jueves, 20 de noviembre de 2025

AHORA ME VES 3 (2025), de Reuben Fleischer

 

La primera entrega de Ahora me ves sorprendió por su agilidad, por su ritmo trepidante y por su resolución inesperada. La segunda apostó más por la acción y menos por la magia de sus cuatro protagonistas y mantuvo el nivel aunque, sin duda, era inferior a la primera. En esta ocasión, nada por aquí. Había alguna que otra esperanza que la dirección, esta vez, estaba encomendada a Reuben Fleischer, especialista en biopics musicales que dejaron una cierta impronta de calidad como Bohemian Rhapsody y Rocket Man, pero no hay nada detrás del pañuelo. Fleischer opta por rebajar el tono, hacer una película más oscura, menos espectacular y, en última instancia, más insustancial.

Y es que, por ejemplo, la resolución de estas nuevas andanzas de los Jinetes, esos magos que combinan a la perfección el ilusionismo con el reparto de la riqueza en manos de unos desaprensivos, es inane, sin fuerza, sin sorpresa. Deja en el espectador una cierta sensación de haber visto algo sin gracia, poco trabajado. Hay trucos, sin duda, pero mucho menos efectivos. Los personajes ya no son tan atractivos. Se fía todo el entramado a una villana a la que, a buen seguro, Fleischer no ha dado instrucciones de interpretación y Rosamund Pike, siendo buena actriz, navega entre la seducción, la risa nerviosa, la sonrisa ambigua y la maldad sin acabar haciendo mella como contrincante de estos genios de la mentira.

Por otro lado, el argumento avanza, se para, se detiene totalmente, se ponen a hablar con conversaciones que no van a ningún lado, se golpea, se pone en marcha, avanza, se vuelve a parar, para acabar en ese final que pretende ser sorprendente y resulta, sencillamente, poco creíble, abrumadoramente irreal y dejando todo a un supuesto relevo que ya veremos si vuelve a coger las riendas. El resultado es mediocre, sin gracia, ya no hay ese giro final que vuelve todo del revés y se ve el cartón del engaño. Nada por aquí, nada por allá. No hay por dónde coger el sombrero porque todos los conejos han escapado despavoridos.

En el apartado interpretativo, tampoco hay mucho que rascar. El encanto de Dave Franco se ha esfumado. Woody Harrelson hace lo suyo, es decir, lo que hace siempre. El único que tiene algo más de cancha es Jesse Eisenberg y, aún así, se diluye lastimosamente. Michael Caine, desgraciadamente, ya no está. Daniel Radcliffe, tampoco. Morgan Freeman aparece en un visto y no visto y es perfectamente prescindible. Ya queda muy poco de la magia de esos jinetes que eran capaces de asaltar un banco y hacer creer a todo el mundo lo que es imposible. Y lo que es imposible es que esta película, tal y como está, remonte el vuelo cual paloma extraída de la chistera.

Además, la película, al rebajar la espectacularidad de sus trucos, cae en lo que precisamente evitaban las dos anteriores y era en hacer creer que esos juegos de manos parecían reales a pesar de moverse en un medio tan irreal y tan proclive al engaño como es el propio cine. Así que, damas y caballeros, el precio de la entrada no se va a devolver y en sus móviles no van a aparecer unos cuantos ceros de más como prueba irrefutable de que aún hay unos cuantos Robin Hood dispuestos a dejar por debajo de la nada la cuenta corriente de la millonaria de turno. Más vale invertir el dinero en otros menesteres. Por aquí, no hay nada que mostrar.

Es que no es fácil partir de una admiración, juntar de nuevo a los jinetes con unos cuantos advenedizos que son hábiles, pero mucho menos carismáticos, colocar una nueva arpía en el punto de mira y armar unos trucos que no pueden ser llevados a cabo tal y como se describen en la película. Eso hace que se pierda el encanto. Perdonen la frase fácil, pero la magia se esfuma y sólo quedan unas cuantas travesuras sin demasiado tirón. El truco, el único y verdadero, es pasar de largo por delante del cine y tomarse un café en el chiringuito más cercano. Háganme caso. 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

LAS ESPÍAS DE CHURCHILL (2019), de Lydia Dean Ilcher

 

