El tiempo parece detenido mientras allá afuera, al otro lado del mar, se libran cruentas batallas que tiñen las aguas de rojo y las almas de gris. El trabajo ennoblece, dice el viejo honor nipón, pero también lo hace un baile, unas risas compartidas, un poco de relajación en un lugar que carece de cualquier interés militar. Todos los soldados japoneses, apenas un destacamento, que se hallan allí sueñan con volver a casa, con abrazar de nuevo a sus familias, con rezar en la soledad de un templo budista, con volver a trabajar en sus sencillos oficios de carpintero, de albañil o de mozo de carga. Incluso, para que no falte de nada, también está el típico energúmeno que quiere combatir para mayor gloria del ejército japonés.
Una batalla aérea y ocurre lo inesperado. Unos cuantos marines americanos caen en un aterrizaje forzoso. Son novatos salvo el capitán piloto del avión, un resabiado sargento pendenciero y un médico que ya probó de todo y nada llegó a gustarle. No tardan en enfrentarse con el enemigo en ese absurdo terrible y ensañado que es la guerra. Soldados de unos y otros caen. Hay heridos. Una pierna gangrenada en las filas japonesas. Ellos no tienen médico. Los americanos, sí.
Los jefes hablan y pactan. Agua potable a cambio de los servicios del médico. Una tregua para que todos puedan regresar a casa. Un error dispara la tensión. Una tormenta tropical exige que trabajen juntos, codo con codo. Los enemigos se salvan unos a otros. La grandeza del ser humano no está en el heroísmo de la batalla. Está en el heroísmo de la paz. Y ahí es donde el hombre se hace grande, inalcanzable, único y solidario. El objetivo es la supervivencia pero el valor está en el trabajo conjunto. Todo se romperá porque el mundo sigue girando, las balas se disparan, los odios se convierten en obligación. Morir es el destino. Vivir es solo el viaje.
Al final, habrá una playa teñida de sangre. La voz de un muerto clamará por el amor abandonado en alguna colina ideal donde yace, agonizante, una historia que no tiene fin. Los rezos serán inútiles. La muerte tiene que imponerse porque el hombre nació para matarse. Y una frase, sentenciosa y definitiva, sustituye todo posible final. “Nadie gana nunca”. Tal vez porque en la vida, en la guerra, y en cualquier cosa que se propone el hombre solo puede haber perdedores.
Frank Sinatra dirigió esta película, con una impecable banda sonora de un jovencísimo John Williams, con errores propios de principiante pero con una claridad narrativa diáfana, sin adornos, con sencillez, contando simplemente una historia para alejarse de heroísmos grandilocuentes y adentrarnos en motivaciones de hombres que sienten igual, que se inquietan igual y que mueren igual. Sobre todo porque, en la muerte, todos somos iguales. Vietnam comenzaba a recrudecerse y Sinatra quiso dejar bien claro que allí, a muchos miles de kilómetros de distancia, como también en la esquina de abajo, nadie gana nunca. Y su interpretación del médico que ya está de vuelta de todo es el claro ejemplo de que no suele haber triunfadores a pesar de las apariencias, más que nada porque nadie salvo los valientes merecen la belleza.
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