jueves, 15 de julio de 2010
NADA PERSONAL (2009), de Urszula Antoniak
Las algas tienen ese raro tacto agradable, situado entre medias del cosquilleo y la caricia, levemente escurridizo y con una suave tendencia a enrollarse en un principio de cariño que acaba siendo arrastrado por la marea del agua, como un olvido anunciado por una espuma que es nada. Nada auténtico. Nada vivido. Nada personal.
Y así, como las algas, son los personajes protagonistas de esta película. Por un lado, tenemos a una mujer, posiblemente viuda, que decide encerrarse en un abismo de incomunicación con el resto del mundo para protegerse contra cualquier brote de dolor y que decide asumir una vida vagabunda, en campos de lluvia y silencio, ese silencio que siempre es la prolongación de la desgracia. Por otro, un hombre que vive aislado en un trozo de lengua que la tierra enseña al mar, sin nadie en quien apoyarse, sin nada que decir al resto del mundo salvo que, quizá en otra vida, fue militar condecorado por no se sabe qué acción.
Para dar vida a estos dos caracteres, hay una actriz de extraña belleza como la holandesa Lotte Verbeek y ese actor de rara introversión, que transpira bondad y una especie de desprecio sin mucha alma que es Stephen Rea. Prácticamente no hay más salvo una especie de paisaje cercano a la soledad, con el verde mezclado en olas de viento con un marrón inquieto, con el olor que se presiente en una casa que huele a madera y a viejo, a palabras dichas al aire sin oídos para escuchar, a la nada que se abre después de ver una historia que no es pronunciada y que apenas avanza hacia ninguna parte.
Todo el relato está punteado con conatos de atracción, de deseo reprimido, de nobleza y rechazo pero sin profundizar demasiado en ninguno de ellos. Cuando la seguridad parece que es el mensaje, la muerte aparece como signo de un talento que tiene la certeza del detenimiento y entonces la vida se abre y las voces quedan como un eco, como sustitución de una música rebotada en paredes de cal, como el inicio que sigue a todo final.
Lo malo de todo ello es la levedad, la ida sin vuelta que nos propone la directora Urszula Antoniak y que se complementa con unos errores de bulto en la planificación (si una persona va sola por un camino, quiere estar sola y su ansia es la soledad ¿por qué aquí también hay que ponerse una cámara al hombro? Caramba, ni siquiera el personaje desea ser acompañado) aparte del recurso ya muy repetido de buscar un sitio bonito en el que se debe estar muy a gusto y muy tranquilo para que el espectador tenga unas irrefrenables ganas de enclaustrarse, apagar la televisión y el ordenador y pasar las horas pelando patatas en una preciosa, gastada y entrañable mesa de madera excepcionalmente bien pulida y barnizada.
Sin saber indagar demasiado en los sentimientos de una mujer que hunde los pies en el barro de la desaparición, que se despide de la tentación de morir con un turbador y recogido acto de amor y que decide abrirse a un mundo que la espera, la película deja tanta indiferencia como silencio, tanto estupor como malas sensaciones, tanta pelambrera quitada como austeridad en la emoción. No vale nada porque no transmite. Y cuando algo no transmite, es mejor pasar de largo y exhalar un breve y tajante abrupto de maldición. Y no tiene nada que ver que la película sea de producción holandesa. Escribo estas líneas antes de la final, o sea, que no tengo nada personal contra los Países Bajos salvo el interminable aburrimiento de una historia que ni llega con paz, ni cala con la humedad del panorama. Sólo un extraño, grasiento y salado tacto de algas que pasan con tanta ligereza como el pensamiento que merece el viento sin por qué.
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