabla de supervivencia. El mimado americano que quiere nadar en la abundancia para dejar a su mujer y marcharse con su amante. El policía de métodos nítidos y algo precipitados, que sirve cebos y pone su puesto en juego. El asesino frío y vanidoso, con ínfulas de superioridad intelectual, que desprecia todo lo que se pone por delante y que es un experto en urdir maniobras de distracción. Todos los caminos confluyen en ese desafío al cielo que es la Torre Eiffel, laberinto de hierros que también es depósito de sueños, de sentidos y de frustraciones. El trepidante desenlace, con el vértigo de mirón imprevisto, con la inteligencia como arma y con los nervios a punto de romper sus sujeciones, es el espectáculo. Lo demás es confusión y pasos en falso. Un misterio resuelto que empuja hacia una contienda de tensiones. Al fin y al cabo, Maigret lo sabe decir muy bien: “¿Soy yo quien le sigue a usted? ¿O es usted el que me sigue a mí?”.
Esta rara película se creyó perdida durante años. Incluso Burgess Meredith, el actor-director que se hizo cargo de las riendas del rodaje cuando el protagonista Charles Laughton repudió vehementemente al inicialmente previsto y también productor Irving Allen, creyó que no se podría ver nunca más. En la fotografía, estaba ese genio llamado Stanley Cortez que optó por un sistema de color europeo que nunca llegó a tener demasiado éxito y que, sin embargo, consiguió convertir a la ciudad de París en el quinto protagonista de la trama. La composición del Maigret de Laughton es extraña, muy inquieta, muy atípica según el retrato que de él hacía su creador, Georges Simenon. El asesino, Franchot Tone, es pura abyección, es un compendio de miradas atravesadas y despreciativas que llegan a despertar un cierto rechazo elegante. No se consiguió una obra maestra, se consiguió una extrañeza que coloca al espectador a los pies de la Torre, mirando hacia arriba, con la tensión dispuesta y la sensación de que algo bueno hay en ella aunque también hay un cierto caos en algunas indefiniciones, en algunos vacíos y diluyendo la inteligencia en un mar de curiosidades. Y es que para apreciar bien el color de las buenas películas hay que subirse al último piso de la Torre Eiffel y eso solo lo pueden hacer los malvados.
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