viernes, 3 de octubre de 2025

CUATRO BODAS Y UN FUNERAL (1994), de Mike Newell

 

Charles tiene el aspecto perfecto para ser considerado lo que comúnmente se puede llamar un buen chico. Es atractivo, tiene sentido del humor, es algo díscolo con sus relaciones con las chicas porque son esporádicas, nunca demasiado duraderas y nada serias, pero es un buen amigo, se mueve con responsabilidad, siempre llega tarde a las bodas y actúa maravillosamente bien como padrino de los que quieran un buen discurso en el banquete. Prácticamente lo tiene todo, menos capacidad para el compromiso. En una de esas bodas a las que, de vez en cuando, tiene que asistir conoce a una americana irremediablemente atractiva. Es elegante, es discreta, es hermosa y también tiene un curioso sentido del humor. Se llama Carrie. Y todo cambia en la vida de Charles. Seguirá con su vida, sin duda, porque Carrie debe volver a los Estados Unidos, pero todo lo que hará a partir de ese momento estará presidido por la sombra de ella. La sombra de su sonrisa, de su pelo, de su mirada, de su gesto, de su risa, de su ceño. Puede que vuelvan a coincidir, puede que no, pero de lo que no cabe duda es que Carrie ha dejado una huella indeleble en la levita de Charles.

Así se van sucediendo los acontecimientos vitales. Nuevas bodas, nuevas amistades, alguien muere, alguien nace…Charles, mientras tanto, sigue buscando a Carrie entre la multitud y se da cuenta de que la decepción existe y de que él también puede ser presa de ella. Carrie está comprometida, tiene novio, se ha tomado la aventura con Charles como algo pasajero, sin permanencia…o eso cree Charles…o, más bien, eso es lo que Carrie piensa de él. El caso es que la vida sigue y Carrie se casa y en medio de la boda alguien muy querido fallece. Mientras tanto, la trayectoria vital de Charles continúa con los mejores amigos que alguien puede imaginar. Son bromistas, cariñosos, están ahí siempre, acuden a él en busca de consejo, ofrecen su hombro para el siempre necesario consuelo e, incluso, una de sus amigas, Fiona, parece la ideal para borrar a Carrie del corazón de Charles…pero no, quizá Charles se considera tan ínfimo que no quiere arrastrar a Fiona a una vida infeliz porque ella se merece mucho más. Todo tendrá que recolocarse para que Charles encuentre al fin su destino.

Esta película fue un éxito sin precedentes dentro de la cinematografía inglesa. Una de las primeras historias salida de la imaginación de Richard Curtis, la principal virtud de Cuatro bodas y un funeral es que no se desvía en ningún momento de su intención primigenia y es la de divertir con una sonrisa. Algo leve, muy amable, pero sonrisa, al fin y al cabo. Alrededor de la historia, hay intérpretes muy competentes como el propio Hugh Grant en la piel de Charles, espléndidamente secundado por una aparentemente cómoda Andie McDowell, una bella y algo insidiosa Kristin Scott Thomas y algunos de los amigos como John Hannah y el maravilloso estudiante y posteriormente ordenado sacerdote Rowan Atkinson, que pasea su inutilidad para oficiar bodas sin vergüenza alguna.

Así que ya saben. No se queden encerrados con una pareja en el día de su boda. Más aún si son sus propios amigos. Y, en todo caso, no se olviden de llevar encima algo que pueda justificar que, en realidad, estaban buscando con denuedo el objeto de marras. Es la excusa perfecta. Risible, pero perfecta.

jueves, 2 de octubre de 2025

UNA BATALLA TRAS OTRA (2025), de Paul Thomas Anderson

 

“Quizá desde siempre sólo ha habido una revolución: la de los buenos contra los malos. La pregunta es ¿quiénes son los buenos?”. Esta frase que aparece en Los profesionales, de Richard Brooks puede ser perfectamente aplicable a esta película en la que el director Paul Thomas Anderson reparte estopa a diestro y siniestro aunque, por supuesto, no deja de tomar partido por la revolución, aún dejando claras muchas de sus carencias mientras que a los reaccionarios no los salva ni un poquito.

