
A pesar de ser el cineasta japonés de mayor éxito, con una obra más que interesante y unas constantes en su cine que le convierten en un director de primera línea, a Akira Kurosawa no le gustaba hablar de sus películas y, mucho menos, discutir sobre la teoría del cine. En cierta ocasión, un periodista le preguntó por el significado de una de sus películas. Él sólo contestó
:“Si hubiera podido hacerlo con palabras, lo habría hecho. Y así no hubiera tenido que hacer la película”.Echando un primer vistazo a la filmografía de Kurosawa, nos encontramos con que es el director nipón que más se ha dejado influenciar por la cultura occidental. Y no sólo eso, sino que el trasvase también ha ido en dirección contraria. Muchas de sus ideas y argumentos han sido utilizados por otras cinematografías adaptándolos, como él hizo, a la particular idiosincrasia en la que se han movido cada uno de sus directores.
Sin dejar de lado a cineastas tan fascinantes como él, caso de Kenji Mizoguchi o Yasujiro Ozu, innovadores ambos que se han posicionado en territorios estética y temáticamente más autóctonos y, por tanto, menos abarcables para la mayoría del gran público, Kurosawa ha sido injustamente criticado por la occidentalización a la que ha sometido sus propias historias pero, sin duda, ha sido un creador de enorme repercusión internacional. Sus temas se han situado siempre en torno a dilemas morales, recreados con una plasticidad maravillosa e intensamente artística en las que, si cabe, ha primado más la adaptación a contextos y épocas profundamente arraigadas en el Japón a través de materiales e ideas de carácter universal procedentes, entre otros, de William Shakespeare, Máximo Gorki, Georges Simenon, Feodor Dostoievsky o, incluso, Dashiell Hammett, ahí es nada.
Su salto al éxito internacional se realizó con
Rashomon ganadora del León de Oro del Festival de Venecia y del Oscar a la mejor película extranjera que narraba, de forma magistral, la recreación de un crimen a través de cuatro puntos de vista diferentes mientras se dudaba de la permanencia de la bondad en el interior del ser humano. Quince años más tarde, Martín Ritt adaptó la historia, con Paul Newman de protagonista en la netamente inferior
Cuatro confesiones.
Con anterioridad a este gran éxito, ya había tomado prestada una idea de David Wark Griffith en la particularmente hermosa
Un domingo maravilloso, en la que charlaba sobre una pareja que, a pesar de los innumerables problemas que padecían, conseguían ser felices en el único día libre de sus atribuladas semanas. También había ya tocado el policíaco, y de manera soberbia además, con
El perro rabioso, adaptación de una novela de Georges Simenon, de absorbente argumento en torno a la desaparición de una pistola propiedad de un policía que se desvive por encontrarla entre la miseria y el contrabando triste y barroco del Japón de la posguerra. El éxito de esta película, le proporcionó la oportunidad de realizar
Rashomon, un film que, según sus propias palabras
"era la película que realmente quería hacer” a pesar de sus tremendos problemas de distribución, su envío al Festival de Venecia sin conocimiento del propio Kurosawa y los cortes en la sala de montaje, por parte de los productores, que motivó el famoso comentario airado del director espetándoles:
“Si quieren cortarla, háganlo a lo largo”.
En 1952 rueda
Vivir, una crítica feroz contra la burocracia y un canto a la vida y a las huellas que somos capaces de dejar tras nosotros a través de la figura del señor Watanabe (Takashi Shimura), un gris funcionario que intenta dar sentido a los últimos días de su vida. Aquí, Kurosawa arremete contra el oportunismo y el arribismo mediante una historia profundamente lírica, casi un poema, llena de referencias occidentales (como la música de jazz o cierto acercamiento al estilo de John Ford, un cineasta al que él admiraba) en la que queda patente el regalo de darse a los demás por mucho que tan sólo seamos un rostro entre la multitud.
