viernes, 14 de mayo de 2010
LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA DÍAS (1956), de Michael Anderson
Cada vez que he visto esta película, he llegado a la certeza de que no ha habido nunca un actor que pudiera interpretar tan convincentemente a Phileas Fogg como David Niven. Tenía la prestancia y la osadía de un caballero dispuesto a hacer valer su apuesta en libras. Era arriesgado, arrogante, decidido, apuesto, clásico. Es posible que Julio Verne, al escribir su inmortal obra, pensara en él aunque no existiera. Al fin y al cabo, el tiempo es un concepto tan relativo como la Tierra y un reloj da una vuelta entera a la esfera cada doce horas, corriendo con patas de minutos y prisa de segundos.
No cabe duda tampoco de la vocación de espectáculo que destila la película y que se escapa por los bordes del instante en su duración y que tampoco era tan necesario el ir incluyendo a tanta cara conocida jalonando pequeños papeles de esta odisea de rapidez impensable y de apostadores presurosos y que, por supuesto, es prescindible el ver tanto Cantinflear a Mario Moreno en el papel de Passepartout pero no deja de haber elementos de refinada comedia inglesa, de paisajes sucedidos con velocidad y avistados con lentitud, de cambios de escenario como origen de aventuras variadas y trepidantes, de colores del mundo reunidos en una sola película bajo los impresionantes títulos de crédito finales de Saul Bass. Es Verne en cine, un autor que no ha sido muy bien tratado por el séptimo arte si exceptuamos, tal vez, 20.000 leguas de viaje submarino, de Richard Fleischer o, en todo caso, Viaje al centro de la Tierra, de Henry Levin. Y eso, para quien hemos visitado con frecuencia el mundo de los libros del escritor es todo un tesoro para la vista y para los sentidos.
Lo mejor de todo es que no se reparó en gastos y la experiencia de seguir las peripecias del caballero inglés que se atreve a apostar con sus compañeros de club que va a dar la vuelta al mundo en ochenta días resulta todo un viaje placentero por más de cien localizaciones diferentes en las que también se puede disfrutar de las costumbres de cada pueblo, del olor de las ciudades, de la furia de las aguas, del rugir de las fieras. Y si no es una obra maestra es porque peca de vocación de legendaria, de querer traspasar los límites de la narración y convertirse en épica de producción y de sobredimensionar, a base de nombres, lo que requería un poco más de tacto y algo menos de grandilocuencia.
En cualquier caso, es una diversión impensable que llegó a hacerse por su categoría, por su afán de querer llegar al centro de la fantasía de un hombre que imaginó que el mundo, aunque cada día se hacía más pequeño, era hermoso, una especie de joya que nos invitó a visitar en cada una de sus poliédricas caras y lecturas, que hizo que el panorama para vivir se disfrazara en un increíble viaje lleno de oscuridades y aplausos, de chistes y de perdiciones, de injusticias y confusiones. Y es que éste es el ridículo y maravilloso espectáculo de la vida que Julio Verne, con sus letras, creó con el cariño propio de alguien que quería describir su propio hogar.
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