Así, pues, tenemos a un grupo revolucionario, activista que, prácticamente, coquetea descaradamente con el terrorismo, de convicciones firmes, pero que, por otro lado, destaca por su chapucería, por la inconstancia de sus acciones y por esa confusión ancestral de anteponer unos supuestos ideales a los valores verdaderamente importantes. Especialmente, llama la atención el personaje que interpreta Leonardo di Caprio, un revolucionario que, en realidad, no revoluciona nada, no soluciona nada y que sólo sirve para lanzar proclamas que no llegan más allá del pasillo de sus propias limitaciones. Por otro lado, la ultraderecha es descrita desde la cómoda posición del estereotipo de gente que es partidaria del orden y que, precisamente, hace de eso su principal mensaje que es el principal gancho para ganar adeptos, aunque sus métodos sean tan reprochables como el uso de la violencia para los que, de alguna manera, quieren cambiar las cosas.

Es noble el intento, sin embargo, la película adolece de varios defectos. Paul Thomas Anderson se desata y usa una narración que, para empezar, acompaña de una música que llega a ser bastante irritante. Por otro lado, con tanta profundidad en la descripción de los personajes, acaba por causar una sensación de vacío, propia de quien quiere decir mucho y que, en realidad, no dice prácticamente nada. Es cierto que di Caprio, especializado últimamente en papeles de inútil, ofrece momentos interpretativos interesantes y que el personaje de Benicio del Toro es una isla en cuanto a su militancia que roza el desenfado. Por el otro lado, Sean Penn no es más que un personaje de grand guignol, en la que el actor se esfuerza por parecer ridículo al dotar a su personaje de unos andares decididos, propios de un militar esquinado, experimentado y bastante tronado, pero acortando sus zancadas de tal manera que acaba por ser motivo de sonrisa. Este retrato tan típico, tan tópico, y tan psicotrópico, quita fuerza al motivo central que no es otro que el cambio generacional en el liderazgo revolucionario, queriendo ser inspirador y esperanzador.

Resulta llamativo que Paul Thomas Anderson sea un director tan apreciado (algunos, en un alarde de falsa originalidad, han querido compararlo con Stanley Kubrick) cuando en sus películas hay muy poco rastro del genio del Bronx. Estéticamente se halla a años-luz, narrativamente es mucho más atropellado porque acumula ideas que se amontonan en un cuello de botella en el que no hay resoluciones para todo. Eso por no hablar por las delirantes reacciones en muchos de sus personajes. Tal vez, sus películas menos agresivas sean las mejores que ha hecho, caso de Licorice Pizza o, incluso, Puro vicio, mientras que las sobrevaloradas hasta límites insospechados como El hilo invisible o The master sean derrapes considerables vestidos con ropa de alta costura adquirida en el top-manta.

El caso es que aquí, con esa continua contraposición entre reaccionarios y revolucionarios, Anderson nos destila un mensaje básico, bastante conocido, con sus correspondientes dosis de violencia y de auténtica decepción porque el camino que está tomando la política en medio mundo, con sus consabidas polarizaciones, está siendo temible, rechazable, intragable e irremediablemente cansino. Anderson habla de cosas que ya sabemos poniendo mucho modelo a destruir, algo que, si lo pensamos detenidamente, cala hondo en un público joven que necesita encumbrar mediocridades a marcha revolucionaria. Mientras tanto, no lo olviden, el tiempo no existe, pero siempre somos prisioneros de él. No vaya a ser que algún día necesiten esta frase.

miércoles, 1 de octubre de 2025

CONFESIONES VERDADERAS (1981), de Ulu Grosbard

 

Tom Spellacy siente que es el momento de volver a ver su hermano. Hubo un tiempo en que Tom era un duro inspector de homicidios de la ciudad de Los Ángeles y su hermano Desmond era el asistente más cercano del cardenal decano de la archidiócesis. Incluso llegó a sonar como su sucesor. Sin embargo, algo ocurrió y todo se vino abajo. Tom conocía de sobra los bajos fangos de la suerte y tuvo que arrastrar a Desmond con él en la investigación de un asesinato. Quizá fuera lo mejor. El cura se estaba dejando llevar por el suave aroma de la corrupción y estaba cerrando los ojos ante varias especulaciones inmobiliarias y ciertas prácticas poco recomendables de los hombres de sotana y púrpura. Fue inevitable. Desmond tuvo que pagar porque media diócesis estaba implicada y, de alguna manera, él tapó muchas cosas que llevaron a un brutal crimen que conmocionó a media ciudad. Los curas son así desde siempre. Saben tapar. Saben callar. No saben perder.