La orden del Primer Ministro del Reino Unido es clara. Hay que reclutar a mujeres para, después, infiltrarlas detrás de las líneas enemigas. Ellas tienen una capacidad insospechada para el camuflaje, llaman muchísimo menos la atención, manejan más recursos inmediatos porque tienen una inteligencia mayor. Sólo tienen un inconveniente. Una vez descubiertas, hay que repatriarlas de inmediato. Sus rostros son difíciles de olvidar y quien más y quien menos recordará haberlas visto aquí o allá. Pasan una fase de entrenamiento de excepcional dureza porque deben soportar la tortura si caen en manos enemigas. El antagonista no se anda con tonterías en asuntos de espionaje. O dices lo que quieren que digas o tu destino es morir en medio de espantosas humillaciones. Y ni aún así tienes garantizada la vida. Chicas, es una tarea sólo reservada para valientes. No puede ir cualquiera. Hay ciertas reglas a seguir. No hay que acercarse demasiado a los enlaces. No se puede estar mucho tiempo en el mismo sitio. Hay que mandar boletines regularmente con los informes pedidos. Hay que tener muchísimo cuidado con las traiciones. Los hombres, ilusos ellos, creen que os pueden engañar a la primera de cambio. Las mujeres son un frente invencible. Aunque den la vida, aunque lo den todo.

Por un lado, seguimos a Virginia Hall, una americana residente desde hace varios años en Londres que intenta desesperadamente ingresar en el cuerpo diplomático americano debido a su dominio de cinco idiomas. Sólo atesora un ligero inconveniente. Es coja. Tiene una pierna ortopédica por debajo de la rodilla izquierda. Es una marca que la hará fácilmente reconocible, pero Virginia, con esa fuerza de voluntad que sólo tienen las mujeres, es capaz de disimular su cojera hasta hacerla prácticamente inexistente. Es inteligente. Es voluntariosa. Se preocupa por su red de espías. Es la chica ideal.

Por el otro, Noor Inayat Khan, una extraordinaria radioperadora que debe permanecer escondida el mayor tiempo posible. Tiene la habilidad de montar una estación telegráfica en cualquier callejón. Tiene una pulsación rápida. Es lista. Sabe pasar desapercibida a pesar de su tez india. Es hija de rusa y de un ciudadano indio. Su dominio del alemán y, sobre todo, del francés hace que sea la chica ideal para transmitir los boletines de información que tanto se ansían en el Circus. Churchill sabe lo que se hace cuando ordena el reclutamiento de mujeres para tareas de espionaje.

Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. El espionaje es un trabajo ingrato, que cae fácilmente en el olvido y, lo que es peor, cuando las cosas se ponen grises de uniforme alemán, a los dirigentes no se les caen los anillos si hay que abandonar a los agentes destacados. Ni siquiera son capaces de otorgar la nacionalidad a la asistente del jefe, cerebro de todo el entramado de espionaje femenino, porque nació en Rumanía y es judía. Los ingleses en su línea.

Proyecto muy personal de Sarah Megan Thomas, que escribe el guión, produce e interpreta a Virginia Hall, para poner en valor el ejemplar trabajo de treinta y nueve espías que volaron hasta Francia para transmitir todo tipo de información a pie de calle a los servicios de inteligencia británicos. Aunque, por supuesto, ya no se hacen películas de espías sin las consabidas escenas de tortura, la dirección de Lydia Dean Ilcher apuesta por potenciar algunas secuencias de tensión muy bien conseguida sin llegar, en ningún momento, a tocar la excelencia. Es una película que se deja ver, que te descubre un trabajo sordo y valeroso y que acaba por convencerte de que, en una guerra, todos, absolutamente todos, pierden.

martes, 18 de noviembre de 2025

THE LAST STOP IN YUMA COUNTY (2023), de Francis Gallupi

 

