Agua y sangre. Balas y desesperación. El asesinato a quemarropa en medio de una gigantesca matanza como la guerra. La razón ahogada. El horror instalado. Murphy ha sobrevivido a la terrible caza de un submarino alemán que torpedeó su barco y comenzó a disparar a todos los supervivientes. No hay cuartel contra ese enemigo. Hay que destruirlo. No importa lo que cueste. Incluso si lo que hay que pagar es la vida.
En estado de choque, contempla el refugio que busca el submarino en plena desembocadura del Orinoco, en la costa Atlántica de Venezuela. Su agotamiento no le impide pensar en la dulce venganza. Para eso él es un buen irlandés de nacimiento. Nadie se ríe de un discípulo de San Patricio. Ni mucho menos un maldito nazi. Y si hay que hundir al submarino con las propias manos, pues se hace y ya está.
No cuenta con mucho Murphy. Apenas un hidroavión remendado que pertenecía a su barco y una gabarra-grúa que se cae de vieja. Un francés sin mucho que ganar o perder le va a echar una mano. Pero lo que realmente azuza las ganas de Murphy de acabar con esos alemanes del demonio es la locura y la venganza. Está obsesionado. Quiere destruirlos con cócteles Molotov arrojados desde el aire, arrollándolos con la barcaza, dejando caer en sus mismas cabezas un torpedo perdido. Y lo va a hacer a pesar de que llegan las noticias de Europa de que la guerra ha terminado, de que Alemania se ha rendido, de que la paz ha llegado. Eso no son más que tonterías. La guerra…su guerra acabará cuando él venza. Nunca antes. Tiene a unos cuantos compañeros flotando en el agua que pueden atestiguarlo. Ni siquiera hay tiempo para una mirada al interior de sí mismo. Eso es para los débiles. La doctora que anda por ahí cuidando a los nativos es atractiva pero ella no es beligerante, no interesa. Más vale reparar su tremendo arsenal de guerra y arremeter contra los chicos de la cruz gamada. Esos truhanes jamás supieron lo que significaba el honor.
Peter O´Toole, atormentado y obsesionado a partes iguales, es Murphy, ese hombre que sobrevive, siente y muere pensando en la victoria de su ansia. Para él no existe ninguna otra connotación posible en la guerra. Más que nada porque ha pasado a ser un asunto personal. Él no era más que un mecánico muy aplicado de un barco pequeño que fue torpedeado cruelmente. Y los alemanes han hecho que entre en guerra. No hay prisioneros. No hay piedad. Pero, para ello, tendrá que enfrentarse a la muerte absolutamente solo. Sin nadie que le haga compañía, sin nadie que le permita la calma después de la locura. Solo hierros desvencijados, furia desatada, sentimientos apartados, venganza sin más razonamientos. Son los horrores de un hombre que entra en guerra no solo contra un enemigo que se resiste a ser vencido, sino contra sí mismo. Y todo acabará en un remolino de aguas turbias que, con su espuma de ira, acabará dictando sentencia cuando ya no haya más guerra.
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