Sin embargo, el tiempo ha pasado. El viento azota con su soledad en una alejada y olvidada parroquia en algún lugar en medio del desierto. Desmond tiene ya reservado allí su pedacito de tierra para despedirse definitivamente de una vida que le ha sido dura porque conoció el éxito más fulgurante y descendió de golpe a los infiernos de la indiferencia. Tom resolvió el crimen y se quedó allí, luciendo placa a pesar de que su pasado no era precisamente el más honesto. Ambos hermanos desbarataron, sin énfasis ninguno, todas las malas hierbas que estaban creciendo con la fe de los más incautos. Sus confesiones verdaderas fueron las últimas palabras que se dijeron. Ahora ya todo pasó. Los años cuarenta se convirtieron en los sesenta. El golf, los banquetes, los privilegios, la admiración, la sensación de poder…todo eso se volvió arena en un lugar en el que sólo los extraviados se detienen. No hay fieles. Sólo una iglesia rodeada de matojos. Sólo el olvido sitiado por el dolor. Y, no obstante, quizá mereció la pena. La culpa no fue de Tom. La culpa fue Desmond. Eso fue todo.

Con una lejana inspiración en el famoso crimen de la actriz Elizabeth Short, narrado con detalle por Brian de Palma en La dalia negra, Ulu Grosbard desperdició una de las mejores oportunidades que ha tenido un director para armar un drama con misterio al contar con dos de los mejores actores de finales de los setenta y de principios de los ochenta como Robert Duvall y Robert de Niro. Lo que podría ser un duelo interpretativo si se hubiera puesto más carne en el asador, se convierte en una victoria convincente de Robert Duvall en el papel de Tom, policía de vuelta, que decide destaparlo todo aunque puede que no tenga demasiada razón. Grosbard cree que tiene suficiente con los dos actores y rehúye el énfasis en una historia que podría tener muchísimo más gancho con la producción que se ve, la interpretación que se degusta y el misterio que se describe. En lugar de ello, se centra en el dilema moral (y Grosbard no es Kurosawa) que supone delatar toda la corrupción existente en la curia al precio de hundir la carrera de alguien que está más cercano de lo que se cree. La película no está mal, pero podría haber estado muchísimo mejor y haberse convertido en un clásico de los ochenta, con su ambientación, su trama, sus actores y su profundidad. Ya se sabe, a veces las bendiciones no son suficientes y hace falta entrar más a saco para decir unas cuantas verdades que, en realidad, están sujetas por los finos alambres del embuste.

martes, 30 de septiembre de 2025

ROBERT REDFORD: UN RUBIO LLAMADO MILAGRO

 

Robert Redford era un actor que siempre ha sabido mantenerse en lo más alto. De carácter tranquilo, nunca ha tenido dudas sobre lo que quería hacer con su carrera y, además, ha hecho lo que realmente le gustaba: actuar, dirigir y crear un afamado festival de cine independiente al que todo cineasta primerizo quiere acudir con su película bajo el brazo.

Durante años, se le ha acusado de ser algo blando, de no ser capaz de hacerse cargo de papeles con una fuerte carga emocional, pero él no ha hecho caso de las críticas. Evolucionó, poco a poco, hacia una seguridad tremenda. Podríamos decir que, durante años fue la antítesis de Robert de Niro. Él no se llevaba los personajes a casa. Además, ha vivido una existencia personal equilibrada y ha dado bruscos volantazos en sus inicios para escalar hacia la cima paso a paso, sin saltarse ningún peldaño. Es muy gráfico resaltar que, después de un largo rodaje en programas de televisión y de un titubeante comienzo en el cine con la película War hunt, de Denis Sanders, y la lamentable Situación desesperada…pero menos, de Gottfried Rheinhardt (un fiasco tal que el propio autor de la novela, el actor Robert Shaw, pidió que se retirara su nombre de los créditos), aparece como un galán de los de antes, con aplomo y aire de conquistador, rompiendo miserablemente el corazón de Natalie Wood por culpa de su homosexualidad reprimida en La rebelde, de Robert Mulligan y, después, se le ofrece la gran oportunidad que cualquier actor desearía: el papel protagonista, el sheriff Calder en la extraordinaria La jauría humana, de Arthur Penn, pero el joven Redford dejó atónito a Penn cuando le dijo que pasaba del personaje de Calder y que prefería dar vida a Bobby Reeves, un personaje clave y atormentado, fugado de la cárcel, pero que adquiere un protagonismo más secundario. Así, pues, Marlon Brando se hizo cargo del sheriff y Redford incorporó a ese evadido en torno al cual se monta una cacería y que el actor impregnó de un aura romántica, rematada por la mala suerte, dándonos la impresión, casi lorquiana de que su fuga, en realidad, no es más que una cita con un destino inevitable. Bob Reeves morirá solo, en medio de la calle, acribillado a balazos por un “honrado ciudadano”, igual que un perro.