No tienes demasiada suerte. Después de unos cuantos días en medio de la nada intentando vender unos cuchillos de tercera, te quedas sin gasolina y, cuando paras en una estación de servicio, te dicen que no hay, que hay que esperar al camión cisterna que está de camino. Si quieres, puedes tomarte algo en la cafetería. Es uno de esos sitios en los que parece que el olvido es el aire. Entras. La camarera es especialmente atractiva sin ser explosiva. Simpatizáis. Le cuentas. Te cuenta. E, incluso, en un momento de extremada gentileza, accede a que intentes venderle unos cuchillos. Parece mentira que en mitad del polvo del desierto, aparezca más gente. También tienen que esperar. La gasolinera más próxima está a ciento cincuenta kilómetros y no hay muchas más opciones. Dos tipos entran. No parecen lo mejor. Se ha atracado un banco esta mañana y son ellos. El coche coincide con la descripción que han dado por radio. También un matrimonio de la tercera edad. El ayudante del sheriff. Un indio que parece bastante duro. Todos rehenes. Los tipos esperan a alguien con el depósito lleno. En aquella cafetería de quinta categoría en un lugar en el que parece que Dios no olvidó nada, se desatará lo peor.

Son seres infelices. Tanto como tú. Sólo tienen tiempo. Es lo único que sobra en ese rincón desolado. La camarera, obviamente, no es feliz con su marido que, por aquellas casualidades de la vida, es el sheriff de las cercanías. De repente, parece que tienes suerte. Es sólo alargar la mano e irte. Así de fácil. Por una vez, la vida esboza una sonrisa que puedes aprovechar. Maldito desierto. Maldita ninguna parte.

Esta película es una demostración de cómo se puede contar una historia sin contar apenas con presupuesto y trabajando con cariño un guion que se basa, prácticamente, en la psicología de los personajes. La tensión va creciendo en una cafetería que, es bastante probable, no sea negocio para nadie, salvo para la muerte. La cafetera está a punto de desbordarse con el líquido hirviente y poco a poco va subiendo su nivel. Todo parece encajar de una forma casi divina y, a la vez, es susceptible de desencajarse al mínimo descuido. La primera incursión en el largometraje de Francis Gallupi como director es interesante, pequeña, violenta y, por una vez, alejada de los absurdos diálogos al estilo de Quentin Tarantino o Guy Ritchie. Los personajes son los protagonistas y, como protagonistas, los actores no son demasiado conocidos aunque sí que los tenemos vistos aquí y allá. El resultado es absorbente, apasionante e irremediablemente presa del destino. Ese mismo del que parece que se apartan todos esos personajes cuando deciden poner algo de gasolina en una estación de servicio medio abandonada.

Tengan mucho cuidado. Una carretera, aunque no lo parezca, puede ser el lugar más desolado de la creación. Nadie conoce a nadie y, de alguna manera misteriosa, todo el mundo quiere ayudar. Desconfíen. En medio de los polvorientos caminos que conducen a ninguna parte, nadie podrá escuchar sus gritos de socorro.

viernes, 14 de noviembre de 2025

CROMWELL (1970), de Ken Hughes

 

Las carcajadas resuenan en la casa de Oliver Cromwell. ¿Él, rey? Es para reírse a gusto. ¿Él, precisamente? ¿El hombre que hizo posible que Inglaterra decapitase a Carlos I porque quería que el poder del pueblo residiera en el Parlamento y no en la Corona? Vamos, señores. Él no es más que un individuo, algo botarate, que ha liderado una rebelión para echar del trono al Estuardo, abolir la monarquía y devolver el poder a quien lo merece. La clase gobernante es estúpida y el propio Oliver Cromwell reniega la posibilidad de pertenecer a ella. Y ahora vienen a pedirle que acepte la corona. La dinastía Cromwell. Es para echarse a reír y a llorar al mismo tiempo.

Y es que Oliver Cromwell fue culpable de muchas cosas malas. Instigó la manifiesta hostilidad británica hacia Irlanda y quiso que la religión anglicana fuera la dominante en el estado, aún a costa de sacrificar a cuantos católicos le salieron al paso. Despreciaba a los corruptos políticos de la época y, por supuesto, no entendía que el rey fuera un felón, mentiroso y traidor, capaz de aceptar con amabilidad un pliego con las condiciones para su rendición aún conservando la corona y, al mismo tiempo, negándose a leerlas. Ah, los ingleses para la traición son verdaderos maestros. Su cinismo isleño no deja de ser sorprendentemente magistral. El pueblo siempre ocupa el último lugar en las preferencias de los hombres que tienen que regir los destinos de la nación. Aún así, Cromwell intenta que se regenere la vida política…aunque eso cueste la cabeza del rey Carlos I. Sí, el país más monárquico del mundo, decapitó a su propio rey.

