La fiebre de los motines carcelarios se extiende por todo el país como un río de pólvora. Los presos no están contentos con el trato, con la mezcla heterogénea de reos que incluye desde desequilibrados psíquicos a simples delincuentes comunes con todo el abanico de asesinos, psicópatas, violadores y sicarios entre medias. No pueden recibir ni siquiera la noticia de que han sido padres o cualquier otro evento que les afecte personalmente. Así que ya basta. Hay que rebelarse. Coger al guardia de turno que ha creído que las galerías son su reino y hacerle pasar un mal rato dejándole sin aliento. La negociación tiene que ser implacable y no con un cualquiera. Tiene que ser con el Gobernador del Estado. Para asegurar que no haya otro chupatintas que se cargue lo que llegue a firmar con ellos. La tensión crece. Los errores por parte de unos y otros se suceden. El alcaide de la prisión se muestra dialogante, no tanto el enviado del Gobernador. Al fin y al cabo, esa gente tiene que pagar por lo que ha hecho y está donde tiene que estar. No hay inocentes salvo los guardias que retienen como rehenes. Pero el gatillo es fácil de accionar, la moral es demasiado flexible, la palabra de honor se convierte en palabra de horror y las paredes de esa galería rebelde se estrechan hasta hacer el aire irrespirable. Las decisiones hay que tomarlas con prontitud o los nervios traicionarán a cualquiera. Hay que evitar que el motín se extienda por toda la instalación. Bastante es que un pabellón haya decidido levantarse y gritar que no. Y no es una palabra que tienen prohibida.
Don Siegel dirigió esta película con fuerza, con una tremenda valentía, porque puso en la picota no solo al sistema penitenciario que hacía tabla rasa con todos la gama de delitos posible y condenaba a la convivencia a la gente que, tal vez, había cometido una equivocación en su vida con auténticos criminales que no pestañeaban a la hora de matar. Además de eso, hurgaba a conciencia en la conciencia política, falsa y cicatera, a la hora de reconocer los derechos básicos inherentes a cualquier ser humano. Es cierto. Tal vez habría que pensar que esos mismos individuos que se pudrían entre cuatro paredes habían arrebatado los derechos a sus víctimas llegando incluso a quitarles la vida. Pero no es menos cierto que ellos ya habían perdido el derecho a la libertad, un derecho sin el que, prácticamente, no se puede vivir. La sociedad no puede ser ella misma un delincuente. Los políticos y dirigentes tienen que mirar hacia los rincones de su propia corrupción para reconocer que hay otros que, con mucho menos, pagan mucho más. Y Siegel consiguió hacer pensar sobre eso en una época en la que ni siquiera se planteaba.
Al final, habrá fuego, ira, destrozos, mentiras y medias verdades para conseguir…que todo siga más o menos como el principio. La soledad en una celda durante treinta años es algo muy difícil de aceptar. Incluso para aquellos que creen que un ser humano considerado inmundo por la justicia, merece siempre un respeto y, quizá, otra oportunidad.
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