A raíz de esta actuación secundaria, Paul Newman ya avisó sobre el talento de este joven diciendo que “merecería la pena seguirle con atención”.  Su primer papel protagonista absoluta fue en la algo decepcionante Propiedad condenada, de Sidney Pollack, pero ya la siguiente dio una grata medida de sus posibilidades. Descalzos por el parque, de Gene Saks, un divertido juguete teatral basado en la obra de Neil Simon que él mismo había representado en Broadway y en la que demuestra su talento innato para la comedia.

Y, luego, llegó la película que hizo de él una estrella: Dos hombres y un destino, de George Roy Hill. Paul Newman estuvo en el proyecto desde el principio para interpretar al legendario Butch Cassidy, pero para el papel de Sundance Kid se barajaron nombres como Marlon Brando, Steve McQueen o Warren Beatty hasta que Newman cayó en aquel joven que le había impresionado en La jauría humana. El resultado fue perfecto. Newman y Redford se complementaron a la perfección encarnando a esos dos ladrones congelados en el tiempo, dos hombres que compartieron la misma forma de vida hasta sus últimas consecuencias. La película fue todo un éxito y ambos actores quedaron encantados de su trabajo en común prometiendo buscar algún otro proyecto que les agradase. Y no cualquier proyecto.

Deportista aventajado en la Universidad, Redford creó su propia productora para controlar más sus películas y se decidió por dos títulos de tema deportivo: El descenso de la muerte, de Michael Ritchie, centrada en el mundo del esquí; y El precio del fracaso, de Sidney Furie, en el de las motos. Ambos fueron auténticos fracasos y, de momento, tuvo que aparcar sus ansias productoras.

En medio de estos dos títulos, hizo otro giro extraño. El guionista y director Abraham Polonsky, apartado del cine por las listas negras durante veinte años, quiso rodar una notable historia titulada El valle del fugitivo y ofreció a Redford el papel del forajido mestizo Willie Boy, un buen hombre que se ve obligado a huir por las circunstancias. El actor, ni corto ni perezoso, le dice a Polonsky que no, que prefiere interpretar al mucho más secundario personaje del sheriff, el hombre que aporta serenidad a la película y que persigue a Willie Boy a pesar de que siente simpatía por él y que quiere más protegerle que atraparle. Polonsky cede, rehace el guion para darle un mayor protagonismo y el papel recae en Robert Blake. El resultado es una inteligente parábola sobre el maccarthysmo.

Con Un diamante al rojo vivo, de Peter Yates, entra en el terreno de los atracos perfectos con altas dosis de humor y con El candidato, de Michael Ritchie vuelve a probar suerte en la producción con una fábula de política-ficción sobre un tipo de gran imagen y pocas ideas. La película es muy interesante y posee un inteligente que ganó el Oscar en 1972, pero no funciona demasiado bien en taquilla.

Protagoniza Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sidney Pollack, una película que nos habla de la soledad, de la lucha del hombre con naturaleza, de la pena olvidada, del sentido de la vida en contacto con el medio…Robert Redford está fantástico en el papel de un tipo que es náufrago de sí mismo y que se convierte en leyenda. La mayor parte de la película la pasa él sólo en pantalla y demuestra su versatilidad, su amplitud de registro y su capacidad extraordinaria para sostener con su presencia toda la película.

Otro éxito con Pollack fue Tal como éramos, con Barbra Streisand como compañera. La película se ha convertido en un mito del cine romántico basado en la separación por las ideas y sostenido por esa maravillosa banda sonora de Marvin Hamlisch. Aquí, Redford se inaugura como galán romántico, faceta que llega a su culminación con El gran Gatsby, de Jack Smight, en la que el director no era, ni mucho menos, el más apropiado para llevar a buen puerto la adaptación de la inmortal novela de Francis Scott Fitzgerald.