El director Ken Hughes levantó este proyecto sólo con la condición de que un irlandés encarnase a Oliver Cromwell. El elegido fue Richard Harris que, después de estudiar con mucho detenimiento al personaje, reconoció que un actor no siempre tiene que estar de acuerdo con los personajes que interpreta y que, aún así, Cromwell guardaba ciertas virtudes que admiraba como su tesón, su admirable vocación de servir al pueblo, su terco empeño por recortar poder a la monarquía y otorgárselo al destinatario de todas las decisiones. En la piel del rey, un siempre comedido Alec Guinness que, en ningún momento, altera su gesto, propio de la estirpe que se cree por encima de los demás, y que no deja de exhalar una melodiosa voz en cualquier situación, incluso en ese juicio ante un tribunal que la realeza no reconoce. Por detrás, un buen puñado de secundarios británicos de probada eficacia como Robert Morley, Nigel Stock, Frank Finlay, Patrick Wymark, Timothy Dalton, Charles Gray o la exquisita dicción de Dorothy Tuttin en el papel de la reina consorte. El resultado es una película que hace gala de una maravillosa ostentación, parcialmente rodada en España, que, no obstante, no acaba de funcionar del todo en algunos pasajes. Quizá el error radica en la dirección, con vocación de académica, de Ken Hughes y podría haber resultado una película mucho más monumental, más incisiva y más fuerte en manos de, por ejemplo, David Lean o William Wyler.

Es lo que tiene el poder, que no siempre se retrata toda su extensión con todas sus consecuencias. Los puritanos lo tuvieron durante algunos años en el único período republicano de la Historia de Inglaterra. Se pacificó el país. Se procedió a la restauración monárquica. Y, tal vez, no todo mereció la pena.

jueves, 13 de noviembre de 2025

REVERSIÓN (2025), de Jacob Santana

 

Es muy posible que la mente sea el órgano del cuerpo que más se protege a sí mismo. En muchas ocasiones, es capaz de borrar recuerdos que hacen que seamos incapaces de enfrentarnos con las cosas que hemos hecho o que hemos pensado. Así, pues, quizá sea la mayor oponente de la conciencia. Ella acusa y la mente amnistía. Puede que a alguien le interese reconstruir el recuerdo porque necesita encontrar culpables de algo que fue inexplicable y, también, monstruoso. Para ello, nada mejor que volver al momento en el que, de algún modo, fuimos felices, visitar los lugares que hagan que ese recuerdo se reavive y encararse con una explicación que, demasiado a menudo, tampoco es suficiente.

Más que nada porque, la mayoría de las veces, no queremos admitir que un monstruo habita en nuestro interior. Alguna vez, buscando una salida a un problema terrible, se han tomado decisiones que coquetean peligrosamente con lo absurdo y con el horror. Demasiado para una mente que, en el fondo, siempre es débil y que tiene muy pocas armas para luchar con lo sobrevenido. También en algún lugar de nuestro interior habita la bondad y, entonces, se entable una lucha que puede oscilar entre la vida y la muerte.

Por otro lado, se podría llegar a pensar, en ese navegar por el olvido, que la vida no es más que un estado de hipnosis y que la verdadera existencia sólo se manifiesta después de la muerte. Puede que todo sea un sueño que, en muchas ocasiones, se torna pesadilla. De ahí el olvido, de ahí el intrínseco deseo de la nada, de ahí la ansiedad que hace que perdamos en un santiamén muchos años, muchos deseos, muchas fantasías, muchos anhelos. Todo eso también es demasiado para la mente, siempre cobarde, siempre deseando esconderse tras los estados de ánimo para poder sobrevivir. ¿Sobrevivir para qué? Para que la vida de los que nos rodean sea algo más soportable y merezca la pena.

