miércoles, 1 de julio de 2020

EL INOCENTE (1976), de Luchino Visconti



A veces, sólo se puede amar aquello que se cree que se va a perder. La sinceridad siempre duele y los mundos fabricados a medida suelen ser cúmulos de mentiras cómodas. La hermosura está ahí mismo, al lado, en la misma cama, y la indiferencia se ha instalado en el aburrimiento y la rutina. Sólo el temor a la pérdida hará que salga la pasión que había estado oculta en los pliegues de encaje y seda. Mientras se cae en la cuenta, más vale desperdiciar el cariño en otras amantes porque, tal vez, es algo tan particular que es mejor no ejercitarlo dentro de casa.
Quizá todo se reduzca a un juego de tintes masoquistas, en el que el deseo, los celos, el instinto de posesión o las apariencias son las principales fichas. Las miradas pueden no significar nada o pueden serlo todo. Depende del propio espectador descifrar en qué dirección van las intenciones, hay que navegar entre las arrugas de las sábanas para llegar a la tierra prometida, al amor verdadero, a la rotundidad de una carne que es árbol prohibido y estanque derramado.
La languidez se abre paso a través de los sentimientos. D´Annunzio se esconde detrás de cada hoja de fotograma, con respeto y calidez, y también con la intensidad que sólo puede esconderse detrás de un corazón que quería contar tantas historias que ya no le cabían en el cuerpo. La tragedia se halla acechando detrás de las cortinas y lo maravilloso y lo triste se unen para que el día se encharque de inocencia interrumpida, de culpabilidad y de desprecio por una clase alta que se enrosca en laberintos mentales de ocio que se muestran sin salida cuando tienen verdadera importancia. Visconti redivivo una y otra vez. Los acontecimientos se suceden, el abismo se abre. Siempre paga el que menos lo merece.
El compromiso de Luchino Visconti se hace más patente en esta su última película. La fidelidad a las creencias, sean cuales sean, conforman a sus personajes y éstos hallan su perdición, su salvación o su continuación. La mirada del director italiano siempre es entornada, muy crítica, comprensiva y, a la vez, enormemente reprochada. Giancarlo Giannini consigue ofrecer las dos caras de la huida y Laura Antonelli realiza el mejor papel de su carrera, demostrando que su talento era mucho más estimable que el de unas cuantas curvas. El tercer ángulo lo ocupa una eficaz Jennifer O´Neill, más actriz que nunca.
La insatisfacción ocupa las imágenes y hasta la ropa parece cansada alrededor del ánimo. Puede que, en algún momento, el gesto se haga glacial y no haya demasiada piedad alrededor de unos personajes que no quieren ir hacia lo verdaderamente importante porque el miedo atenaza todos los actos y nubla todas las consecuencias. Es como si Visconti regulara el aliento de la vida sobre esta película para acabar dejando sólo un hilillo de aire que apenas da para unas cuantas aspiraciones. La sofisticación y el encanto, a veces, son muy atrayentes y, para algunos, está muy por encima de los seres humanos. Y el maestro italiano, a pesar de los pesares, expresaba su lamento por ello.

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