miércoles, 12 de diciembre de 2012

CASCO DE ACERO (1951), de Samuel Fuller

Un agujero en medio del casco. La bala da la vuelta por la red interior y sale de nuevo por el agujero de entrada. Eso es suerte, sargento. Tanta que es como si llevara usted en la cabeza un zurcidor que une los restos de distintas unidades que se baten en retirada. Y ahí es donde de verdad tiene que funcionar la suerte. Negros, judíos, decepcionados, cansados, hartos, más muertos que vivos y una petición. Y un niño que con sus ojos rasgados se siente importante porque está al lado de hombres valientes que parecen verdaderas enciclopedias en el arte de la supervivencia. Las armas escupen fuego aunque el silencioso Buda invita a la paz. El enemigo parece algo invisible, inasible, inasequible. Las tumbas serán los testimonios de una batalla librada en el interior de una pagoda. Y el agujero en el casco es como si un tercer ojo se hubiera abierto entre el polvo, entre la selva hostil, entre el cemento que se derrumba, entre vidas que parecen hechas solo a medias.
Hombres de acero que se entregan hasta el último suspiro para defender un puñado de nada. El silencio se hace repetitivo hasta la sordera y las balas perdidas siempre buscan la carne más blanda para descansar. Sangre inocente en suelo culpable. Las ametralladoras golpean la moral. La resistencia se apura, se estrecha, se declara en el borde de la rendición. Total, sargento, lo más que puede pasar es que intenten matarle por segunda vez.
El casco se mueve por sí solo en el árido terreno de la muerte. Cada paso es un triunfo que fallece en la herida del camino. No hay victorias porque no hay derrotas. Y el regreso a casa es un sueño tan inalcanzable que parece que está ahí mismo, a la vuelta del primer árbol, detrás de un ramaje, al otro lado de un terraplén. El puro habano es el signo de los nervios y ya no cabe más sangre alrededor de los héroes. Un día más es un buen puñado más de proyectiles y un saco de esperanzas que se deshace en cada baja. Sí, mi sargento. Vaya casco de acero.
Samuel Fuller, una vez más, coge ese vigor extraordinario que le caracteriza y te espeta una historia que no tiene más que fuerza, que tiene todo el sabor de una guerra que conoció demasiado bien y toda la acidez necesaria contra un gobierno caprichoso y escondido y que habla de hombres que luchan más allá de sus fuerzas para ver una luz que les permita seguir siendo lo que son: hombres. Y habría que reivindicar el enorme trabajo que hace un actor habitualmente secundario en muchas películas como Gene Evans, uno de los intérpretes favoritos de Fuller, que realiza un soberbio trabajo, asombroso en su físico, deslumbrante en su fondo y agotado en su exterior. Y es que, en esta película, las balas parece que silban buscando el miedo en nuestros oídos y se empeñan en morder la vida para que la sangre muera en un charco de olvido. Eso, sargento, agota a cualquiera.

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