martes, 30 de junio de 2020

DIES IRAE (1943), de Carl Theodor Dreyer



Días de ira que se apagan con hogueras de odio. Tal vez los delitos no sean delitos y todo se apoye en una falsa concepción moral de cómo deben ser las vidas de las personas. Y, en el camino hacia las llamas de infierno, en un hueco entre los largos dedos amarillos y rojos del rencor, se puede hallar algo parecido al amor y, quizá, por eso, sí merezca la pena morir. La oscuridad se cierne en ese país extraño de falso puritanismo y castigo verdadero que apunta hacia el Norte, como si allí fueran mucho más avanzados, mucho más razonables, mucho más amantes de la Humanidad. El diablo se halla en todas partes, incluso en esas sociedades que parecen perfectas y que no dudan en señalar cuando algo les incomoda entre sus mal amuebladas existencias. Es como si los nazis siempre hubieran estado en Europa, con sus torturas y su persistente mazo para abrir cabezas e introducir pensamientos. La tiranía, aunque sea moral, debe morir y sus cenizas esparcidas al viento. No debe haber piedad para los que quieren imponer el pensamiento único y así es como nacen historias como ésta, que hacen ver el peligro, la sinrazón, la desaparición de lo único que nos diferencia realmente del resto de criaturas del universo. El fuego no purifica las ideas. Todo lo contrario. Las ennegrece, las emponzoña, las reduce a la nada y esos días de ira deben ser expulsados en una sociedad que grita por ser normal, sufre por ser razonable y mata porque no quiere ser cabal.
Y lo peor de todo, lo más execrable, lo más rechazable y lo más rabioso es que pueda existir algo como el amor romántico, intocado e intocable, que se desliza por los caminos de la pasión movido solamente por los impulsos carnales que suscita el deseo más enamorado. Eso no se puede consentir. La sociedad tiene ya los destinos escritos y los puños cerrados y el amor no es más que una paparrucha, una puerta abierta precisamente al diablo, que se cuela por las bocas abiertas y llena los cuerpos de lujuría y abyección. Hay que destrozar al que no piense y actúe como se espera de él. Primero, el escarnio. Después, la hoguera, con las llamas bien altas, bien grandes, devoradoras, implacables.
Dreyer dirigió esta película bajo el dominio nacionalsocialista y quiso disfrazar la caza de una bruja con la opresión de los invasores, con la incomprensión hacia cualquier otra opción, el daño maledicente de los vecinos que se unen, taimadamente, a la cadena de dimes y diretes que sólo buscan el daño y la exclusión. En esta ocasión, parece que trabaja con Rembrandt como director de fotografía con la exclusiva condición de quitarle la paleta de colores, creando luces que dan lugar a diferentes texturas y sombras. Sobre todo, aquellas que se dibujan en los rostros de los que persiguen ferozmente, sin atender a la razón o al conocimiento, solamente porque otros no hacen lo mismo que él, no piensan lo mismo que él, no comulgan igual que él. En el fondo, tal vez, de alguna manera, también quieran asesinarse a sí mismos.

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