Su reencuentro con Newman es puro gozo: El golpe, de George Roy Hill, marca su única nominación al Oscar como mejor actor y es una película para la historia, con un guion d hierro, con dos actores extraordinarios haciendo lo que mejor saben hacer y secundados con un elenco como los de antes con Robert Shaw, Harold Gould, Ray Walston, Eileen Brennan, Dana Elcar, Charles Durning, Jack Kehoe…todo un repertorio de actores sólidos, formidablemente encajados en una trama de trampa y timo, bienhumorada, elegante, interesante, pícara…y su impulsivo Johnny Hooker, aprendiz del truco, ávido de venganza, frío en el tirón, descerebrado en el relajo, es toda una creación a la altura del elegante y genial Henry Gondorff de Paul Newman. Imprescindible.

Repitió con George Roy Hill en El carnaval de las águilas, un fracaso que nadie esperaba, e interviene en uno de los mejores ejemplos del cine de espionaje en Los tres días del Cóndor, una parábola sobre la manipulación de los medios de los servicios secretos sobre ellos mismos y sobre la prensa, una película inteligente y sobria que nos muestra el trabajo sordo de algunos analistas de la CIA y la bestia indomable en la que se convierten los propios servicios secretos.

En 1976, Robert Redford se mete en la piel del periodista Bob Woodward en Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, una extraordinaria crónica sobre la investigación del caso Watergate, realizada con pulso milimétrico y con una ajustada interpretación tanto de Redford como de Dustin Hoffman. El público respondió en masa hasta tal punto que es la película de mayor éxito en toda la carrera de Robert Redford.

Disparó los salarios de los actores con su trabajo de apenas dos semanas en Un puente lejano, de Richard Attenborough y, en ese momento, se retira durante tres años para replantearse su carrera regresando con un western urbano como El jinete eléctrico, otra vez con Sidney Polack y con el drama carcelario, denuncia en firma sobre el sistema de prisiones americano, Brubaker, de Stuart Rosenberg.

En ese momento, decide dar un nuevo giro a su carrera y se pasa a la dirección. La elegida es Gente corriente, un drama familiar que le reveló como un realizador pausado, con una planificación muy pensada y un espléndido director de actores como lo delatan los excelentes trabajos de Donald Sutherland y de Timothy Hutton. Con ella ganó el Oscar de 1980 al mejor director del año birlándolo en las mismas narices al Martin Scorsese de Toro salvaje.

Se retira de nuevo cinco años. Se dedica a su festival y a meditar muy detenidamente cuáles van a ser sus siguientes pasos. Reaparece como actor en esa joya que es El mejor, de Barry Levinson. Una estupenda película, plena de magia, de béisbol, de segundas oportunidades convirtiéndose en uno de esos títulos que siempre consiguen poner la carne de gallina.

Interpreta al famoso cazador Dennis Finch-Hutton en Memorias de África, de Sidney Pollack, aunque su papel queda un par de peldaños por debajo del de su compañera Meryl Streep. Cambia diametralmente de registro y se empareja con Debra Winger en la interesante y divertida Peligrosamente juntos, en la que, por momentos, parece revivir al mismísimo Cary Grant. Vuelve a ponerse tras las cámaras en una historia maravillosa de realismo mágico en la estupenda Un lugar llamado Milagro.

Vuelve a retirarse otros tres años y pincha en huesto con su reaparición en Habana, de Sidney Pollack, versión inconfesa, pero muy evidente de Casablanca, con algunos momentos de química muy especial entre él y Lena Olin. Después, interpreta a un genio en sistemas de seguridad en la trepidante Sneakers, de Phil Alden Robinson, en medio de un reparto de primerísima línea y que resulta divertida, entretenida y todo un éxito.

Una vez más se pone a dirigir con la difícil adaptación de la novela de Norman McLean El río de la vida, un proyecto que barajaron varios directores que huyeron asustados ante la complejidad del relato de McLean. Redford se hizo cargo y realizó todo un ejercicio de sensibilidad y buen gusto en una historia que deja fluir, bellísima, corriente abajo, con una magnífica fotografía de Philippe Rousselot para dejarnos a todos hechizados con las aguas. Una prueba más de su sobriedad y de su solidez.

Después de la despreciable y muy tramposa Una proposición indecente, de Adrian Lyne, vuelve a dar un par de lecciones tras las cámaras con Quiz Show, un ejercicio apasionante de realización para destapar lo que hay detrás del mundo televisivo, corrompido por sí mismo, a través del escándalo que se desató en los años cincuenta por parte de un concurso amañado. Una inteligente transposición de lo que hoy mismo ocurre con el medio donde imperan despiadadamente las mediciones de audiencia que, a su vez, influyen en los patrocinios, aunque todo es pura falacia.