Después realiza la que es, quizás, su producción más ambiciosa:
Los siete samuráis, una gran aventura en el Japón feudal, visualmente fascinante, temáticamente magnífica, estilísticamente perfecta, con un uso de la cámara lenta que se adelanta en casi diez años a las intenciones de Sam Peckinpah, con una calidad fotográfica impresionante, sobre todo, en las luchas envueltas con lluvia y lodo que acaban con un solo vencedor y cuatro cruces sobre una colina, único arraigo posible para los que alquilan su espada.
Su adaptación del
Macbeth, de Shakespeare con el título de
Trono de sangre le permite experimentar (sobre todo con el principal personaje femenino) con los lentos movimientos en escena propios del teatro kabuki y comienza a ser llamado, a raíz de la repercusión de Los siete samuráis y de éste título, “el cineasta de la crispación” por las encrucijadas morales a las que somete a sus personajes y que, normalmente, son resueltas con una violencia inusual como se demuestra en este terrible final salpicado de flechas acusadoras hirientes y brutales que acaban con la vida del déspota protagonista (Toshiro Mifune, su actor favorito con el que mantuvo siempre una relación algo difícil) de forma magistral, cruel y, ciertamente, impresionante.
Poca gente sabe que el material de partida de
La guerra de las galaxias, de George Lucas, nace con una película de Kurosawa que es divertida, aventurera, trepidante y armada con el atractivo de la emoción:
La fortaleza escondida. Cuento de acción en el que se ponen en juego princesas, pícaros, viejas amistades, heroísmos reconocidos y valerosos guerreros, la influencia de ésta película en una de las películas más importantes del cine moderno es más que evidente en algunas de sus secuencias a pesar de estar ambientada en el Japón feudal (precisamente eso es parte de su trama) que se halla a años luz de la fantasía espacial que se hizo tan excepcionalmente popular.
En 1960, rueda la que es una de sus obras más interesantes:
Yojimbo. Una extraordinaria adaptación del relato negro de Dashiell Hammett
Cosecha roja sobre un samurai mercenario que acaba con dos bandas de ladrones, extorsionadores y asesinos que están enfrentados. Para conseguir la ambientación de la película, Akira Kurosawa contó con la colaboración del director John Sturges que un par de años antes había dirigido
Conspiración de silencio, una película que había impresionado al propio Kurosawa por su contenido y su descripción de un lugar inhóspito gobernado por caciques sin alma. De hecho, Sturges accedió a prestarle su ayuda a cambio de que Kurosawa le vendiera a un precio razonable los derechos de
Los siete samuráis. Un año después, Sturges rodaría, en clave de western, la misma historia con el título de
Los siete magníficos que hizo exclamar al propio director japonés:
“¡Nunca creí que mi película pudiera ser un western tan bueno! ¡Y con esa música!”.
En 1963, rueda
El infierno del odio, adaptación de una novela de Evan Hunter y una interesantísima película socio-policiaca sobre el secuestro de un niño y su posterior investigación. El film está claramente dividido en dos partes: La primera, en la que se plantea el drama moral de elegir entre la propia fortuna, edificada con enorme esfuerzo y que significa tu futuro familiar, y la vida del hijo de otro. La segunda parte, se centra en la caza sobre el secuestrador desvelando los entresijos de la rutina policial y alejándose de la idea de que el éxito en la investigación es tarea de unos pocos. Si bien la primera parte se mueve sobre mecanismos de carpintería teatral, con movimientos claros del teatro kabuki, y una composición de planos prodigiosa a través del posicionamiento de los actores, la segunda adopta una forma claramente documental, casi en clave de informe policial que hace que sea un film ferozmente brillante que desemboca en un final lleno de odio y crispación con la figura de ese asesino cuyos pensamientos, muy probablemente, han pasado alguna vez por nuestras cabezas.