Hay que reconocer que, por esta vez, un actor limitado como Jaime Lorente acaba por resultar convincente en la piel de ese joven carcomido por la ansiedad que empieza a descubrir cosas que descuadran su aparente comodidad. Por otro lado, el director Jacob Santana articula una película que resulta brillante y absorbente en su primera mitad y que flojea peligrosamente en la segunda. El motivo final de toda la conspiración resulta algo débil, pudiendo haber resultado mucho más atractivo el del maltrato físico y moral. No siempre el dinero debe ser la más socorrida de las razones. Además de eso, pensando con un poco de frialdad, hay ligeros vacíos del entramado que hacen que un guion que, como punto de partida, resulta irremediablemente atractivo, se vaya deshilachando por los bordes, como los recuerdos que se quieren borrar porque son tan terribles que ninguna mente podría hacerles frente. En todo caso, el intento es honesto, tiene momentos realmente a tener en cuenta, e hipnóticamente interesantes.

No es fácil desbrozar los entresijos de una mente para describir lo bajo a lo que se puede llegar con tal de que el destino no consuma sus designios. La mente es capaz de traicionar cualquier realidad y hacer que desaparezca con tal de que la siguiente respiración no sea dolorosa, de que el próximo recuerdo tape con sus paladas de sensaciones la tumba en la que se ha introducido nuestra moral y nuestra coherencia. Deberían de darnos un libro de instrucciones avisándonos del posible fallo de esa maldita traidora que no nos dejará ver la verdad si no es por el camino más doloroso posible. Las cicatrices, por ello, serán más profundas y quizá una última mentira lave parcialmente el terrible hecho que nuestro cerebro se ha esforzado en olvidar. Por encima de nuestra condición humana. Por debajo de nuestro instinto depredador que está presto a salir a la menor oportunidad en la que la vida nos coloca en un dilema de difícil resolución. Por eso, esta película no es mala, sin llegar a ser notable. Es un aviso que nos coloca en el origen del pensamiento y nos dice, bien a las claras, que no apaguemos esa zona de la mente en donde se almacenan los recuerdos…porque nosotros no somos más que nuestros recuerdos.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

EL MILAGRO DE MORGAN CREEK (1944), de Preston Sturges

 

Llamarse Trudy es toda una responsabilidad, pero cuando el apellido en Kockenlocker ya se te viene el mundo encima. Eso es lo que siente la buena de Trudy cuando ve a los jóvenes de su pueblo, Morgan Creek, marcharse al frente. ¡Qué menos que darles una despedida memorable para que tengan todas las ganas del mundo de regresar! Es lo mínimo. Sí, todo el mundo sale, les vitorea, viva, viva y luego regresan a sus casas, pero Trudy es diferente, ella quiere ir a las fiestas de despedida, a pesar de que su padre, el jefe de policía de la ciudad, está absolutamente en contra de esas muestras de afecto. Todo va perfecto. Incluso Trudy tiene un noviete que también está deseando alistarse aunque su salud no es que sea la mejor de las trincheras. El caso, y aquí viene lo bueno, es que al día siguiente de una fiesta memorable, Trudy no recuerda nada de la noche anterior porque se pegó un buen coscorrón, pero resulta que se ha casado con uno de los reclutas, aunque no sabe ni su nombre, ni quién es y, esa misma tarde de amnesia y desorientación, resulta que se entera que está preñada. Horror.

¿A quién acude Trudy? Pues a su hermana, que parece que tiene la cabeza sobre los hombros y se piensa las cosas dos veces. ¿Qué le aconseja? Coger al noviete y liarle. Él será el marido y el padre. Las dos cosas al mismo tiempo. Sin embargo, cuando el muchacho se entera de los planes de las dos hermanas, él pergeña su propio plan. El lío está montado en Morgan Creek, señores. Eso sí, para no adelantarles nada después de tan prometedor planteamiento, puedo decirles que lo que va a encontrar Trudy es mucho amor, mucha comprensión y enredos a mansalva.