Hará varios intentos más en la dirección: El hombre que susurraba a los caballos, un melodrama aceptable aunque algo moroso en su narración, y también con una química muy especial entre él y Kristin Scott Thomas, o la frustrada La leyenda de Bagger Vance, mutilada en el montaje, que adolece de debilidad en algunos pasajes a pesar del indudable tirón de una historia que estaba llamada a no dejar un ojo seco. Con una pausa de varios años, volvió a retomar la batuta de la dirección con la excelente y muy poco apreciada Leones por corderos, una película en la que merece mucho la pena detenerse con detalle; y la notable Pacto de silencio, en la que llamó a varios viejos amigos como Susan Sarandon, Julie Christie, Sam Elliott, Brendan Gleeson o Nick Nolte para contar una historia de viejas revoluciones perdidas a través de un hombre que se siente acorralado por un crimen que no cometió demasiados años atrás.

Al mismo tiempo, no deja de actuar. General enrabietado con su encarcelamiento en La última fortaleza, intrépido reportero que se deja las botas en la corresponsalía de Íntimo y personal al lado de Michelle Pfeiffer, analista de la CIA con una deuda de honor que trata de saldar desde un despacho en Spy game, vaquero de vuelta de todo y con cuentas pendientes con su nuera en Una vida por delante, superviviente recalcitrante en medio del mar y estando él sólo como único miembro del reparto en Cuando todo está perdido, excursionista de humor al lado de un colega que está aún peor que él en Un paseo por el bosque y, por último, ladrón entregado a su oficio, con la sonrisa permanente y la clase puesta en su notable despedida de las pantallas en The old man and the gun. Nunca bajó el listón de la calidad. Tal vez pudo equivocarse un par o tres de veces, pero Redford fue un rubio llamado Milagro, que nos transportó hacia la certeza de que una mirada cómplice, una sonrisa que tenía mucho de sincera y una especie de eterna juventud en el espíritu era un arte del que, desgraciadamente, no va a haber repuesto. Desde que rodaron El golpe, y a pesar de que se esforzaron, Redford y Newman no encontraron otro proyecto interesante en el que se pudieran juntar. Durante muchos años barajaron un proyecto sobre una pareja de homosexuales que hacen un último viaje ante la enfermedad terminal de uno de ellos. Iba a ser una comedia, dicen, bastante divertida, pero la edad y los compromisos ejercieron de impedimento. Tal vez, ahora, en algún lugar, se decidirán a hacerla. Estoy deseando morirme para verla.

viernes, 26 de septiembre de 2025

NADIE HUYE ETERNAMENTE (1968), de Ralph Thomas

 

Quizá no sea muy buena idea enviar a un policía de esos que ya están de vuelta de todo a detener a un diplomático australiano al que el pasado se le empeña en ajustar cuentas. Aún es peor si ese diplomático se halla en medio de una conferencia humanitaria que trata de paliar, de alguna manera, el hambre en el Tercer Mundo. Cuando el policía llega a Londres, se da cuenta de que hay una conspiración para que la conferencia fracase y decide posponer la detención para que llegue a buen término. Por el camino, se encontrará con traiciones, confianzas, miradas de reojo, ruegos de que lo olvide porque, al fin y al cabo, todo no es más que una jugada política. La verdad será descubierta en todos sus frentes, y, tal vez, no sea del agrado de todos.

Las calles de Londres parecen el cuadrilátero perfecto para recibir palizas, descubrir complots y conseguir mantener la cabeza fría entre protocolos algo estúpidos. No obstante, ese policía duro y sin demasiadas contemplaciones no deja de confiar en el diplomático desde el principio. Se da cuenta de que guarda buenas intenciones y que, realmente, quiere cambiar algo en el orden mundial. Se bate y se debate para llegar a un acuerdo entre los países menos desarrollados y las potencias, quiere alcanzar compromisos, pone en juego la diplomacia multilateral para llegar a sus objetivos. Se hace difícil pensar que ese individuo elegante e impecable en sus comportamientos y maneras cometiera el error de asesinar a su primera esposa más de quince años atrás. Hay que afinar mucho la mirada y, sobre todo, distinguir a los verdaderos enemigos, esos mismos que aman el caos y que se alegran de que haya millones de necesitados que ruegan un pedazo de pan.