Después de visitar por segunda vez a Shakespeare versionando
Hamlet con el título de
Los canallas duermen en paz, de relativo éxito, el fracaso de su siguiente película,
Barbarroja, capítulo final de su fecunda colaboración con Toshiro Mifune, afecta tanto a Kurosawa que intenta suicidarse y comienza a tener problemas para financiar sus películas. El intento se repetirá, años después, con el fiasco de la incomprendida
Dodeskaden y Kurosawa se sumerge en un bache creativo después de no poder llevar adelante en Estados Unidos su guión de
El tren del infierno cuando ya tenía como protagonistas a Lee Marvin y Henry Fonda. Años después, el guión se hizo realidad bajo la dirección de Andrei Konchalovsky con Jon Voight y Eric Roberts desvelando la profundidad de una idea maravillosa sobre dos presos que utilizan un tren para fugarse, un tren sin paradas y con destino hacia ninguna parte. La crisis del director japonés se hizo ya evidente cuando aceptó dirigir la parte japonesa de la macroproducción bélica
Tora, Tora, Tora sobre el bombardeo de Pearl Harbor retirándose de la misma por agotamiento y con claros signos de padecer una leve esquizofrenia.
La recuperación llega a principios de los setenta pues, gracias a una sorpresiva financiación rusa, Akira Kurosawa remonta el vuelo con una de las más hermosas historias de amistad entre hombres de ambientes diferentes que nunca se han visto en el cine:
Dersu Uzala. Eminente película que cautiva con su belleza enmarcada por la estepa y la relación entre un soldado ruso y un cazador itinerante que se prolonga a través de los años, en su mayor parte, en un medio hostil. La muerte de uno de ellos deja al otro con el alma mutilada y la vida coja. Poética como pocas, en la nieve, tal vez la amistad deje las huellas imborrables de dos hombres de distinta raza que pudieron ser hermanos.
Los problemas de financiación continuaron y tuvieron que ser tres gigantes como George Lucas, Steven Spielberg y Francis Ford Coppola los que juntaron esfuerzos para permitir que un genio como Kurosawa pudiera dirigir
Kagemusha, una extraordinaria producción que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes, con un guión brillante sobre la suplantación de un caudillo guerrero en el Japón medieval a través de un doble que comienza a perder su propia personalidad para asumir la del líder a quien sustituye. De un color y una belleza sombría difícilmente superable, la película es demoledora y triste, reflejo de los límites de un talento demasiado grande para ser abarcado en unas pocas líneas.
El éxito fulminante de
Kagemusha, le lleva a adaptar
El Rey Lear, de Shakespeare con el título de
Ran. Probablemente, ésta sea la producción más impresionantemente bella de Kurosawa, con un sentido visual inigualable mientras hace ondear al viento salvaje los blancos, negros y rojos que otorgan una factura perfecta en la que es la mejor obra plástica del director.
A finales de los ochenta, rueda sus propios sueños en una película de siete episodios titulada precisamente
Los sueños que, si bien fracasa con cierto estrépito, es una excelente película en la que se revela la atormentada personalidad de un creador que oscila entre el idealismo casi infantil al pesimismo apocalíptico pasando por algunas obsesiones estéticas personalizadas en la figura de Vincent Van Gogh interpretado por Martín Scorsese.
Después de rodar la muy fallida
Rapsodia de agosto, con Richard Gere de protagonista, Kurosawa se despide del cine y de la vida con una película pequeña pero rimada con dulzura:
Madadayo, retrato de un profesor al borde de la jubilación que no es muy consciente de todo lo que ha dejado detrás como mensaje de profundo amor y cariño por su trabajo. En el fondo, quizá, Kurosawa se estaba retratando en esta película a sí mismo.
En 1985, en una memorable aparición, tres monstruos del cine como Billy Wilder, John Huston y Akira Kurosawa entregaron el Oscar a la mejor película. El tiempo que tenían para anunciar los nominados y abrir el sobre con el nombre del ganador era de apenas un minuto y cincuenta segundos, período durante el cual John Huston podía estar desconectado del respirador que le mantenía con vida. El encargado de abrir el sobre fue el propio Kurosawa que se trastabilló con los dedos y Billy Wilder, que tenía que controlarlo todo, le dijo:
“En Pearl Harbor fuisteis más rápidos”. Cuando anunciaron el ganador, los tres dijeron al unísono que el cine ya no es lo que era. Y nosotros, simples mortales, estaremos carcomidos por el dilema moral de ir a un cine ciertamente mediocre o quedarnos en casa de rodillas reverenciando al hombre que fue conocido como
Kurosawa-tenno: El Emperador Kurosawa