El director Preston Sturges realizó una de sus mejores comedias. Él mismo la bautizó como “la reina de las comedias locas” y a fe que es así. El ritmo es trepidante, los equívocos se suceden, las situaciones estrambóticas parecen cosa de la cotidianeidad corriente en ese villorrio de Morgan Creek. Lastimosamente, esta película hoy es pasto del olvido por la sencilla razón de que Sturges no consiguió que ninguna estrella protagonizara su extraordinario guión. Puso a Betty Hutton en la cabecera de reparto para encarnar a la alocada Trudy. Y ella es la más conocida de todos. Eddie Bracken es el noviete, Diana Lynn es la hermana y el habitual secundario de todas las comedias de Preston Sturges, el inefable William Demarest es el padre de las chicas que vela por la consabida moralidad del lugar. El resultado es desternillante, muy bueno, con un sentido de la comedia que pocas veces se ha podido ver en el cine, con Preston Sturges sacando el máximo de esa cantidad de actores de segunda que tiene a su disposición y que consiguen dar lo mejor de sí mismos. Si quieren salir a la calle con la sonrisa en los labios, no lo duden, su elección es pegarse un viaje hasta Morgan Creek y ver lo que allí ocurre. Las carcajadas se van a oír en el frente europeo y los soldados allí destinados querrán volver volando.

martes, 11 de noviembre de 2025

LA ORGANIZACIÓN CRIMINAL (1973), de John Flynn

 

Todo en orden. Se ha entrado a cometer a un atraco a un banco y han pillado al fulano. Al trullo y siguiente. El tipo es muy inteligente y cumple condena sin ningún problema. Quizá las cosas no estuviesen suficientemente planeadas o entró en juego el factor suerte, que también cuenta cuando se intenta algo así. Sin embargo, una vez pagada la deuda, el individuo en cuestión tiene otro problema. El banco que se atrevió a asaltar era de la Mafia. Y van a ir a por él. Así que es la deuda multiplicada por dos. Aquí se lía todo. Es de esperar, teniendo en cuenta que el cerebro de todo es el mismo tipo que se cargó a los más altos cargos de esa misma organización no mucho tiempo atrás.

Esta última referencia va dirigida a todos aquellos que disfrutaron con A quemarropa, de John Boorman, protagonizada por Lee Marvin. En esta ocasión, el personaje central es el mismo y se supone que esta película es una continuación de aquella, basada también en otra novela del gran Donald Westlake. Sólo que en lugar de Walker como nombre, esta vez se llama Macklin y, en vez de los rasgos de Lee Marvin, nos encontramos con las expresiones precisas y muy matizadas de Robert Duvall. Y el asunto funciona. Como si fuera un mecanismo de relojería estamos ante otra de esas olvidadas películas que es realmente buena, con un reparto excepcional, que completan nombres de probada solvencia como Karen Black, Robert Ryan, Richard Jaeckel y Joanna Cassidy y la obligada visita al cine negro más clásico con la inolvidable Jane Greer de Retorno al pasado, la pérfida Marie Windsor de Atraco perfecto, o el omnipresente Elisha Cook Jr. que paseó su cara de psicópata por esta última también o El halcón maltés, o El sueño eterno. El resultado es una magnífica historia que da continuidad a ese personaje que vive siempre en el filo y que trata de huir por todos los medios de esa maldición que es ser perseguido por la organización criminal que, dio la casualidad, que era la propietaria de un banco. Todo es una cuestión de dinero.

“Es lo primero que aprendes en la vida. Es muy peligroso hacerse con los enemigos equivocados”. Macklin lo sabe y, a pesar de su aplomo y de su experiencia, trata de deshacerse por todos los medios de su vida anterior. No quiere volver a ser un criminal de medio pelo que tiene que rebañar todas las vasijas para conseguir lo que considera suyo. Ya perdió a su mujer. Ahora también tendrá que perder a su hermano mientras él está entre rejas. Estos criminales van a por todas y no se van a parar en contemplaciones. No sólo quieren su dinero, sino que también quieren impartir una lección para que no haya otros individuos que piensen lo mismo que Macklin, o Walker, o Parker. La voz se correrá y ya no habrá más temerarios que entren y salgan con un botín tan cuantioso. Si les pillas, mala suerte. Habrá que esperar un par de años para que pasen por la justicia de los malos, pero acabarán pasando por ella. Y Macklin es un viejo enemigo de viejas cuentas. El duelo es por todo lo alto.