Curiosa película de planteamientos algo delirantes, pero llevada con extrema sobriedad por Ralph Thomas, un director cuya fama fue siempre asociada con las desventuras del doctor Simon Sparrow en cinco películas a través de diez años, desde 1953 hasta 1963, e interpretado en todo momento por Dirk Bogarde. Aquí, ya escapado del yugo de servir a un personaje que se veía en todo tipo de dificultades siempre en un tono más cercano a la comedia que a otra cosa, pone en juego una trama que combina el cine negro con el espionaje y todo lo hace pivotar alrededor de Rod Taylor en la piel de ese policía, esquilador de ovejas australianas en sus ratos libres, que ya denota un cierto declive físico y que palidece ante la excepcional elegancia que exhibe Christopher Plummer como el diplomático en cuestión. En medio, unos cuantos secundarios de cierto nombre como Leo McKern, Clive Revill, Lilli Palmer, más la belleza indiscutible de Daliah Lavi y la aparición especial de Franchot Tone como el embajador americano. El resultado es una película entretenida, que evoluciona desde un simple caso de detención hasta una conspiración que extiende sus garras hasta las mismas entrañas de la embajada australiana buscando la desestabilización, con una realización correcta aunque falta de vigor en algunos pasajes.

Ya saben, si van a hacer algo bueno, no duden de que se pondrán muchos mecanismos en juego para impedir que se lleve a cabo. Es lo que se suele hacer para hundir los sueños y las buenas intenciones, sobre todo si va a afectar a unas cuantas personas. Esquiven las balas y las bombas.

jueves, 25 de septiembre de 2025

UN GRAN VIAJE ATREVIDO Y MARAVILLOSO (2025), de Kogonada

 

Puede que un GPS algo díscolo decida que la ruta a seguir sea una que marque una coincidencia o, más bien, un encuentro para que las cosas que tanto abruman en la vida comiencen a disiparse. Basta con ser un solitario que ha preferido aislarse un poco del mundo porque no ha encontrado a la persona que haga que todos los días sean diferentes. O, tal vez, ser alguien que ha llegado al convencimiento de que no está hecha para amar porque ese verbo de tan difícil conjugación no lo sabe articular con propiedad por culpa del miedo. ¿Se han parado ustedes a pensar cuántas cosas dejamos de hacer porque tenemos miedo de que salgan mal?

Así pues, nos situamos en las fronteras siempre difusas y no eternamente convenientes del realismo mágico para que un hombre y una mujer que se conocen casualmente en una boda inicien un viaje de vuelta con paradas en algunos de los hechos que han marcado de su existencia. O en alguna de sus culpas. O en alguna de sus decepciones. Imagínense qué maravilloso hubiera sido visitar esos lugares y esas nubes de recuerdo con alguien con quien se presiente que va a cambiar tu vida de arriba abajo. Así podríamos contrastar opiniones, compartir experiencias que llevamos, casi siempre, muy incrustadas en algún lugar del alma, exorcizar demonios que nos acosan y que hemos tomado como certezas indiscutibles basadas en nuestros propios errores. De alguna manera, visitaríamos con verdadera curiosidad el interior del otro, echaríamos un vistazo y llegaríamos a la conclusión positiva o negativa de que esa, y no otra, es la persona que hemos estado esperando durante toda nuestra vida.

Resulta curioso observar cómo el cine, especialmente el americano, ha dejado de describir grandes historias de amor que tantas horas han llenado nuestras ensoñaciones como Memorias de África, o Tal como éramos, o Los puentes de Madison. Esta película no es ninguna de ellas, pero sí que habla del amor y de sus obstáculos para manifestarse y, sobre todo, no es que quiera contarnos una historia de pasión, sino cómo se inicia con una de las armas más poderosas de cualquier potencial amante como es la razón de ser como uno es y cómo se explica que, a veces, seamos tan reluctantes, pero no cobardes, a la hora de lanzarnos a besar a la persona que se va a quedar con nuestro corazón.

El director Kogonada se aplica con una historia que, a ratos, es divertida, en otros, es iniciática, y aún en alguno más es muy romántica. Entre estación y estación, se detiene en esas líneas discontinuas de la carretera para demostrar que el camino se llena con dos intérpretes como Colin Farrell y muy especialmente, con Margot Robbie. Mientras él trata de lidiar con su situación de soledad, ella entabla una lucha casi a muerte consigo misma porque le asusta cualquier atisbo de relación. Tal vez, diga que sí y salga subrepticiamente de la vida del otro sin dar ninguna explicación…sólo porque el pánico la atenaza y la diluye. Su interpretación, en una película pequeña como esta, aunque muy imaginativa, es el mayor activo. Entre otras cosas porque más de uno se pensaría iniciar una relación con su personaje, a veces tan superficial, a veces tan despreciativo, que sólo son máscaras para esconder sus propias inseguridades.

No dejen que el GPS les dé demasiadas órdenes. Ya se sabe. Si siguen sus indicaciones a pies juntillas es posible que acaben volviendo a la infancia, a aquella ocasión en la que le dijiste a alguien cuánto le amabas y la única recompensa fueron las lágrimas que, por alguna razón ignota, no dejaron de brotar. O a ponerse en la piel de tu padre, esa persona que te creía tan especial, sólo para darse cuenta que el que era realmente especial era él. O revivir, en una escena más que notable, las razones por las que se truncó una relación mientras se tomaba un café en un local de moda en un juego de argumentos cruzados que, en algún instante, es realmente brillante. No se duerman siguiendo la línea discontinua y tomen el primer desvío. En ocasiones, cerrar los ojos y dejar que el destino rellene los espacios vacíos puede ser algo bastante tranquilizador, sobre todo si el encargado de hacer las reparaciones es nada menos que Kevin Kline. 

miércoles, 24 de septiembre de 2025

TREN DE NOCHE A LISBOA (2013), de Billie August

 

Tú nunca eliges un libro. Normalmente es el libro el que te elige a ti. No se sabe hasta qué punto puede cambiar una vida la lectura de ese volumen que has encontrado por casualidad a la venta en una tienda, abandonado en una estación de tren u olvidado por cualquier lector despistado en una mesa. Quizá, te intrigue tanto saber de dónde viene el autor y qué le impulsó a escribir aquello que lo dejes todo. Tu aburrida vida de profesor o de oficinista, o de albañil, o de entrenador de fútbol no es suficiente y partas en busca del origen de esas frases que te han transportado a la orfebrería del lenguaje y de las sensaciones. Llegas a una ciudad vieja, pero en la que es muy fácil perderse en sus ensoñaciones y en sus calles en cuesta, empedradas y que te dicen a cada paso que te tomes un café. Visitas los lugares en los que vivió ese escritor, conoces a las personas que compartieron su vida, te das cuenta de que el tiempo pasa de forma irremediable y que nadie es ya quien quiso ser. Sólo ese hombre que se puso delante del desafío del papel en blanco y construyó la magia de la comunicación, la verdadera función que aspira a desempeñar cualquier escritor, el hechizo de las palabras.

Mientras tanto, con asombro, vas descubriendo que el escritor formó parte de, por ejemplo, una célula resistente a la dictadura de Salazar. Que el amor movió su vida y la agitó como una tormenta en ese río que parece un mar y que baña Lisboa. Que hubo mucho dolor y mucha valentía en todo lo que hizo desde su profesión de médico. Y que, incluso, llegó a experimentar el dilema moral de tener que curar a su propio enemigo porque, ante todo, era alguien que deseaba salvar vidas y no terminar con ellas. Quería un futuro para él y para su país. Quería escribir un libro.

Sentido homenaje a la profesión de escritor que realiza Billie August dentro de las intrincadas calles de la capital portuguesa, dejando que el protagonista, Jeremy Irons, haga un viaje menos improvisado de lo que parece, hacia su propio corazón, acolchado y adormecido de profesor universitario, intentando despertar de un letargo al que le ha sumido la rutina y el aburrimiento. Lisboa está espléndidamente fotografiada y Irons parece amar cada uno de los pasos que siguen el rastro del escritor que busca, interpretado siempre de forma bastante limitada por Jack Huston, y que resulta más interesante en los testimonios de las personas que lo han conocido, como una adusta Charlotte Rampling, o un amigo loco por el tabaco como Tom Courtenay. Todo ello le da la oportunidad a Billie August de construir un mosaico en el que falla, precisamente, su afán por mostrarlo todo, cuando bastaría, quizá, con el relato de los testigos que tanto trabajo le cuesta a ese profesor que, como Ulises, trata de encontrar el camino de regreso a sus sentimientos.

Así que es una de esas películas que se dejan ver con suavidad en los dedos, con la certeza de que no se va a asistir a ningún gran espectáculo, con la seguridad de que, en el fondo, también es un viaje al fondo de nuestras palabras. Vean si les parece interesante y, si no, esperen la próxima estación.